Marceline seguía mirando por la ventana cada cinco minutos. No había ni un atisbo de los rayos del sol, y la nieve seguía cayendo del cielo, pintando todo el pueblo de blanco junto con los árboles. Algunos trabajadores del pueblo limpiaban la nieve de las calles para que la gente pudiera caminar, mientras que algo de nieve en los caminos se apartaba para hacer espacio para los carruajes en movimiento.
—Debería ir a ver a la bruja —murmuró Marceline, dándose cuenta del error que había cometido al instruir a la bruja para que maldeciese a la persona y la condición bajo la cual la maldición tendría efecto.
Tomando su abrigo negro de piel, Marceline se lo puso sobre los hombros y se dirigió hacia la entrada de la mansión Moriarty. Ordenó al sirviente:
—Dile al cochero que traiga el carruaje. Voy a salir.
—Enseguida, mi señora —el sirviente hizo una reverencia y se fue del lugar.
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