webnovel

Prólogo

Dicen que el corazón fue descubierto hace miles de años, y desde entonces, el ser humano le ha dado muchos significados. Para cristianos y judíos, significaba el trono de Dios. Para los egipcios, la emoción y la voluntad. Y para la cultura china, representaba la mente y la intención. Está cargado de valores como la ternura, la compasión, la esperanza y, sobre todo, el amor. Ese amor que las personas comienzan a sentir por otras, que es tan hermoso y puro, tan cálido y alegre. Y es justamente este mismo corazón…

–Ah… cinco minutos más, por favor… ¿oh? ¡¿Eh?!

… el que irónicamente, iba a ser el corazón de mi historia.

–¡Ah! ¡Voy a llegar tarde!

Empujaba los pedales de mi bicicleta con toda la fuerza que tenía, tan solo unos minutos luego de que mi día comenzara abruptamente. La mañana era hermosa y el clima era ideal, y en medio del tibio sol matutino recorría las calles del barrio a alta velocidad. Con mi mochila atrás, mi ropa de verano corta, mi cara aniñada y mi bicicleta amarilla, me sentía como Fangio manejando su flecha de plata. Si la flecha de plata fuera una bicicleta amarilla. Y dejando atrás a todos, no podía dejar de pensar en la increíble mala suerte que estaba teniendo.

–Tenía que despertarme a las seis de la mañana para desayunar, lavar y doblar mi ropa, preparar todo y viajar, pero… ¡mi celular se quedó sin batería!

Recordé el pánico que sentí al mirar la hora en el radio reloj de mi habitación, aún en estado somnoliento, para justo luego descubrir que mi celular no respondía en absoluto.

–Ahora tengo que llegar a mi universidad en… ¡veinte minutos! Maldición, en mi primer día.

Para llegar a mi nueva universidad, en la zona norte de la ciudad, debía atravesar más de cincuenta cuadras desde mi barrio, que quedaba en el otro extremo. Siendo una persona meticulosa, me había fijado en mi aplicación de mapas varias veces los días anteriores para saber cómo llegar hasta mi destino. No podía evitar cerrar los ojos intermitentemente y lamentarme por la situación.

–Normalmente me tomaría media hora llegar allí, por eso debía salir de mi casa un poco antes… pero…

Lancé una mirada de determinación al frente, que penetró el camino.

–Lo he calculado. Si me apuro y tengo la suerte de que todos los semáforos tengan luz verde, yendo a esta velocidad, puedo estar allí en… ¡veinte minutos!

Pensarlo nuevamente me reafirmó. Siempre me era reconfortante sentirme con fuerza.

–¡Todavía tengo una oportunidad!

Mientras lanzaba este grito, apliqué aún más fuerza sobre los pedales metálicos y recorrí otro tramo a alta velocidad. Luego de dos calles a toda máquina, llegué a una intersección con una calle muy transitada.

– ¡Vamos! No puedo desperdiciar ni un según–

Estaba rebosante de alegría cuando vi que la luz del semáforo estaba en rojo. Instintivamente, miré hacia la derecha, sentido desde donde venía el tráfico. Lo primero que vi, inconfundiblemente, era un autobús blanco y verde yendo a toda velocidad.

–¡Aaaahhhh!

Apliqué los frenos de mi rodado con toda la fuerza, y debido al cambio brusco de velocidad casi salgo disparado hacia adelante. La rueda trasera derrapó hacia la izquierda, lado opuesto al que había girado mi manubrio, mientras el autobús tocaba su bocina con vigor. Por suerte, y en un escenario aterrador, frené justo encima de la senda peatonal y el colectivo pasó a unos dos metros de distancia en frente mío. Aún estaba temblando un poco debido al desliz que casi me envía directamente debajo de las ruedas delanteras de aquel autobús.

–¡Ah! ¡Lo siento! – le grité en vano al chofer, sin que pudiera escucharme.

No era del tipo de persona que rompía las reglas, y hasta me generaba un poco de culpa haber estado en una situación límite involucrando a otra persona. Además, conocía a algunos de los choferes de la línea verde, y posiblemente me hubiera estado por atropellar un conductor familiar, de esos que siempre saludaban y sabían a donde ibas.

El semáforo rápidamente se puso en verde. De haber pasado diez segundos antes, me hubiera ahorrado una mala pasada. Crucé la calle, aun temblando, pero con la necesidad de volver a acelerar.

–¡Ey, cuidado! – alguien me gritó desde el lado izquierdo de la cuadra.

Giré la cabeza para ver quién me estaba hablando tan de repente. Parada en la puerta de un local pequeño y antiguo, se encontraba una mujer agitando su brazo izquierdo, con el que sostenía una bolsa. Inmediatamente la reconocí.

–¡Ah! ¡Doña Irma!

Desvié mi curso hacia la izquierda para pasar entre los autos estacionados y subirme a la vereda, justo a su lado. Frené la bicicleta en paralelo a su panadería y me bajé rápidamente.

–¿Qué acabas de hacer? ¡Eso fue muy peligroso! ¡Desde este lado parecía que te había golpeado el autobús! Me diste un buen susto – me decía, no con tono de regaño sino de preocupación.

–¡Lo siento! ¡Voy tarde a mi facultad! ¡Saluda a Don Hugo de mi parte! – le dije en referencia a su esposo, quien también atendía el negocio y con quién estaba casada hace muchos años, según me había contado.

Rápidamente me acomodé la mochila y traté de impulsarme para salir a toda velocidad.

–¡Espera! Te doy una medialuna, recién salieron del horno – Doña Irma trató de apurarse dentro del negocio.

–¿Eehh? Pero, pero…

Dudé al menos tres veces entre seguir camino o esperar, pero mi espíritu interior me obligó a quedarme. No era nada extraño; ella siempre me daba facturas o algo rico cuando pasaba por su tienda. Yo solía ser comprador habitual en su tienda, y varias veces la ayudaba con alguna cosa pesada que llegaba al negocio o llevando entregas con mi bicicleta. Tal como hacía todo el barrio cuando la veían por las últimas dos o tres décadas, según me contaron.

Así que no, no era raro que me quisiera dar una de sus facturas gratis. Más bien, cuando me desvié en primer lugar ya sabía que podía recibir una. Lo lamento puntualidad, pero una medialuna no se le niega a nadie.

Luego de unos segundos, salió con una medialuna envuelta en papel cartón entre las manos.

–¡Aquí tienes! – me la entregó.

–¡Gracias! ¡Nos vemos luego! – la saludé con una sonrisa enérgica.

–¡No hagas locuras de nuevo! – me advirtió mientras sacudía su brazo para saludarme.

–¡No lo haré!

Luego de responder a mis espaldas, puse la medialuna en mi mochila y salí rápidamente hacia la calle. No podía comer mientras manejaba, y siempre es bueno tener algo para el recreo, así que la puse entre mis libros por el resto del viaje.

Y así iba yo, en mi bicicleta. Mi nombre es Leonardo Soraire, pero pueden llamarme Leo. Soy un chico de dieciocho años y soy estudiante universitario, o bueno, iba a empezar a serlo ese día. Tengo pelo corto marrón, ojos marrones, estatura un poco baja y cuerpo relativamente atlético. Ese día llevaba puesto ropa cómoda de verano y, en este momento, una gran sonrisa por este hermoso pero apurado día.

Continué mi camino con la misma celeridad. Cada tanto me cruzaba a alguien conocido, y sabiendo como yo era, no podía evitar hablarles.

–Hola Leo, buenos días – me saludó Carlos, el carnicero.

–¡Hola, Carlos, lo siento, pero se me hace tarde! – dije sin frenar.

–Está bien, pero ¿has visto el partido de ayer? Antorcha ganó, ¡fue increíble!

Y así volví a frenar. Carlos era, como yo y la mayoría de mis vecinos, un fanático de Antorcha, el equipo de fútbol de mi barrio. Después de muchísimos años de malos resultados, parecía que empezábamos a aspirar a algo glorioso y a volver a ocupar nuestro lugar original entre los grandes equipos del país. Siento la puntualidad, pero una medialuna y una charla de fútbol no se le niegan a nadie.

–¿Lo has visto? Ahora somos terceros en la tabla de clasificación. Si seguimos así, probablemente podamos entrar en alguna competición internacional para el año que viene – empecé a hablarle con entusiasmo.

–Eso espero. Ha sido un 3 a 1, ¿verdad? Por fin podemos ganar un partido sin sufrir los últimos minutos.

–Sí, aunque el árbitro parecía estar en nuestra contra...

Cada vez me entusiasmaba más, pero fue en ese instante cuando me di cuenta de que no podía permitirme semejante pérdida de tiempo. En cuanto recordé mi objetivo, me subí de nuevo a la bicicleta.

–Lo siento, se me ha hecho tarde, de verdad que ahora no puedo hablar. Nos vemos la próxima vez – me despedí mientras me alejaba rápidamente en mi bicicleta.

–Bueno, ¡nos vemos! – me hizo un gesto con el brazo para despedirse también.

Y así, luego de tantas distracciones, pude continuar. Recorrí varias cuadras más por algunas calles angostas hasta que llegué a un cruce con una de las avenidas principales. Rápidamente me incorporé al tráfico con precaución y continué por ahí.

–Ah, ¡se siente muy bien! – exclamé al recibir viento templado en la cara, cerrando los ojos por unos instantes.

En el fondo, de verdad disfrutaba eso. Me encantaba salir a pasear con mi bicicleta y recorrer la ciudad, y viajar así a mi lugar de estudio me llenaba de energía, a pesar del cansancio físico. Podía estar retrasado, pero la adrenalina de correr contra el tiempo me hacía muy bien.

Unas cuadras más adelante, vi cómo por la derecha se asomaba un gran espacio verde.

–El parque, veamos…

Rápidamente armé un mapa mental. Conocía mi barrio y casi toda la mitad sur de la ciudad como la palma de mi mano. Siempre había tenido buena memoria, lo que era muy útil en estas situaciones.

–Para llegar a mi universidad, debo recorrer la ciudad hacia el noreste, por lo que en algún momento tendré que doblar a la derecha. Así que, si corto por el parque, voy a ahorrar un montón de tiempo – pensaba.

Continué pedaleando hasta que mi bicicleta alcanzó la esquina de la entrada del parque. Giré el manubrio hacia la derecha y mi bicicleta cruzó el portón metálico en un instante, sin dudarlo, y ya recorriendo el primero de los muchos caminos del parque. Como era temprano y un día de semana, no había mucha gente. Más bien, casi que estaba vacío.

–Bien, esto debería ahorrarme un poco de tiempo – decía mientras vigorosamente pedaleaba, feliz por el nuevo camino descubierto.

Viajar de esta manera y con tan poca gente alrededor, a pesar del retraso en el horario, era una actividad muy disfrutable. Podías relajarte sintiendo el viento en la cara y el vértigo de la velocidad, uno de los pequeños placeres de la vida. El camino entró en una bajada poco empinada pero larga al costado del gran lago en el centro del parque. El paisaje, con muchas ondulaciones y vastos árboles, encajaba con la típica vegetación templada de la zona.

–¡Genial, vamos!

Gracias a la bajada, comencé a ganar velocidad poco a poco. Los árboles cada vez quedaban atrás más rápido, y mi adrenalina subía. Al mismo tiempo, crecía la esperanza que tenía para llegar. Y lo que ahora venía era una pequeña curva a la derecha, seguido por una intersección que se veía a lo lejos.

–Bien, entonces si tomo esta intersección a la izquierda, podré salir del parque sin problemas. Desde ahí son cuatro cuadras hasta la próxima avenida, puedo recorrer unas ocho más y luego…

Mientras calculaba cómo debía continuar mi recorrido, sin embargo, algo me iba a tomar por sorpresa. Me pareció que algo se movía adelante.

–… ¿eh?

Rápidamente enfoqué mi atención en lo que había adelante. Toda la tranquilidad, toda la calma y la sensación que venía experimentando se estaba por desvanecer gracias a la bicicleta que se acercaba a gran velocidad desde la derecha.

–¡Ah! ¡Cuidado! – fue lo único que alcancé a gritar.

Presioné los frenos con fuerza y la bicicleta chirreó con fuerza. Sentí un tirón brusco, pero sin embargo esta vez, contrario a mi episodio con el bus, no alcancé a frenar a tiempo. Antes de que me diera cuenta, la otra persona estaba frente mío.

Sentí un fuerte impacto y salí despedido hacia el frente. Lo único que recuerdo de esos instantes es la sensación de estar en el aire, para luego caer con todo el peso de mi cuerpo sobre el asfalto. No sentía terror, dolor o desesperación. Simplemente estaba en caída libre sobre el camino, asustado y confundido. ¿Quién podría imaginar lo que iba a pasar luego?