La mujer se tambaleó sobre sus zapatos de tacón antes de echarse correr con zancadas apresuradas hasta desvanecerse en la distancia.
Con un suspiro de alivio, Joe se acercó a mí mientras tiraba de su corbata, como si ansiara arrancársela.
—Déjame ayudarte —se ofreció, alzando en sus brazos al joven mortal.
Lo levantó con tanta ligereza que parecía un saco de plumas en lugar de un corpulento muchacho con kilos y kilos de músculos compactos.
El humano apenas cabía en el asiento trasero del auto. Joe lo dejó extendido allí antes de regresar al volante. Tan pronto como me senté en el asiento del copiloto, noté la tensión en su rostro. Era posible que estuviera molesto, con justa razón. Yo había arruinado la noche.
—¿Ex novia? —inquirí cuando el vehículo se puso en marcha.
Joseph sabía a la perfección que estaba refiriéndome a la vampiresa pelirroja que le había llamado por su nombre.
De reojo, observé al humano en la parte trasera del Impala, que seguía con vida.
Los dientes de Joe se apretaron al tiempo que aceleraba aún más. Su expresión transmitía un matiz de irritación que me hizo sentir inquietud. Mi piel se erizó. Sentía que en ese momento me estaba odiando. Inusualmente callado, exhaló ruidosamente.
—No exactamente —contestó con voz neutra—. Pasé un par de noches con ella, nada serio. Algo del pasado, no lo volvería a repetir.
Asentí despacio, desviando mi mirada hacia el flujo de autos en la carretera. Nos dirigíamos de regreso a casa con ese humano, cuyo maldito nombre se me había olvidado. Entretanto, luchaba con todas mis fuerzas por someter mis instintos y dejar de lado mi sed.
—No me sorprende, te has acostado con todas las mujeres de la ciudad. —Aquello eran celos retorciéndome las entrañas.
—No es así —negó, adusto—. He estado con cientos de chicas, pero decir que con todas en la ciudad sería una exageración.
Silencio.
Durante un breve período, mantuvo la boca cerrada y la vista fija en el horizonte. Hice lo mismo.
—Lo siento —me disculpé al fin—. Lamento haber arruinado la cena. De verdad lo siento, Joe.
—No te disculpes —su semblante se relajó paulatinamente—. Dije que haría cualquier cosa para complacerte. Si es necesario, me convertiré en tu esclavo, señorita Moore. No sé por qué te interesa este sujeto, pero bajaría una estrella del cielo si tú me lo pidieras.
Sonreí al tiempo que sentía que mariposas revoloteaban dentro de mi vientre, subiendo posteriormente a mi pecho.
Quién hubiera pensado que el peligroso Joseph Blade tendría un lado tierno…
—¡No me digas! —dije en tono juguetón—. ¿De verdad puedes hacer eso? ¿Y fuiste tú quien colocó la luna y las estrellas en el cielo para que pudiera mirarlas?
Él esbozó una sonrisa sagaz.
—De hecho, sí. También fui el primer vampiro en llegar a Plutón.
—¿Y adivinas qué deseo ahora?
Después de arrojarme una mirada, intentando descifrarlo, negó con la cabeza.
—Dime que no es un elefante púrpura, ni una estrella fugaz, ni un hombre lobo desnudo.
Solté una risita quedamente.
—¿Por qué no? ¿No estoy hablando con el tipo que devolvió a la vida a Walt Disney?
—Hey, no es fácil atrapar una estrella fugaz, y los hombres lobos son un asco…
—Quiero que me beses.
Con un brusco frenazo, Joe detuvo el auto; una acción peligrosa que me hizo anticipar algo intenso. De inmediato, agarró mi cara entre sus fuertes manos, se inclinó hacia mí y atrapó mi boca con la suya. El choque de sus labios fue duro, exigente, y provocó que un abrasador calor se deslizara por debajo de mi piel, consumiéndome.
En ese mismo instante deseé arrancarme la ropa. Todo mi organismo ardía en llamas mientras su lengua se movía dentro de mi boca y sus manos daban un paseo a través de los senderos de mis caderas.
Mis colmillos estaban dolorosamente necesitados por el olor de la sangre. Pero no era la sangre de Joe la que alteraba mis sentidos, sino la del humano, desencadenando en mí un agudo arranque de sed, el cual me obligó a detener el beso.
El recorrido a casa fue corto, placentero y silencioso. Ambos habíamos estado recuperando nuestro estado natural después de ese candente beso.
Cada roce de sus manos lograba encender una llama dentro de mí. Lo amaba de una manera que nunca antes creí que fuera posible. Estaba convencida de que jamás podría olvidarme de él, de que no sería capaz de vivir sin él. Podía pasar la eternidad admirándolo. Mi deseo más profundo era ser inmortal a su lado, tenerlo para siempre. Era mi única adicción. Mis sueños y anhelos estaban completamente ligados a él. A su lado, no necesitaba nada más.
Su tacto en mi piel me hacía sentir completa, segura. La idea de perderlo me aterrorizaba. Sin embargo, reconocía la naturaleza egoísta de mi deseo: En lo más profundo de mi ser quería atarlo a mi existencia para siempre, encerrarlo en una jaula, encadenarlo o esposarlo a mí para asegurarme de que permaneciera conmigo cada minuto hasta el final de los tiempos.
Porque mi único temor era perderlo, que se apartara de mí, que me abandonara. Lo necesitaba de una manera dolorosa y humillante.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al recordar la sensación de estar atada al pecho de Joe cuando los cazadores de vampiros nos capturaron. Así era como deseaba tenerlo por el resto de mis días: sobre mi pecho, a medio vestir, unido por completo a cada centímetro de mi piel.
Mi fuerte vampiro arrastró al interior de nuestra guarida moderna al humano ensangrentado. Lo dejó en el sofá, se arrojó en un sillón y comenzó a quitarse los zapatos.
—Y… ¿quién es este individuo? —me interrogó mientras deshacía el nudo de su corbata.
Contemplé al mortal.
¿Que quién es? Resonó un bufido en mi cabeza.
¡Ah! Es el chico que me salvó la vida cuando tuve una pequeña contienda con Donovan, nada importante.
Claro, como si pudiera confesarle aquello…
Ésa era una respuesta que no le agradaría.
Evitando contestar, me dirigí hacia el cuarto de baño más cercano. Tomé una caja de algodón, pañuelos y un antiséptico para curar las heridas del muchacho. Regresé al salón principal, donde Joe me esperaba al tiempo que arrojaba sus prendas por toda la casa. Su calzado italiano descansaba en la alfombra, el abrigo colgaba del apoyabrazos del sofá y la corbata adornaba el perchero. En ese instante, empezó a desabrochar los botones de su camisa. Mi nerviosismo aumentaba a cada segundo. Desvié la mirada para no tener que babear sobre el humano mientras desinfectaba la mordedura en su cuello.
Deslicé un pañuelo húmedo a través de la garganta del mortal para limpiar su sangre antes de comenzar.
Joe se aclaró la garganta, como para recordarme que seguía ahí.
—Es un chico que salvó mi vida. Le debía esto —admití luego de unos minutos. Toqué las manos frías del humano, que estaba inmóvil, pálido y sin señales de vida—. ¡Nada de signos vitales! ¿Está vivo?
—Eso es lo que sucede cuando dejas a tus víctimas con vida después de haberlas mordido. No está muerto, está parcialmente anestesiado, o algo parecido —me aclaró, deshaciéndose de su camisa blanca—. ¿Cómo ha salvado tu vida? ¿Cuándo lo hizo?
¡Diablos! Joe podía pasar de un tema a otro sin dejar entre renglones ningún detalle.
Para mi completo alivio, Adolph emergió desde la entrada del patio de la piscina, llevando lentes oscuros, jeans y un suéter a rayas.
—No los esperaba tan pronto —intervino antes de posar su mirada en Joe, luego en mí, hasta finalmente detenerse en el humano—. No me dijeron que traerían invitados… —se interrumpió para hacer una mueca de desagrado—, muertos.
—No está muerto —objeté.
Después de haber vendado el cuello del muchacho, me puse de pie y me volví hacia Joseph.
Inmediatamente, me paralicé.
¡Por Dios!
No llevaba camisa, sus pantalones ajustados delineaban perfectamente sus esculpidas piernas y colgaban de la zona baja de sus caderas, dejando a la vista las profundidades a cada lado, justo donde los músculos empezaban a formarse en su abdomen desnudo.
¡Joder! Era como una escultura personificada, con músculos de piedra sólida y cada zona de su cuerpo cincelada impecablemente por algún hábil artista de gusto exquisito.
—Angelique, ¿en qué problemas nos has metido esta vez? —me sacó Adolph de mi estupor.
—Fue mi culpa —comentó Joe rápidamente—. He sido yo quien lo trajo aquí.
¿Por qué tenía esa tendencia a asumir la culpa por todo? Aquello me irritó ligeramente.
—Eso no es cierto, yo lo obligué —repliqué, inusualmente preocupada por el muchacho inconsciente.
Joe bufó de forma irónica.
—¿De verdad crees eso?
Adolph lo miró ceñudo.
—No sé quién es el responsable, y honestamente no me importa —gruñó con un atisbo de cansancio—, pero deberían sacar a este mortal de aquí lo más pronto posible. Voy por un café.
Me incliné para examinar de cerca al rubio grandulón mientras oía los pasos de Adolph al retirarse hacia la cocina. El vendaje en su garganta estaba manchado de rojo. Al inhalar su aroma, todos mis sentidos se alertaron, agudizándose. Mi corazón palpitó pausada y dolorosamente en mi pecho. Mi visión se nubló, pero sólo podía enfocar una cosa: su sangre. Todo lo que podía ver, oler o degustar era sangre. La sentía corriendo por sus venas al tiempo que sus débiles latidos hacían eco en su pecho.
Instintivamente, desnudé mis colmillos adoloridos. Y, sin poder evitarlo, acerqué mi nariz a su cuello. Su sangre era lo único que ocupaba mi mente y mis pensamientos. Separé los labios ampliamente mientras olisqueaba su suculenta piel… Mis dientes rozaron su yugular.
—Supongo que no querrás morderlo, ¿o sí? —me detuvo la voz de Joe.
Me alejé del humano velozmente, respirando de manera agitada al tiempo que intentaba apaciguar mis instintos primitivos y mis sedientos sentidos.
—No me dejes morderlo —jadeé—. Si notas que quiero hacerlo, detenme.
Joe se reclinó en una pared sobre su hombro mientras me analizaba con la mirada.
—¿Cómo quieres que lo haga? ¿Te sujeto fuerte? —preguntó con seriedad.
—Exacto.
—¿Te encierro en una habitación?
—Ajá.
—¿Te empujo contra un muro y te arranco la ropa?
—Sí —respondí de manera inconsciente. Tan pronto como advertí la sonrisa maliciosa en su rostro, caí en mi error—. No, eso no. De ninguna manera.
La risa coqueta que Joe trataba de reprimir se mezclaba con el crujido del viento que entraba por la puerta de cristal abierta, la cual comunicaba con la piscina. Su sensual silueta se difuminaba entre las sombras.
Suspiré.
—Solamente quiero que despierte y sepa que le he devuelto el favor —dije.
Cuando di un paso más hacia el sofá, el humano resolló con desesperación, en busca de aire. A continuación, comenzó a toser y abrió los ojos. Despacio, se incorporó delante de mí. Sus ojos negros como el carbón se clavaron en mí con sorpresa.
A sus espaldas, Joseph lo contemplaba con indiferencia.
—¿Angie? ¡Vaya! Sigues entre los vivos, preciosa —esas fueron sus primeras palabras luego de quitarse los anteojos rotos del rostro—. Tienes que escuchar esto…
—¡No me llames Angie! ¡Nadie me llama así! —intervine con rigor—. Te dije que soy Angelique.
Él esbozó una sonrisa socarrona.
—Angelique, por supuesto, lo tengo claro —se corrigió—. Creí que para este momento estarías muerta.
De manera absolutamente inesperada, el muchacho puso sus manos sobre mis mejillas, me atrajo rápidamente hacia su rostro y depositó un beso fugaz en mis labios, con su boca cerrada.
Lo siguiente que supe fue que se encontraba tendido en la alfombra con un moretón en el ojo. Y Joseph de pie entre ambos, con las manos hechas puños a cada lado de su cuerpo.
—¡Mierda! ¡Lo golpeaste! —exclamé con preocupación—. ¡Lo dejarás de nuevo inconsciente!
—Será mucho peor que eso si vuelve a tocarte —rezongó Joe.
Para mi sorpresa, el humano se levantó tambaleándose, visiblemente aturdido, con una mano en la cabeza.
—Un novio vampiro, debí imaginarlo —balbuceó—. Ninguna chica tan sensual está soltera.
Observé cómo Joe apretaba la mandíbula y los músculos de sus brazos se tensaban. Una vena sobresaliente palpitaba bajo su piel.
—¿Llamas a mi novia "sensual" en mi cara? —preguntó incrédulo.
El mortal largó una risita relajada.
—No pienses que quiero robarte a tu chica, amigo. Soy bastante espontáneo. Si me encuentro de buen humor, acostumbro a besar a cualquiera que esté cerca.
—Bien, ahora que estás a salvo, deberías retirarte antes de que te corte la yugular —lo amenazó Joe en un tono casi divertido—. Sería más apropiado que alejaras tus labios de este lugar. Y, no soy tu amigo, niño.
—Mira, Henrie, sólo quería que supieras que mi novio y yo hemos salvado tu vida —le detallé—. Esos vampiros iban a matarte. Por suerte, estábamos en el lugar correcto.
—¿Quién mierda es Henrie? —inquirió el joven—. Soy Jerry, nena. Este juego de nombres está empezando a gustarme. Por otro lado, no deberías preocuparte tanto por mi integridad física, sino más bien por la tuya. Los escuché hablando sobre ti; quieren matarte, a ti y a tus amigos.
—¿De qué estás hablando? —dijo Joe—. ¿Por qué querrían matarnos? No habíamos hecho nada en su contra hasta hoy.
—Sabía que esto significaba problemas —la voz de Adolph resonó en mis oídos cuando apareció en la habitación con una taza de café—. Empieza a hablar, niñito. ¿Qué novedades tienes?
—Angelique —Jerry fijó sus ojos en mí—. El chico con el que peleabas la otra noche forma parte de ellos. Buscan venganza porque has asesinado a la mujer que adoraban, has matado a la reina que les otorgaba poder.
Joe y Adolph intercambiaron una mirada, un poco sobresaltados.
—Hay una parte de la que me he perdido —aseguró el primero, con los dientes apretados—. ¿Quién es el chico con el que peleabas la otra noche, Angelique? ¿Y por qué demonios no estoy enterado?
—Sólo forcejeé un poco con Donovan la noche que creí que habías muerto —confesé—. Jerry fue quien me ayudó a quitármelo de encima.
Aquella noche, Donovan había llamado a Deborah su dueña. Lo cual me llevó a recordar que Alan mencionó que el Succubus se reunía con los vampiros equivocados, que le entregaban poder a cambio de cumplir sus deseos. Adicionalmente, Jonathan había comentado que Deborah era la reina de los Succubus.
Y ahora este desconocido afirmaba que esos vampiros, junto con Donovan, buscaban vengar la muerte de su reina, Deborah. Todo cobraba sentido cuando se unían los cabos.
—¡Genial! —gruñó Joe sarcásticamente—. Tu novio y sus amiguitos quieren venganza.
—Wow, espera —intervino Jerry—. Sé que estás bastante sexy, pero ¿dos novios? Si no te importa, me gustaría ser el tercero.
Sin siquiera ruborizarme, observé a Jerry con aburrimiento.
—En primer lugar, Donovan es mi ex novio. Segundo, no creo que una relación inter-especie sea buena idea. Y, tercero, Joe te daría una paliza si lo intentaras —departí pensativa—. Entonces… Donovan trabajaba para Deborah, la ex novia de Joe —tosí de manera intencional después de remarcar la última frase—. Es por eso que es un Succubus, ¿cierto? Ella le entregaba poder a cambio de sus servicios. Él también estaba bajo su influencia, también se vendió a esa mujer, ¿no es así?
Si ése era el caso, todo tenía mucho más sentido: su inesperada maldad y el hecho de que constantemente quería separarme de Joseph.
—Ese maldito bastardo de Donovan puede besarme el… —Joe fue interrumpido por Adolph, quien se aclaró la garganta audiblemente antes de que su amigo pudiera continuar. Joseph se rió ante el evidente intento de silenciarlo—. Angelique, deberías sacar a tu amiguito de aquí. Estoy empezando a sentirme sediento, y no es que tenga muchas ganas de dejarlo con vida.
Exhalé aire despacio.
—Jerry, tienes que irte.
—La cosa es que… —continuó el humano. Su cabello dorado caía sobre su frente mientras explicaba—, no tengo a dónde ir esta noche. Solía ser el sirviente de ese grupo de vampiros que intentó asesinarme. Vivía con ellos, no podría volver allí.
—De ninguna manera dejaré que pases la noche aquí —se opuso Adolph—. Realmente no me interesa si mueres al salir por esa puerta. Seguramente tienes algún familiar humano al cual acudir.
Jerry sonrió.
—No tengo nada parecido. Nunca tuve padres, ni hermanos, ni tíos, ni abuelos… Vivo para los vampiros.
La expresión en el rostro de Adolph era rígida y rigurosa. Estudió al mortal detalladamente con sus impasibles ojos verdes.
Joe, con su apariencia imperturbable y los ojos entrecerrados, se acercó a mí. Su mano se apoyó en mi cintura antes de empujar mi cuerpo hacia su pecho caliente, musculoso y desnudo. El aire se escapó de mis pulmones súbitamente. Casi temblé al tiempo que una sensación caliente ascendía por mi vientre, apretándolo.
—Quédate en una de las habitaciones vacías y sal de aquí mañana a primera hora —ordenó Adolph al humano.
Jerry asintió con cierta emoción, enganchó su mochila a su hombro y siguió a nuestro líder a través del pasillo.
Una vez que desaparecieron, Joe largó un resoplido burlón, haciendo notar que no le agradaba la idea de que el mortal pasara la noche en casa. Sus brazos seguían rodeándome cuando sus hábiles e inquisitivas mano descendieron desde mis caderas hasta mi trasero.
Algo en mi abdomen bajo se agitó, igual que una lata de soda a punto de estallar. El tacto de su pecho desnudo sobre el mío casi me provocaba espasmos. Sus ardientes labios estaban tan cerca de los míos que me quemaban sin siquiera rozarme. Deseaba mordisquearlos y saborearlos con mi lengua.
—Oye, grandullón. ¿A dónde llevas tus manos? —protesté.
De manera tierna, aparté sus palmas de ese íntimo lugar en el que descansaban. Aunque tenía permitidas esas libertades, algunas veces me agradaba provocarlo.
Sonrió al posar las manos en mi espalda, apretándome con mucha fuerza entre sus brazos y su torso bronceado.
—Necesito hablar contigo. —Su voz era seria, pero una sonrisa curvaba sus labios perfectos.
—¿Sucede algo?
—Nada malo.
Inclinándose, me alzó entre sus brazos con excesiva facilidad. Y, sin soltarme, me condujo al jardín trasero. Una vez allí, se sentó en una silla junto a la piscina, acomodándome en su regazo de frente a él. Sus manos fuertes sujetaron mi rostro mientras me miraba a los ojos. Durante varios placenteros segundos mi corazón latió con tanta intensidad que me dolía el pecho.
—¿Qué pasa? —pregunté en voz baja, acariciando sus sonrojadas mejillas al mismo tiempo.
Bajo la luz de luna, era más hermoso que cualquier hombre en la tierra. Su mirada transmitía una añoranza única. Él me amaba, y mi pecho se contraía al saberlo. Sin dejar de sostenerme con delicadeza, continuó contemplándome.
—Quiero cuidarte, Angelique —la manera tan íntima en la que pronunció mi nombre enviaba escalofríos y calor a mi organismo en partes iguales—. Nunca he sentido algo así por nadie. No he amado a ninguna mujer antes, lo juro. Te amo, no puedes imaginar cuánto.
Me apreté contra su pecho, hundiendo mi rostro en el hueco de su clavícula. Inhalé su aroma, deseando recordarlo por siempre. El nudo que había en mi garganta me impidió hablar.
También lo amaba.
La punta de su nariz acarició mi cuello lentamente mientras me volvía pequeña en sus brazos. Cerré los ojos, disfrutando del contacto con su piel.
—Linda, mírame —susurró. Me alejé para encontrarme con su mirada gris, la cual reflejaba las luces nocturnas—. Eres lo único que tengo, no dejaré que nada te haga daño jamás. Quiero saber si me amas.
—¡Dios! Sí, Joe. ¿Cómo puedes siquiera dudar? Te amo —respondí contra sus labios.
Esbozó una sonrisa sesgada.
—Me encanta oírte decir que me amas, es algo de lo que nunca podré cansarme —declaró—. Eres hermosa, increíblemente hermosa.
Me estremecí cuando besó mi garganta, mordisqueándome suavemente. Mi piel se ruborizaba en cada lugar que sus labios o sus manos tocaban. Seguidamente, tomó mi boca con ferocidad, saboreándome con su lengua mientras sujetaba mi cuello para profundizar el beso.
Abandoné su boca para morder y lamer sus hombros y pecho. Lo escuché gemir. Conmigo enredada en sus caderas, se levantó. Y me apresó contra la barra del bar. Siguió besándome de manera vertiginosa, vehemente y voraz, saboreando todo mi cuerpo con impaciencia, abastenciéndome de excitantes mordidas.
Clavé mis dedos en su espalda, hundiendo mis uñas en sus omoplatos. Gemí exasperada tan pronto como sus besos bajaron a mis pechos. Sus labios apretaban mis pezones a través de la tela del vestido. Me encontraba en un estado febril completamente desfavorable para mi salud. Estaba siendo dominada por mis fogosas hormonas.
Cuando su cuerpo empujó el mío hacia la barra de madera, oí algunas copas quebrarse contra el suelo al caer. Seguí besando apasionadamente cada parte de su torso a la que mis labios podían acceder.
Con arrebato, sus dedos buscaron el cierre de mi vestido en mi espalda. Tan pronto como lo halló, comenzó a deslizarlo hacia abajo.
—Joe —jadeé entre besos—. Joe, ¿vas… a… desvestirme… aquí?
En ese instante, se detuvo. Y sus manos volvieron a subir el cierre. Por último, recorrió el contorno de mis labios con su lengua. Temblores de placer ascendieron por mi columna. Sobre mi piel sentía hormigueos, palpitaciones y ardor.
Intentando mitigar el ritmo de su respiración, me examinó de arriba abajo.
—Estoy realmente sediento —el sonido de su voz se quedó a la mitad de un gemido y un gruñido—. Sediento de ti, de tu cuerpo y de tu sangre. Siento que ha pasado una eternidad desde la última vez que te saboreé por completo.
Después de todo lo que habíamos vivido, no nos había quedado tiempo para complacernos el uno al otro. Yo también estaba en su misma situación: urgentemente famélica. Deseaba hincar los dientes en su precioso cuello musculoso y beber hasta no poder más. Necesitaba sentirlo encima de mí con su cuerpo desnudo y llenarme del sonido y del sabor del placer que me brindaba su íntimo contacto.
—Por una vez desearía ser yo la que tenga el control —las palabras brotaron de mi boca casi de forma involuntaria.
—¿Qué quieres decir?
Acaricié su pecho despacio, admirando su atractivo.
—Siempre eres tú el que me lleva al cielo y me trae de vuelta. Por una vez quisiera ser la que te seduzca tanto como para que te quedes inmóvil y caliente como el mismísimo infierno —le expliqué con una maliciosa sonrisa.
—No tienes que esforzarte para hacer eso. Sucede cada vez que te acercas a mí, o cuando dices mi nombre, o cuando me miras, o incluso con sólo pensarte —me dijo, devolviéndome la sonrisa al tiempo que recorría mi mandíbula con pequeñas mordidas—. ¿Sabes una cosa? Está empezando a hacer calor, deberíamos darnos un chapuzón.
Señaló con su barbilla la piscina, cuya agua en movimiento reflejaba la tenue luz de la luna.
—¡Oh, no! ¡Ni lo pienses!
—¿Por qué no?
Me alzó a la fuerza antes de arrojarse al agua conmigo en brazos. Grité.
Había una amplia profundidad desde el suelo de la piscina hasta la superficie. Una vez que logré nadar al exterior, inhalé una amplia bocanada de aire y moví las piernas para mantenerme a flote.
Joseph me sonrió desde el otro extremo de la piscina mientras se abría paso hacia mí cruzando el agua. Su cabello mojado desprendía cristalinas gotas que rodaban por su rostro hasta su pecho desnudo. Sus labios lucían más enrojecidos de lo normal, al igual que sus mejillas y la punta de su nariz. Sus pantalones se adherían a sus esculturales piernas de acero.
Por mi parte, respiraba con dificultad. No sabía si era debido al esfuerzo que estaba haciendo para nadar o si la visión de Joe empapado me había hecho perder el aliento. Aspiré aire por la boca repetidamente, con urgencia, intentando aplacar el pesado movimiento de mi pecho en ascenso y descenso.
—Porque eso sólo te hace más caliente —contesté a la pregunta que me había hecho anteriormente mientras me aferraba a su cuerpo. Rodeé sus caderas con mis piernas y su nuca con mis brazos.
Besé sus labios mojados, que ahora tenían un ligero sabor a cloro, pero que no dejaban de ser suaves y jugosos.
—Has estropeado mi vestido, Joseph Adam Blade.
Sentí una especie de sobresalto al escuchar su segundo nombre salir de mis labios.
Nunca antes lo había llamado así en voz alta.
Después de las confesiones de Jonathan Ravenwood sobre nuestras vidas pasadas, no podía dejar de pensar en eso como algo verdaderamente extraño.
—Te equivocas —replicó Joe despreocupado—, ahora está mucho mejor.
Cada vez que su picante mirada recorría mi cuerpo, como en ese momento, sentía que me encontraba desnuda delante de él. Me volvía torpe e irracional.
El ardor que estaba provocándome hacía que fuera fácil ignorar el frío que hacía en los alrededores.
Mi vestido rojo, que parecía pesar una tonelada, se adhirió a mi piel, volviéndose más transparente con el agua y dificultándome nadar con desenvoltura.
Aquella prenda evocó un recuerdo en mí. Y trajo a mi mente una pregunta que me aterraba decir en voz alta, puesto que no estaba segura de querer escuchar su respuesta.
—Bebé, quiero hacerte una pregunta —Joe sonrió al escuchar la palabra "Bebé" dicha por mí. Él asintió, invitándome a continuar—. Deborah dijo…
—Hmm, nada que empiece con las palabras "Deborah dijo" puede ser bueno —se apresuró a intervenir.
—Escucha —insistí—, Deborah dijo que te gustaba el color rojo porque ella lo usaba. ¿Es eso cierto?
La mueca entre disgusto y asombro en su rostro me dejó más tranquila.
—Amo cuando te pones rojo —admitió—. No es por ella, es por el color. Siento atracción hacia él. ¿No has escuchado que es el color de la pasión, del amor, de la sangre y… las manzanas? Jugosas manzanas rojas.
Parecía lógico. Después de todo, él era mi eterno amante, Adán, desde el principio de los tiempos.
—Ahora yo quiero hacerte una pregunta, señorita Moore. —Me besó repetidamente antes de retomar la conversación. Por alguna razón, el sabor a cloro en sus labios empezaba a gustarme cada vez más—. Creo que… —movió los mechones de cabello castaño claro que caían sobre mi frente—, estoy listo para pasar el resto de mi vida a tu lado. Hablo de toda la eternidad.
Toda la eternidad incluso parecía insuficiente. El tiempo nunca alcanzaría para saciar mi sed de él.
De repente, me encontré tiritando de frío en sus brazos. Ni siquiera había notado en qué momento mis dientes empezaron a castañear.
—Voy a hablar rápido antes de que te congeles, nena —dijo, decidido—. El asunto es que siento la necesidad de que seas mía, únicamente mía, oficialmente mía, para siempre. Y no estoy hablando de celos, estoy queriendo decirte que te necesito, te amo, que no quiero tenerte lejos de mí, que quiero compartir mi vida contigo hasta mi último día —la mención de su "último día" me causó un miedo profundo de alguna vez perderlo—. Quiero que me pertenezcas y a nadie más. La razón por la que quería que cenaras esta noche conmigo es porque… yo… quería darte esto.
Lo vi rebuscar en sus bolsillos con manos inquietas, parecía nervioso. Luego, extrajo algo del bolsillo trasero y lo sostuvo entre sus dedos. Era un pequeño estuche de terciopelo rojo empapado. Lo abrió para que pudiera ver su contenido.
Tragué saliva mientras lo veía sujetar algo brillante. Un anillo plateado con diminutos diamantes centelleando como un microscópico mar de estrellas. Era hermoso.
—Quiero que te cases conmigo, Angelique Eve Moore.