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El diario de un Tirano

Si aún después de perderlo todo, la vida te da otra oportunidad de recobrarlo ¿La tomarías? O ¿La dejarías pasar? Nacido en un tiempo olvidado, de padres desconocidos y abandonado a su suerte en un lugar a lo que él llama: El laberinto. Años, talvez siglos de intentos por escapar han dado como resultado a una mente templada por la soledad, un cuerpo desarrollado para el combate, una agilidad inigualable, pero con una personalidad perversa. Luego de lograr escapar de su pesadilla, juró a los cielos vengarse de aquellos que lo encerraron en ese infernal lugar, con la única ayuda que logró hacerse en el laberinto: sus habilidades que desafían el equilibrio universal.

JFL · Guerra
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165 Chs

Antes de la partida

Se deshizo del polvo con delicadeza, rozando su pecho y espalda con el paño húmedo que la esclava, sumisa y obediente, le había ofrecido. Lork, que lo observaba desde la distancia, se encontraba agotado y sin aliento, su corazón latía con tal intensidad que parecía querer escapar de su prisión ósea.

—Mejoras demasiado lento, Lork —dijo Orion con severidad.

Regresó el paño a la charola de plata que la esclava continuaba cargando.

—Eso es porque es demasiado fuerte —replicó enojado, poco dispuesto a ver minimizado su esfuerzo de los últimos meses—. Déjeme combatir contra otro y observará mi progreso.

—No —Se vistió con la camisa guardada en su inventario—, todavía no estás preparado para un combate real.

El niño bajó la mirada, y quiso volver a hablar, pero la sola contemplación del soberano de Tanyer le hizo desistir en su idea.

—Largo.

Lork, obediente, alzó su mano, recibida por su esclavo en un gesto solícito para ayudarlo a erguirse. Anhelaba ordenarle que lo cargara, pero evitó hacerlo ante la imponente figura del alto hombre, temiendo mostrar aún más su debilidad.

Pronto, la diminuta silueta del niño se desvaneció tras cruzar el umbral de las magníficas puertas del palacio, acompañada por el esclavo guerrero.

El camino de vuelta al palacio no era su destino en ese instante. Anhelaba un respiro de libertad, la oportunidad de refrescarse en el aire libre que la opulencia de su fortaleza no podía otorgar.

Mujina concluyó su entrenamiento con Fira, Alir y Yerena al percatarse de los deseos de su soberano, quien se encaminaba hacia las gigantes puertas de madera.

Orion observó la quietud de la vahir, el sol apenas comenzaba a sobresalir en el horizonte, y aunque había una tenue claridad, eran pocos los despiertos. Sus pies lo llevaron al inicio del bosque, el ambiente era todavía más fresco, y el aire más puro. Se sintió cómodo, lo necesitaba, su interior agradecía, no había hecho espacio en sus agitados días para observar la magnificencia del mundo, que el laberinto nunca habría podido duplicar. Era consciente de las cuatro mujeres que le seguían, tratando de apurar el paso para alcanzarlo, pero él solo continuaba, echando vistazos de vez en vez a lo que la naturaleza obsequiaba.

Se detuvo, sentándose en una roca grande y semilisa, sumida en territorio plano y despejado.

Las damas a sus espaldas aparecieron en breve, no hablaron, solo se quedaron ahí, de pie, en espera de nuevas órdenes.

Se perdió en los insectos que transitaban sobre el pasto húmedo por el rocío de la madrugada; en las aves que comenzaban su vuelo matutino; y en los pocos especímenes de fauna que tuvieron la osadía de acercarse más de lo que se consideraría inteligente... Entonces observó a una criatura pequeña, de barriga inflamada, jorobada, tez verdosa como el musgo, ojos muertos, orejas largas y grandes, y enormes colmillos. Vestía retazos de tela, roída por el tiempo, y sucia. La cosa le miró, incrédulo de no haber sentido a aquellas altas siluetas.

«Otra criatura similar a las del laberinto», pensó, y en las cavilaciones su corazón tembló, deshaciéndose con rapidez de cualquier pensamiento que pudiera quitarle su paz momentánea. Respiró profundo, sin hacer algún movimiento en contra de la criatura.

—Es un pirianes —dijo Fira con un toque de asco—. Deberíamos matarlo. Nunca es bueno dejar ese tipo de cosas vivas.

Orion negó con la cabeza, liberando una minúscula porción de su imponente energía que fue únicamente dirigida a la cosa verdosa. El pirianes salió corriendo por su vida al experimentar el verdadero terror.

—El día es pacífico, la muerte de tales cosas arruinaría mi humor —dijo con calma, retrayendo su energía.

Mujina pareció entender entre líneas, por lo que ella mismo rodeó el lugar con su basta intención asesina, que provocó que muchas de las aves al vuelo cayeran en picada, y la escasa fauna que se había atrevido a acercarse huyera.

—Lo has arruinado —suspiró, omitiendo el enojo, pues ya buscaría la forma de castigar a su poderosa guardiana en un futuro.

*La investigación: Entrenamiento especializado ha culminado*

∆∆∆

Se despertó al amanecer, cuando la luz del sol comenzaba a filtrarse tímidamente por las rendijas de la ventana cerrada. Bostezó y se estiró, sintiendo cómo sus músculos se desperezaban lentamente. Sin perder tiempo, se levantó y se deshizo de la holgada túnica que le envolvía el cuerpo, revelando su esbelto físico. Se acercó al lavabo de piedra adyacente, donde el agua fresca esperaba, y comenzó a lavarse la cara con movimientos decididos, borrando cualquier rastro de sueño. Tomó el trapo de tela, remojándolo, y con calma limpió sus extremidades, al igual que el cuello, pecho y entrepierna.

Se hizo con el pantalón de cuero sobrepuesto en la silla, vistiéndolo. Se dirigió a un arca de madera tallada, que yacía abierta sin ninguno de sus broches de bronce. En su interior reposaban hileras de camisas, cuidadosamente dobladas y perfumadas con esencias de hierbas silvestres, consejo de la madre de Itkar que había apreciado. Escogió la camisa de un delicado tono lila, con mangas amplias y un corte entallado en la cintura, resaltando su figura esbelta y elegante. Antes de colocarse las botas de cuero, se envolvió en una pesada túnica negra que le llegaba hasta las rodillas, se acomodó el cuello, y con sus dedos masajeó parte de su rostro.

Abrió la puerta, y se despidió de su habitación. La cara familiar al costado fuera de la entrada le provocó un sobresalto.

—Helia, maldición, hazme conocedor de tu llegada —dijo con ligera molestía—. Ya te lo he dicho.

—Yo no tenía intención de asustarlo, amo. —Bajó la mirada con una sonrisa dulce y coqueta.

—Eso dices siempre.

—Lo lamento.

—Como sea —Bofeteó el aire—, solo se más cortés conmigo, o puede que tú siguiente tarea no sea tan esplendorosa.

Helia hizo una mueca de arrepentimiento y preocupación, retomando rápidamente el camino al notar que su amo se alejaba.

Llegaron al gran comedor, pero Astra se dirigió al salón de los sirvientes, y por ende a sus mesas. Se sentó en una silla de madera desgastada que ya había designado como suya desde los primeros días que su señor se había hecho con la fortaleza, y permitió que la esclava que lo acompañaba se sentara junto a él.

—Hola, Lourdes —saludó con una sonrisa a la señora de cabello recogido en una coleta.

—Señor Ministro —dijo Lourdes al llegar a su mesa—. ¿Qué le apetece el día de hoy?

—Carne, mucha carne. Estoy seguro que pasarán días para que vuelva a probar tus deliciosos guisos.

—¿Por qué? —preguntó intrigada.

—Misión secreta del señor Barlok —respondió, y fueron palabras suficientes para apagar la curiosidad de la dama—. Helia, haz tu petición a la señora Lourdes antes que regrese a la cocina, o se enfadara contigo.

La cocinera sonrió, pero no replicó, pues el joven hombre no se equivocaba.

—Fruta —dijo, con un toque ligeramente dulce.

Lourdes asintió, mirando una vez más al Ministro.

—Enseguida le traeré su carne, señor Ministro.

—Lo agradezco.

Astra observó la silueta de la bien formada cocinera, pero pronto calmó sus impulsos, recordando las palabras de su soberano y la reprimenda de su hermana.

—¿En el ejército no comías fruta? —inquirió al ver a Helia.

La dulce dama forzó la sonrisa, negando con un suspiro.

—En la tierras de los salvajes no son tan comunes los árboles frutales. Y no soy del ejército... era la sirviente de un soldado de alto rango, mismo que me dio una maldita espada para luchar contra... —Tragó la descripción peyorativa que iba dirigida al señor del joven, y fue lo suficientemente hábil para que el Ministro no lo notara—. El Barlok, o más bien, contra su ejército. Dudó mucho que pudiera haber sobrevivido si combatía con el señor de estás tierras —sonrió con torpeza.

—Sobreviviste porque no fuiste una amenaza para nadie —soltó de tajo, sin querer realmente ser hiriente—. Escuché decir de la comandante Laut que te rendiste al verle.

—No soy una guerrera, y no quiero serlo. Pero, gracias a eso —Volvió a sonreír—, ahora puedo comer fruta.

—Toda la que quieras mientras me sirvas, y sirvas bien a nuestro señor.

—Soy suya —dijo, revelando en sus ojos un misterio que Astra no consiguió desvelar.

La fruta pronto llegó, en manos de una mujer delgada, vestida como cualquier sirvienta del palacio, pero sus ojos se enfocaron directamente en el joven de ojos traviesos.

—Hola, Astra.

—Señor Ministro, Estela —repuso, sin cambiar de expresión.

Helia observó a la mujer, interesada del porque la charola había azotado en la mesa tan cerca de ella.

—Discúlpeme, señor Ministro —se burló.

Astra dejó de sonreír, mirando con solemnidad a su antigua amante.

—Respeta el título, Estela, pues vives bajo la protección del soberano que me lo concedió.

—Deberías respetarlo tú —dijo, y ella misma no sabía de dónde se originaba tanta ira—, pasearte con este tipo de "damas" no es algo que un Ministro al servicio de nuestro Barlok deba hacer.

—Por el recuerdo al amor que te tuve pasaré por alto está falta —Le miró a los ojos—, pero expresa una sola palabra más, y te prometo que tu siguiente comida será en los calabozos.

Estela refunfuñó, quería replicar, su corazón lo ansiaba, pero el miedo pudo más, pues al observar la mirada de su ex amante se percató que no había falsedad en su amenaza, y sintió que aquello le dolió más que verlo con otra mujer.

—Lo siento, señor Ministro. —Retiró la charola ya sin nada en ella, regresando a la cocina.

—¿Quién era? —preguntó Helia, mordiendo la fruta de color amarillo, mientras una sonrisa florecía en su rostro por el grato placer.

—Alguien por la que hubiera dado todo —respondió sin emoción, pero su expresión cambió al escuchar el alboroto cercano.