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Capítulo 114

La ciudad de Roma, con su esplendor y sus sombras, se convirtió en el escenario de una guerra no vista por los ojos mortales. En las entrañas de sus callejones oscuros y bajo la luna llena, una lucha feroz se desataba, lejos de la vista de los ciudadanos comunes, pero cuyas consecuencias se sentían en cada rincón de la metrópoli.

Los hombres lobo, criaturas de fuerza bruta y resistencia sobrenatural, se movían con una ferocidad salvaje a través de las noches iluminadas por la luna. Sus garras y colmillos eran armas mortales, y su habilidad para moverse durante el día les daba una ventaja táctica sobre sus enemigos nocturnos, los vampiros.

Por otro lado, los vampiros, seres de astucia y velocidad, utilizaban la oscuridad como su aliada, moviéndose como sombras silenciosas y atacando con una precisión letal. Aunque estaban limitados por la luz del día, su inmortalidad y habilidades sobrenaturales los hacían adversarios formidables.

Las calles de Roma se convirtieron en un campo de batalla nocturno, donde los gritos de los caídos eran ahogados por el bullicio de la vida cotidiana de la ciudad. Los cuerpos desgarrados y desangrados eran descubiertos en los rincones más oscuros por los ciudadanos horrorizados al amanecer, sus muertes atribuidas a bestias salvajes por aquellos incapaces de concebir la existencia de criaturas sobrenaturales.

En un lugar oculto, los hombres lobo se reunían, sus ojos brillando con una mezcla de furia y determinación. La lucha no era solo por territorio, sino por supervivencia, por el derecho a existir en un mundo que cada vez se volvía más pequeño y más peligroso para ellos.

"Los vampiros son astutos," gruñó el líder de la manada, sus ojos recorriendo la habitación, "pero no permitiremos que nos expulsen de esta ciudad. Roma será nuestra, y los vampiros aprenderán a temernos."

En contraste, en una sala elegantemente decorada, los vampiros discutían sus estrategias con una calma fría y calculadora. "Los hombres lobo son fuertes, pero son impulsivos, predecibles. Utilizaremos su furia contra ellos y los erradicaremos de nuestra ciudad," declaró la matriarca, su voz tan afilada y fría como el acero.

Y así, la guerra continuó, cada noche traía nuevas batallas, nuevas pérdidas en ambos lados. La ciudad de Roma, ajena a la lucha sobrenatural que se desarrollaba en su seno, continuó su existencia, mientras que en las sombras, los seres de la noche luchaban por su lugar en el mundo.

La luna se alzaba, imponente y llena, sobre los tejados de Roma, bañando las calles en un resplandor plateado. En la penumbra, una manada de hombres lobo, sus formas humanas apenas visibles bajo sus pelajes espesos y ojos brillantes, se movía con un propósito letal hacia un edificio aparentemente ordinario, pero que albergaba un secreto oscuro en su interior.

El líder de la manada, un hombre lobo de tamaño imponente y pelaje negro como la noche, levantó su hocico, olfateando el aire. El olor a vampiro impregnaba la brisa, y con un gruñido bajo, señaló hacia la entrada. Sus compañeros, con los músculos tensos y los ojos llenos de un odio antiguo, se prepararon para el asalto.

Con un rugido que resonó en la noche, la manada se abalanzó sobre la puerta de la guarida, sus cuerpos poderosos rompiendo la barrera con una facilidad sobrenatural. Dentro, los vampiros, alertados por el estruendo, se levantaron de sus lugares de descanso, sus ojos rojos brillando con sorpresa y furia.

La batalla que siguió fue brutal y sin cuartel. Los hombres lobo, con sus garras y colmillos, desgarraban a través de la no-muerte que los vampiros poseían, sus ataques impulsados por una ferocidad que solo las bestias poseen. Los vampiros, por otro lado, luchaban con una mezcla de astucia y desesperación, sus colmillos buscando las gargantas de sus atacantes, mientras sus cuerpos se movían con una velocidad sobrehumana.

En la sala principal, un vampiro de apariencia regia, con cabellos que caían como una cascada de ébano sobre sus hombros, enfrentó al líder de los hombres lobo. Sus ojos se encontraron, y por un momento, el tiempo pareció detenerse, dos líderes, dos especies, encerrados en un conflicto eterno.

Con un grito, chocaron, colmillos y garras, fuerza contra velocidad. A su alrededor, la batalla continuaba, los cuerpos de los caídos, tanto vampiros como hombres lobo, yacían esparcidos en un grotesco tapiz de muerte y destrucción.

Finalmente, con un movimiento rápido y brutal, el líder de los hombres lobo logró asestar un golpe mortal al vampiro, sus garras desgarrando la no-vida de su adversario. Con un último suspiro, el vampiro cayó, sus ojos aún abiertos en una expresión de sorpresa y horror.

Los pocos vampiros que quedaban, al ver caer a su líder, retrocedieron, sus ojos llenos de terror. Los hombres lobo, aunque victoriosos, no estaban sin bajas. Su líder, con la mirada fija en los restos de su enemigo, gruñó una orden, y sin más, la manada se retiró, dejando atrás la carnicería y la muerte.

La guarida de los vampiros, una vez un lugar de secretos y sombras, ahora era una tumba silenciosa, un recordatorio de la guerra que se libraba en las sombras de Roma.

La manada de licántropos, liderada por un alfa de mirada fiera y pelaje oscuro, se movía con una precisión letal a través de las sombras de Roma. La victoria en la guarida vampírica había sido solo el comienzo, un primer paso en su misión de erradicar a los chupasangres de la ciudad que ahora llamaban hogar.

En las noches que siguieron, los hombres lobo, con sus sentidos agudizados y una sed de venganza que ardía en sus almas, cazaron. Sus objetivos eran los vampiros que se escondían en las profundidades de la ciudad, aquellos que se ocultaban detrás de fachadas de nobleza y riqueza, y aquellos que se mezclaban con los mortales, escondiendo su verdadera naturaleza detrás de máscaras de humanidad.

Una noche, la manada se encontró en las afueras de una mansión opulenta, sus muros altos y sus puertas de hierro forjado ocultando los secretos oscuros en su interior. El alfa, con sus ojos brillando con una intensidad feroz, señaló hacia la entrada, y con un rugido unísono, los hombres lobo atacaron.

Las puertas de hierro cayeron con un estruendo, y los licántropos irrumpieron en la mansión, sus garras listas y sus fauces abiertas, ansiosas por la sangre de sus enemigos. Los vampiros dentro, sorprendidos pero rápidamente recuperándose, respondieron con colmillos y garra, sus cuerpos moviéndose con una velocidad sobrenatural.

La lucha en el gran salón fue un caos de furia y sangre. Los hombres lobo, con su fuerza bruta y su resistencia sobrenatural, desgarraban a los vampiros, sus garras y colmillos desgarrando la carne no muerta. Los vampiros, por su parte, luchaban con una mezcla de elegancia mortal y desesperación salvaje, sus colmillos buscando las yugulares de sus atacantes, sus manos intentando repeler a las bestias.

El alfa, en medio del caos, se enfrentó a un vampiro de apariencia noble, su rostro marcado por siglos de vida no muerta. Con un rugido, el hombre lobo lanzó al vampiro contra una columna, la estructura crujiente bajo el impacto. Sin darle al vampiro la oportunidad de recuperarse, el alfa lo atacó, sus garras desgarrando el pecho del vampiro, su otro brazo asegurando una mandíbula feroz alrededor de la garganta del inmortal.

Con un último estertor, el vampiro cayó, su vida eterna finalmente llegando a un final violento. A su alrededor, los pocos vampiros que quedaban fueron superados, la manada de hombres lobo mostrando una ferocidad que no dejaba espacio para la misericordia.

Cuando el último vampiro cayó, los hombres lobo, aunque no sin bajas, se detuvieron para recuperar el aliento, sus cuerpos manchados con la sangre de sus enemigos. El alfa, con la mirada alzada hacia la luna llena arriba, dejó escapar un aullido triunfante, un sonido que resonó a través de la noche, un aviso a todos los vampiros que quedaban en Roma.

La guerra en las sombras había comenzado, y la manada, con su sed de venganza aún no saciada, se movía una vez más en la oscuridad, cazando a aquellos que se atrevían a esconderse en las sombras de la ciudad eterna.

Los vampiros, una vez orgullosos y seguros en su dominio sobre Roma, ahora se encontraban acosados y cazados. Pero la desesperación a menudo engendra una ferocidad propia, y en su necesidad de sobrevivir, los vampiros restantes, liderados por un antiguo llamado Lucius, planearon un contraataque brutal.

Lucius, con su piel pálida y ojos que habían visto el paso de innumerables eras, reunió a los suyos en las catacumbas subterráneas de la ciudad, lejos de las garras y colmillos de los hombres lobo. Su voz, aunque suave, llevaba un peso de autoridad y determinación.

"Nos han cazado, nos han desgarrado, pero no somos presas," habló Lucius, sus ojos ardientes con una mezcla de furia y resolución. "Esta noche, llevaremos la guerra a ellos, y les mostraremos que no somos tan fáciles de exterminar."

Y así, bajo el manto de la oscuridad, los vampiros emergieron de las sombras, sus cuerpos moviéndose con una velocidad y gracia sobrenaturales, sus ojos brillando con una sed de venganza. Encontraron a una manada de hombres lobo en las afueras de la ciudad, inconscientes del destino que se cernía sobre ellos.

Los vampiros atacaron con una ferocidad que igualaba a la de sus enemigos, sus colmillos y garras desgarrando a través de la carne y el hueso. Los hombres lobo, tomados por sorpresa, respondieron con rugidos de rabia, sus propias garras desgarrando en respuesta.

En la batalla que siguió, la sangre fluyó libremente, manchando la tierra con la esencia de ambos inmortales. Un hombre lobo, sus ojos ardientes con furia salvaje, fue sobre Lucius, pero el vampiro, con siglos de batalla a sus espaldas, lo esquivó con facilidad. Con un movimiento rápido, Lucius decapitó al hombre lobo, su cabeza rodando por el suelo, los ojos aún parpadeando con una mezcla de sorpresa y furia.

A su alrededor, los vampiros luchaban con una mezcla de desesperación y venganza, sus ataques despiadados y sin piedad. Un hombre lobo joven, apenas más que un cachorro, fue atrapado por tres vampiros, sus garras desgarrando su cuerpo mientras sus colmillos se hundían en su carne, desgarrándolo en una muerte violenta y dolorosa.

Otro hombre lobo, un alfa con pelaje gris y cicatrices que contaban historias de innumerables batallas, luchó con una ferocidad que hablaba de una vida dedicada a la guerra. Pero incluso él, con toda su fuerza y experiencia, no pudo resistir la embestida de los vampiros, que lo superaban en número y estaban igualmente decididos a sobrevivir. Fue desmembrado, sus extremidades separadas de su cuerpo en un espectáculo grotesco de venganza y desesperación.

Cuando el último hombre lobo cayó, los vampiros, aunque victoriosos, estaban lejos de estar ilesos. Lucius, con la sangre, tanto de su enemigo como la suya propia, manchando su rostro, miró a su alrededor, sus ojos reflejando la brutalidad de la batalla.

Habían ganado esta lucha, pero a un costo. Y mientras se retiraban de nuevo a las sombras, sabían que la guerra estaba lejos de terminar. Pero por ahora, al menos, habían enviado un mensaje claro a sus enemigos: no serían cazados sin luchar.

Los vampiros supervivientes, liderados por Lucius, se retiraron a las sombras de Roma, sus cuerpos y espíritus marcados por la brutalidad de la batalla. La victoria había sido suya, pero a un costo que resonaba profundamente en sus almas inmortales. Lucius, con su mirada fija en la oscuridad, habló con una voz que llevaba el peso de la eternidad y la pérdida.

"Nos vamos," dijo simplemente, su tono dejando poco espacio para el debate. "Roma ya no es segura para nosotros."

Y así, los vampiros, una vez señores de la noche romana, desaparecieron en la oscuridad, dejando atrás la ciudad que había sido su hogar y su campo de batalla. A dónde irían, no estaba claro, pero la necesidad de preservar su existencia superó cualquier apego que pudieran haber tenido al lugar.

Mientras tanto, en la villa, Adrian se encontraba en un estado de agitación constante. Aunque su hogar estaba lejos del epicentro de la guerra entre vampiros y hombres lobo, los ecos de la violencia y la muerte resonaban en su ser, exacerbando su propia naturaleza oscura.

Cada gota de sangre derramada, cada vida arrancada en la oscuridad, reverberaba a través de él, avivando las llamas de la ira y la sed que siempre ardían justo debajo de su superficie controlada. Aunque Clio y Lysandra eran un bálsamo para su tormento, proporcionando consuelo y distracción en sus brazos, no podían apagar completamente el fuego que ardía dentro de él.

Su asistente, siempre leal y observador, notó el cambio en Adrian, la forma en que sus ojos a veces brillaban con una luz salvaje y peligrosa. Pero ella, en su devoción, no se apartó, ofreciéndole su cuello y su sangre con una confianza y sumisión que era tanto su salvación como su condena.

Adrian, incluso en su estado agitado, era cauteloso, asegurándose de nunca tomar demasiado, de nunca permitirse perderse completamente en la seducción de la sangre y la violencia. Pero la tensión dentro de él crecía, una tormenta que se gestaba justo más allá del horizonte.

Clio y Lysandra, por su parte, también sentían la presión de los eventos que se desarrollaban a su alrededor. Aunque su conexión con la humanidad era más distante, más abstracta, no estaban inmunes a las corrientes de muerte y destrucción que fluían a través de Roma.

En la seguridad relativa de su villa, los tres se encontraron enredados en una danza de pasión y poder, buscando tanto escapar de la oscuridad que los rodeaba como ahogarla en momentos de conexión y placer. Pero incluso en esos momentos, la realidad de su existencia, de la violencia y la muerte que siempre los acechaba en las sombras, nunca estaba completamente ausente.

Y mientras Roma continuaba su danza con la muerte y el poder, Adrian, Clio y Lysandra se encontraban en un precipicio, mirando hacia la oscuridad, preguntándose cuánto tiempo más podrían mantenerse al margen antes de que la tormenta los consumiera a ellos también.