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La casualidad es inesperada. Intrigas del cacique. Anécdotas de historia. Un hombre misterioso

La casualidad es inesperada.

Intrigas del cacique. Anécdotas de historia. Un hombre misterioso

Hemos de entender que la historia encierra paralelismos. Que encierra misterios sin entender. Laberintos para descifrar

Pasaban, y pasaban las imperfectas tierras de llanuras. Los dos senta- dos. Unidos, se conocían. El memorioso artilugio de una estampada frase de pizarrón de escuela le recordó a don José. El amor llega cuan- do uno menos se lo espera. Cuando no guardes rencores, ni lágrimas que no sean de alegrías, cuando ya no esperes nada y solo te sientes en el umbral de la vida en un banco a observar el mundo pasar a tus ojos. Ella se hará presente. Ante ti. Y solo ahí sabrás con la fortuna que mereces que se trata del amor. Al portugués se le dibujó esa imagen de aquella frase en sus años de escuela. Una frase que a veces repetía cuando de tan pequeño memorizó cada letra como suya. Al regresar de aquel recorrido virtual de sí mismo se vio en persona en ese umbral.

—¿Así que a reunirse con amigos? -le comenta con sonrisa discreta la dama a la que conoceremos como Michelle.

Para entonces don José estaba atónito, con los ojos claros color ver- de de la esperanza de aquella mujer. Las palpitaciones del músculo tan sano, bromista, insensato, malhumorado, y tantos otros adjetivos en sentimientos del llamado corazón.

—¡Claro! -moviendo las manos comenta-. Vengo por recomenda- ción de un amigo argentino. Como le comenté soy de Portugal. La ciudad de Lisboa.

—¡Bien! -sin saberse qué decir-. ¿Y a qué te dedicas?-. La dama daba los primeros pasos a un ser nervioso. Hoy las damas son las que presentan el valor sublime del cortejo.

—¡Soy escritor! ¡Y redactor!

Al portugués parecía que cada vez que abría su boca las palabras se le quedaban atoradas y Michelle con una soga lanzaba al mejor estilo de un vaquero un gaucho en la correría, o un indio boleando, tratando de atrapar las reses, avestruces o cualquier animal, en este caso las palabras. Sí, las palabras. Las que se esconden y no quieren salir de nuestro interior. Si lo sabremos desde nuestros pálpitos deseos de manifestar tantas cosas. De abrir el ropero vetusto y mofado de humedad, cuya madera tiene rasgaduras por dentro de escurridizas y desesperadas palabras. Las palabras. Al abrirse el candado de golpe y porrazo, se lanzan todos los objetos guardados durante tantos años. Algunos recientes, otros llenos de polvo comprendidos en el pasado más pasado de todos.

— Usted? (vuelve en sí el portugués, ya un poco calmado). Cuén- teme su historia.

La dama se puso firme y habló con total elocuencia sobre su vida. Era profesora de Literatura. Qué mejor que una profesora de Lite- ratura, pensó el portugués, posea como misiva de presentación una forma superficial. El portugués se adelantó a todo lo significativo que tiene la escritura de Brasil para explayar un fragmento que tal vez sea su carta de comienzo, de triunfo, de fin de los tiempos en el plan ma- gistral de halagar y galantear a aquella mujer.

—¡Literatura brasilera, ah! -dice arropándose hacia atrás con el asiento y observando el cielo. En su mente vino el primer punto clave de una lectura antigua. Lanzado con un bonito tono carioca mirando compenetrado los ojos claros de Michelle...

É pecado sonhar? Não, Capitu. Nunca foi. Então por que essa divin- dade nos dá golpes tão fortes de realidade e parte nossos sonhos? Divinda- de não destrói sonhos, Capitu. Somos nós que ficamos esperando, ao invés de fazer acontecer". ¡Oh!, Machado, ¡¡oh!!

*(¿Es pecado soñar? No, Capitu, nunca lo fue. ¿Entonces por qué esa divinidad nos da golpes tan fuertes de realidad y parte nues- tros sueños?

La divinidad no destruye sueños, Capitu, somos nosotros que nos quedamos esperando, en vez de hacer que ellos ocurran).*

La mujer sonrió con la calidez característica y esa alegría de suda- mericana brasilera. Le sonrió para toda la vida. El portugués era sabio. Era vivo, como decimos aquí en el país. Era de tirar, como se dice en Brasil, un jeito (un milagro de suerte) y la envolvió para siempre en su tela. Mencionan que el amor puede ser a primera vista, otros di- cen que a medida que pasa el tiempo se construye y otros hablan de una fórmula infalible que solo puede surgir en espacio y tiempo con un gesto que sella aquel acuerdo fantástico. Don José había derribado los muros de la soledad de aquí a la eternidad en cuanto se perdió en aquella terminal. Cuando no se espera nada de nada, de la nada surge la casualidad inesperada, y nosotros distraídos podemos dejarla pasar o no; podemos como aquel lusitano recibirla con un abrazo. Así de sencilla es la vida a veces.

—Don Casmurro. Don Machado de Assis -expresa Michelle.

—¿Le gustó? He leído mucho de este autor. -Don José observa el cielo. Al techo del ómnibus, mejor dicho. No sabemos a ciencia cierta si este fue lo que llamamos chamuyo galanteo. Era todo un criollo nuestro amigo lisbonense.

—Bueno, por su rostro, veo que le ha gustado -murmulla el galán.

—¡Totalmente! -He leído desde pequeño otras de sus obras como El tarotista, El alienista. También otros autores como Lima Barreto me han apasionado con Policarpo Quaresma.

—¡Héroe de Brasil! ¡No hay patriota como él! -asiente el portugués. Michelle no podía quitar la vista de aquel hombre.

—Siempre estimé que el Brasil era un país interesante en historia. Su música tan diversa. Con retoques de Sertanejo en el norte, Samba Bahiana o Carioca, de rock en San Pablo. El esplendor de un Cristo en lo alto de una montaña. La ciudad de oro de Minas Gerais, gauchos en el sur y su revolución de harapos. Tan extensa, tan diversa, tan hermo- sa y la mira a Michelle que ríe con placer.

—¿Sabe tanto como cualquier brasilero?

—Solo un poco -se encoge de hombros el hombre-, ¡solo un poco!

¿Y usted viaja, estem, -sola?

—Es muy observador, ¡sí! -y mira por la ventana-. Hace tiempo que estoy sola. Soy divorciada y tengo un hijo, y decidí comenzar a hacer viajes toda vez que pudiese. ¿Usted?

—Es muy observadora, también, ya hace tiempo. Tengo hijos, ellos están grandes, cuando se vuelven casi mayores se pierden.

—¡Entiendo! ¿Y tiene muchos amigos?

—Solo uno, vine porque soy escritor, y pensaba tanto en unas vaca- ciones, y contar alguna historia. Paunero es un pueblo perdido, pero nuestro objetivo calculo que será otro.

El portugués no iría a presentar lo que ocurría, adónde, y qué ha- rían, sería algo pues tan extraño que rompería la magia.

—¡Excelente! Me gustaría leer algo suyo.

Don José saca de su bolso pequeño, un libro, El misterio de Lisboa, y le comenta sobre la trama de dos amigos en busca de fantasmas. La mujer queda maravillada. El portugués se lo regala como presente y ella en un momento piensa que no puede aceptarlo. El hombre insiste.

—¡No!, ¡no puedo Recibirlo! -le comenta con total simpatía y vergüenza.

—¡Mire!, ya que vamos al mismo pueblo, ¿qué le parece que nos encontremos a cenar?

La mujer lo piensa, su semblante mueve los músculos faciales sonrien- do y acepta. El viaje continúa y se cuentan mientras tanto sus penurias, alegrías. Ella habla de Río de Janeiro y el de Lisboa. Hasta que la mano atrevida de nuestro hombre al verse ambos perdidos en las miradas y suspiros eternos se tocan y se toman. Ahora es el momento para cerrar la puerta en cuanto se hace de noche en el micro y las luces se están por apagar para que las personas descansen. Dizem por ai, mas não tenho certeza, que meu sorriso fica mais feliz quando te vejo, dizem também que meus olhos brilham, dizem também que é amor, mas isso sim é certeza.

(dicen por ahí, aunque no tengo certeza de que mi sonrisa se vuelve más feliz cuando te veo

Dicen también que mis ojos brillan,

Dicen también que es amor, de eso sí tengo certeza) (MD ASSIS)

Don José, luego de recitar estas palabras, se dijo en sus adentros (es ahora o nunca) y le dio el primer beso. El más complicado de todos. El que libera todo el miedo. El que derrumba castillos, mueve montañas, el que llega al espacio y viaja a la velocidad de la luz. Era el beso. El único y ella lo correspondió como toda musa hechizada por un nigro- mante experto.

Se quedaron así un buen tiempo. ¡Ah!, por cierto, el amor no tiene tiempo. Al terminar ese inmenso intercambio de sentimientos antes de continuar, don José observó el techo y le hizo un gesto al cielo, más precisamente a Machado de Assis que con seguridad lo estaría aplau- diendo, y continuaron entre abrazos y besos, y la luz para ese ínterin estaba totalmente extinta y sucedían al movimiento las llanuras de los campos de las pampas hasta la provincia de Córdoba.

Habíamos llegado a la casa del anciano. Una presentación como se debe con un abrazo fraternal a quien llega a la morada. El anciano era de lo más hospitalario. Al ingresar invitado por el anfitrión, me quedé maravillado de la fachada. Hacía tiempo que no entraba a una casa antigua de pueblo argentino. La última vez recordé que era un niño en las vacaciones arrojado por la familia en el campo cerca de Azcué- naga, en la provincia de Buenos Aires. Caminé derecho a la habita- ción aledaña a la de Rodrigo, y abrí la puerta. Un cuarto de paredes blancas. Un cuadro de un antepasado. Un mueble como mesa de luz y un placar de madera barnizada estilo español. Era todo lo necesario, con una cama cómoda y dos almohadas. Tomé la determinación de acomodarme unos instantes. Desempaqué las prendas, y las guardé en el mueble, pieza por pieza, minuciosamente, tratando de no parecer descortés en casa ajena. Observo la imagen de la foto. Un hombre de bigote un tanto serio con una mujer. El viejo golpeó la puerta. Ingresó ante mi afirmación de adelante, en cuanto observaba el cuadro. Me contó, como suelen hacer ellos, una pequeña historia sobre aquel re-

trato, y dejó unas sábanas para sentirme como en casa. Rodrigo había ido a comprar unos víveres para cenar, y otras cosas. El anciano luego se fue a guardar los caballos. Decidí por último sacar el libro de dibu- jos y leyendas. En alguna azarosa página lo abrí, cayendo en un dibujo de un cacique con un poncho de colores. Era un hombre morocho de pelo largo. Posiblemente de origen ranquel. No parecía comechingón como suele llamarse a los indios de aquella zona. Alrededor de este un toldo de arena, que se bifurcaba con salitrales, arbustos y algarrobos en medio de un desierto casi calmado. Y una leyenda escrita:

Bienvenido, hombre blanco, lo he estado esperando por largo tra- mo de tiempo. Lo he esperado en medio de su arduo viaje. Arguya con sabiduría El general ha dado el mensaje. La cueva está lejos, han de viajar por el camino de tierra hasta la montaña y sus lechos. Soy el que lo esperaba. Un destino, llevan las palmas de sus manos, pies y almas. Véalas y verá que tengo razón. Usted conlleva el espíritu del zorro que recorre los desiertos, sígalo y llegará a un lugar cierto. Lleva el espíritu del puma, su lanza está en la bravura al arrojarla. El espíritu del cóndor ve en sus ojos lo espectral e inimaginable de otro modo. Los poderes del gualicho han hecho efecto en el cuerpo de otro viajero, hay que sacarlo con la daga del general clavando en el centro. He dicho mucho en este canto férreo. No soy winca, ni sonso. He de perdérseme. Ahora solo arena, rocas, tierra y viento.

*Alma-hue, hue Cuyúm. Colu-huer, Buta-cúra, Qürruf. Lolo, cheú, queley calcu.

Ka Quepadel cuchillo.

eluel general, montu el huecú huera vey caligl vey huentru.*

*(Donde hay almas, hay arena, rocas, tierra, viento. Cueva, donde está bruja. Tú traer cuchillo.

Dar general, quitar espíritu malo del cuerpo del hombre)*

Al quedar estupefacto por las frívolas palabras de esa impoluta tra- ma que escondía aquel dibujo con ininteligibles significados, lo cerré y esperé para más tarde comentar toda la investigación que haríamos.

Tenía deseos de esperar a don José que pronto estaría por estos pagos, como se dice, aquí, allá y otros lugares.

Pasadas las horas, ambos amigos tratábamos todos los temas perdi- dos en los años que se han separado. Comentábamos las historias más alocadas. El anciano se reía con la frívola actitud de quien no capta lo que hablan y acotaba con alguna que otra anécdota.

—Armando -toma aire Rodrigo-, ¡últimamente no duermo bien! Siento dolores, pesadillas.

—¿Otra vez Quiroga?

—¡Así ha de ser, y es! He tenido la simpleza de manifestar a los cua- tro vientos que soy conocedor de los poderes del otro lado, el allá, de las religiones de la licantropía, de las estrellas y la curiosidad. Aunque no puedo contemplar esto que llevo.

—Todo parece extraño de antemano. Un hombre me ha dado un libro en una biblioteca. A esta altura, mi amigo, creo en tantas mara- villas que un misterio me parece algo tan normal como encender un cigarrillo.

—Siempre te he dicho que podemos estar en esta, o aquella, u otra dimensión.

—Cierto, y podemos ser ficción o realidad. Estamos o no estamos. Muertos o vivos.

—¡A tu salud!

—¡A la tuya, querido amigo!

Levantan las copas. El anciano nos escuchaba atentamente. Se acer- có a la mesa despacio para colocar el puchero. Al servir comentó:

—Se dice que los nativos han ido a otras leguas del otro lado.

—¿Cómo es eso?

—¡Otra dimensión! Los nativos de la región, los propios come- chingones, nunca se extinguieron, solo desaparecieron.

—Se dice que el general anda suelto con su fantasma en las monta- ñas cruzando de un lado al otro.

—Es lo que expresa el folclore -piensa Rodrigo.

—¡Conozco la leyenda! Que antes de dejarse encarcelar se suicida-

ron y el mito cita que no. Que el general no ha muerto, está vagando por un pacto malogrado. ¿No hay nativos por estos pagos? -le pregun- to al anciano.

—¡No!, ¡solo del otro lado por las sierras grandes! Y en las salinas de desiertos pueden verse algunos nativos ranqueles, otro pueblo mis- terioso que poco a poco fue desarmado para contaminar sus tierras, malones y maldad, en nombre de la civilización y la barbarie.

Enseguida pensé en el libro y me dirigí al cuarto y volví con él. Lo coloqué en la mesa, y lo abrí en la página que sin saber era la del indio cacique. El anciano frunció el ceño como sorprendido.

—¡¿Parece la silueta del Cacique perdido?! -dice el viejo.

—¿El cacique perdido? - pregunto.

—¡Exacto!, un indio ranquel, que se cuenta en las llanuras del sur de la provincia de San Luis, que está guardado en un toldo en la parte más desértica de ella pasando el Río Quinto que viene desde el norte hasta Buenos Aires. Aunque dicen que es una leyenda. Allá por el pue- blo de Justo Daract en la frontera entre Córdoba y San Luis.

—No entiendo, ¿puede que sea él?

El anciano miró el dibujo, lo revisó cuidadosamente en cada trazo aquel dibujo.

—Puede ser, aunque como les comenté, mijos, son leyendas. Se cuentan en las pulperías, y bodegones. En los campos, los peones, los camioneros.

—En caso de un fantasma, ha de haber un hombre ermitaño espe- rándonos -cita Rodrigo, en su mejor versión de Rodolfo.

—Totalmente cierto, y una cosa más. Cómo verá hay una oración escrita, ¿calculo que en la lengua ranquel?

—El anciano observó nuevamente. Con sus dedos siguió letra por letra.

Alma-hue, hue Cuyúm. Colu-huer, Buta-cúra, Qürruf. Lolo, cheú, queley calcu.

Ka Quepadel cuchillo.

eluel general, montu el huecú huera vey caligl vey huentru.

*(Donde hay almas, hay arena, rocas, tierra, viento. Cueva, donde está bruja. Tú traer cuchillo.

Dar general, quitar espíritu malo del cuerpo del hombre)*

A medida que pasaba iba como un lenguaraz para los indios, tra- ductor para el cristiano recitando las palabras… donde hay almas, hay arena, rocas, tierra, viento.

Con Rodrigo nos quedamos pensativos. Él se tomaba la barbilla, mientras me rascaba la cabeza meditando.

Cueva, donde está bruja. Tú traer cuchillo. Dar general, quitar es- píritu malo del cuerpo del hombre.

Rodrigo se quedó perplejo y se masajeó su mano sobre aquel sector en el cual se unían varios órganos sobrepasando la caja torácica. Pulmo- nes, corazón, torrentes sanguíneos, sistema nervioso y sintió la puntana.

—Habla bien la lengua -le digo.

—¡Es araucano!, aún se aprende por suerte.

—¿Podemos ir? -pregunta Rodrigo en búsqueda de aquella persona.

—Cuando venga don José iremos, si les parece bien

—Puedo llevarlos en el auto -se ofrece el anciano.

—Bien. Lo vamos a necesitar.

Continuamos la plática, hasta finiquitar la cena. La noche caía. El gato que venía a visitar maullando por hambre con un paso efímero se posó como un diáfano ser un rato cerca de una ventana y escuchando un ruido de un búho salió intrépidamente en su búsqueda. Algo que pensábamos nosotros realizar. No solo un fantasma de un caudillo, un cacique, historias de dimensiones de indios que no murieron por enfermedades, ni suicidio, malones, demonios, y don José que no lle- gaba. Él sí que sabría por dónde arrancar, por el momento este libro era un hallazgo interesante por aquel extraño en la biblioteca.

Conversamos de otros menesteres hasta pasadas las once de la

noche, francamente me caía de sueño, por lo que decidí retirarme. Rodrigo también siguió mis pasos y se fue a su alcoba. El anfitrión de casa se quedó en la mesa escuchando radio.

Al entrar en mi habitación me arrojé a la cama, producto de la esen- cia de tan prolongado día. Apagué la luz del velador y el sueño se hizo presente en cuanto mis ojos se cerraban como persianas de una venta- na que se bajan de modo espacioso.

Una brisa de aire caliente marcaba el verano en aquel pueblo. Las partículas de un hedor estaban en la habitación. Alrededor de las 3 de la mañana abrí los ojos, cuando mi olfato determinó aquel tufo in- mundo, prendí la luz del velador y me asomé a la ventana abierta, para verificar que no fuera algún animal muerto, como decir una gallina, roedor, o aquel búho que el gato quería atrapar. Nada, absolutamente nada en la inefable oscuridad silenciosa. Admito que era un tanto te- nebroso. Cuando el silencio quiere nos juega bromas en la oscuridad, digo silencio, cuando los grandes pensadores de la razón como Rous- seau o Immanuel Kant dirán que es parte de la mente. Jacques dirá: pues si la razón hace al hombre el sentimiento lo conduce, y Kant como filosofo se explayará: Todo nuestro conocimiento arranca del sentido, pasa al entendimiento y termina en la razón.

Pensadores racionales, intelectuales, el yo de la mente, querido Sig- mund Freud, no sé por qué te nombro, ah, sí, el inconsciente, aun así, has dicho que te encontraste contigo mismo. El inconsciente nos juega bromas y aquí veo por la ventana y el silencio de la noche me hace pensar en el miedo. Como por decir, miedo a las arañas, a lo desconocido. La oscuridad por medio del silencio crea un vacío y nos lleva al temor de lo desconocido.

Verifico de todas formas de dónde proviene la pestilencia a muer- te. Aquí no es, salgo de la habitación y si mi olfato no me falla viene del cuarto de Rodrigo. Al entrar veo un resplandor rojizo en el sue- lo como un agujero y una sombra pequeña que sale de él, mi amigo está transpirando y tiembla su cuerpo. Enciendo la luz a toda prisa sorprendido por lo que veía, y voy directamente a ese agujero como lanzándome a la silueta que se asomaba, este se cierra inmediatamente como si supieran del ataque del extraño que entraba, por lo que des- apareció desvaneciéndose. Ahora me dirijo a la cama de Rodrigo y lo

despierto. Este se toma la cabeza como que no comprende la situación y se queda unos momentos temblando.

—¡Rodrigo!, ¿estás bien? ¿Qué fue eso?

—Mi amigo, no lo sé. Es una criatura. He rezado a todos los santos. Siento que de mi pecho hay algo que me carcome. Han de pasar va- rias noches que me visita y me susurra, mi cuerpo no puede moverse paralizado y me manifiesta que me llevará. Tú sabes que soy en cierto aspecto religioso y he invocado a los santos del planeta, y creyendo cometer un delito ante la santería, pensé en purificar la casa, pero este es diferente. Parece que vinieran de lo profundo del infierno, y la cruz que llevo no surte sentido.

—¿ Jamás había visto algo así?

—Armando, creo que algo tiene que ver con el general, desde que lo crucé esa noche. Tal vez estaba en el lugar equivocado.

—No te preocupes, mi amigo, encontraremos la solución.

—La última vez decía que me llevarían en el infierno de las almas en pena. - Se ríe Rodrigo-. Parece una divina comedia, en el infierno de Dante, con Minos juzgándome en el segundo círculo por pecador.

—O en el limbo, el primer y único -pienso para decir algo -, descan- sa, Rodrigo, haré guardia por ti.

—No tienes que hacerlo -ya no volverán-, ocurre cuando despierto, y después vuelvo a conciliar el sueño.

—Perfecto, solo me quedaré pensando un poco. -El hedor se había ido.

La noche se volvió calma con el mínimo ruido de chicharras y el aullido de un perro callejero. Todo para despistar al silencio que en las calles caminaba con un faro encantando mentes.

Las mentes se dejan llevar por los sonidos del silencio. Un claro en la luna señala el horizonte de las sierras. Tan altas ellas que tocan el cielo y desaparecen al ser embestidas por las nubes que pausadamente hacen su recorrido nocturno. Todo tiene una clama aquí en Paunero frente al cordón de montañas. Los pumas están tranquilos, hoy no ha de haber cacería y ya no existen los tiempos de malones de indios

erguidos en sus caballos queriendo retomar tierras, ni gauchos cuatre- ros, que aguardan la penumbra para salir al acecho.

La noche se desvanece, mis amigos.

Una y otra vez resuena la voz de un gallo. Continúo durmiendo plá- cidamente como un hurón. Mi cara se ve borrosa, e insignificante ante el primer ápice de luz que por la ventana ingresa como láser a mi frente. Golpean la puerta. Tres golpes certeros. Hola, soy Rodrigo. Voy, le digo. Me incorporo y nuevamente me arrojo a los brazos de las sábanas. Y me tapo para que la luz no pueda alcanzarme. Permanezco acostado boca abajo, como si estuvieran haciendo una revisación de un cuerpo que yace muerto varios días. Doy nuevamente vuelta y con las dos manos las llevo a la parte trasera de mi cabeza observando el techo. ¡Una araña!,

¡lo sabía!, ahora entiendo mi intranquilidad. El despiadado animal esta- ba mirándome fijamente con sus ocho ojos, sus patas peludas tanteaban el suelo. Era pequeña, aunque su capacidad de intimidación era esplén- dida. He dicho tal vez que les tengo miedo. Son seres amorfos, con la capacidad de un cazador sigiloso. En sus telas, mantienen un sistema de comunicación, la línea más fina de la seda es para advertir que la presa o un posible peligro están en su morada, la otra de la seda pegajosa es la que atrapa al desgraciado que cae en ella. Esos seres míticos son tan bravos como su fábula. Digo fábula porque se cuenta en las selvas del Congo africano, hoy la nación de Zaire, que existe una araña a la que llaman la bestia gigante. La araña J'ba Fofi hoy para la criptozoología continúa siendo un misterio. Las tribus hablan como hablan aquí con leyendas, si hay fantasmas, ¿por qué no han de existir seres reales? Los nativos las describen de un metro, con cinco de alto cavando túneles bajo las raíces de los árboles, tapando con tierra y tela. Similar lo que hacen algunas arañas como la Goliat del Brasil. Ese camuflaje típico de las emboscadas, y de las batallas y de las guerras de guerrillas. Este sistema de un depredador es infalible cuando de animales grandes se trata, pobre de algún antílope o cabra. Los hombres afirman que sus crías son de color radiante y que con las colonizaciones se han retira- do, debido a los campos y llanuras artificiales. Bravo por el hombre y

su maravillosa forma de crear capitalismo. No se sabe a ciencia cierta si es verdad. En 1890, Arthur Simes, quien se encontraba explorando cerca de Nyasia en lo que llamamos hoy Uganda cita que ha visto cómo picaban a sus hombres, años después en 1938 una pareja, los Lloyd, en la capital de Rhodesia vieron cómo un gigante insecto cruzaba el cami- no mientras ellos hicieron un alto con su auto allá en el Congo belga.

¿Mito o realidad? Tal vez en ese entonces un animal gigante era algo sorpresivo, vaya uno a saber. La ciencia lo desmiente manifestando que la capacidad pulmonar y su exoesqueleto son inferiores al sistema de la tierra. ¡Nos quedaremos con la intriga pues! Ahora, hay que agradecer a ello, de lo contrario, el mundo sería un vasto terreno sin aventuras. Hay que agradecer a hombres como el doctor Livingstone, gran explorador, que ha descubierto con sus trabajos de topografía y antropología una gran variedad de especies (flora y fauna), como también su equivalente desaparecido Percy Fawcett en el Amazonas. De él se puede decir que jamás apareció su cuerpo. Otra leyenda fuera del contexto mencionado cita que logró encontrar la ciudad de oro. ¿Será otra dimensión? Habrá ocurrido lo mismo que con los comechingones o araucanos en Barilo- che, Río Negro, que se manifiesta que pasan de un portal a otro. Otra leyenda es la ciudad de los césares a la cual Nicolás Mascardi recorrió de punta a punta del país sin hallar nada. Son como sus equivalentes en la ficción Alan Quatermain, de escritor Rider Haggard, interpretado en el cine por Richard Chamberlain, o Indiana Jones y su reciente película, Los cazadores del arca perdida interpretada por Harrison Ford.

El mundo es un vasto universo de aventuras. Desde el norte hasta el sur, este y oeste. Es hora de que me levante de la cama. Me incorporo y me dirijo al baño, enciendo la luz y mi cara demacrada lo expresa con tanta amplitud que me asusta. La araña sigue con su tela esperando alguna presa. Lavo mis dientes. El pelo, y salgo. Es hora de desayunar, pronto vendrá don José y debemos partir en búsqueda del cacique perdido. El cacique ranquel.

Al ingresar a la sala del living, el anciano y Rodrigo me saludan. Tengo mi café con leche preparado con unas tostadas.

—¿Has dormido bien al final de cuentas, mi amigo?

—¡Un poco! -expresa Rodrigo.

El anciano ya sabía la situación y por el momento se guardaba las palabras.

—No te preocupes, veremos cómo resolver. No comprendo de qué manera se formó ese agujero.

—¿Usted vio un agujero? -me pregunta el viejo.

—¡Aparentemente!, un hoyo, un hedor terrible a muerto, y una si- lueta queriendo escapar, y Rodrigo en la cama temblando.

Horacio se quedó pensando, no quería decir qué gualicho estaba en la casa, aunque con más precisión en el cuerpo de su amigo.

—No podemos manejar esta situación, puede que el mandinga esté aquí entre nosotros acechando y reclutando almas -dice Horacio-, le he preguntado a la matrona, sabiendo que no irías. Está postrada en cama con una salud deteriorada, y solo dijo que el mal anda. Nada más para ese entonces no existía entre nosotros el escepticismo.

—Debemos ir antes de tiempo en búsqueda de cacique. ¡Las horas apremian y luego puede ser tarde, cthe! -el viejo lo comentaba con miedo.

Miraba el techo y pensaba. No en locuras, ni tonteras de dos cita- dinos, sino en verdades que asustan y que no pueden comprenderse.

Los tres terminamos de desayunar. El viejo se fue al palenque por los caballos machos para hacer servir a la yegua en el horcón. A los lejos un niño se apea con su zaino y saluda al viejo. Se mantienen hablando largo, y tendido. Nosotros nos fuimos para la terminal del pueblo. Al llegar el micro ya estaba pronto en su lugar estacionado fijamente. Me acerqué a preguntar sobre los pasajeros. El chofer me indicó que todos descendieron. Una personalidad con cierta altura con una mujer al lado me saluda.

—¡Camarada!!, qué gusto verlo en su tierra, ¿comienza la aventu- ra? -grita el portugués.

—¡Usted siempre me sorprende! -burlándome, y me acerco cariño- samente, una dama a su lado sonríe-. Don José, le presento a mi amigo Rodrigo (le susurro al oído, Rodolfo).

—¡Hola,ungustoinmensoconoceralescritorlisbonense!,¿comunista?

—¡Y hormonal!, ¡me crecen la barba y las ideas de un mundo de iguales! No como su amigo anarquista de profesión, destructor de sis- temas ladinos y mezquino, aunque confieso que ambos buscamos lo mismo (me observa sonriente)

—Son iguales, eso es un hecho -se ríe también Rodrigo.

—Usted es el periodista, religioso… estem…

—¡Y audaz buscador de problemas! -agrego.

—¡Me encanta, de eso se trata esto!! -dice jocosamente don José-, por cierto, les presento a una acompañante, Michelle, de Brasil, pro- fesora de Literatura.

Lo veo fijamente al portugués y me causa gracia, estirando una mueca. Este me devuelve la mirada con picardía y una leve risita.

—Señora, o señorita, es un gusto gigante conocerla -le digo- y más de la compañía de este hombre fornido, hercúleo y tenaz (ya para en- tonces nos arrojábamos cumplidos sarcásticos para fomentar las bro- mas de la amistad).

Ella se rio, y sonrió.

—Sí, es un gusto grande -dice Rodrigo, que la saluda con un beso en la mejilla-. ¡Sepa que estamos a su disposición!

—¡Muchas gracias, es como don José me ha contado!

—¡Bueno! o ¡malo! -le expreso con simpatía.

—¡Bueno!, ¡bueno!

—¡Espléndido!, sabe me gusta esa palabra cuando se otorgan estas situaciones

Tomé las valijas de la dama, y Rodrigo ayudó a don José. Michelle se adelantó con Rodrigo platicando sobre ambos países. Brasil y la Ar- gentina y sus costumbres culinarias, mientras atrasados, hablé con el portugués de ciertas cosas, (las más importantes acaecidas, de historia y libros), le mencioné lo sucedido a mi amigo y que iríamos en un viaje relámpago hasta un pueblo de San Luis. Él asentía.

—Increíble, mi amigo, lo que me expresa -me dice pensativo.

—¿Vio?, ¿y ahora?, ¿qué supone?

—¡Debemos ir!

—¿Michelle? -le manifiesto-. Ella lo entenderá.

—No lo creo, si no lo ve, nos conocimos en el viaje.

—¡Ja, ja!, perfecto, bueno, ya veremos qué contarle, vendrá con nosotros.

—En un principio quería buscar alojamiento, pero le comenté de la casa, si no hay problema.

—¡Para nada!, ¡es un lugar grande!, y con relación al caso Quiroga y otros menesteres, ya veremos cómo -le aclaré.

—Eso es lo que me gusta de su actitud. De alguna manera se arregla.

—Pensamiento positivo de criollo, ¡¡ja, ja!! -le dije en broma y apo- yé mi brazo abrazando a mi gran amigo y compañero de aventuras.

—¡Oiga!, ¿y el libro?

—Habla del cacique por el momento, de historias de guerras, y pensamiento.

—Me intrigan el agujero en el suelo y esa silueta.

—Puede que sea lo que pienso.

—El bajo mundo de hades se ha abierto como para darnos a enten- der que el subsuelo está combinado con la tierra y el cielo.

—¿Y? -no sabía qué responder.

—No soy un gran cristiano, mi amigo, pero creo que estamos en aprietos, ¡sobre todo su amigo! -le aseguró don José.

Saqué el brazo del hombro de mi amigo, ambos nos quedamos mi- rándolo. La situación parecía complicada.

Éramos dos sensibles seres taciturnos, en varios aspectos de una u otra forma, y cavilando sobre el estado enclenque a que llegaría Ro- drigo. El desmedro de la situación llamaba a la solidaridad de algún salvoconducto de terceros expertos en el asunto.

Caminábamos como prendidos de la vida por la tierra que pare- cía que escuchaba cada una de las frases armadas de ambos amigos en cuanto dos personas iban adelantadas unos metros sin el cuidado, suerte de aprehensión que detrás podía oírse en cuanto la leve brisa suspiraba delante de sus rostros. Con presurosa predisposición pensa-

rían tal vez una resolución para tanto desorden en este juego anómalo lleno de subterfugios quiméricos e ilusiones.

Nos pusimos a la par de los demás. Un hombre a caballo delgado y gris con tez pálida nos cruzó con el animal. Llevaba una boina, pantalón de bombacha, camisa, pañuelo al cuello. El caballo altanero de pelo marrón era un pampa fornido. Su corpulencia se debía a la buena alimentación. Se cuida al caballo como al hijo. Lo más memorable de aquel aspecto era su semblante arrugado y aguerrido. Don José codea a Rodrigo.

—¿Es un gaucho? -interroga vivazmente el portugués.

Asiente con estrecha seguridad Rodrigo. Michelle expresa que allá en Brasil son muy comunes en el sur. En el estado de Rio Grande Do Sul. Le comenté a mi amigo que esta región como muchas de la Ar- gentina son monedas corrientes. Hombres rudos, audaces, y con píca- ras mañas de tramperos en el juego y el amor.

—¡Adiós! -nos saluda secamente el hombre.

—¡Adiós! -cumplimentamos su efímera presentación.

Ingresamos por un paso lleno de algarrobos, en el cual don José tomó la mano de Michelle para que ella no tropezara, debido a que los pastizales en estas regiones son bastante hostiles. Al salir tomamos un atajo que indicó Rodrigo hasta llegar al rancho de Horacio que nos esperaba afuera con júbilo de recibir visitas agradables.

—¿Cómo le has ido, mijos?! -activa con elocuencia el viejo.

—¡Excelente! -le contesto-. Le presento a José de Portugal, y la se- ñorita (me mofo cortésmente con ella al decirlo) Michelle.

—¡Un placer! -Les da la mano a ambos al no saber cómo enfocarse a los extranjeros-. Vengan, ¡pasen nomás!, pasen, esta es mi casa y la de ustedes. Aquí todos somos amigos.

El portugués me mira con asombro. Fue como rememorar una épo- ca en que la amistad era el motor sublime de la democracia corrom- pida de coacción violenta. Era esa pequeña actitud que gesticuló el anciano con solo decir aquí somos todos amigos. Una frase irreempla- zable como lo es el agua para la vida. No había analogía que pudiese dejar una impronta para la posteridad.

El anciano condujo al portugués y Michelle enseñándoles los cuar- tos. Su morada era muy grande, por ser un hospedaje de campo ideal. Michelle notó un cierto aroma que posiblemente hubiese quedado impregnado conforme los sucesos involuntarios del cuarto de Rodri- go. Ella al ingresar a su habitación se quedó inmóvil observando la litografía que estaba colgada como cuadro en la pared. Era el instante de concentración que poseyó su carácter por el objeto.

—Es un dibujo muy viejo, si nota, verá que esta húmedo y despin- tado. Es el general Quiroga jugando cartas, rodeado de gauchos y ani- males, contra otro paisano de su raza.

Ingresamos al cuarto, primero vino el portugués, luego Rodrigo y detrás yo, impertérrito ante la calma. Michelle prosiguió su ob- servación y se acercó para palpar con la yema de sus dedos la cara de Facundo. Dio vuelta su cuello apuntando a don José y luego a noso- tros. Sonrió.

—¡Es bella! -sentenció con agrado.

Continuamos con la travesía turística del rancho de Horacio que les indicó todos sus sitios. Y volvió con su generosidad innata de ím- petu para expresar. Mi casa es suya, aquí somos todos amigos.

A Michelle le gustaban los caballos e inmediatamente fue a abrazar a zaino, que atado en el palenque se encontraba pastando. Este le de- volvió la gentileza. Don José presentía que no era una mujer común y corriente. Ya pues era como una novia, aunque algo más se podía discernir con solo verla ante la energía que de ella emanaba con tanta claridad rozagante. Acarició al animal con la simpatía pura. El ancia- no le contó la historia desde que era potrillo. Que su madre falleció en el parto. Que enseguida se paró firme, y derechito, no bien fue escu- pido del vientre. Que su padre limpió la viscosidad del recuerdo de su mujer, con cada lamida para acicalar a su hijo. Creció, y fue tan fuer- te, y poderoso como el río. Y ese fue su nombre. Michelle encantada escuchaba palabra por palabra. Si bien eran idiomas diferentes, eran lenguas hermanas, entonces podía entender al pie de la letra lo que Horacio les contaba; en tanto don José les dictaba las frases del lun-

fardo criollo complicadas y si la cuestión se inflaba de reminiscencias, acudíamos con Rodrigo a salvar la historia.

Ya era pasada la tarde y se congregaron a jugar a los naipes. El truco era el juego preferido del viejo. Hubo pues que enseñar al portugués, que no se acostumbraban a la mentira y a trampear como le dicen en los pagos del interior de la Argentina con señas que llevan a movimientos de muecas y gestos mentirosos. Comencé a barajar a gran velocidad y re- partía. El viejo y don José, versus Armando y Rodrigo. Hay que admitir que no era mal jugador don José. ¡Los lusitanos saben de trampas! En medio del partido don José mencionó a Rodrigo el hecho señalando su pecho que no era nada insustancial. Nos quedamos pensando y conver- sando haciendo un parate gesticular en la actividad lúdica.

—¿Desde cuándo te ocurren esas pesadillas y cómo sucedió?

—No lo puedo explicar a ciencia cierta, todo empezó con un fan- tasma en medio de la noche, mi auto que no funcionaba y luego lle- garon los sueños. Las pesadillas. El agujero que se abre desde el suelo. El olor azufre. Creí que la magia negra era una cuestión de medios que pueden tolerarse cuando de control se trata. Podemos manipu- lar a la ligera; pero con precaución. Siempre fui un creyente de los santos del universo y las conspiraciones fantásticas. Soy periodista, libertino, anarquista como nuestro amigo aquí presente (me señala con la mano) desde todos los torrentes sanguíneos, y libres como el cóndor de la cordillera de los Andes (ahora señala a Horacio). Tengo la edad ya avanzada (la premura psicológica de la vejez era contagiosa de quien se siente que tiene muchos años como don José), y la creencia de la mente que observa, y escucha atentamente con la tolerancia bien remota y eficaz. Hay que encontrar a Quiroga.

—Así es, mi amigo -le aclaro-, aunque antes debemos ir a lo del anciano.

—Con tiempo puede prestarme el libro -pregunta don José.

—Seguro, está ahí en mi mochila.

—Armando tiene razón. Primero hay que recopilar las pis- tas precisas

Don José se levanta, y se dirige a un mueble en el cual estaba el bolso, lo abre con cuidado y extrae de él el libro que inmediatamente como por magia solo se abre en la página que detalla las palabras del cacique ranquel, y su símbolo en un dibujo un tanto borroso pasa- do de lápiz.

—No comprendo, ¿justo esta página?

—¡Cierto! -le explico- Ábralo, ciérrelo y ábralo nuevamente y ocu- rre que, marque las hojas que marque, parece a ciencia cierta que siem- pre se destapa en aquel dibujo y sus fragmentos.

—¡Impresionante! -comenta sorprendido el portugués y me manifies- ta que se lo entregó un personaje en una biblioteca, allá en Buenos Aires.

Asiento con la mirada en silencio.

—¡Brujería! -replica Horacio.

—Los santos, las ánimas -sentencia Rodrigo.

—¡Fantasmas! -les inquiero.

—¡Misterios! -piensa el portugués.

—Un problema por resolver para liberar el alma de Quiroga. -Se oye de lejos con una voz cálida.

Todos giramos nuestros rostros a la sombra de la puerta. Era Mi- chelle. Don José se quedó mirándola con asombro.

—¡Tranquilo, mi vida!, no te he contado toda mi historia. Hay secretos que se guardan, bien guardados. Mejor tenerlos en una caja fuerte. Sé perfectamente de qué están hablando, sé también lo que buscan. Sé que las casualidades son amigas de las causalidades y por ello estoy aquí. No he querido ocultar nada. Es un don que de pe- queña poseo de descifrar lo que la mente piensa, e interpreta. Desde que palpé la persona oculta de Quiroga en aquella litografía sabía de antemano lo que ocurría. Es el alma del general. Ha de ser liberada. Su fantasma ronda por los campos, cerros y montañas. Ha sufrido por años. Se siente su dolor y el averno se ha abierto y dentro de ti algo hay, pero no sé qué es. Solo puedo descifrar algunas cuestiones de la mente y captar la energía que abunda en el espacio. Como un lector de mentes. Por favor no lo tomen a despecho.

—¡Impactante! -me quedo con la mirada petrificada.

El portugués se quedó pensativo, en cuanto Michelle se quedaba firme en la puerta de entrada que comunica al patio. Estaba contem- plando con una vista panorámica toda la sala. Todos los muebles, los cuadros, artefactos antiguos. La mesa, las sillas, la radio, el viejo reloj de pared, un adorno del santo San Cayetano y otro de la Virgen Ma- ría, nosotros alrededor de la mesa, la caja de la baraja, las cartas de tres en tres. Estaba insumida en todas las dimensiones que puedan expandirse de este mundo, y visualizo la trama que de carácter tan complicado llevaba. Con una visión perpleja y panorámica levanto la cabeza al cielo del techo tan alto como este. Don José, tan incrédulo por el paso de los años, estaba dispuesto aceptar nuevamente como en su vida lo fantástico.

—¿Por qué no me lo dijiste? -le dice don José.

—No quería en un principio que creyeses que quería invadirte, la mente es un juego personal. Es la intimidad. El fuero interno de cada ser. No puedo pretender romper esa barrera.

—¡MMM!, ¡comprendo! De todas formas, no iba a ser un incon- veniente drástico, mi mente suele ser perezosa en ciertas injerencias de terceros -esboza el portugués con una leve y risueña sonrisa para la preocupación de la dama.

—¡Ahora hay que ir en busca del cacique!, y continuar ese libro con las pistas indicadas -aclara Michelle.

—¡Mañana emprenderemos el viaje entonces! -manifiesto con cier- to entusiasmo de quien se prepara para el periplo.

Al caer la noche el anciano preparó un asado en la parrilla. Era coci- na exclusiva para halagar a dos extranjeros. Primero preparó el carbón vegetal en una mesa rectangular de ladrillos de un metro y ochenta centímetros sostenida por dos hileras de bloques de cemento. Una pequeña pared dividía el brasero (calentador) en el cual depositó el mencionado carbón (junto a maderas de quebracho que según él ayu- da a la cocción), con la parrilla que no es otra cosa que un utensilio de hierro en forma de rejilla que se sitúa por encima del carbón encen-

dido en la cual se deposita las tiras de carne vacuna, y las achuras, po- siblemente algo de carne blanca (pollo) y lograr tostarla. Se ubica en una distancia prudencial que los alimentos sean acogidos por el calor lentamente. Algunas piezas de carne como el vacío se colocan del lado de la grasa que tiene un grosor determinado en sectores en los cuales se les da un mayor punto de calor, a partir de ahí sale dorada y jugosa.

En la mesada de la parrilla hay a cada uno de los extremos una pa- red. Horacio, asador de profesión, me explicó que algunas tienen un conductor de humo, o sea una chimenea de ladrillos. Generalmente en casas de interiores y algunas que tiene un patio pequeño. También me prometió hacer un asado a la cruz con barras de metal clavadas al suelo y colocar el pedazo de carne completo sin cortes al mejor es- tilo gaucho.

El anciano, arrojando papel debajo de los leños y el carbón, ase- guró el fuego, y lo encendió a un estilo rústico. Las llamas crecían carcomiendo de a poco el mineral que tantos millones de años tuvo para formarse hasta pasar de un color negro al gris y luego disolverse en un polvillo blanco promedio de una combustión acelerada. Es de aclarar que preparó el fuego como le dicen los criollos en un costado del recinto en el brasero para evitar que se mezcle con la carne, en el lado izquierdo, el lado derecho estaba reservado a la rejilla que tenía una canaleta que comunicaba con una lata en la cual caían las grasas y jugos.

A medida que el carbón estaba listo lo pasaba con una pala me- diana al sector de la parrilla. La carne poco a poco iba cocinándose. La noche estaba estrellada, ideal para cenar fuera. Colocamos la mesa cerca de donde el viejo cocinaba. Se prepararon varias ensaladas con tomate, lechuga, zanahoria, cebolla. Tres botellas de vino malbec, en- tre ellas la exquisitez de un Rutini, Portillo y Navarro Correa. Abrí la botella de rutina con el sacacorchos y llené cada uno de los vasos. Es tradición que mientras el asador prepara la comida se le lleve un vaso de vino a título de presente por el esfuerzo sagaz de su empresa. El humo se combinaba con el olor de la cena. Colocamos papas y huevo

como guarnición predilecta. El portugués estaba entusiasmado y pa- sado de hambre, en cuanto conversaba con Rodrigo, Michelle se acer- có a mí y estrechó la copa en un mini brindis. El anciano con fragancia de humo y carbón estaba transpirando por todos los poros por el calor inhumano de estar cerca de aquel infierno de gastronomía caseras y criollas. Lo tomaba de forma trivial a pesar de ello.

—¿Y qué le parece, mi amigo? -le expresó con gracia y una leve risa.

—Me parece un gran hombre y cautivante -cita con sinceri- dad Michelle.

—Aparte de ser una gran persona, es un ser fiel a sus principios. Es como un hermano mayor para mí -aclaré con vehemencia innata al hablar de amistad.

—Muy acertado, ustedes parecen unidos por la misma sangre, sin poseerla. Ambos se completan. Son el gordo y el flaco, Quijote y San- cho Panza, el pequeño Juan y Robin Hood, Lancelot y el rey Arturo, el César y Marco Antonio. El valor y la confianza.

—¡Cruz y fierro!

—¡Hermoso libro!

El anciano que escuchó levantó la copa y citó:

Para vencer un peligro / Salvar de cualquier abismo / Por experiencia lo afirmo: Más que el sable y que la lanza suele servir la confianza que el hombre tiene en sí mismo.

—Brindo por ustedes mis amigos -aclama el viejo.

—¡Salud! Por usted, por Martín Fierro, Hernández, y todos los presentes -le digo.

—¡Salud! -expresa Michelle.

—Rodrigo y don José levantan sus copas.

—¡Todos en salud!

La carne estaba lista y los platos preparados. Horacio llegó con una bandeja y fue repartiendo por cada uno las tiras, las achuras. Cada uno de nosotros se pasaba la ensaladera y ese rito de cenar a la luz de la luna entre amigos era una especie de fetiche humano en nombre de la amis- tad. Las copas se servían y las charlas iban y venían. Tocamos varios te-

mas y la política nunca faltó en la mesa. Desde Juan Domingo Perón, hasta Salazar, Getulio Vargas. Rodrigo que siempre fue un fiel de la ideología de izquierda pensaba en el derecho de los más vulnerables y es que la política del general Perón le parecía acorde, por lo menos en cierto grado, algo que a Horacio no le parecía justo en términos dicta- toriales. No así don José, que escuchaba atentamente como Michelle, era una mesa conflictiva de hombres de partidos diferentes apoyando políticas diversas y adversas.

—Cuando Juan Domingo Perón asume su presidencia, la política del país se veía convulsionada luego de décadas de un estado conser- vador -expresaba Rodrigo en medio de la charla, sorbiendo un poco de vino-. Además, y con todo el respeto que merece, planteó políticas acumulativas de capital, sustitución de importaciones, ¡algo ilógico para esos tiempos! Soy de izquierda y lo admito y siempre luché con esmero contra el oscuro designio de los anaqueles de las dictaduras aberrantes que carcomen nuestro proceso de liberación -sentencia y me mira sabiendo que apoyo sus palabras.

—¡No!, ¡me hablas de un tipo que tenía cosas de porfiado! -Se en- fada el anciano-. Me hablas de un tipo que si hablabas mal de su ima- gen ibas para adentro, ¡qué cosa!, los campos eran un granero y este los derrumbó.

—¡No! -le digo-. El derrumbe del llamado granero del mundo fue hace tiempo, con una crisis que venía de los Estados Unidos y el mun- do, ¡y un dictador que asume! Recuerde que en épocas de H. Yrigo- yen, radical de estirpe, eran acordes a las necesidades de la gente.

—¿Políticas? ¡Ah! Ese sí que era bueno, se batió con fiereza, según se cuenta, con don Lisandro de la Torre, ¡y este se salvó el pellejo todi- to! -Bebe una copa entera el viejo-. ¡Ah! Ese sí sabía hacer duelo, ya un poco pasado de alcohol, su voz mudó completamente a la del oriundo paisano de campo gaucho rebelde.

—¡Tuvo varios, cthe! -le dije con elocuencia.

—Me interesa esa historia -manifiesta el portugués enamorado de la pasión de las leyendas de valientes.

El viejo toma aire, llena su copa de vino y se para como miran- do al cielo.

—Allá, en un amanecer de esos que son bien limpios, estaba un hombre de veintiocho años y otro de cuarenta y cinco con sable en mano. -Toma un sorbo el anciano-. Habían sido amigos y luego por cuestiones de ideología política se odiaban a muerte.

Hago una pausa como historiador y cuento un suceso nimio para no desmarcar a Horacio de su narración indemne.

—Fue un 6 de septiembre de 1897. Digamos que eran épocas con- vulsivas. -El viejo asentía sonriendo-. Nosotros éramos el famoso gra- nero del mundo, y la conquista del desierto del indio se había ya plas- mado terminando en un genocidio -cito. Asiente de brazos cruzados Rodrigo-. Y la inmigración era la base del país, aunque muchos obre- ros se instalaron en la ciudad en los llamados conventillos -resumo-. Si no me equivoco y Horacio cualquier cuestión la corregirá, ambos pactaron duelos a espadas, queriendo uno que sea a puño limpio. El génesis de este combate se debió a que el menor expresó a viva voz que su contrincante era un egoísta y paternalista. Con un influencia hostil y perturbadora. Es aquí donde se retarán a duelo con el modo de arma que a cada uno se le antoje. En esos tiempos los duelos eran frecuentes. Ya Lisandro de la Torre se había batido con otro personaje célebre, Federico Pinedo. En los duelos se elige padrinos. Don Hipóli- to, líder radical, tenía a Tomas Valle, Marcelo Torcuato de Alvear, otro personaje de la República Argentina y presidente subsiguiente luego del mandato del peludo, epíteto característico, como le decían a Yri- goyen, y Lisandro eligió a Carlos Rodríguez Larreta y Carlos Gómez

-termino mis dichos y guardo silencio Siga don Horacio.