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El viaje. Un capítulo de la historia argentina

El viaje.

Un capítulo de la historia argentina

"Ir en coche a la muerte, qué cosa más oronda".

Jorge Luis Borges

La plena noche. La plutónica. La diabólica. La noche de un sendero que lleva desde la provincia de Tucumán hasta los límites fronteri- zos con Córdoba. Un destino, un tanto complicado. Las estrellas alumbran los pasos de los corceles que van a gran velocidad como si no supieran que el tiempo es una larga y extensa línea que divide los albores de la eternidad. Un carruaje, un cochero y una escolta de unos siete hombres a caballo. Las horas están contadas, más que contadas, perdidas. A gran velocidad éste se desplaza en la eternidad nocturna. Los zorros que son fieles testigos salen para aullar y cantar sobre aquel hombre que dentro de esa cárcel de madera intenta pen- sar. Los corceles no dudan ni un segundo ante el golpe sagaz de un látigo que su servidor y amo les propina en sus espaldas con agresi- vidad al son de ¡¡Arre!!, ¡¡Arre!!, ¡¡Arre!! El viento entonces sacude porque no sabe qué otra cosa ejecutar cuando se encuentra en contra del ritmo, y si se retractara todo este asunto sería a favor entre los límites de una y otra provincia. Dentro, muy dentro de aquella caja con ventanas y ruedas, un hombre, un general observa al clan de pe- rros salvajes que rápidamente escapa de los llanos adentrándose en el desierto nocturno de la tierra de los nativos comechingones. Ahora vuelve su vista a unas cartas que él mismo se ocupa de escribir para esas personas a las cuales les confiará el secreto de su vida. De ser un aliado de aquellos poderes infernales, ¡heme aquí!, con esta y aquella enfermedad que me agobia, que me parte los huesos, y no lo digo por el reuma. Es una enfermedad dolorosa, tan punzante que parece

que una lanza atraviesa mi alma. Es una angustia carente de tiempo a la cura de mi ser. No puedo librarme, y no puedo escapar. He de luchar por siempre con ellos, ellos y ese al que llamo demonio. Es mi brava penitencia. Ruégoles a los señores del destino. "A los dioses, mejor dicho, o a Dios, que proteja en su regazo a mis seres amados de tales poderes, de tal malicia". Yo personalmente pagaré mi peni- tencia por tanto error. El carruaje continúa su camino más acelerado que nunca por orden del hombre que escribe pacientemente, como si la propia muerte les siguiera los pasos. El general detiene su pulso que tiembla y observa el paisaje. Algunos animales salvajes todavía continúan aullando. Es tal la velocidad del coche que se duplica de- jando al contingente atrás en aquel camino.

Hemos dicho, y afirmamos. Al general lo persigue la muerte sin lugar a duda, ¿pero por qué? ¿Viaja hacia ella? ¿Sí ha de escapar?

El camino de tierra está tomando otro impulso, aquel aquelarre de la oscuridad presuntuosa en la cual las bestias impedirán que llegue a destino. Su destino. Sin duda el final se acerca para la sombra que luego evocarán de él.

El hombre soldado, guerrero implacable de los llanos del norte ar- gentino, sabía bien de sus horas contadas. Vuelve a escribir y detie- ne con su pluma que chorrea tinta en la hoja. Se lamenta. Es por la gran celeridad del coche y un sendero lleno de baches, piedras y arena. Hace un bollo con ese papel y lo arroja al piso. Toma otro del cuader- no. Lleva el bolígrafo a su cabeza y golpetea tamborileando su sien con un ritmo folclórico y hasta mágico como invocando a los seres que una vez trajo. Sopesó entonces. Alguien se va a cobrar un alma, él lo sabía, lo presentía, pero debía ir por esos parajes, era su última misión. Jugarse una carta extra contra la bestia. No era nada tonto el aquel y para ser franco estaba cansado de luchar, por lo que tomó la decisión justa. Era preciso llegar a Barranca Yaco.

Nuevamente emprende su labor. Hay que terminar como den lugar esas cartas. Que con su puño y letra sellará con vehemencia. Dejó de cavilar en sus lentes por las consecuencias. El ritmo del recorrido bajó

su intensidad. La carta podía leerse en perfectas condiciones. Volteó la mirada, estaban pasando por un campo de sembradíos, muy espe- so, por cierto, y fortificado con yuyos y malezas que no tenían nada de endeble en las pisadas de los corceles. Los caballos por orden divi- na, y motu proprio se detienen. El tiempo les implora un descanso, y ellos ceden.

—¿Qué ocurre? -se asoma por la ventana aquel brujo de los bajos mundos.

—¡Ocurre, mi general en jefe, que ellos pararon por sí solos! -le expresa el cochero.

—¡Denles agua! Precisan descansar, son ellos lo que maniobran in- cesantemente, los que guían y conducen a la batalla. (El tigre no podía dejar de pensar en su corcel el moro).

—¿Usted mi general? -¿Sus llagas? ¿Y su reuma?

—Esas ampollas de crema se revientan solas, ya veremos qué hacer con esos hilos viscosos que se escapan, y el reuma (suspiro mirando la circular luna brillante), no hay remedio para tal infamia que mi cuerpo sufre. ¿Qué se le va a hacer? Y si lo hubiera, ¿de qué sirve? ¿Dígame?

—Mi general, si lo hubiera usted estaría mejor. No tendría que su- frir los avatares de dolores que impiden su gracia.

—¿Sabe, mi amigo? Cuando el cuerpo se cansa es porque le duele la vida y no quiere remedio alguno por más que este aparezca por mi- lagro del señor. Tal vez es mejor eso. Dejar al cuerpo que ya no sufra.

—¿Por muerte?

—¡No!, ¡hombre!, ¡por vida! Cuando nada duele, ya no se está ado- lorido, ya no se está nada y esa es la mejor y única virtud que podemos tener. No tener nada. Nada por lo que sufrir, nada por lo que perder, nada por lo que tener que esperar para irnos. Nada por lo que el alma no pueda ya aliviarse, y afligirse.

El tigre nuevamente exhaló una tenue respiración con una leve bo- cana al cielo. En el silencio de unos instantes se habían cruzado parte de la noche en aquel sitio de los campos. Descendió luego de expre- sarse de aquel coche; con sus manos y pies engarruñados apenas podía

moverse, percibía que a pesar de la nocturna oscuridad algunas mos- cas, que no se dejaban engañar, se le acercaban a darles extremaunción a la carne, sangre y piel ya putrefactas. Aquel soldado del interior de los llanos sentía en todos los alrededores que cualquier situación era una invitación al final, y que nada lo haría cambiar de parecer. Que no llegaría donde quisiera por más que quisiera, pero iría. Sus días de una u otra forma estaban en un concluyente episodio definitivo. Pero sin duda, ante tanto remordimiento de su pasado y recuerdos, a pesar de sus manos derretidas, pies hinchados y poros abiertos de pus con sangre perdida. Estos no impedían aquel viaje cuyo destino mencionamos en un principio, y que finalizaría sin que lo supiese. ¿O no? A lo mejor en sus pesadillas pudo imaginar aquel viaje, y discer- nir el destino como lo hizo siempre. A lo mejor quería hacer ciertas sus palabras.

Ahora luego de que el cochero preparara los caballos que pastan y beben agua ambos solo descansan ante un fuego que les da calor y re- fugio a la llegada de los demás jinetes. Aguardan que el descanso asista y, ¿por qué no un poco de paz? La noche incluso es joven y todavía tienen tiempo para presentar sus oficios ante la desgracia que vendrá.

El descanso fue tenue. El galerón enfático espera el ingreso del ca- dáver como coche fúnebre que representa el carruaje que pinta con la negrura de la noche la muerte misma. Ya no están sus cuatrocientos capiangos. Almas en pena del infierno mitad indio, mitad jaguareté, mitad gaucho, mitad bestia, mitad todo el valor y violencia de la po- breza extrema, que lucharon bajo el mando de su puño en los campos víctimas del hambre, y sed de la República Argentina.

Medita en trance como en cada sortilegio, la mata de una cabeza redonda, pelos renegridos y voraces como víboras sedientas turbaban con el temor que se tiene a un ser mitológico cuando de combatir se trataba. Aquí se demuestra la superioridad contra los miserables. Una superioridad que explotaba con los ojos bien abiertos y las cejas entre- metidas y con las patillas ensortijadas en una combinación perfecta con la melena y guedejas. Cada tic (toques del sistema neuronal) de

memoria era un pasaje para escribir, en medio de la noche silenciosa de búhos chillones y chicharras del calor… un canto que será escrito en un futuro…

Aquí he de partir lejos de mi patria. Todo mi cuerpo muere menos mi alma. Piensa el gaucho que vaga entre espadas chocando pues se rehúsa. Me rehusó a perder yo que soy el tigre de los llanos.

Dejen que la lobreguez caiga a las cero horas de un 16 de febrero de 1835. En pleno gobierno del general Juan Manuel de Rosas. Un hombre estanciero que llevó al populismo federal tras vencer a Lava- lle, cuyo cuerpo está pasando el otro lado de la frontera de la Confe- deración Argentina y un emboscado José Paz, quien podría haber sido quien recuperara el poder para los unitarios.

—Es hora de seguir, mi cochero, ya están los demás listos. Debe- mos continuar -comenta el general-, el que no duerme jamás, por ese abstracto temor que no puede explicarse con delicadas y sutiles pala- bras para el razonamiento humano del ser que no puede discernir algo tan místico.

—¡Entendido mi general!

Contingente de soldados. Un pequeño grupo. Hace las suertes de escolta insustancial. La caravana prosigue a toda marcha. Habían sa- lido de la posta del Ojo de Agua, casi a veinte leguas de la ciudad de Córdoba. Ya le había dicho un desconocido vecino de por ahí que alguien quería dar con la vida del Tigre. El coronel José Santos Ortiz lo sabía de un tal Santos Pérez, un sicario desalmado, con un vasto número de mercenarios. Se dice que la mano de los Reynafé está entre estos hilos, se dice tal vez que don Estanislao López anda suelto en al- gunas tretas, se dice que un amigo consejero le pidió cautela al general, un amigo Juan Manuel de Rosas.

—Sospecho que habrá masacre aquí -piensa el coronel San- tos Ortiz.-

No sabe si comentarle al general Quiroga, parece endemoniado el mal parido.

—¿No podemos hacer nada, señor?

—¡No!!, ordenes son órdenes.

Cabalgan hasta un destino incierto todo un grupo y el maestro de posta lo tiene bien claro.

—¿Qué ocurre, coronel? -El salamanquero sabe leer las mentes.

—¡Es la partida que nos espera, señor!

—¿Y usted cree que será así?, puede retirarse, yo estoy dispues- to a llegar.

—¡Para nada, señor!, estoy dispuesto acompañarlo.

El Tigre asiente con una afirmación y vuelve la vista al frente den- tro de su coche carruaje. Arriban a Sinsacate un niño, dos personas del correo, un hombre de color, a solo dos leguas del objetivo, a tres de la estancia de los cerrillos y el totoral que administran los herma- nos Reynafé, y hasta donde llegaban las partidas del curato que lidera Guillermo Reynafé. Sin duda, estaban en la cueva del lobo, ¿pero qué necesidad de querer abrazar la muerte de tal forma? Algo se trama Quiroga, y es seguro que saldrá victorioso sea cual fuese el resultado.

Ya están a pocos metros de la posta de Barranca Yaco. Los caballos co- mienzan a sentirse inquietos, y no es de notar que con vehemencia sigan adelante, pues es la pasión de un general que los impulsa, como la ob- tusa y obstinada perseverancia de un federal del interior que se amoldó a la ciudad porteña años atrás, bajo el abrazo de Juan Manuel de Rosas.

El coche fúnebre llega al punto indicado en los futuros libros de historia. Una emboscada rodea la galera junto al grupo reduciéndolos con armas de fuegos y facones. El tal Quiroga suspira, y asoma la ca- beza desde la portezuela con la furia de un tigre.

—¿Qué significa esto? ¿Quién manda esta partida?

La bala del sicario Santos Pérez da justo en el ojo, que deja un cuerpo sin vida. Junto a ellos Ortiz, el niño y todos los subsiguientes allegados son sacrificados sin piedad, saqueados como todo forajido y arrojado al bosque de la provincia de Córdoba.

"… Ved girones de ponchos y lanzas en duro entrevero bajo el que- brachal, y la voz de Quiroga, un trueno, acallado por ser federal… (canta el himno de La Rioja)".

La enfermiza y triste noticia ha corrido por toda la provincia. Tan veloz que ha llegado a Buenos Aires. Juan Manuel de Rosas la recibe con la mayor indignación. Han caído tantos, y se acuerda del coronel Dorrego fusilado tras las manos de la espada sin cabeza de Lavalle.

Los culpables se hicieron saber rápido. Tan rápido que parecía que ya estaba todo predestinado. El gobierno confederado capturó a los Reynafé. Posiblemente como ellos mencionan, Estanislao López estu- viera metido en el asunto, y el ministro Domingo Cullen. Rosas justi- fica las habladurías, como otro gobernador Ibarra. Las indagaciones se llevaron a cabo en los calabozos y plena tortura.

Rosas lo ha querido así. Fueron juzgados por un tribunal ordinario en Buenos Aires, y se dictó la sentencia un 26 de octubre de 1837 en la plaza de la Victoria. Dos de los hermanos Reynafé serán fusilados y colgados junto al sicario Santos Pérez cuyo cuerpo chorrea de sangre. En una plaza llena de personas. Una multitud cerca de la catedral abu- chea, como la plebe que son, a los asesinos del general. Santos mueve el brazo tímidamente como sin querer y esgrime unas palabras ambi- guas e inciertas: "¡Rosas es el asesino de Quiroga!". Ahora su cuerpo cae ante el plomo de los soldados del pelotón. Las tropas se ponen en movimiento y marchan. El espectáculo ya casi ha de terminar. Los criminales son colgados en las horcas por la vieja ley que los sentenció a tal brutal aniquilación de quien podría ser el héroe de la reorganiza- ción nacional. Seis serán las horas en que bajo el abrasador sol estarán hasta que venga el diablo a llevarse los cuerpos como se dice que se llevó el de Quiroga.

El pantalón blanco del asesino se tiñe del rojo de la sangre vertida. Como un río que comunica a la tierra en gotas que caen al suelo, dan- do aviso a los demonios del averno de que la tarea ha sido cumplida.

Al caer casi el atardecer. Un hombre de capa oscura descuelga a aquellos pedazos de carne asados al sol impoluto. Inflados con sus ojos

sueltos y desorbitados. No hay monedas para ellos, no podrán pasar por el río Estigia, si no pagan al barquero Caronte tal encomienda. Estas son las medidas en el inframundo y en el mundo actual donde el dinero del capital ha podido más que toda existencia humana en vida y muerte. El hombre oscuro y tenebroso se lleva las almas, y susurra en el oído de sicario, piel de criminal ya abatido: … el general no se ha ido, y el señor está enfadado contigo. El alma de Santos Pérez se asusta, y como con temor la de los hermanos traidores de su estado.

¿Han sido engañados por el general? Algo me dice que la leyenda está por empe-zar y el general ha vencido una vez más al diablo que lo ven(í…a)aUbunsecsacrr.itor argentino ha cantado que:

"… Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, se presentó al in- fierno que Dios le había marcado, y a sus órdenes iban, rotas y desangra- das, las ánimas en pena de hombres y de caballos…"

JLB

(…)

Año 1985. Un coche Ford Falcon atraviesa campo abierto en la llanura cerca de unas sierras de los llamados comechingones. Un ve- hiculo un tanto desgastado, y no preparado para pasar por caminos de ripio (piedras y arena), este se estanca al trabarse la rueda trasera izquierda con un pozo. Un pueblerino de mitad de siglo en años sale de aquel y se dirige a la parte trasera. Encuentra que el neumático se hundió, por lo que hace fuerza levantando, mas no puede hacer mu- cho tras el desgaste. Espera unas horas y casi cae la noche. Regresa a su carro para esperar a alguna persona que esté en camino. Luego se duerme sin querer, tras la espera sin saber cómo matar el tiempo.

Un leve ruido de los pasos de un caballo se hace presente. El pue- blerino despierta. Alcanza a ver a solo un hombre con un poncho gris, una camisa blanca abierta manchada de rojo sangre, y un sable, mon- tado en su caballo. El hombre poseía una cabellera abundante llena de la guedeja de los rizos ondulados. Era tan amplia como renegrida y un tumulto de ensortijados cabellos se combina con las patillas y el bigote espeso como un bosque tupido de maleza impenetrable como

el Chaco mismo. Estaban ambos en la punta de un cerro empinado y de complicada forma de escalar. Imposible prácticamente, ya que no tenía camino alguno, salvo para un experto alpinista. El zaino que lo acompañaba lanza un incipiente y bravo relincho, bufido como car- cajada de aquel animal de color gris, que sostenía con pujanza a su dueño. Los cantares de un poema gauchesco suenan

... Lo conocían por bravo, taimado y por brujo y de cábala se habla- ba mucho, qué pingo atolondrado…

Quiroga lo consultaba…

El hombre de edad al descender de su auto lo miraba fijamente. Notó el nivel del auto, era casi equilibrado, la rueda trasera estaba fue- ra de aquel agujero. Volvió la mirada al hombre a caballo, creyendo tal vez que hubiese recibido la ayuda. Este se burló serenamente desde lejos. Desde lo alto de una montaña. Su corcel con su morro negro, y ese pelaje gris que le brillaba, se dispone a entrar en mudanza y levanta en valiente saque sus dos patas delanteras y ambos jinete y caballo des- aparecen por el monte causando miedo a las ánimas que allí abundan.

El pueblerino masajea la parte anatomica de sus ojos con ambas ma- nos como si no visualizase bien, y después vuelve a observar aquella co- lina en la cual dos seres desaparecían como fantasmas que se fusionaban con el espacio en que se convergían. Luego meditó, y lo tomó como una alucinación, caminó hasta la parte trasera de su auto y, en efecto, su ca- rro estaba listo para poder continuar viaje. No entendía lo que ocurría.

¿Llegaría a su casa o a la de su vecino y contaría la historia? ¿Lo creerían loco? Ya se verá. El hombre se incorporó al automóvil Falcon. Puso las llaves. Dio media vuelta a ella y encendió el motor. En claro orden, mo- vió la palanca de cambios y prosiguió camino. El viento soplaba muy fuerte entonces por estos páramos y cerros desérticos.

Su viaje fue solo de unas horas extensas hasta llegar al pueblo que esperándolo estaba, y estacionó en una casa vieja. La casa de un ami- go de años. Anciano del tiempo inmemorable descendiente de sangre mezclada de los ya desaparecidos nativos que se suicidaron en un valle

antes que ser esclavos. Aparca el auto cerca de donde un caballo negro se encuentra pastando. Era un palenque para los equinos.

Apagó las luces y el motor que ponían nervioso al animal. Al des- cender fue directo a la casa de su amigo. Aplaudió fuerte.

—¡Ya va, ya va!

Se abre la puerta y un anciano se encuentra con aquel viajero ami- go. Un abrazo fraternal de por medio antes que exponer los cumpli- dos de la amistad.

—¡Tanto tiempo, cthe!! -

—¿Cómo estás vos?

—Bien, aquí haciéndome viejo. ¡Tardaste mucho!

—Tuve complicaciones en el viaje, se me quedó el auto, parado por causa de un hoyo. Se trabó la rueda nomás, ¡y no había forma, che! De sacarla de ahí.

—¡Fa!, ¿te ayudó alguien?

—Eso no lo sé, ¡¿sabes?!

—Pasá, y me contás. Ambos accedieron al recinto. Un living dis- creto típico de pueblo. Unas litografías en la pared. Una mesa en el medio y dos sillas. Un plato de sopa caliente.

—Seguro que no cenaste nada, ¿no?

—¡Nada!, y algo desopilante. Estoy con un hambre terrible.

El viejo se fue para la cocina y destapó la olla, tomó el cucharón y un plato y lo llenó de sopa caliente. Luego lo llevó al living con un vaso más. Llenó la copa con vino Viejo toro, tinto de Malbec.

—¡Salud, cthe!

—¡Salud, amigo!

¡Y brindaron por el encuentro!

—¿Y cómo anda tu vida?, la Amalia, y los hijos. La misma pregunta era lanzada de uno a otro ser.

—Amalia está en casa de la hermana, y los chicos ya están estudian- do en Córdoba Capital. Si supieras cómo crecieron. -El viejo tomó una foto de ellos que recientemente le enviarían.

—¡Qué bueno saber de ellos, me alegra! Rosaura anda por ahí como siempre bien. ¡Está de viaje, nomás!

—¡Cthe! Rodrigo, y como sacaste el auto de por ese agujero, ¿te ayudaron? Siempre pasan jinetes por esos lados.

—¡No!, no necesariamente, ¡sabés! Me quedé dormido y cuando me desperté el auto estaba en condiciones.

El viejo se toca con los dedos la sien frunciendo el ceño.

—En condiciones, ¿qué cosa, cthe? -¿Cómo así?

—Sí, me desperté al sentir el rugido del relincho de un caballo casi gris de morro negro y un jinete de harapos antiguos vestido. -¡Es gra- cioso que diga esto, che! -se ríe Rodrigo llevando el vaso de vino a la boca-,- estaba vestido como en la época de 1850, más o menos, y aparte como harapiento el hombre.

—¡Está bien! -se queda cavilando el viejo, mientras observa la nada. Como pensando sobre aquel hombre a caballo. Sobre un jinete.

—¿Sabes?, tengo un amigo que no vive en el país, ¡sino en Portu- gal! Armando, él es historiador, perdí el rastro de él hace tiempo en la etapa nefasta del gobierno. Él sí sabría qué época era. Por suerte con los años pudimos contactarnos. (al mencionarlo se pone un poco triste por los tiempos pasados).

El viejo escucha cada palabra que sale de la boca de Rodrigo.

—¡No te asustes de lo que te voy a decir Rodriguito! - le expresa el viejo con la mirada un poco desorbitada.

—¿Qué ocurre, Horacio? -se estremece Rodrigo.

—Se cuentan muchas historias, ¿sabés? ¡Viste cómo es el folclore! Y vos que sos intelectual, venís de otra cepa y lo sé; pero se cuentan muchas historias por estos pagos.

—¿Qué me quieres decir, mi amigo? -ahora ya calmado y meditan- do la frase del viejo.

—Que posiblemente viste algo que no era algo, no era, lo que era,

¿sabés? -El viejo lleva el vaso de vino a la boca, toma un sorbo y lo depo- sita en la mesa. Luego con un pañuelo se limpia la comisura de los labios.

—¿En dónde sacaste ese disparate?

—¡No!, no soy el único, varios lo han visto jineteando por las sie- rras de la frontera de las provincias. ¿Vos conoces la historia del tal Quiroga? ¿ Juan Facundo Quiroga?

—¡Sí!, perfectamente, un federal al que Sarmiento lo acusa, en su libro el Facundo.

El viejo se levanta y va al mueble en el cual abre una gaveta con un libro en cuya tapa está un facsímil de la cara de Quiroga. Un fascículo viejo de anécdotas, entre ellas paginas anaranjadas como un resumen. Lo toma. Cierra el cajón y se lo da a Rodrigo.

—¿Era parecido a este hombre? -le dice ahora Horacio.

Rodrigo lo observa fijamente; formaliza un pequeño ademán asin- tiendo positivamente.

—¡Así es!, pero es imposible, puede ser un hombre cualquiera con los mismos rasgos. Las facciones se entrelazan en apariencias.

—Yo te digo que se cuentan narraciones, ¡y yo también lo vi escon- dido por ahí cthe! Así no más. ¡Sin paisanear!

Ambos hombres se quedaron meditabundos ante el hecho, sin de- cir una palabra. La sopa estaba tibia y comenzaron a cenar. La noche estaba estrellada. Mañana será otro día.

El aire que circula, sabio en su sapiencia, ha mentado que…

… El general no está muerto, está escondido por ahí en las montañas. Cuentan las leyendas…