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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasia
Classificações insuficientes
261 Chs

Estímulo

Deslizó los guantes de sus manos con un gesto que emulaba la misma lentitud con la que caen las hojas en otoño, al encontrarse, en medio de la blancura expandida y total de la nieve, una flor de una blancura insondable, un ícono de pureza y desafío solitario en la vastedad. Sus dedos, liberados, buscaban la proximidad de los pétalos, provocando que al roce mutuo liberara un perfume dulce e inédito, cuyo olor no estaba registrado en ninguna de las páginas de su memoria olfativa. Se abstuvo de cualquier gesto brusco, no tenía intenciones de dañarla, solo deseaba ser cómplice de la resistencia de la sobreviviente, que de alguna manera imitaban su estado.

Sus pasos, ni lentos ni rápidos dejaban huella sobre la superficie blanca. El hambre se había vuelto a presentar en su estómago como un inoportuno invitado. La carne seca ya solo era un recuerdo en su bolsa, y en estos momentos la extrañaba, pero no tenía más remedio que aguantar, de resistir otro par de días antes de por fin encontrar alguna presa adecuada, pues, en palabras del muchacho, no estaban demasiado lejos de la zona de caza más próxima.

Los días transcurrieron con una calma asfixiante, aprovechaba los breves instantes de descanso para entrenar su control mágico, y hojear con un poco de melancolía el libro blanco que Spyan le había obsequiado luego de su caída en aquel oscuro lugar. Sus hechizos de elemento Luz eran comprensibles para su mente, pero débiles por alguna razón, incluso sin haberlos lanzado ya sabía del poder que guardaban.

Abrió su libro negro al instante que encontró un hechizo que en el pasado había ignorado, y como lo hizo para desarrollar su único hechizo de elemento Luz: sanar, transcribió el conjunto de palabras en idioma antiguo, tal como aparecía en el libro de Spyan. Su dedo como pluma, y su energía como tinta.

—Purificar —dijo con un tono apacible, como el canto de una madre a su hijo.

La energía invisible envolvió los alrededores como un manto, y la nieve, aparentemente regente de los alrededores cedió su dominio. Los nubarrones, oscuros y sombríos, se abrieron para dar paso a los débiles rayos solares. El ambiente se impregnaba de una calidez reconfortante, una dulzura en el aire que acariciaba la piel con suavidad, y, aunque no entendía lo sucedido, sabía que había tenido éxito.

Con la sinuosa elegancia de un felino, Timber se alzó, tensando el arco con un gesto tan natural como su propia respiración. Una flecha, veloz y certera, surcó el aire dejando una estela apenas perceptible antes de que su presa se rindiera al abrazo de la tierra congelada. Con un movimiento fluido y seguro, una nueva flecha se posó en la cuerda vibrante; y como el hijo que emula el andar resuelto de su padre, trazó otra trayectoria letal. La tercera siguió su curso, un eco fiel de sus predecesoras.

Gustavo se detuvo, su mirada se aferró al lugar de caza, donde yacían las pequeñas criaturas abatidas por el impío de las flechas. En silencio, rindió homenaje a la habilidad maestra del Ber'tor, cuyo pulso y ojo no conocían el fallo. Sin embargo, sus musitados elogios quedaron suspendidos en el aire cuando una sensación siniestra inundó el lugar. Esa atmosfera pesada descendió como la palma de un gigante, tan tangible que parecía capaz de aplastar sus hombros con su ominosa presencia. Aunque después de un segundo, se resquebrajó como una hoja seca, dejando solo la ilusión de un antiguo poder.

Desenvainó el sable, y advirtió al muchacho, quién ya se encontraba sentado y abrazando sus rodillas con nerviosismo. No podía ver nada, pero les sentía, por lo que analizó los alrededores con su energía de Vida, escrutando con su mirada zonas determinadas, en las que sabía aparecerían, y no se equivocaba, como manchas en la blancura del terreno comenzaron a surgir aquellas siluetas ya conocidas: los caminantes sin vida.

Sus adversarios, una vez ágiles y peligrosos, ahora se movían con pesadez y torpeza desconcertantes. Cada movimiento que intentaban era predecible, y sus defensas se desmoronaban como arena entre los dedos. En el breve instante en que la lucha comenzó, también terminó, dejando atrás un silencio que hablaba más que el clamor de la batalla misma, corto e inesperadamente anticlimático en su conclusión.

Mientras examinaba los cadáveres, su atención fue capturada por las hojas opacas y cafés que adornaban las armaduras, que ahora se encontraban despojadas de la corrupta influencia de la energía de muerte que antes las invadió. Con una creciente curiosidad, procedió a examinar los demás caídos y descubrió, no sin una mezcla de expectación y desconcierto, que todos presentaban la misma regeneración insólita.

Sentado frente a la fogata, sus ojos se perdieron en la nada. Los aromas del asado impregnaban el aire, un concierto olfativo que estimulaba los sentidos y agitaba con hambre su vientre. No obstante, su atención había viajado a otro territorio, uno de cavilaciones y desasosiego por lo que había ocurrido. ¿Cuál era la razón de la debilidad de los caminantes muertos? Juntó los hechos, buscando en ello una respuesta que pudiera satisfacer su curiosidad, no encontraba en sus actos esa distinción que pudiera provocar el cambio...

«El hechizo de Spyan», pensó, y con una breve pausa que se confirió para encontrar una réplica, tomó su primer pensamiento como una razón plausible.

Asintió un par de veces, con una sonrisa satisfecha, y una motivación que le llenaba el corazón. Debía comprobar su teoría, pero no había urgencia, si el muchacho le guiaba por el buen camino, más temprano que tarde sus senderos volverían a entrelazarse.

Timber le ofreció una pieza del animal, ligeramente chamuscada, pero, en detalle, la mejor de todas. Gustavo despertó, agradeciendo al tomarla. Su sonrisa fue instantánea al probar alimento, saber un poco sobre lo que le deparaba el futuro era mucho mejor que andar a ciegas.

∆∆∆

Entre senderos traicioneros, los tres machos andaban a pie. El sol había aparecido durante breves ocasiones, apenas visible en cada momento por la bruma de los alrededores.

Timber se había vuelto un poco menos cauteloso, seguía temiendo las apariciones repentinas, por supuesto, pero, tan pronto observaba a Gustavo desenvainar con determinación aquel extraño sable de acero sombrío, su corazón suspiraba aliviado. Verle atravesar y cortar a tan grotescas cosas le devolvía un sentimiento que había creído perdido hace ya muchísimo tiempo.

Por un instante fugaz, Gustavo creyó percibir el vuelo caprichoso de un par de aves negras revoloteando sobre el lienzo del cielo. Sin embargo, al levantar la vista en busca de aquellos seres alados, solo encontró el vacío grisáceo; las aves se habían esfumado como una alucinación diurna. Con el ceño teñido de confusión ante la travesura de sus ojos, se llevó una mano a la cara, frotando suavemente los cansados lagrimales, y decidió desestimar la visión, indiferente a la existencia o invención de lo sucedido. Retomó el camino con un gesto despreocupado, mientras la energía ominosa no se presentara, no sentía necesario desfundar su arma, o hacer alarde de su poder.

Con cada paso que daban, la sombra se tornaba más tangible, desplegándose ante ellos como una oscura pintura: un bosque agreste cuyos descomunales árboles, desprovistos de vida y vigor, se alzaban al cielo como totémicos guardianes de la decadencia, manchados de corrupción hasta su núcleo. El olor que le acompañaba era desagradable, se sentía el rechazo a la propia vida, y fue Exilor el más afectado ante esta terrible situación. El can se rehusó a caminar más allá del inicio del bosque, y Timber fue incapaz de convencerlo, muy posiblemente porque tampoco deseaba ingresar.

Gustavo tocó la áspera superficie del árbol más cercano, sintiendo una cruel tristeza, el repentino aliento se le dificultó por el dolor en el pecho.

«¿Qué me sucede?», se cuestionó, estaba casi seguro que tal sentimiento no pertenecía a él.

Prefirió abandonar el toque, y así como el dolor y la tristeza había aparecido, se esfumó. Inspiró algo más tranquilo.

—Purificar.

El toque suave de su energía cubrió un buen sector del bosque, revitalizando el arbolado. La contaminación que como raíces negras se encontraba tallada en cada tronco, fue disminuyendo su coloración. El olor que imperaba fue perdiendo fuerza, no podía decir que había desaparecido, pero si estaba a nada de estarlo.

—¿Se quedarán ahí? —preguntó al sentir que el perro y el muchacho no le seguían.

Timber y Exilor se vieron casi por instinto natural, y como si pensaran lo mismo volvieron la mirada detrás de ellos, la respuesta fue inmediata, por lo que pronto llegaron ante Gustavo, claramente preferían caminar por el bosque de apariencia maldita, que tener la falsa seguridad en su ausencia.

Cada cierto tiempo, en cuanto llegaba a una nueva zona manchada con la corrupción lanzaba su hechizo: purificar, aliviando poco a poco al bosque del mal que lo había estado enfermando.

El desgaste era mínimo, pero comenzó a notar una influencia externa y malvada tratar de convencer a su mente de abrir sus protecciones, con susurros amigables, y tonos de gente conocida, algo iba mal, podía sentirlo. Se volvió en busca de sus dos acompañantes y se encontró solo en tan vasto bosque. Su corazón se aceleró, y con el rabillo del ojo notó una sombra rápida, su mirada apreció nuevamente a esos pajarracos negros revolotear por encima de su cabeza y de las copas secas de los árboles.

—Ja, ja, ja, ja, ja.