El aire en la casa de Inmaculada estaba cargado de una tensión palpable, como si cada rincón hubiese absorbido las emociones que flotaban en las habitaciones desde la noche de la decisión de María. Amelia, sentada en el borde de un sofá en el amplio salón, no podía evitar mirar de reojo a su jefa, quien repasaba unos documentos con una serenidad casi inquietante. Era como si nada hubiese cambiado para Inmaculada, pero Amelia sabía que por dentro su mente debía estar tan agitada como la suya.
—¿Qué ha pasado con ellos? —preguntó finalmente Amelia, rompiendo el silencio con una voz temblorosa.
Inmaculada no levantó la vista de los papeles, pero su mano se detuvo por un momento. La pregunta no requería aclaración; ambas sabían que se refería a los amigos de Amelia, los hombres que, como ella, habían sido transformados y castigados.
Inmaculada dejó los papeles sobre la mesa, cerrando los ojos por un instante, apenas perceptible para los demás, antes de responder. —Han seguido su curso —dijo finalmente, con un tono que intentaba mantener frío, aunque un matiz de cansancio lo traicionaba. —No estaban destinados a tener la misma "suerte" que tú. —Internamente, Inmaculada sabía que su elección de palabras era cruel, pero no podía mostrar debilidad frente a Amelia; no ahora.
Amelia sintió un nudo formarse en su garganta, como si las palabras de Inmaculada hubieran apretado un lazo invisible alrededor de su pecho. Sus manos se aferraron al borde del sofá, buscando estabilidad mientras su mente se llenaba de imágenes que prefería no imaginar. Había supuesto que el destino de sus antiguos compañeros sería cruel, pero escuchar esas palabras lo hacía más real.
—¿"Suerte"? —replicó, dejando escapar una risa amarga. —¿Así lo llamas?
Inmaculada levantó la mirada, sus ojos fríos como el acero.
—Sí, Amelia. 'Suerte'. Porque mientras tú te lamentas aquí, sentada en mi salón, tus amigos están aprendiendo el significado de la verdadera desesperación. No te equivoques, la suerte nunca es justa, pero al menos a ti te ha dejado con una oportunidad de algo más. Si quieres llorar por ellos, adelante. Pero recuerda que tú también fuiste parte del problema. —Inmaculada volvió a bajar la vista a los papeles, como si la conversación ya no tuviera importancia.
Amelia se mordió el labio, sabiendo que cualquier protesta sería inútil. Sin embargo, su mente no podía apartarse de las imágenes que Inmaculada había evocado: sus amigos prostituidos, transformados y despojados de cualquier rastro de su antigua vida. Un escalofrío recorrió su espalda al imaginar lo que les estarían haciendo ahora. Pero, más que el destino de ellos, lo que realmente la aterraba era lo que esas mismas palabras decían sobre su propia existencia. ¿Había escapado realmente de ese destino, o solo estaba siendo sometida a una tortura diferente, más larga y calculada?
La conversación quedó suspendida en el aire cuando la puerta del salón se abrió de golpe. María entró con pasos firmes, pero su rostro traicionaba una mezcla de determinación y miedo. Detrás de ella, Alfonso caminaba con su habitual aire de superioridad, como si cada paso suyo estuviera cuidadosamente calculado.
—¿Estamos listos? —preguntó María, plantándose en el centro de la habitación y mirando directamente a Inmaculada.
—Eso depende de ti —respondió Inmaculada, dejando a un lado los papeles y cruzando los brazos. —¿Estás completamente segura de lo que vas a hacer?
—Ya hemos hablado de esto —respondió María, apretando los puños. —Lo he decidido.
Alfonso dejó escapar un suspiro teatral mientras tomaba asiento en uno de los sillones, alisándose la chaqueta con movimientos deliberados.
—Por supuesto, siempre es prudente dar una última oportunidad para reconsiderar —dijo, su tono cargado de falsa amabilidad. —La conversión no es algo que deba tomarse a la ligera. No es solo una cuestión de cambiar tu cuerpo, sino de renunciar a una parte de ti misma para siempre.
—Lo sé —respondió María, con una firmeza que casi sorprendió a Amelia. —No estoy aquí para pedir permiso. Estoy aquí para avanzar.
Amelia, sin poder contenerse más, se levantó de golpe, su pecho subiendo y bajando con respiraciones agitadas. —María, por favor, no tienes que hacer esto. —Su voz temblaba, pero había una urgencia genuina en sus palabras. —Sé que crees que esto es lo mejor, pero no puedo dejar de pensar que estás sacrificando algo irremplazable. ¿Qué pasará si todo esto no nos lleva a donde tú crees? ¿Qué pasará contigo... conmigo? —Su mirada buscó desesperadamente una respuesta en los ojos de María, pero todo lo que encontró fue determinación. —Además, yo... —Amelia sintió dudas de si decirlo para, en un susurro casi inaudible, añadir. —Quizás... quizás no soy lo que necesitas. Hay... alguien más. No estoy segura, pero... siento que no puedo darte lo que esperas.
María se giró hacia ella, y por un momento, Amelia pudo ver algo quebrarse en sus ojos. Pero María negó con la cabeza, dejando escapar un suspiro.
—Amelia, no sabes lo que significa tomar esta decisión. —María intentó mantener su voz firme, pero un temblor la traicionó. —He pasado noches sin dormir, preguntándome si esto es lo correcto, si estoy cometiendo un error terrible. Pero cada vez que pienso en renunciar... en perder cualquier posibilidad de estar contigo... siento que me estoy muriendo por dentro. No es algo que hago con alegría ni ligereza, pero... es el único camino que veo para nosotras. Si esto no funciona, no funcionará nada. No estoy renunciando a mí misma. Estoy dando un paso hacia lo que creo que podemos ser juntas.
María apartó la mirada por un momento, como si necesitara recuperar fuerzas para mantener su postura. —Tengo miedo, Amelia. —Su voz, por un instante, se quebró antes de recuperar su firmeza habitual. —Pero tengo más miedo de no intentarlo. De no saber si esto podría habernos funcionado. No quiero vivir con esa duda. —Levantó la cabeza, enfrentando la mirada de Amelia con una determinación que desafiaba sus propias inseguridades.
El silencio cayó sobre la habitación, roto solo por el sonido del reloj de pared que marcaba cada segundo. Finalmente, Inmaculada se levantó, caminando hacia Alfonso con un aire de resignación.
—¿Tienes todo lo que necesitas? —preguntó, su tono tan frío como siempre.
Inmaculada asintió lentamente, una sonrisa apenas perceptible en sus labios.
—Todo está preparado. Solo falta tu sangre y su consentimiento final. —Sus ojos se posaron en María, quien sostuvo su mirada sin titubear.
—Entonces, comencemos —dijo María, su voz firme pero cargada de una tensión latente.
Inmaculada asintió, aunque su mirada traicionaba algo que no se atrevía a decir en voz alta.
—Será mejor que vayamos al sótano —dijo finalmente, con un tono que no admitía discusión. —La magia que requiere este cambio no es algo que deba hacerse en un lugar donde otros puedan sentir su resonancia.
Amelia quiso protestar, quiso gritar que todo esto era una locura, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Todo lo que podía hacer era seguir a los demás mientras se dirigían al lugar donde el destino de María cambiaría para siempre.
—Esto está mal. Yo creo... —comenzó a decir Amelia mientras miraba a María, pero desechó la idea original de confesar sus extraños sentimientos hacia uno de los asistentes de Inmaculada. —¿Qué va a pasar conmigo una vez María se convierta? ¿Volveré a mi estudio? ¿A mi trabajo anterior? ¿Con mi familia?
Las puertas del ascensor se abrieron en ese momento, pero todos permanecieron parados. Habían dejado pasar dos semanas de reflexión, planificando toda la vida anterior de María, pero nadie había pensado cómo encajar a Amelia. El rastro de Roberto como pareja de María había optado por eliminarlo de todas las personas, pero María era una chica de buena familia; ahora sería el primogénito. ¿Cómo encajaría alguien sin historia como su esposa?
—Pospondremos esto —dijo Inmaculada, con su tono implacable. —No basta con transformarte en hombre. Si no construimos una narrativa convincente sobre tu vida juntos, toda esta operación será inútil. Tus padres no aceptarán a Amelia, ni aunque fabriquemos una historia perfecta para justificarla. Y sin su apoyo, el "nuevo tú" estará destinado al fracaso.
—¿Por qué debemos justificarlo? Seré un hombre; puedo elegir la mujer que yo quiera como mi esposa.
Inmaculada rió ante la ingenuidad de su hermana. Ella había recibido presiones de sus padres y la petición del padre putativo de María para colocar a Roberto en un buen puesto dentro de la empresa. Su familia no era un buen partido, pero desde joven Roberto había invertido bien en bolsa, haciendo una pequeña fortuna, y tenía unas notas espléndidas, consiguiendo una beca del cien por cien para la prestigiosa universidad donde se terminó graduando. A pesar de todo, habían respirado aliviados cuando rompieron.
—Tus padres no aceptarán a Amelia. Y si no conseguimos una historia lo suficientemente sólida con la ayuda de Alfonso, no serán solo ellos quienes destruyan vuestra relación. Este mundo nunca perdona los errores de quienes desafían sus reglas.
María miró con cierto desdén a Amelia. Nadie impediría que la tuviera. Si no tuviera apoyos, la dejaría totalmente a su merced. Si les devolvía a sus amigos y familia, ella tendría a quién acudir.
—No, Amelia no merece recuperar a su familia ni tener apoyos. Lo siento, Roberto, pero si pudieras correr a tu familia, podrías no amarme cuando deba aplicarte tu castigo. ¿Lo entiendes?
Amelia había esperado una acción así. En el fondo era una táctica correcta, si ella no tenía a quién acudir, solo a Inmaculada y a ella. ¿En quién buscaría ayuda si quisiera escapar? De esta manera se vería obligada a terminar amándola.
—Entiendo tu postura. Pero, ¿cómo podré querer a alguien que me ha despojado de todo? ¿Me tendrás? Sí. ¿Te amaré? No lo creo. Ahora culpo a tu hermana, pero sabiendo que podía haber recuperado a mi familia y tú lo impediste, terminaré culpándote a ti.
Alfonso e Inmaculada miraban la escena. Ambos solo veían esto como una táctica para ganar tiempo y que María recapacitara. Siempre había mejores opciones para hacerla atractiva a los padres de María.
—Podemos hacer que Amelia sea mi hermana —propuso Alfonso, su tono seguro pero con una chispa de humanidad que rara vez mostraba. —Mi estatus es alto; puedo añadir una empresa a su dote y darle el respaldo necesario para que nadie cuestione su lugar en la familia. Sé lo que estás pensando, Amelia, pero esto no se trata solo de manipular tu vida. Es un juego necesario para protegerte, para darte un lugar en este mundo que no siempre perdona. Si jugamos bien nuestras cartas, tú también tendrás algo de control sobre tu destino. Según he investigado, como Roberto tenías talento para la gestión, y eso también puede ser aprovechado. Además, si eres mi hermana, tu cercanía estará justificada sin levantar sospechas. Incluso tu posición como asistente puede ser vista como un favor hacia mí. Todo encajará perfectamente, y no solo te beneficia a ti, sino que también asegura tu posición con María. Esto, al final, también me beneficia a mí, y siempre busco ganar en cada movimiento.
La idea no sonaba mal en los oídos de las dos hermanas. Alfonso no tenía familia cercana con vida y esta, mientras vivió, siempre había sido muy reservada, sin participar en actos sociales, por lo cual no era descabellada la hermana secreta de Alfonso. En cuanto a los oídos de Amelia, sonaba terrible. Seguramente su familia lloraba su pérdida.
—Mi familia no es culpable de mis fallos. ¿Por qué martirizarla con mi pérdida?
Alfonso la miró con cierta lástima, aunque sus palabras eran tan frías como su expresión calculada. —Tranquila, haré que ellos crean que muriste y estás enterrado, salvándote, es decir, salvando a Amelia. Morir como un héroe creo que les reconfortará y te dará una razón para ir a verlos. Sé que esto no es fácil para ti, Amelia —añadió Alfonso, suavizando ligeramente su tono. —Pero créeme, estoy ofreciendo lo mejor que puedo dentro de nuestras circunstancias. No te estoy pidiendo que olvides quién eras, pero sí que aceptes quién puedes ser ahora.
Amelia sintió cómo cada palabra de Alfonso era un martillo golpeando el ataúd de su identidad, sepultando a Roberto bajo capas de mentiras cuidadosamente tejidas. Quiso gritar, exigir que no la arrancaran de su familia ni de lo que alguna vez fue, pero sabía que su voz no tendría peso en esta habitación, donde todo se decidía sin ella. Al menos esto dejaba un buen sabor de boca en la mente de los demás y no el de un asqueroso machista.
—¿Entonces todo está decidido? —preguntó María, su voz cargada de una firmeza que no lograba ocultar la chispa de incertidumbre en sus ojos. Miró a cada uno como si intentara leer en sus rostros la respuesta a una pregunta que no se atrevía a formular: ¿estaba haciendo lo correcto? Nadie respondió, pero el silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. —¿Podemos seguir? —Su voz era firme, pero en el fondo, una pequeña chispa de duda aún parpadeaba. Inmaculada intercambió una última mirada con Alfonso antes de asentir.
El grupo salió finalmente del ascensor, y el aire pareció volverse más pesado de inmediato. Cada paso en el pasillo de hormigón resonaba como un eco interminable, amplificando el peso de sus decisiones. Las sombras proyectadas por las lámparas titilantes en las paredes parecían alargarse, deformarse, como si algo más los acompañara en esa marcha hacia lo inevitable. Amelia sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío; era como si ese lugar estuviera vivo, respirando sus temores y alimentándose de ellos. Este era el umbral donde todo cambiaría para María... y quizás, para todos ellos.
Amelia respiró profundamente, pero el aire estaba cargado de un olor metálico que le revolvió el estómago. Cada paso parecía resonar con una vibración que no solo se sentía en los oídos, sino también en el pecho, como si el lugar estuviera vivo, juzgándolos. Había algo en ese lugar, algo pesado e indescriptible, que amplificaba cada uno de sus miedos. El sonido del goteo constante de agua, el crujido ocasional de las paredes, como si estuvieran cediendo bajo una presión invisible, llenaba el silencio entre sus pasos. Las sombras parecían retorcerse, y el aire tenía un olor metálico que se pegaba a la garganta. Amelia no pudo evitar pensar que ese lugar estaba diseñado no solo para contener magia, sino también para quebrar la voluntad de quienes entraban.