Detestaba la idea de volver al pueblo, pero Guille estuvo insistiendo mucho tiempo para que la lleve a conocer mi familia. Con mucho esmero y planificación me había ido sacando información sobre mi pasado. Pasado del cual yo estaba alejado, emancipado.
—¿No vas a avisar que vamos? —me preguntó Guille una semana antes de viajar.
—No —le dije mientras lavaba los platos.
Me negaba a tener que llamar a un teléfono fijo (porque nadie de mi familia tenía celular), pero en el fondo, dejando de lado esa excusa, tenía miedo. Miedo de volver a escuchar la voz ronca de mi madre preguntándome por qué no la había llamado en diez años. Pero ninguna respuesta sería digna para una madre, y menos para ella, que nunca aceptó una respuesta distinta a la que esperaba recibir.
El primer domingo de enero salimos temprano a la ruta y cerca del mediodía estábamos entrando al pueblo. Todo era igual, diez años después nada había cambiado: las mismas casas, las calles sin asfaltar, el almacén de María, la farmacia de Roberto. Guille, que venía sentada en el asiento del acompañante, estaba excitada y emocionada por conocer mi lugar de origen, señalando a cada rato algo insignificante para que mire.
—Esa es mi casa —dije señalando a mi izquierda luego de detener el auto.
La ventana de la casa estaba abierta y mi madre se asomó para ver quién había parado. La vi cerrar apenas sus ojos tratando de enfocar mejor. Me reconoció. Su boca se abrió y ocultó su rostro con ambas manos. Miré al frente, aceleré y me alejé.