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Capítulo 38: La Eternidad de la Soledad

Año: 1300 a.C.

Adrian, una vez un ser de propósito y pasión, ahora se desplazaba como una sombra a través de los siglos, su existencia una mezcla de momentos fugaces de placer y largos periodos de indiferencia. Los siglos habían pasado desde la pérdida de Lysara, y aunque el tiempo había mermado el filo agudo de su dolor, la herida nunca había cerrado completamente.

Las ciudades se levantaban y caían a su alrededor, las civilizaciones florecían y se desvanecían, y Adrian, el inmortal, permanecía constante, un testigo silencioso de la efímera naturaleza de la humanidad. Su vida se había convertido en una serie de interacciones transitorias, momentos robados con mujeres cuyos nombres olvidaría, alimentándose de vidas que se extinguirían mientras él persistía.

En la ciudad de Ugarit, un próspero centro de comercio en la costa del mar Mediterráneo, Adrian encontró un breve respiro de su eterna peregrinación. Las calles bulliciosas, llenas de comerciantes, artesanos y viajeros, ofrecían un sinfín de oportunidades para saciar sus deseos tanto carnales como sanguíneos. Las mujeres, con sus ojos brillantes y risas encantadoras, ofrecían un consuelo temporal, un momento de olvido en brazos cálidos y acogedores. Pero siempre, en la quietud que seguía, la sombra de Lysara se cernía sobre él, un recordatorio constante de lo que había perdido.

Adrian se movía en la oscuridad, sus habilidades sobrenaturales permitiéndole deslizarse sin ser detectado a través de la vida nocturna de la ciudad. Se alimentaba con cuidado, eligiendo a aquellos cuya ausencia pasaría desapercibida en el bullicio de la ciudad. Aunque su sed de sangre seguía siendo fuerte, había aprendido a controlarla, a tomar solo lo necesario para sobrevivir.

Las noches en Ugarit estaban llenas de música y risas, de secretos compartidos en rincones oscuros y de amantes entrelazados en pasión efímera. Adrian, con su figura alta y presencia magnética, atraía a las mujeres hacia él como un imán, sus ojos oscuros prometiendo placeres inimaginables. Y en esos momentos, mientras se perdía en la calidez de la piel bajo sus manos y el dulce sabor de la sangre en su lengua, Adrian podía olvidar, aunque solo fuera por un instante.

Pero el olvido es un lujo que incluso la inmortalidad no puede permitirse, y cada amanecer traía consigo la realidad de su existencia solitaria. Adrian, a pesar de estar rodeado de vida y vitalidad, estaba irremediablemente solo, un paria en un mundo de mortales.

Y así, después de un tiempo que podría haber sido meses o años, Adrian dejó Ugarit atrás, su figura desapareciendo en la oscuridad de la noche, dejando atrás las vidas que había tocado y que, a su vez, lo habían tocado a él. La eternidad se extendía ante él, un camino sin fin de soledad y anhelo, y Adrian, con el peso de los siglos sobre sus hombros, continuó adelante, en busca de algo que quizás nunca encontraría: paz.