Los muros habían quedado atrás, abrazados por la densa oscuridad de la noche. La lluvia había aminorado su intensidad por unos breves minutos, pero, como una mala broma, volvió a fortalecerse, incluso más que antes.
Gustavo y compañía avanzaron hacia el norte, guiándose por el sendero de tierra ahora convertido en lodo, que apenas era visible incluso con el quinqué metálico amarrado a las riendas de sus equinos, o a veces por los relámpagos, que brindaban unos breves momentos de luz.
—Creo que será mejor encontrar refugio —dijo Amaris con un tono alto, casi gritando—, es demasiado cansado ocupar la energía para sondear el terreno.
—Comparto opinión con la humana —dijo Ollin—, no estoy en condiciones óptimas para hacer uso de mi energía en tareas innecesarias.
Gustavo guardó silencio, sin siquiera dignarse a voltear, o disminuir la velocidad. Su rostro, apenas iluminado por el fuego producido del quinqué mostraba su ceño fruncido, ojos resueltos y penetrantes, que ni las gruesas gotas de lluvia al impactar su piel le perturbaban. Debajo de la túnica, refugiado en su abrazo y protegido por una manta de piel de marmota se encontraba un pequeño lobo de pelaje blanco azulado, dormido, un sueño que ya había durado demasiado.
—Ya te dije que no te acerques tanto.
—Vamos, pelirroja —suplicó con una mirada de perro apaleado—, no me tocó ningún candil, y soy pésimo empleando mi energía de la forma como ustedes la usan.
—Jódete. Y no me digas pelirroja.
—Vamos, permíteme sujetarte de la capa, así no me perderé.
—Te dije que no.
—Si no lo haces puede que retrasé a todos. —Le miró con astucia y una sonrisa pícara—. Y si eso sucede, ¿qué le dirás al señor?
—Le diré que eres un imbécil —Le miró, cansada y enfurecida— y un inútil, que hubiera sido mejor dejarte en ese reino de porquería para así no causarnos tantos problemas.
—Esto no fue mi culpa.
—Entonces, ¿de quién fue?
Primius guardó silencio, no dispuesto a excusarse, pero sin apagar su particular sonrisa.
—¿Puedo? Por favor.
Meriel suspiró, abatida con la molesta personalidad del expríncipe.
—Siempre detrás de mí, no quiero ver tu horrible rostro.
—Gracias... pelirroja —musitó con una gran sonrisa.
∆∆∆
El sonoro rugir de los cascos de la caballería, guíada por dos mal encarados y recios jinetes de indumentaria militar negra, con el emblema del oso ondeando en lo alto de las lanzas, que destellaban al recibir los rayos solares. Seis individuos esperaban en aquella llanura, tan despejada como la cabeza de un calvo, y con el estandarte del hombre victorioso clavado a la tierra.
—Niño real, ¿creía que habías prometido matarme en cuanto me vieras? —dijo la hembra de armadura brillante tan pronto como llegó, encarando con una sonrisa ufana al hombre joven de expresión solemne—. ¿Acaso tu padre no te enseñó a cumplir las promesas?
Los dos abanderados plantaron en el suelo el estandarte real, con miradas arrogantes y retadoras.
Las dos damas del velo blanco a espaldas del joven individuo fruncieron el ceño al escuchar la burla de la guerrera, y aunque eran conscientes de la particular situación, aquello no disminuyó la molestia, bi el enojo.
—La última vez conociste a un príncipe —dijo con un tono autoritario, alto y prepotente—, hoy estás ante un rey. Harás bien en entender la diferencia, generala Iridia. Porque si hoy estás viva, es porque yo lo he permitido.
—Un rey de un reino que se cae a pedazos, con un elegido de dudosa autoridad —dijo con sorna. Katran endureció el entrecejo, preparado para encarar a la irrespetuosa guerrera, pero se abstuvo, sabiendo que su plan era más importante—. Le pedí a Su Majestad y Enaltecido Señor que me brindara la oportunidad de acabar con todos ustedes, perros —escupió al suelo—, pero parece que no hace falta, la propia mano de Ordyx ya posa sobre sus hombros.
—El Bondadoso Señor no lo permitiría —dijo de inmediato, poco dispuesto a dejar que su destino fuera influenciado por las maliciosas palabras de la hembra—, antes caería el mundo que el propio Atguila.
La sonrisa de Iridia se volvió aún más profunda, fría y arrogante.
—Atguila caerá —dijo una fémina a espaldas de la general. Iridia rápidamente se retiró a un lado, tragando las palabras que no pudo decir, al tiempo que bajaba la cabeza con respeto ante el individuo encapuchado, tanto como sus subordinados—, y tu sangre será la causante, rey Katran.
El rey, al igual que sus súbditos se enfocaron en la delgada silueta.
—Una victoria les ha otorgado demasiado valor, rodurienses bastardos —dijo con severidad—, sin recordar que fui yo quién permitió que conquistaran nuevamente su ciudad.
—Fue por miedo, regio cobarde.
—Sigue provocándome, Iridia, sigue haciéndolo, te reto. —Se volvió hacia ella, dibujando en el aire de su frente un símbolo extraño, pero familiar para todos los presentes.
La general guardó silencio, conteniendo las palabras que sabía que no debían decirse, o se arriesgaba a no tener un futuro en el salón de los héroes.
—Amenaza una vez más a mi general con la marca de traición y yo misma maldeciré tu sangre —dijo la fémina, haciendo un sello de dedos.
Las damas del velo blanco efectuaron uno parecido, en un intento por bloquear la energía maldita, una que nunca se materializó.
—¿Te atreves? —rugió el rey.
—Dime tú.
La fémina se deshizo de su capucha con suavidad, un acto delicado, pero a la vez majestuoso, propio de su título. Katran tronó la boca al verla, y aunque estaba sorprendido, no dejó que se mirase en su expresión.
—Pensé que el enviado sería Ansso —dijo disgustado, mientras observaba con curiosidad a la última silueta encapuchada, quién se deshizo de ella tan pronto como recibió la autorización de su señora—. General Eddot.
—Rey Katran —respondió este último, sin respeto ni arrogancia.
—Mi querido hermano está indispuesto, por lo que, tendrás que hablar conmigo.
—No toleraré semejante insulto —dijo, haciendo una seña a sus jinetes—. Vámonos.
—Es la última tregua que Rodur le da a Atguila, rey Katran —dijo la princesa con un tono frío—. Jamás habrá una siguiente.
Katran se volvió a ella, contenido y con una fea mueca.
—Pedí reunirme con tu rey, o el heredero, no con <la Bruja de Rodur>.
—Hombre mío, no tienes opción —sonrió, pero sin cambiar su fría y directa mirada.
—No te dirijas a mí con ese título, jamás he sido tuyo.
—Iridia tiene razón, los regios de Atguila no tienen honor en sus promesas.
—Nunca se prometió una sagrada unión entre nosotros ¡Nunca!
La princesa no pudo contener la risa, una risa inhumanamente arrogante.
—Antes muerta que estar emparejada contigo, rey Katran. Ja, ja, ja, ja, no puede ser que te hayas creído que tengo interés en ti —Su sonrisa se petrificó en su rostro, al tiempo que sus ojos destellaban apatía—. Los hombres débiles me dan asco —El general Eddot le negó con la cabeza al ansioso jinete enemigo que tocó su empuñadura—, y hablando de débiles, corre el rumor que tu hermano pequeño venció a una bestia alada catalogada con una estrella dorada, ligeramente impresionante. Y pensar que hace menos de dos temporadas mi general cuidaba de él.
El rey sonrió al atrapar la astuta idea, dejando posar su mirada sobre la hembra de armadura brillante.
—¿Lo liberaste por miedo, general Iridia?
—¿Miedo? —escupió, frunciendo el ceño con cólera— ¡¿Miedo por esa cosa que llamas príncipe?! No me hagas reír, si no fuera por...
—Silencio —dijo con firmeza, pero sin alzar el tono de voz.
—Sí, Su Alteza —dijo luego de tragar saliva, tan sumisa como un cachorro ante su amo.
—Ya me aburriste, rey Katran —Se acercó a él, tanto que el regio hombre pudo oler el aroma de las flores todavía impregnado en su piel—, así que, habla, pide lo que has venido a solicitar y terminemos con esto.
Eddot e Iridia se mantuvieron en posición ofensiva, alertas ante la mínima amenaza, acción imitada por la guardia del rey y sus dos hechiceras.
—Solo me importa una cosa, paz entre nuestros reinos.
Valdrel asintió con calma luego de unos segundos de falsa reflexión.
—Rodur acepta tu petición, pero queremos al espectro.
—¿El espectro? —preguntó, dudando si había escuchado lo que se dijo—. ¿Cuál espectro?
—Al espectro que vaga por tus tierras disfrazado de hombre, que se atrevió a atacar a mi general y liberó a tu príncipe.
—No conozco ningún espectro.
—Lo queremos vivo, rey Katran. Entregánoslo y nuestras tropas se retirarán. Tienes treinta soles. —Alzó la mano, dando media vuelta para retirarse en su cabalgata. Iridia hizo un ademán agresivo e insultante, con una sonrisa dibujada en su rostro, mientras los abanderados retiraban los estandartes del suelo, para rápidamente superar a su princesa y guiar el camino.
—Maldita arrogante —dijo, ahogando el grito de furia—, malditos
rodurienses de mierda... Meyv.
—Su Majestad —respondió una de las damas del velo de forma inmediata.
—Haz saber a los Sabios en este momento que Rodur también quiere al forastero. —Se quedó mirando fijamente en el horizonte, observando como las siluetas de sus enemigos desaparecían.
—Sí, Su Majestad —dijo con respeto, mientras extraía un antiguo pergamino de uno de los escondites de su túnica blanca.