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Capítulo 6: La Soledad de la Eternidad

Adrian, ahora un ser de la noche, se movía con una gracia sombría a través de las arenas del tiempo, su existencia marcada por la soledad y la desolación. La humanidad, que una vez fue una parte integral de él, ahora era apenas un recuerdo lejano, eclipsado por la oscuridad que lo había consumido.

Las noches en el desierto eran silenciosas, rotas solo por el suave susurro del viento contra las dunas y el ocasional aullido de una criatura nocturna. Adrian, con su piel más pálida que la luna y sus ojos dorados que reflejaban una eternidad de soledad, se movía a través de ellas sin propósito, sin dirección.

La sed, siempre presente, lo guiaba hacia las aldeas, donde se alimentaba no de criminales o de aquellos que podrían merecer un destino tan cruel, sino de cualquiera que tuviera la desgracia de cruzarse en su camino. No había remordimientos, no había vacilación, solo la fría aceptación de su naturaleza.

Las víctimas, con sus ojos llenos de terror y confusión, no eran más que presas en sus ojos, medios para saciar su sed interminable. Adrian no les ofrecía consuelo ni palabras tranquilizadoras mientras sus vidas se desvanecían, solo la oscuridad fría e imperturbable que había llegado a definirlo.

Con el tiempo, las historias de un demonio que cazaba en la noche comenzaron a circular entre las aldeas. La gente se escondía en sus hogares después del anochecer, sus puertas cerradas firmemente y sus ventanas cubiertas, temerosas de atraer la atención del monstruo que vagaba por su tierra.

Adrian, por otro lado, se volvía cada vez más recluso, evitando cualquier contacto innecesario con los mortales. Su existencia se había reducido a la caza y la alimentación, su vida anterior como humano casi olvidada en las sombras de su mente.

Las emociones, una vez vibrantes y abrumadoras, ahora eran ecos apagados en su pecho. La ira y el deseo, sin embargo, permanecían, crudos y puros, impulsándolo a través de las eras con una ferocidad que no conocía límites.

Adrian, un vampiro enigmático, se convirtió en una leyenda, un cuento de terror contado para asustar a los niños y una advertencia para aquellos que se atrevían a aventurarse en la noche.

En lugar de moverse a través de los siglos, Adrian se encontraba atrapado en un ciclo interminable de noches solitarias y días ocultos, su existencia una repetición constante de caza, alimentación y ocultación. La eternidad se extendía ante él, no como un horizonte lleno de posibilidades, sino como un abismo sin fin de soledad y oscuridad.