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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasia
Classificações insuficientes
261 Chs

Equilibrio insensato

El malherido hizo un intento por articular palabra, pero el único ruido emitido de su boca fue un largo quejido lastimoso.

Avanzó un único paso, comenzando a dudar sobre que hacer con el hombre que tenía el sello de la muerte en su cuerpo. ¿Era un enemigo? Lo desconocía, y no deseaba herir a un inocente, pero, ¿y si no lo fuera? Maldijo en sus adentros, el recuerdo de los bastardos que había matado estaba fresco en su mente.

—Espero no arrepentirme —dijo para destruir el escandaloso silencio que se cernía en la cámara recién iluminada.

Extrajo de su bolsa de cuero una pócima revitalizadora, y se acercó, manteniendo el sable en una posición cómoda para el ataque.

—Bebe —ordenó, arrojándole el líquido a su boca que el mismo había abierto con la ayuda del frasco.

El individuo se forzó a tragar el líquido que a sus ojos parecía extraño, y aunque renuente, no podía resistirse, no tenía las fuerzas.

Detuvo la acción al notar que el hombre no podía beber más. Tapó el pequeño recipiente para impedir que se diluyera la efectividad.

—¿Enemigo? —preguntó, aferrándose al mango del sable.

El hombre exhaló por la boca, se sentía fatigado y adolorido, pero en su mirada solo se percibió curiosidad al observar tan peculiar joven.

Hizo un segundo intento de hablar, pero al igual que primero fue infructuoso. Su pecho subía y bajaba, hasta que comenzó a toser, derramando parte de la pócima acompañada de un líquido espeso y negruzco.

—¿Voy... a... morir? —formuló con dificultad, en una lengua que hace bastante tiempo Gustavo no había escuchado.

Bajó el sable de forma inconsciente, no se atrevió a lastimarlo, el individuo era él mismo, solo que con un cuerpo distinto. Comenzó a dudar si lo que observaba era una ilusión que su mente fracturada creaba en burla a su buena racha de estabilidad mental. Acercó la mano para tocarle, arrepintiéndose al instante de hacerlo. Se quitó el relicario del cuello, colocándolo justo enfrente del rostro del casi desfallecido individuo.

—¿Qué representa esto para ti? —preguntó, con la locura en sus ojos y el temblor en sus extremidades.

El moribundo mostró confusión ante tan extraña pregunta, pero luego una sonrisa floreció en su rostro, tan débil como él mismo.

—Gracias...

Fue turno de Gustavo de mostrar confusión.

—¿Por qué me agradeces?

El macho volvió a toser, la poca energía que su cuerpo adquirió gracias a la poción desaparecía con rapidez.

—Me... ayudaste... a... olvidar... por un... momento... mi... destino... Fue... tranqui... liza... dor... —Cerró los ojos, con la fuerza ya extinta de su cuerpo.

Gustavo arrojó el sable al suelo al verlo.

—¡Oh, no, no! No te dejaré morir. Seas real o no. —Llevó su mano izquierda a la frente del moribundo, tocando con su dedo pulgar exactamente dónde se encontraba la glándula pineal del ser humano—. Sanar. Sanar. Sanar —conjuró innumerables veces el único hechizo sanador que conocía, sin importarle el riesgo de infectarlo con su maldición, pues a sus ojos, el individuo de tez pálida ya estaba maldito.

Recuperó el aliento, el gasto de energía era enorme, su control en el consumo era de novato, pero se alegró al notar que el casi fallecido recuperaba su facultad de respirar. Se preparó para una segunda ronda de hechizos sanadores, pero la brutal e imponente energía que cubrió los alrededores le detuvo. Tomó el sable y salió como una flecha disparada a la salida de la cabaña.

∆∆∆

Primius se soplaba en las manos, impaciente por el regreso de su señor. Amaris observaba con preocupación la entrada que su amado había cruzado, tenía fé en su inhumano poder, pero no estaba a gusto de perderle de vista. Xinia miraba con tranquilidad al pequeño lobo entre sus brazos, no lo había conocido antes de su fatídico accidente, sin embargo, aseguraba en su corazón que daría la vida para protegerlo. Mientras que Meriel garantizaba que Ollin continuara respirando cada tanto tiempo.

—¿Usted conoce el origen del señor Gus? —preguntó Primius luego de un suspiro.

—No como me gustaría —respondió Amaris con honestidad—, solo sé que proviene de un reino muy lejano llamado Melis... Melas... Mejaco, sí, creo que así se llamaba. —Volvió la mirada a la entrada oscura—. Al parecer es un reino muy parecido a Atguila, pero nunca profundizó demasiado.

—Meriel me dijo que provenía de los reinos desolados.

—Es posible —asintió—, pero no puedo garantizarlo. Cuando lo conocí la mujer de cabello rojo no lo acompañaba. Estaba solo, y aseguraba que había sido forzado a abandonar su reino.

Primius mostró sorpresa ante la revelación, había creído que Meriel servía a Gustavo desde muy joven.

—¿Quién exiliaría a semejante monstruo? —La sola idea de alguien deshaciéndose de un individuo con tal poder no entraba en su cabeza.

—Alguien que celaba su poder, tal vez.

El frío volvió a rodearles, con más intensidad que nunca. Sus instintos primitivos de supervivencia gritaron, y sus corazones fueron sacudidos con el terror. Amaris logró vislumbrar en el rabillo de su ojo una silueta gigante, a centímetros de la espalda de Xinia.

—Cuidado... —dijo con un tono tan bajo que ni un susurro era comparable.

Xinia tragó saliva, su piel se erizó, y la habilidad innata de respirar abandonó momentáneamente su cuerpo. Podía sentir el calor del aliento rozándole la nuca. No podía moverse, y sus pensamientos resultaron ser enemigos de su mente al presentarle la sombra borrosa, participe en la muerte de sus seres amados.

La figura pertenecía a un enorme lobo blanco, de ojos rojos y enorme hocico. Pasó su cabeza peluda por el brazo de la dama del escudo, quitándole con sus fauces al pequeño lobo dormido. Su pata delantera golpeó sin misericordia el costado izquierdo de la mujer, quién le fue negada la posibilidad de resistencia.

Xinia impactó brutalmente en la gruesa madera de la cabaña, con el desafortunado resultado de cinco costillas rotas, y la totalidad de su brazo derecho fracturado. Escupió sangre, sus cabellos desordenados obstruyeron su mirada, y por más que intentó, no logró permanecer despierta.

El lobo les dirigió una única mirada, acompañada de su desmesurada e imponente energía, no era una advertencia, era la muestra de que en su presencia representaban el peligro de un mosquito. Hasta que llegó él...

Gustavo apareció debajo del umbral que daba al interior de la cabaña, deteniéndose al observar el cuerpo sentado de su compañera sobre la madera intacta, luego observó al enorme lobo blanco, y a Wityer en sus fauces. Explotó en cólera, y su sable se preparó para consumir sangre de lobo blanco al tornar la hoja en un tono anaranjado rojizo. Se impulsó con su pierna dominante, sus sentidos le advirtieron sobre la presencia que se acercaba por su flanco izquierdo, por lo que, con rapidez bloqueó lo que resultó ser una embestida. El impactó fue doloroso, pero no lo suficiente.

Dos enormes lobos aparecieron a cada flanco de su compañero blanco, uno tenía el pelaje de color azul cielo, mientras el otro lo tenía grisáceo con matices negruzcos. El cánido de pelaje blanco desapareció, junto con Wityer.

—¿Una vida por una vida? —cuestionó en el mismo idioma, mientras observaba con furia a los compañeros del blanco—. Los mataré si le hacen daño.

El lobo de pelaje grisáceo le concedió una última mirada antes de desaparecer en la furiosa ventisca, que se intensificó sobremanera.

—Gustavo, Xinia no se encuentra bien —dijo Amaris después de llegar ante la guerrera del escudo, depositando una poción revitalizadora en sus labios, y teniendo cuidado en no ahogarla.

Gustavo se quedó mirando la nada blanca, con furia y renuencia, pero hasta su enloquecida mente comprendió que su estado no era el óptimo para la batalla, y en especial con las dos vidas pendiendo de un hilo. Se volvió a sus compañeros, apretando con fuerza la empuñadura de su sable.

—La cabaña no representa ningún peligro, pueden entrar.