Duncan se levantó con cuidado, como si temiera romper algo con su nueva fuerza. Cada movimiento despertaba una energía dormida en su interior, una sensación de poder que nunca había experimentado. Sus músculos reaccionaron con una precisión casi mecánica, como si fueran piezas de una máquina recién ensamblada.
El sonido de los girones de tela deslizándose hasta el suelo llamó su atención hacia su cuerpo. Su cuerpo era diferente, más grande, más definido. Por un instante, una sonrisa se dibujó en su rostro mientras flexionaba los brazos, notando cómo los músculos se tensaban bajo su piel. Era como si una corriente de energía desconocida fluyera bajo su piel, electrizando cada fibra de su cuerpo.
—Impresionante, ¿verdad? —comentó Alfonso desde un lado, con una sonrisa que mezclaba orgullo y un toque de sarcasmo. Observaba a Duncan como si fuera una obra de arte que acababa de salir de sus manos.
Duncan apenas le prestó atención. Dio un paso hacia adelante, más largo de lo que esperaba, y se detuvo al notar el cambio en su equilibrio. "Solo necesito acostumbrarme", pensó mientras ajustaba su postura, tomando conciencia de la diferencia en su altura y equilibrio. Ahora era más alto, más fuerte. Su mirada recorrió la sala, notando cómo Amelia evitaba mirarlo directamente y cómo Daniel lo observaba con una mezcla de interés, curiosidad y quizás algo más.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Inmaculada, estudiándolo con una mirada calculadora.
—Poderoso —respondió Duncan, sorprendiéndose a sí mismo con el sonido grave de su propia voz, como si su interior también hubiera cambiado. Por un instante, se detuvo a procesar ese sonido, tan distinto al que había salido de su garganta hacía solo unos minutos. Pasó la lengua por sus dientes, notando cómo incluso su mandíbula se sentía más fuerte.
Desde un rincón, Amelia lo observaba de reojo, sintiendo cómo el aire a su alrededor parecía cargarse con cada paso que daba Duncan. Su nueva figura proyectaba una presencia que dominaba la sala, invadiendo cada rincón con una intensidad que le erizaba la piel. Había algo en él que la inquietaba, como si este nuevo Duncan estuviera diseñado para dominar cada rincón de la sala.
A pesar de que intentó ignorar la presencia de Duncan, no pudo evitar percibir su aroma, una mezcla de incienso y algo más... algo intensamente masculino. Duncan, ajeno a las miradas, levantó un brazo y lo flexionó, maravillado por la fuerza que parecía fluir en él como una corriente constante. "Esto es... perfecto", pensó. Pero apenas tuvo tiempo de disfrutarlo, una punzada de duda lo invadió. Esa fuerza, ese poder... ¿podía realmente llamar suyo a este cuerpo? Por un instante, sintió que era un actor en un disfraz que no le pertenecía, como si estuviera usurpando un lugar que no terminaba de aceptar.
Echaría de menos su hermosa figura, pero no podía poner una pega a este nuevo cuerpo. Como hombre se veía imponente; sentía una mezcla de orgullo y una emoción más compleja que no terminaba de identificar. Sin pensarlo, sus ojos buscaron a Amelia, quien desviaba la mirada rápidamente. Algo en ella lo atraía de forma visceral, como si la simple cercanía de Amelia activara en él un instinto primitivo que no podía comprender del todo.
El pensamiento de acercarse a ella cruzó por su mente como una chispa, rápido y confuso, antes de que pudiera controlarlo. Dio un par de pasos hacia Amelia, reduciendo la distancia entre ellos en un instante, y, casi sin pensar, la sujetó por la cintura, acercándola con una firmeza inesperada.
—¿Podrás amarme con este cuerpo? —preguntó Duncan, cada palabra cayendo como un golpe en el aire. Sus ojos, de un azul intenso, no solo buscaban una respuesta; exigían aceptación.
Amelia tragó saliva, su corazón golpeando como un tambor. Ese cuerpo, esa mirada... todo en él la desconcertaba. No era una pregunta; era un desafío.
Aunque había comenzado a acostumbrarse a sentirse atraída por hombres atractivos, el abrazo poderoso de Duncan le estaba haciendo perder el control. Además, él estaba totalmente desnudo; podía sentir la calidez de su piel y su fuerza a través de la tela de su vestido, como si el contacto físico fuera una extensión de su nueva autoridad.
—Quizás, pero ¿podrás tú adaptarte a ese cuerpo? —replicó Amelia, sus palabras más un escudo que una verdadera pregunta. Mientras lo decía, su mente se debatía entre el desafío que Duncan representaba y la vulnerabilidad que este nuevo cuerpo parecía amplificar.
Duncan entrecerró los ojos, como si evaluara la pregunta en busca de un desafío oculto. Por un instante, el eco de su antigua identidad amenazó con aflorar, pero lo reprimió con una sonrisa que parecía tan natural como ensayada. ¿Qué tenía de malo ser hombre? No tendría que aguantar a los babosos, no tendría los dolores menstruales ni el problema de usar esos engorrosos productos.
—Probablemente no tenga ningún problema. Si tú te has acostumbrado, ¿por qué no lo haría yo?
¿Había aceptado realmente esta nueva vida, o simplemente la soportaba porque no tenía escapatoria? Con cada día que pasaba, sentía que el eco de quien había sido se desdibujaba, sustituido por una persona que apenas empezaba a reconocer. Y ahora, frente a Duncan, esa sensación de pérdida se hacía aún más evidente.
Tal vez en algunos aspectos, ya no le resultaba extraño cómo, cuando su corazón se aceleraba al ver a un hombre atractivo. Se había acostumbrado a usar vestidos, pendientes e incluso maquillaje. Sin embargo, aún había muchas cosas que detestaba: los tacones, los sujetadores y, sobre todo, la forma en que la sociedad la trataba. Ser mujer no era algo que hubiese elegido, y había partes de esa realidad que la seguían asfixiando.
—Bueno, hay cosas a las que no me he acostumbrado todavía —admitió finalmente, desviando la mirada.
—Sí es cierto, la regla es muy molesta. Es algo que no echaré de menos.
Amelia parpadeó, sorprendida. No había pensado en eso, pero ahora que lo mencionaba, se dio cuenta de que aún no había tenido que enfrentarse a ese aspecto de su nuevo cuerpo. ¿Cómo sería? ¿Tan horrible como decían? Mientras reflexionaba, una oleada de dudas nuevas la invadió, y se dio cuenta de que, tal vez, Duncan estaba subestimando lo que significaba realmente vivir en un cuerpo nuevo.
—Todavía no la he sufrido. Hay muchas otras cosas a las que me está costando acostumbrarme. Y a ti te pasará igual. —Refunfuñó finalmente Amelia, su voz cargada de resignación.
En ese momento Alfonso interrumpió el momento de intimidad de Duncan. —Creo que es hora de que me lleve a Amelia. Esta noche la presentaré en sociedad como mi hermana, y quiero recibirla como es debido, con un regalo apropiado.
—No, ahora es mía. —Se mostró implacable, Duncan.
—Lo será, hermano, pero ahora debemos hacer unos trámites para ser aceptada la historia. —Intervino Inmaculada, tratando de enfriar la situación. —No he dado el visto bueno a su mudanza contigo.
—Tranquila, no haré nada con ella. Lo prometo por nuestros familiares demoníacos. Si pongo un dedo encima de Amelia, que se lleven mi alma. Me interesas tú y María es mi amiga.
Amelia sintió un alivio inmediato; necesitaba alejarse de Inmaculada y, sobre todo, de Duncan cuanto antes. Sabía que eventualmente sería entregada a él, destinada a convertirse en su esposa, pero ahora mismo necesitaba espacio para procesar todo lo que estaba ocurriendo.
—De acuerdo, nos veremos esta noche en la cena de los empresarios. Enviaré todo el vestidor de Amelia a tu casa. Espero que tengas una habitación adecuada para una princesa de tu familia. Por cierto, apúrate en cambiar las memorias. Esta noche voy a presentar a Duncan también en sociedad.
—Lo haré, pero tú encárgate de cambiar todo en su piso y la casa de sus padres. Si vieran, por ejemplo, ropa de mujer en su cuarto, sería un problema.
—Bien, Amelia, esta noche nos conoceremos oficialmente. Te quiero hermosa y sexy para mí.
Amelia tembló ante la intensidad en las palabras de Duncan, que parecían devorarla con cada sílaba. ¿Cuánto tiempo más podría Alfonso interponerse antes de que el inevitable momento llegara?
—Me gustabas más como María; esta versión tuya es... —Amelia no encontraba el adjetivo precioso, demasiado decidido, demasiado directo, demasiado posesivo... Era tan asfixiante, pero a la vez algo, un instinto animal, le impulsaba a tirarlo al suelo y... Sacudió la cabeza, esperando alejar esos pensamientos de ella. —Trataré de estar impecable.
—Aunque te vayas con Alfonso, recuerda que tienes prohibido usar zapatos planos y pantalones —le advirtió Inmaculada mientras Luis les acompañaba a Alfonso y Amelia hacia la salida.
Al salir, el reluciente Bugatti aparcado en la entrada atrajo su atención de inmediato. Parecía más una joya diseñada para exhibición que un coche práctico, un símbolo de la ostentación de su nuevo hermano. Alfonso, con una sonrisa de autosuficiencia, le abrió la puerta del Bugatti como si fuera un trofeo que esperaba admiración. Para él, el coche era una extensión de su personalidad: imponente y diseñado para llamar la atención.
¿Cómo esperaba que se acomodara en un coche tan ridículamente bajo con los tacones y la falda de tubo? Cuando era hombre había admirado estos coches, pero ahora le parecían ridículamente incómodos. Agarrándose como pudo al techo y la puerta, se metió dentro con un suspiro.
Ya una vez que arrancaron y salieron de la propiedad, Alfonso desató todo el poder de la bestia. La velocidad era impresionante, aunque profundamente inquietante. Amelia se aferraba a su asiento, intentando ocultar su miedo mientras Alfonso parecía disfrutar de cada curva.
—¿Qué te parece mi deportivo? —oyó preguntar Amelia a Alfonso.
—Incómodo y peligroso. —A esta altura Amelia mantenía los ojos cerrados; en dos ocasiones pensó que se salían en una curva y en otras tantas que se estrellarían contra algún coche. —¿Quieres matar a tu recién estrenada hermana?
Alfonso la miró divertido. Habían llegado ya a su propiedad, metido el coche en el inmenso garaje y parado el coche. Aunque Amelia seguía con los ojos cerrados y parecía rezar asustada. —Puedes abrir los ojos, hermanita, hemos llegado.
Amelia, sin terminar de creérselo, porque Alfonso aún hacía rugir de vez en cuando el motor, entreabrió los ojos. Se encontraban en una edificación con paredes de cristal y aparcados junto a varios superdeportivos.
—Venga, salgamos, te tengo que dar tu primer regalo. —dijo apagando el motor y bajándose.
Amelia dejó que la puerta se abriera y se vio imposibilitada de salir. Era incapaz de ponerse de pie desde esa altura y con esa falda sin romperla. Alfonso, que ya había dado la vuelta al coche, se reía al verla tratar de salir del coche. Amelia estaba a punto de estallar, pero se retenía sabiendo su delicada situación.
—Hermanito, ¿me puedes ayudar a salir? —preguntó tratando de poner la voz más melosa posible. Si quería una hermana desvalida, se la daría. Así a lo mejor retrasaba más la entrega a su antigua novia.
Con una sonrisa la sacó del coche y la situó en el centro del garaje. —Bien, hermanita, puedes elegir el coche que quieras; será tu coche personal. ¿Sabes conducir? Sí, no te pondré un chofer, aunque mejor que sea mujer. No queremos que Duncan lo mate por celos.
Amelia miró a su alrededor y pensó que Inmaculada y Alfonso congeniarían bien; los dos tenían una manía tremenda por coleccionar coches caros. Desgraciadamente, todos los de Alfonso eran superdeportivos; además del Bugatti, había Ferraris, Porsches, Lamborghinis...
—Sé conducir, pero todos son tan bajos... ¿No tendrías un Mini, Golf, 500 o un Renault 5?
—¿En serio? Estoy ofreciéndote máquinas que valen más de doscientos mil euros, ¡y tú me pides un Renault 5?
—No, lo siento. No necesitas darme ningún coche, pero me parecen excesivos para mí. Solo soy una desconocida.
Alfonso le puso un dedo en los labios y le condujo hasta un Porsche Cayman, del cual le comenzó a dar todo lujo de detalles. Cuando Amelia parecía ya suficientemente aburrida, añadió. —Este será tu coche mientras te consigo un mini, aunque una vez lo pruebes no te querrás bajar. En cuanto a ti, no eres una desconocida. Eres mi puerta de entrada a Inmaculada. Serás la esposa de mi cuñado, aunque no tuviéramos esta farsa. Tú eres importante para mí. Además, cuando hoy salgas a la luz como mi hermana, ¿crees que puedo permitir que te vean tomando el transporte público?
La frase le había dejado claras las cosas a Amelia; era un complemento más de él y como tal él la cuidaría como cuidaba a sus queridos coches.
—Gracias, hermanito. No hace falta el Mini; agradezco mucho este coche y lo cuidaré como se merece.
La verdad era el más barato del garaje y Alfonso respiró aliviado al ver que Amelia aceptaba ese coche.
Tras salir del garaje con paredes de cristal, Amelia vio otros tres todoterrenos aparcados. Un Maybach y otros dos Mercedes GLS; Amelia miró con envidia esos coches. Podía haberle ofrecido uno de esos, mucho más cómodo de entrar y salir. Aunque Alfonso le explicó que solo lo usaba cuando necesitaba ir con chauffeur, como irían esa noche.
Tras los coches había una rotonda con gravilla blanca y una gran fuente en el centro. A la derecha se encontraba una mansión más discreta que la de Amelia y, frente a ellos, un inmenso invernadero de metal y cristal. Alfonso le explicó que ahí se encontraban plantas únicas necesarias para ciertas pociones.
Cuando llegaron a la puerta de la mansión, un mayordomo los recibió con una bandeja y una copa en ella.
—Esta bebida es aún más potente que la caída del velo que tomaste en la fiesta de la logia. Esta bebida te permitirá ver para siempre los planos superpuestos. En esta casa todos los sirvientes son demonios; algunos, como él, son parcialmente visibles, otros no.
Amelia recordó lo aterrada que estuvo en la fiesta, en especial con el demonio de Alfonso. —¿Y si no la tomo? No lo pasé muy bien viendo a demonios y espíritus.
—Por eso murió la última hermana que me proporcionó Inmaculada. No aguanto las constantes voces y movimientos de objetos sin explicación. Se creyó loca y se terminó suicidando.
—¿Hermana? Inmaculada me dijo que todas eran tus amantes. —El tono de Amelia era una mezcla de incredulidad y cautela.
Alfonso sonrió. —No te equivoques, no tengo ojos para otra mujer. Ciertamente he comprado tres a Inmaculadas; todas terminaron mal, pero jamás les puse un dedo. Lo que dije es cierto, siempre he querido una hermana a la cual mimar y proteger.
Amelia suspiró y se tragó la bebida de un trago. Si debía ver esas monstruosidades, cuanto antes mejor.
Pero no estaba preparada. Retrocedió un paso, incapaz de apartar la mirada del mayordomo. Su rostro grotescamente deformado era una amalgama de pesadillas: cuernos curvados que parecían perforar el aire, patas de cabra que resonaban con un eco profundo en el mármol, y ojos hundidos que no solo la miraban, sino que parecían desnudar sus pensamientos. El ambiente se tornó denso; un calor sofocante parecía emanar de su presencia, mientras el sonido lejano de un murmullo gutural resonaba en sus oídos, como si la oscuridad misma hablara a través de ellos.
Era una visión sacada de sus peores pesadillas.
Miró hacia Alfonso y ahí estaba ese tenebroso demonio que consumía la luz y la alegría a su alrededor. Una doncella espectral limpia el polvo de una lámpara de araña que colgaba en el vestíbulo. Amelia respiró profundamente, pero el aire parecía más denso, casi pesado, como si la oscuridad que emanaba del demonio quisiera invadir sus pulmones. Una sensación de frío le recorrió la espalda, seguida de un escalofrío que no podía controlar. Su mente gritaba que corriera, pero sus pies parecían anclados al suelo.
—Tranquila, no te van a hacer nada. Están para servirte. Solo tienes que ordenar y ellos cumplirán. He asignado una doncella especial para ti. —Con un gesto de su mano, una mujer traslúcida se acercó hasta ellos. —Te presento a Lucy, ella es tu doncella personal. Cumplirá todas tus órdenes y estará siempre a tu lado para evitar algún malentendido dentro de la casa con algún demonio o ente que no te conozca. Yo tengo que ir a mi círculo de hechicería a completar tu historia y la de Duncan. Ah, casi se me olvidaba. —Con un gesto de su mano apareció una tarjeta de crédito, un documento identificativo, una tarjeta sanitaria de una compañía privada y un carnet de conducir. —Tu documentación.
Amelia tomó la documentación y vio cómo Alfonso se alejaba con su demonio. El mayordomo hizo una reverencia y también desapareció en una columna de humo que duró en su lugar apenas un par de segundos.
—Bien, Lucy, supongo que debes llevarme a mi habitación.
Lucy no habló, hizo una reverencia y se dio la vuelta. Amelia comprendió que debía seguirla. La habitación de Amelia era todo lo que alguien podría desear: un espacio amplio y cálido, con un vestidor lleno de ropa y un balcón que ofrecía una vista impresionante. Pero para ella, era solo otra jaula, decorada con oro en lugar de barrotes. Mientras sus dedos recorrían la superficie impecable de la cama, no podía ignorar la opresión que le apretaba el pecho. Cada lujo que la rodeaba no hacía más que recordarle cuán lejos estaba de ser libre. Fuera lo que fuera lo que esperaban de ella, sabía que adaptarse no significaba aceptar. Significaba sobrevivir... al menos por ahora. Pero una pequeña chispa en su interior, oculta tras capas de miedo y resignación, se negaba a extinguirse por completo.