Dimitri Aleksievich Faminov, veterano de Chechenia, Osetia del Sur y Siria, suspiró gravemente mientras caminaba. Fuera donde fuera que se hubiese metido, estaba claro que no tendría manera de huir ileso, o con sus facultades mentales a salvo. Se veía a sí mismo como una cobaya en el laberinto de un laboratorio, una idea que para nada estaba lejos de ser real.
Al llegar a la cocina —anticuada, blanca, soviética— divisó al personal de servicio: dos mujeres jóvenes, que hacían tareas de limpieza. Las muchachas escucharon los pasos del hombre, volteando y quedando pasmadas, como si hubiesen visto un espectro. El coronel, que no esperaba esa reacción, balbuceó un incómodo "Buenas tardes", tragando saliva al final de la frase. En ese momento, una señora de una edad similar a la suya (seguramente, la encargada de la cocina) salió de detrás de una puerta; al verle, abrió los ojos como platos, llevándose una mano al pecho.
"¿¡Pero qué mierda pasa en este lugar!?" se preguntó el militar para sí, y luego de humedecerse los labios, habló, intentando mantener la compostura:
—Soy el coronel Faminov, espero no importunarlas.
Las muchachas intercambiaron miradas de preocupación, mientras la señora mayor mantenía su mano apoyada en su busto. Con voz tranquila pero inquisitiva, preguntó: "¿Ha venido a buscar un frasco?" El hombre, experimentando una mezcla de miedo, confusión y frustración, lanzó un improperio al aire antes de exclamar: "¡Sí, vine a buscar un puto frasco de vidrio de alrededor de un litro de capacidad!"
Con notable agilidad, el ancho cuerpo de la cocinera se movió hacia un estante con recipientes vacíos, tomó uno, y se lo alcanzó con ambas manos. No pronunció palabra, pero su expresión de pena y angustia eran evidentes. Cuando el hombre se retiró, ella regresó la mano a su seno y, con un tono dramático, exclamó: "Dos capitanes y ahora un coronel, se está yendo todo al demonio". Sin abrir la boca, las dos muchachas volvieron a mirarse con cara de circunstancia.
Dando pasos largos y pesados, como si quisiera terminar con todo aquello de una buena vez, pasó cerca del guardia —que hizo la venia—, atravesó el pasillo, y cerró la puerta a sus espaldas. Iba a dejar el recipiente sobre la mesa, pero se detuvo en el medio de la habitación; mejor dicho: algo lo detuvo. Los dos hombres que acompañaban a Anastasia habían intercambiado posiciones; el que estaba ubicado a su izquierda, ahora se encontraba sentado mirando hacia abajo, tomándose la cabeza con ambas manos; el segundo les daba la espalda, apoyando una mano en el marco del ventanal, y mirando al patio través de los cristales.
Pero no fue el único cambio que notó en el lugar. Lo que lo trastornó fue algo que increíblemente había pasado por alto la primera vez, desde que los demoníacos ojos fríos de Anastasia se habían posado en los suyos.
La alfombra estaba cubierta de láminas de plástico. Transparentes, colocadas de manera prolija, sin una gota de pintura o mugre. Es decir, lo razonable era pensar que estaban colocadas allí por alguna clase de reforma. Pero, de ser así, ¿por qué estaban tan impecablemente limpias?
—¡Dimitri! —gritó Anastasia, con toda la familiaridad del mundo.
El hombre movió la cabeza, y al momento sus miradas quedaron enganchadas, como si tirara de ellas un tensor invisible. Luego, los ojos de Faminov quedaron fijos en la nada. La mirada de los mil metros.
—¿Dimitri, lo escuchas?
El rostro del coronel se iluminó – ¡Sí! ¡Lo oigo!
Perdido en la narcótica mirada de Anastasia, era capaz de oír el oleaje del mar. Para ser más exactos, era una playa de Yalta, donde sus padres lo llevaban a veranear cuando era niño.
—Siente el aroma, Dima... ¡Escucha, escucha a las gaviotas!
Ahora, el veterano soldado tenía la cara inundada de lágrimas de felicidad.
—¡Sí! ¡Las escucho! ¡He vuelto a la playa!
—Dimitri... ¿Quieres ir a jugar en la arena conmigo?
—¡Sí! ¡Sí! por favor!
—¡Genial! Te enseñaré un juego nuevo que te encantará.
Para entonces el militar, que estaba sentado en el suelo y blanco como un papel, mostraba evidentes síntomas de descompensación, pero Anastasia seguía concentrada, para sumir a Faminov en un trance cada vez más profundo.
—¡Dimitri! —advirtió Anastasia mientras reía—. ¡Tus pantalones se mojan en la orilla!
El Coronel, como un niño en estado de júbilo, se quitó los zapatos, las medias, y se bajó el pantalón del uniforme, hasta quedar casi desnudo de la cintura hacia abajo. Su bóxer de tela con corazones blancos desató la risa de los dos esbirros de la "niña".
—Deja el frasco en la arena, Dimitri. ¡Toma este escalpelo y hagamos una travesura!
El pobre hombre, inducido por un profundo estado de hipnosis, obedecía sin más.
Anastasia no perdía el tiempo: a lo largo de un siglo, había pulido y perfeccionado esa habilidad aprendida de su maestro Rasputín. El coronel estaba condenado, expuesto a las ondas mentales de la inmortal, como una presa indefensa enroscada en los anillos de una boa constrictor.
—Escucha con atención, Dimitri. Córtate las canicas con eso, y colócalas en el frasco.
—¿Estás segura? Papá y Mamá se enfadarán por esto.
—¡Papá y Mamá son unos aburridos! ¡Uuuufff!
Ambos rieron a carcajadas. Faminov se bajó los calzoncillos, y procedió a tomar su pene fláccido entre el dedo índice y pulgar de su mano izquierda. Acto seguido, levantó su pequeño miembro, al tiempo que adoptaba una expresión facial muy graciosa, que causó otro estallido de risas entre los dos. A diferencia que los soldados que la acompañaban, Anastasia parecía disfrutarlo de veras.
—Si te levantas y lo haces por debajo de la bolsita de tus canicas, resultará más fácil. Salvo que no puedas alcanzarla por culpa de tu barriga, jaja. ¡Estás gordooo, hermanito!
El militar, sorprendido por la observación, rió de nuevo. Al recuperarse de las carcajadas trató de hacer caso a Anastasia, no sin cierta dificultad. Esta vez, tomó la bolsa de sus huevos entre el dedo pulgar e índice, estirando la piel, y obligando a su escroto a desplazarse un poco hacia arriba, para más comodidad. Apuntando la fina hoja hacia sus "canicas", pasó el instrumento afilado por detrás de su bolsa de piel. No sintió dolor, pero al percibir el frío del acero, el coronel parpadeó y dudó. Anastasia redobló sus esfuerzos para concentrarse; no iba a permitir que se le escapara.
—¡Dimitri! ¡Dimitri! ¿Estás bien, hermanito?
—¡Jo! ¡Sí, claro! – dijo con una enorme sonrisa, aunque ocultando su molestia física.
—Bueno, apúrate. Mamá y papá ya casi llegan.
Intuyendo a través del tacto, sintió el filo del bisturí detrás de su testículo izquierdo, y efectuó un tajo lento y profundo hacía su derecha. La sensación fría del escalpelo era inmediatamente sustituida por la tibieza de la sangre, que emanaba a borbotones de la herida abierta. Cuando la hoja acerada apareció al fin en el otro extremo, la bolsa que aún contenía sus genitales parecía una pequeña campana en un movimiento pendular, moviéndose hacia adelante y atrás. Esta vez, Anastasia tuvo que contener la risa para no perder la concentración.
El Coronel necesitó repetir en tres ocasiones la misma operación, para liberar de manera definitiva sus testículos de las carnosas membranas que lo sujetaban a su cuerpo. Los levantó en la palma de su mano hasta la altura de su pene; primero uno, luego el otro, estudiándolos con curiosidad infantil. Luego, quedaron colgando de su bolsa escrotal, como bolas en un repulsivo árbol de navidad.
—Canicas —soltó Faminov, babeando como un imbécil—.
—Sí, sí, córtate las canicas —insistió Anastasia con suavidad.
Tironeó del testículo izquierdo. El cordón que unía la gónada con el resto de su cuerpo quedó en tensión. El corte que siguió fue limpio, y el golpe contra el suelo de plástico sonó como un pedazo de carne cruda y jugosa. Todo su cuerpo temblaba, en una convulsión apenas controlada por las artes de Anastasia. Faltaba el otro. Un solo esfuerzo más. Agarró con fuerza lo que quedaba de su hombría. El escalpelo cercenó el cordón espermático sin problemas. Otro sonido húmedo, contundente. Todos miraron con repulsión...excepto la "niña".
—Dimitri, colócalos dentro del frasco. Rápido.
Obedeció. Una vez de rodillas, soltó el instrumento cortante y agarró el recipiente de vidrio; lo apretó contra su pecho con su antebrazo derecho, pero fue incapaz de quitar la tapa, resbaladiza por la abundante sangre derramada. Se limpió la mano izquierda en la chaqueta y, apretando los labios en un gesto de esfuerzo, consiguió abrir el envase. Acto seguido, lo puso frente a sus ojos, y deslizó sus escurridizos genitales desde su palma derecha, hacia el fondo del recipiente. El frasco recibió el golpe de las gónadas con un ruido sordo y mojado. Al fin, lo cerró, y lo puso sobre el plástico empapado en sus fluidos vitales.
—Coronel Faminov... ¿Está ahí? —dijo Anastasia desde el borde del escritorio. Su vos sonaba distinta y lejana.
La confusión inicial de Faminov se transformó en una sensación progresivamente desagradable y sinestésica. Los latidos de su corazón resonaban con fuerza en sus oídos, mezclándose con el rugido del mar que ahora sonaba como una sinfonía infernal. El sonido del oleaje de la playa pasó a convertirse en ondas de dolor que ascendían desde el centro de su cuerpo hasta su cabeza, mientras su cuerpo entraba en estado de shock debido a la cantidad de sangre perdida. El olor a sangre —que conocía bien— lo envolvía, su ropa estaba sucia a su lado, y el frasco yacía en el suelo. Empezó a recordar un sueño siniestro de su infancia, en el que amputaba su propio cuerpo, pedazo por pedazo. Finalmente, lloriqueando, sujetó con las manos la zona donde sus órganos reproductores habían estado momentos antes, soltando un gemido lastimero y cayendo de costado. Su pequeño pene arrugado, apuntando hacia abajo, soltó un chorrito de orina rosácea, que terminó convirtiéndose en gotitas aisladas.
—¿¡Qué me hizo!? ¿¡Qué me hizo!? —repitió entre sollozos. Un quejido ronco desgarró su garganta como consecuencia del insoportable dolor, mientras su cuerpo comenzaba a arquearse entre convulsiones cada vez más débiles.
Anastasia giró hacia el escritorio para agarrar su celular, y saltó de la mesa. Sin preocuparle si se ensuciaba, tomó asiento encima del saco de carne que se retorcía en el piso, y, haciendo una "V" con sus dedos, guiñó un ojo y se tomó una selfie.
—¡Misha, Turi, vengan! ¡Vamos a hacernos una foto! —dijo a los otros dos hombres.
Turi, trastornado por la escena que se había visto obligado a presenciar por tercera vez en cuestión de un par de días, devolvió el almuerzo junto a sus pies. En primer plano, su jefa estaba sacando la lengua para una segunda selfie.
Mientras tanto, en el Kremlin, alguien estaba escuchando la sesión 53 de BZRP en su computadora. En parte, lo hacía para entrenar su español, y en parte para entender por qué diablos estaba de moda entre los jóvenes rusos. Fastidiado por su falta de comprensión, el General Gerasimov sacó su celular del bolsillo. Vio que en su cuenta de Telegram, el contacto que tenía agendado como "La Cosa" le había enviado un archivo adjunto. Al abrirlo y ver las repugnantes fotografías, apretó con fuerza los ojos en un gesto de rechazo. Vladimir Putin, que se encontraba junto a él, sintió curiosidad.
—Mierda. "La Cosa"...esa "Cosa", le hizo lo mismo al Coronel Faminov —expresó Gerasimov, con tono de preocupación.
La mirada del presidente ruso, pegada a las fotos, oscilaba entre el asco y la sorpresa. Finalmente, habló.
—Esto se está yendo de control. Si no hacemos algo, nosotros vamos a ser los próximos. Y tienes que evitarlo como sea —declaró Putin, con una firmeza en su voz digna de un discurso.
—¿No tendríamos que hablar primero con "Ellos" al respecto? ¿Al menos ponerlos al tanto?
—No me hagas reír. No soy una marioneta de nadie, menos de esos oligarcas occidentales —soltó el líder ruso, con un mohín de fastidio en su viejo rostro—. Tienes las manos libres para hacer lo que estimes conveniente. Porque YO te doy el permiso. ¿Entendido?
—Como usted ordene, señor presidente. Como usted ordene.