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Capítulo 9: Pecado Mortal

Los dedos de Joe se movieron hasta el botón de mi pantalón y lo desabrocharon con urgencia. Después, deslizó el cierre hacia abajo.

Antes de continuar desvistiéndome, besó mi abdomen descubierto. Una poderosa oleada sacudió el interior de mi vientre, tan placentera como insoportable. Sentí que mi pecho se cerraba dolorosamente. El aliento de Joe sobre la piel desnuda de mi ombligo me quemaba. Sus jadeos excitantes y su peso sobre mi cuerpo me hacían palpitar de necesidad.

Entrelacé mis dedos en su cabello, sin poder soportar el ardor dentro de mí.

—Así que… yo soy tu próxima víctima —departí en voz baja y sorprendentemente sensual.

—Sí —gruñó contra mi piel—. Contigo iré directo al infierno, nena. Eres todo un pecado mortal.

Como una manzana prohibida, pensé.

Estaba a punto de romper todas mis reglas, de cometer un grave error, pero me propuse disfrutarlo como si fuera el último de mi vida.

Igual que un depredador, el vampiro escaló sobre mi cuerpo para regresar a mis labios. Descansó una mano sobre mi muslo y separó mis piernas para acomodarse entre ellas. Presionó el bulto de su pantalón contra mi pelvis, mostrándome cuánto me deseaba.

Mientras besaba su cuello, no logré controlar la fuerza de una de mis mordidas. De pronto, su sangre empezó a brotar hacia el interior de mi boca.

Al sentir el dolor que le provocaron mis colmillos, él profirió un grito ahogado por los besos. Sus dedos apretaron mis caderas, dejando marcas en mi piel.

Yo necesitaba más.

Aún bebiendo de su sangre, empujé su cabeza hacia mi cuello, rogándole sin palabras que me mordiera sin piedad. Y eso fue lo que hizo.

Me vi obligada a enterrar mis dientes más profundamente en su piel para reprimir un grito que quería escaparse de mi garganta.

Ahora los dos nos saciábamos el uno al otro. Aquello se sentía como probar nuestros más peligrosos secretos, enterrados en lo más hondo de nuestro ser. Empezábamos a conocer cada diminuto detalle de nuestra alma, si es que teníamos alguna.

En cierto punto el sabor de la sangre se convirtió en algo tan revelador que decidimos detenernos. Los colmillos de Joe se deslizaron fuera de mi garganta, los míos hicieron lo mismo. Inmediatamente, recorrí su herida nueva con mi lengua, limpiando los últimos rastros de sangre. Él repitió mi acción.

Besamos nuestros labios ensangrentados, que aún tenían el sabor del otro.

Retrocedió bruscamente, arrodillándose en la cama para arrancarse el cinturón y desabrochar su pantalón. Cuando mis manos buscaron el borde de sus jeans, intentando bajarlos, me agarró las muñecas, apretándolas ligeramente antes de apartarlas.

—Eres impaciente —murmuró con una sonrisa triunfante.

Comenzó a halar mi pantalón fuera de mis piernas hasta que me tuvo en ropa interior. Su mano descansó sobre mi vientre bajo al tiempo que sus ojos se detenían en los míos, estudiando pacientemente mi reacción a su tacto. Como si estuviera esperando una señal para seguir.

Cuando su mano se movió más abajo, dentro de mis bragas, gemí por la sensación de sus dedos sobre mi humedad.

—Me deseas, Angelique —su risa fue profunda y suave. La risa de alguien que sabía que había ganado.

No pude responder. Yo había perdido, me había rendido.

Tan pronto como hundió un dedo en mi interior, grité. Y cuando movió su mano para estar más profundo, mis caderas se elevaron.

—Calma, con calma —gruñó en mi oído.

Entonces trató de hundir un segundo dedo. Y esta vez solté un quejido de dolor. Él detuvo sus caricias, alejando su mano.

—Entiendo —habló mientras se quitaba los jeans.

Mis temblorosos dedos le ayudaron a bajar sus bóxers a través de sus musculosas piernas. Enmudecí al admirar la belleza de su cuerpo excitado.

En poco tiempo los dos estuvimos completamente desnudos.

Ayudándose con una mano, guió su miembro hacia mí. Y frotó la punta suavemente contra mi entrada, tentándome. Torturándome.

—Joe —solté un lastimero quejido.

No podía soportarlo más, mi cuerpo estaba adolorido por no tenerlo.

—¿Qué es lo que necesitas, Angelique?

—Por favor —le supliqué.

Siguió frotándose contra mí.

—Dilo en voz alta, ¿qué quieres?

—A ti —suspiré, dándome por vencida.

Cuando empujó su miembro dentro de mí, grité con fuerza. De inmediato, su boca cubrió la mía, tratando de ahogar mi voz.

—Shh —me sostuvo entre sus brazos con firmeza—. ¿Estás bien?

—Sí —gimoteé, aferrándome a su espalda.

En ese momento me embistió una vez más, entrando más profundamente en mí, llenándome. Y comenzó a moverse, despacio pero contundentemente.

Mientras aceleraba poco a poco el ritmo, nos convertimos en una sola persona. Yo me moví con él, encontrándome con sus caderas mientras lo oía gruñir de satisfacción. Él trataba de acallar sus gemidos besando mis pechos o mi boca, sin saber que me estaba volviendo loca escucharlo.

—Ah —el dolor mezclado con la satisfacción me hizo llorar. Mordí su hombro—. No puedo… más…

—No te contengas —murmuró cerca de mi oreja, manteniendo el ritmo de sus embates.

En ese mismo instante, varias potentes olas de placer hicieron vibrar mi cuerpo, debilitándome. Mis piernas sucumbieron al temblor que surgió desde mi interior.

—¡Joe! —grité su nombre con la voz entrecortada y ronca.

Al escucharme lloriquear de éxtasis, comenzó a empujar con más furor, más profundamente, como si hubiese estado esperando por mí. Un último golpe de su cadera contra la mía lo hizo largar un sonido áspero desde su garganta.

—¡Ahgf, Angelique! —jadeó, su respiración era errática.

Agitado y sin aliento, dejó caer suavemente su cabeza sobre mis senos, sintiendo cómo mi pecho se movía pesadamente y mi corazón latía a mil por segundo. Estaba sonrojado de forma increíble.

Lo que acababa de suceder había sido absolutamente majestuoso. Había descubierto sensaciones nuevas, que jamás había experimentado. Había tenido consciencia de partes de mi cuerpo que ni siquiera imaginé que podrían sentirse.

Fui irresponsable, tonta. Me comporté de manera irracional, seduje a un hombre.

Aquello no había sido más que un desliz, un traspié. La estupidez más grande y complaciente que pude cometer. La tentación más irresistible y cercana al paraíso a la que me había enfrentado.

Agotados y aún respirando con dificultad, volvimos a besarnos, como si no hubiéramos tenido suficiente.

—¿Por qué no me dijiste que eras virgen? —lo sentí murmurar contra mi cuello. Su voz transmitía una especie de ondas vibratorias que me erizaban la piel.

Rodeé sus hombros entre mis brazos mientras trataba de averiguar en su expresión qué había significado para él lo que acababa de pasar entre los dos.

—¿Cómo lo supiste? —musité con cierto nerviosismo. Miedo, en realidad.

—Digamos que tengo experiencia —sonrió y me dio un corto beso en los labios—. Si te soy sincero, nunca sospeché que fueras virgen.

—Bueno, ya no lo soy —aunque mi voz sonaba ligeramente arrepentida, no lo estaba.

—Eso me consta —me dedicó una sonrisilla antes de acariciar mis mejillas con sus manos. Fue un gesto tan íntimo que me estremecí—. ¿Te arrepientes?

Negué con la cabeza, con timidez.

—¿Tú?

—Por Dios, ¿cómo hacerlo? —me respondió—. Me volviste loco, Angelique. Me hiciste perder la cabeza.

Apreté los labios para reprimir una sonrisa de victoria.

Enseguida, me envolví con las sábanas para salir de la cama.

¿Cómo podía avergonzarme estar desnuda frente a él después de lo que habíamos hecho?

Sentí su mirada clavada en mi espalda al tiempo que yo buscaba mi ropa en el suelo. Él descansaba con la cabeza apoyada en uno de sus brazos y su cuerpo desnudo estaba cubierto bajo una manta desde las caderas hasta las rodillas.

No pude evitar admirar sus poderosos brazos, su pecho, su abdomen, su vientre…

Tragué saliva.

Cuando se percató de que estaba observándolo atentamente, dejó entrever una perfecta sonrisa blanca, dotada de afilados colmillos.

Sonrojándome, devolví mi ropa interior a mi cuerpo. Sin embargo, mi blusa se había convertido en dos trozos de tela rasgada.

Me giré hacia Joe para reclamarle lo que había hecho.

—Ahora, ¿qué me voy a poner? No tenías que ser tan salvaje —gruñí en broma.

—Me gustaría verte con una de mis camisas —contestó de inmediato.

Envolviendo la sábana alrededor de su pelvis, se levantó y rebuscó entre sus cosas hasta hallar un sweater que le habría quedado extraordinariamente bien, pero que para mí era enorme. Arrojó la prenda en mi dirección.

Después de ponerme el sweater, noté que él no dejaba de verme. De un momento a otro, se aproximó, elevó mi mentón con dos dedos y depositó un suave beso en mi boca. Tenía una mirada pícara, los ojos entrecerrados y el rostro ligeramente ruborizado.

—Te ves muy sexy —aseguró.

Enrojecí de forma visible. Mi corazón se saltó un latido.

Me puse mis pantalones y arremangué las larguísimas mangas del sweater antes de arreglar mi cabello con las manos. Salí de la habitación de Joe en total silencio, sin decirle adiós.

Suspiré, apoyada del lado de afuera de la puerta. Entrelacé mis dedos en mi pelo, luchando con mi consciencia, la cual me atormentaba por lo que acababa de hacer. No sólo pensaba en Donovan, quien seguramente se enojaría si se enteraba de lo ocurrido, también pensaba en mi familia y en la gran decepción que sería para mis padres si hubiera hecho algo así en mi vida humana. La culpabilidad estaba volviéndome loca. No era arrepentimiento, era culpa.

Esa misma noche, me encerré en mi habitación y me acosté en la cama, incapaz de conciliar el sueño.

¿Quién podría dormir con tantas cosas en las que pensar? ¿Por qué demonios Joe no salía de mi cabeza?

Justo cuando estaba a punto de quedarme dormida, percibí por segunda vez un golpeteo en las puertas del balcón. Irritada, me levanté de la cama y abrí las cortinas. Allí estaba de nuevo Darius, con su tez pálida y su aspecto desaliñado. Lo dejé entrar.

—No es Donovan de quien debes desconfiar —casi gritó.

Me sorprendí por su actitud.

—¿Acaso me espías? —rezongué con el mismo tono que él usó—. ¿Quién se supone que eres para decirme en quién confiar y en quién no? Si quieres advertirme de algo, ¿por qué no te dejas de rodeos y me dices quién es la persona en la que no debo confiar? Y, ¿qué te importa si me hago daño o confío en gente peligrosa, Darius Ross?

—Sólo dime Darius —aclaró—. Es mi trabajo advertirte, si quieres o no tomarme en cuenta, es tu problema. Te aviso que las cosas se pondrán feas.

Lo vi regresar al balcón y marcharse, saltando desde las alturas.

¿Quién se cree este chico? Pensé antes de largar un resoplido.

****

La siguiente noche, me paseaba por la casa, caminando de un lado a otro, llena de ansiedad. Mi garganta estaba envuelta en una bufanda para ocultar la mordida reciente, mientras que Joe escondía la suya levantando el cuello de su abrigo.

Donovan, como era costumbre, había desaparecido a esa hora, Adolph había salido a algún lugar y Alan estaba absorto mirando el único televisor de la mansión.

En cambio Nina…

—¡ANGELIQUE MOORE! —vociferó desde el cuarto de lavado.

Entorné los ojos y fruncí el ceño al oír mi nombre. Rápidamente, me dirigí hacia ella.

La vi allí erguida, con los ojos verdes despidiendo fuego. Estaba enfurecida. Llevaba una peluca de color azul brillante de cabello liso, corto hasta el cuello.

—¿Qué demonios has hecho con mi ropa? —señaló, enseñándome los restos de la blusa que Joe había desgarrado.

Sintiéndome culpable, le dediqué una mirada de disculpa. Me mostró un trozo de tela antes de arrojarlo a la papelera. Luego me examinó con descaro y duda, alzando una de sus cejas, como si fuera un detective inspeccionando una escena del crimen.

—¿Te acostaste con Donovan?

Sacudí la cabeza, negando de manera insistente. No obstante, mi inquietud era evidente.

—Eso aún no pasa.

—¿Te acostaste con Joe? —contraatacó.

Me sobresalté, mis ojos se abrieron ampliamente.

—Nina, por favor. ¿Qué cosas dices?

Largué una risilla nerviosa.

Ella me miró con malicia.

—¡No lo puedo creer! —chilló—. ¡Sí lo hiciste!

Tiró de mi bufanda, desenvolviéndola y dejando mi cuello descubierto. Sus labios se separaron de asombro al ver mi nueva mordida.

Le arrebaté de las manos la prenda.

—¿Cómo sabes que no fue con Donovan? —refuté, prácticamente derrotada.

—Te pusiste nerviosa cuando mencioné a Joe —argumentó—. Lo hiciste, puedo verlo. Todas las evidencias están en tu rostro, en tu expresión —me tendió un jersey que sacó de la cesta de ropa—. Y, ¿por qué el sweater de Blade está inundado con tu olor?

Maldije las habilidades vampíricas.

¡Estúpido olfato súper desarrollado!

—No hice nada con él —repliqué, devolviendo la bufanda a mi cuello.

Ella cruzó los brazos sobre su pecho.

—Admítelo de una vez, Angelique. A menos que tengas otra explicación para eso —señaló su blusa en la papelera—. Era mi favorita.

—¡Lo siento! —alcé la voz con frustración.

De verdad me sentía mal por haber dañado algo que no me pertenecía.

La vampira sonrió.

—Puedes mentirme, pero sé lo que realmente pasó.

—No pasó nada —mentí antes de abandonar la habitación.

Mientras recorría el pasillo principal, Harvey se interpuso en mi camino y elevó las comisuras de sus labios. El gato negro apareció a su lado.

—Hola, preciosa —me dijo—. ¿Tienes ganas de jugar?

Su mirada se transformó, volviéndose hambrienta. Cuando amplió su sonrisa, pude ver un par de colmillos puntiagudos asomados detrás de sus labios.

¿Cómo no me di cuenta antes? ¿Cómo no pude notar que Harvey era un vampiro?

Era él en quien no debía confiar. Supuse que a eso se refería Darius.

—Vampiro, ¿eh? —balbuceé—. ¿Por qué diablos no me di cuenta?

—Sé ocultarlo muy bien.

En cuestión de segundos, el mayordomo se abalanzó sobre mí, empujándome violentamente contra la pared. El impacto fue tan poderoso que la estructura se agrietó tras mi espalda. Contuve el llanto y cerré los ojos, sintiendo cada parte de mi cuerpo adolorida.

De haber sido humana, habría perdido el conocimiento. Aún así, sentí que todos mis músculos se debilitaban y mis extremidades no respondían. Creí que me había fracturado algunos huesos.

Harvey me alzó en sus brazos y, aunque intenté resistirme, fui incapaz de impedírselo. Con una mano apoyada en mi cabeza adolorida, advertí que todo a mi alrededor comenzaba a nublarse. El hombre se dirigió hacia las afueras de la mansión, llegando finalmente a un sótano. El lugar estaba sumido en una oscuridad tan densa que ningún humano podría ver, no obstante, mis ojos de vampiro podían penetrarla sin dificultad.

Bajo esas espesas penumbras, pude distinguir a las tres hermanas mellizas, con sus semblantes de ángeles góticos y, más allá, a Adolph y Donovan, atados con cadenas a la pared de piedra. Era claramente un calabozo, con celdas por doquier y las superficies hechas de sólida roca.

—Traje a la novata —masculló Harvey.

¡Qué irónico! Un mayordomo vampiro trabajando para unas hechiceras cazadoras de vampiros. Sonaba tan absurdo que no pude evitar soltar una ahogada carcajada, aunque el dolor seguía ardiendo en mi cuerpo.

El hombre me arrojó al suelo de una de las celdas, tratándome como si no fuera más que un saco de basura.

—¿Qué salió mal? —le pregunté a Adolph, quien también estaba encerrado en la misma celda.

Las tres brujas que se autodenominaban "combatientes del mal" empezaron a encadenarnos a mí, al líder de mi banda y a mi novio Succubus.

—Fue mi error —se culpó Adolph.

—Siempre supimos que eran una manada de vampiros —exclamó con desdén una de las cazadoras—. ¿Acaso tenemos cara de idiotas? ¿Pensaron que íbamos a ayudarlos? Qué ilusos, han caído en nuestra trampa, banda de delincuentes.

—¿Harvey no es un delincuente también? —inquirí, con la esperanza de que descubrieran su verdadera identidad y lo asesinaran al instante.

—No, porque él es todo nuestro —respondió una de las hechiceras con una sonrisa siniestra.

—Como te dije, chiquita, no necesitaba decirles a mis jefas lo que ustedes eran, ni mucho menos lo que hacían, ellas siempre lo supieron —dijo Harvey con una voz repentinamente maligna.

Terminado su discurso, se aferró a una de las trillizas y le dio un beso posesivo en la mejilla, rozando peligrosamente sus labios.

Encadenada y sintiendo dolor, me resigné rápidamente a la desesperante situación. Estábamos perdidos.

Desde la entrada superior, divisé a tres desconocidos que llevaban a tres vampiros como rehenes: Nina, Alan y Joe. Cada uno siendo apuntado con pistolas por los humanos.

¡Quién lo diría! Tres mortales amenazaban la vida de tres vampiros.

—Llegaron las sanguijuelas de sus amiguitos —declaró con desdén una de las hermanas.

A pesar de tener el cañón de un arma pegado a su sien, Joe seguía sonriendo como si nada estuviera ocurriendo, mientras que Nina parecía confundida y Alan estaba muy serio.

Los tres vampiros fueron empujados dentro de una celda frente a la nuestra. Comenzaron encadenando a Nina, colocaron un grillete alrededor de su muñeca izquierda, sujetándola a la pared. Luego, uno de los mortales ordenó a Joe que le tendiera su mano para hacer lo mismo.

—Lástima —resopló este último con indiferencia—. Nunca hago lo que me piden.

Estupefacta, observé cómo Joe golpeaba al hombre en la cara y éste volaba prácticamente hasta el otro lado del sótano, dejando caer su revólver.

¡Por Dios!

De todas formas, aquello no era suficiente para sacarnos de ahí. Aún quedaban al combate tres hechiceras, un vampiro, dos humanos y un chico herido, todos armados y dispuestos a pelear.

En un movimiento asombroso, Alan se zafó del joven que lo estaba apresando. Mi boca se abrió al ver el impresionante salto que dio, parecía una pantera descendiendo desde un árbol. Tan pronto como aterrizó, varios metros más lejos, el suelo de piedras se fracturó bajo sus pies, provocando un estruendo al romperse en dos.

Fue un alivio saber que yo no era la única atónita; todos estaban mirando a Alan con incredulidad.

Harvey, que se encontraba a una escasa distancia de mí, me enseñó sus dientes, amenazándome. Acto seguido, me golpeó con la palma de su mano en el rostro. Sentí cómo mis colmillos crecían y cerré los ojos durante unos segundos. Cuando los abrí, me percaté de que los tres indefensos humanos estaban inconscientes en el suelo, muertos. La escena evidenciaba que Joe o Alan los habían asesinado.

¡Vaya! Eso fue rápido.

Las hechiceras lucían muy calmadas, pero cuando una de ellas soltó un conjuro en otro idioma, Joe y Alan fueron repentinamente arrojados lejos por una fuerza invisible.

—Tienen suerte de que no golpeo mujeres —murmuró Joseph en respuesta al poderoso ataque—. Espera, ¿eso es machista o feminista?

Nina, que aún tenía su mano encadenada a la pared, luchaba para liberarse.

—Alan, ¿estás bien? —gritó, aterrorizada.

—Por supuesto —le contestó su chico, poniéndose de pie.

Joe saltó sobre Harvey, empujándolo hacia el suelo.

—Deberías aprender también a no golpear a las mujeres —le gruñó al mayordomo con los dientes apretados—. ¿No te enseñó tu madre sobre la caballerosidad?

Sin previo aviso, comenzó a propinarle puñetazos una y otra vez con auténtica furia, como si no pudiera odiarlo más. Harvey demostró que no podía hacerle frente. Se revolvía en el suelo, tratando de quitárselo de encima. Después de recibir cientos de golpes, perdió el conocimiento y terminó ensangrentado.

Entretanto, Alan rodeaba a las hechiceras, merodeándolas, listo para atacar.

—¡Por Dios, Harvey! —expresó una de ellas con frustración, mientras las otras dos tenían semblantes cargados de horror y consternación.

—¡Yo sí que golpeo a hombres! —comentó otra de las tres brujas, sosteniendo una daga en cada mano antes de hacerlas volar hacia Joe y Alan.

Ambos esquivaron el ataque. Joe se abalanzó sobre una de las brujas, se posicionó sobre su cuerpo y expuso sus fatídicos y tajantes colmillos. Estaba a punto de morderle el cuello, cuando de pronto lo escuché largar un gruñido ahogado de dolor. En el momento en el que se recostó en el suelo sobre su brazo, pude apreciar una estaca de madera sobresaliendo de su pecho, en medio de sus costillas.

Oh por Dios. Pensé con desesperación. ¡¿Qué le han hecho?!

Inconscientemente, me revolví y tiré de mis brazos, olvidándome de que seguía atada a la pared. Sentía fuertes impulsos de soltarme y acabar con las brujas.

La sangre de Joe salía a borbotones, manchando su ropa y el suelo. Abrió la boca como si quisiera hablar, pero no dijo nada.

—¡Alan, haz algo! —no pude evitar gritar.

El joven se arrodilló junto a Joe antes de extraer la estaca de su pecho.

—¡Cuidado! —les avisó Adolph al darse cuenta de que una enorme piedra estaba a punto de aplastarlos.

La roca estaba siendo controlada por las hechiceras, quienes con sólo mover un dedo podían hacer levitar cualquier cosa a cualquier parte.

Mi rostro palideció al notar que ambos estaban a punto de recibir el impacto. Me quedé petrificada, sintiendo cómo mi corazón parecía detenerse.

La tensión se esfumó cuando vi que Alan reaccionaba a tiempo. Usó su brazo para desviar la roca hacia el lado opuesto de la estancia. La piedra se hizo pedazos contra una pared.

Joe luchaba por ponerse de pie, sin éxito. Gemía de dolor cada vez que intentaba sentarse, tocando su herida y volviendo a caer abatido sobre el suelo.

Las trillizas eran increíblemente fuertes y poderosas. Aún me costaba creer que esas tres mujeres tuvieran habilidades sobrenaturales.

No obstante, no eran superiores a Alan.

¿Por qué ese mocoso podía hacer cosas que otros vampiros no? ¿Por qué había desarrollado habilidades distintas a las mías? ¿Era un chupasangre o algo más?

Una sensación asfixiante me invadió mientras observaba a Joe, sintiendo una gran compasión al verlo herido de gravedad. ¿Se iba a morir? ¿Las estacas mataban vampiros?

No entendía por qué estaba tan preocupada, pero sentía que me faltaba el aire, que mi pecho se hacía cada vez más pequeño.

Sólo es Joe. Estará bien. Me repetía a mí misma para calmarme.

Las cazavampiros arremetieron nuevamente contra Alan, utilizando sus poderes para arrojar objetos que estuvieran a su alcance. El vampiro se movía ágilmente, eludiendo los ataques.

De forma veloz, logró atrapar una por una a las brujas y las encadenó a la pared con los grilletes. A pesar de estar inmovilizadas, eso no las privaba de sus poderes. Continuaron lanzando armas con la mirada en nuestra dirección. En varias ocasiones, tuve que esquivar alguna estaca voladora.

—Joe, levántate —dijo Alan con calma.

Advertí el disgusto en el rostro de Joe; no le gustaba que le dieran órdenes. Con una mano en el pecho, cubriendo su herida, se incorporó y tomó una daga que estaba en el suelo. A pesar de lo afligido que lucía, se arrastró para apuntar con el filo del arma el cuerpo inconsciente de Harvey.

—Suelten a los chicos o mi amigo va a matar a su lacayo —las amenazó Alan.

Joe presionó la cuchilla contra el pecho del mayordomo.

—Si le hacen algo a Harvey, los vamos a matar de la peor forma que puedan imaginarse —advirtió la cazadora.

—No creo que puedan hacer demasiado estando encadenadas —les recordó Joe con voz ronca.

—La llave —exigió Alan.

—En el collar —confesó una de ellas.

Efectivamente, en la gargantilla que llevaba colgada en su cuello tenía una llave plateada. Alan se la arrancó antes de proceder a liberarnos. Primero soltó a Nina y luego al resto. Mis muñecas estaban maltratadas por los tirones que había dado.

Una vez libres, intentamos huir y corrimos hacia las puertas de madera que daban al exterior de la mansión. Estábamos a punto de salir cuando éstas se cerraron de golpe con un fuerte sonido. Alan volteó a ver a las responsables: las brujas. Seguí su mirada.

—¿Ahora qué? —preguntó Adolph.

—La llave —manifestó la mujer.

Alan entregó la llave a Adolph.

—La dejaré aquí —dijo nuestro líder, colocándola en el suelo, lejos de ellas—. Si su sirviente sobrevive, tal vez las ayude a escapar. Pero si no abren las puertas, tendremos un festín con la sangre de tres simpáticas hechiceras.

La salida se abrió, dejando pasar la luz de la luna.

Sin embargo, los problemas no habían acabado. Joe estaba letalmente herido y luchaba por mantenerse en pie. Y, al darle un vistazo al exterior, hallamos a un enorme grupo de cazadores. Eran humanos, armados hasta los dientes, con antorchas en sus manos y un aspecto terrorífico.

Oh, por favor. No pienso temerle a unos cuantos mortales. Me dije a mí misma cuando recordé que yo era la amenaza, no la amenazada.

Aunque pronto me di cuenta de que no eran sólo unos pocos chicos, eran mucho más que eso. Deadly Hall era un pueblo repleto de individuos que aprendieron a cazar antes que a hablar. Nos encontrábamos rodeados de ellos, en una remota aldea de cazadores. Algo había leído al respecto en la biblioteca, sin prestarle atención en ese momento.

—Vaya, vaya, pero si es una manada de murciélagos —siseó uno de ellos.

Se trataba de un guapísimo hombre que estaba al frente de la multitud de mortales. Robusto, musculoso, con el cabello negro, los ojos verdes, una agraciada sonrisa blanca y el rostro más angelical de todos.

¿Me llamó murciélago? Puaj.

Yo caminaba delante de nuestro grupo de murciélagos. Quiero decir, vampiros.

Igual que una pequeña indefensa, me sentí acobardada por la presencia del atractivo cazador de ojos verdes. Grité asustada cuando este joven me agarró del brazo, presionando rápidamente la punta de una estaca en mi espalda.

Es muy apuesto para ser tan infame, me quejé en mi mente.

—Christian, déjala ir —intervino Joe para defenderme, dando un torpe paso al frente.

¿Se conocían?

—¿Qué? ¿Tú quién eres? —respondió el muchacho que me había atrapado, visiblemente aterrorizado.

—Christian, por favor, sabes que soy yo, tu hermano, Joseph —la voz del vampiro era tranquila, aunque dejaba entrever cierto abatimiento.

¿El atractivo humano? ¿Hermano de Joe?

Ahora entendía de dónde provenía tanta belleza. Era difícil decidir cuál de los dos era más hermoso.

Pese a que Christian lucía más joven, era más robusto que su hermano.

—¡JA! —resopló—. Mi hermano ha muerto, tú eres un maldito quiróptero fratricida.

¿Un qué?

—Hermano, te lo pido, suelta a Angelique —siguió Joe.

El resto de los cazadores aguardaban ansiosamente para asesinarnos.

—¡QUE NO ERES MI HERMANO, INFELIZ! —gritó Christian.

Me estremecí de miedo.

—No te alteres, hermanito —dijo Joe un poco más despreocupado—. No hay dos iguales a mí, sabes perfectamente que tu hermano es ahora un iracundo chupasangre, pero sigo siendo yo. El mismo que te enseñó a cazar cuando éramos adolescentes, quien jugó contigo de pequeño y te enseñó a ligar con chicas. Vamos, Christian, hazme caso, deja a Angelique.

Christian tiritaba, su pulso era impreciso. Deslizó la estaca desde mi espalda hasta mi mejilla y la apoyó en mi rostro, rasguñándome ligeramente mientras negaba con la cabeza.

—¡No, mi hermano murió! ¡Tú no eres Joe! —su voz temblaba—. ¡MI HERMANO HA MUERTO! ¡Tú no eres Joseph! ¿Me escuchaste?

Los demás que presenciábamos la escena estábamos enmudecidos, totalmente interesados en entender lo que estaba sucediendo.

Joe suspiró.

—Escúchame... —le habló a su hermano.

—Cállate, pedazo de mier... —Christian se interrumpió a sí mismo.

Sentí la punta de la madera afilada rasgándome la cara, el dolor cruzando mi mejilla.

—Christian, te ordeno que me escuches y que sueltes a la chica —el vampiro alzó la voz—. Entiende que no quiero tener que lastimarte.

Mi cuerpo también trepidaba, me sentía agobiada. Tenía tanto miedo que era incapaz de moverme y respiraba de forma interrumpida.

Tan pronto como Joe dio un paso adelante, Christian se movió hacia atrás simultáneamente.

—No te acerques.

Haciendo caso omiso a sus palabras, el vampiro se aproximó a su hermano menor.

—¡Dame la estaca! —ordenó.

El joven negó con la cabeza. Era evidente que estaba tan asustado como yo.

En un veloz movimiento, Joe le arrebató el arma. Ahora Christian tenía las manos vacías, pero en un acto de desesperación, decidió rodear mi cuello ellas, apretándome la garganta.

Chillé, ahogándome por su asfixiante agarre.

—Christian, por favor —por primera vez el tono en el que habló Joseph sonaba como la más denigrante súplica.

El mortal siguió negando. Parecía consternado o traumatizado, incapaz de creer que Joe estuviera ante sus ojos. Estaba fuera de control, posiblemente atormentado por la idea de que su propio hermano se había convertido en su enemigo natural.

Joe dio otro paso al frente, lo que provocó que el cazador cerrara aún más los dedos alrededor de mi garganta, causándome un dolor intenso y dificultándome la tarea de respirar. Cuando el aire empezó a escasear, tosí.

—¡Hermano, basta! —le rogó nuevamente Joe.

Me encontraba completamente privada de oxígeno. El humano apretaba mi cuello con tanta firmeza que anulaba cualquiera de mis intentos por respirar. Los huesos de mi garganta dolían intensamente y anhelaba desesperadamente poder inhalar algo de aire.

—La vida de tu chica vampiro acabará aquí y ahora —afirmó Christian con una sonrisa, tratando de parecer cínico.

Me revolví entre sus brazos, intentando liberar sus manos de mi cuello, pero no lo conseguía. Mi cabeza palpitaba de dolor y los segundos sin poder respirar parecían eternos. Era una experiencia horrible, enloquecedora.

Morir asfixiada era una de las peores formas de perder la vida. Necesitas aire con urgencia y no puedes hacer nada para obtenerlo, tampoco puedes desvanecerte rápidamente para escapar de esa agonía.

Solo deseaba que todo terminara pronto. Emitía sonidos ahogados, tratando de articular palabras. Sentía que estaba a punto de desmayarme y suplicaba en silencio que alguien hiciera algo para detener esa pesadilla.

Empecé a notar que los bordes de mi visión se volvían oscuros y difusos.

Joe se abalanzó sobre su pariente de forma impulsiva, como si un primitivo instinto lo hubiera poseído. En cuestión de segundos, había clavado la estaca en el pecho de su hermano.

Su mirada se volvió salvaje al ver toda esa sangre brotando sobre sus manos. Para empeorar las cosas, llevaba varios días sin alimentarse, lo que seguramente lo empujaba a necesitar beberla.

Había algo feroz e indomable en sus ojos cuando mordió la muñeca de su hermano y bebió su sangre vorazmente.

Mientras tanto, me hallaba tumbada en el suelo, luchando por tomar aliento. Ahora me encontraba rodeada por una multitud de cazadores. No había nadie que pudiera ayudarme; me cercaban el camino. Eran todos ellos contra mí.

Sin embargo, parecían ignorarme por completo, concentrados en lo que Joseph estaba haciendo. Se preparaban para acabar con su vida.