—No lo es —dije con la rapidez de un reflejo. Luego hice una pausa para reflexionar antes de continuar—. Jerry es muy masculino —vacilé—. Bueno, tal vez no tanto. Puede que sea extrovertido, pero es bastante masculino a su manera. No es gay. Sabe perfectamente cómo seducir a una mujer, hasta me ha dicho que soy hermosa.
Joe cruzó los brazos sobre su pecho al tiempo que arqueaba las cejas y torcía su provocativa boca.
—Sí, seguramente lo ha hecho —confirmó—. Te ha dicho que eres hermosa de la misma manera que lo ha hecho Nina.
Me giré para ver a Jerry, que se encontraba a unos metros de distancia con la mirada fija en el suelo. Se balanceaba ociosamente, pasando su peso de un pie al otro.
—Pero me besó, estuviste ahí —repliqué.
—Créeme, si yo hubiera estado más cerca, podría haberme besado a mí —refutó. Después de examinarme con la mirada durante un silencioso instante, añadió—: Te gusta. Ésa es la razón por la que no lo aceptas, ¿verdad?
—¡Qué tonterías dices! —exclamé, abriendo ampliamente los ojos—. Es encantador, no voy a negarlo, pero no me gusta de esa manera. De todas formas, ¿por qué demonios estamos discutiendo sobre la orientación sexual de Jerry?
Joe se mofó.
—Porque siempre discutimos —repuso, pasando sus manos por su cabello—. Esto no está funcionando.
—¿Qué cosa?
—Tú y yo —declaró. Un escalofrío recorrió mi espalda—. No podemos estar juntos. Lo único que hacemos es discutir y pelear. Reconozco que gran parte de la culpa es mía, pero… ¡Maldita sea! ¡No puedo soportarlo más!
Me quedé inmóvil, sin palabras. Sentía que algo se estaba fracturando en mi pecho.
—¿Qué significa eso? —musité, mi voz brotó laboriosamente desde mi garganta.
Me agarró del brazo, apartándome un poco más de Jerry para que no pudiera oír si empezábamos a gritarnos.
—¡Que estoy harto! —soltó un gruñido de furia—. Sé que los últimos días he estado perdiéndome, tampoco hemos pasado demasiado tiempo juntos, y cuando intentamos estar cerca, sólo conseguimos pelear. Esto me está destruyendo, me estoy destruyendo. Creo que deberíamos poner fin a lo nuestro de una vez por todas.
¿Así de fácil? Pensé.
Su pasajero amor se había desteñido, mientras el mío, tristemente, permanecía ahí. Mi corazón acababa de quebrarse en mil pedazos. Un nudo comprimió mi garganta. Intenté asimilar sus palabras mientras me llenaba de antipatía y cólera.
—¿Qué propones? —aunque traté de sonar indiferente, la frialdad con la que hablé delataba mi herida—. Vivimos juntos, ¿quieres que sigamos siendo amigos? ¿Que nos demos un tiempo? ¿Esas serán tus evasivas? He repetido ese mismo cuentecillo cientos de veces antes. Dime la verdad, ¿hay alguien más? ¿Algo que me ocultes? Si vas a terminar conmigo, quiero escuchar las verdaderas razones.
Se aclaró la garganta, fijando su mirada en la mía. Luché por ocultar el desconsuelo que sentía, de forma que no se evidenciara en mis ojos.
—No hay nada que explicar, está claro que nuestra relación no funcionó —argumentó—. Podríamos tratar de ser amigos…
Apreté la mandíbula.
—Eso no resultará —interrumpí, mi voz elevándose casi a un chillido—. Joe, nunca hemos sido amigos. Desde que nos conocimos, jamás hemos tenido una relación siquiera parecida a una amistad. Y después de esto, mucho menos. ¿Sabes? A veces siento que me odias. ¿Qué pasó con eso de que me amabas y que querías compartir tu vida conmigo? ¿También era otra de tus bromas? ¡Qué bien que te salió!
Enfurecido, se frotó la frente con una mano.
—¡Yo también a veces siento que te odio! —dijo a gritos. Una punzada de congoja apretó mi pecho al oírlo—. Debes madurar, Angelique. A las personas se les agota el afecto, ¡quizás ya no te amo! Nunca podremos estar juntos; ambos somos extremadamente celosos y posesivos. Creo que de eso no se trata el amor. Y, por favor, no quiero que empieces a lloriquear.
Mis ojos se habían empañado, estaba conteniendo la respiración.
—Qué bueno que el odio es mutuo —logré decir sin derramar lágrimas antes de empujar su pecho con fuerza. Tenía la necesidad de golpearlo, de gritarle. Ni siquiera se tambaleó con mi embestida, pero rápidamente agarró mi muñeca para evitar que lo atacara nuevamente. Su tacto sobre mi piel me provocaba un calor abrumador—. ¿Por qué no te alejas y me dejas en paz?
Liberé mi muñeca de su sujeción. Mis labios estaban apretados y mis ojos comprimidos por la furia. En cambio, Joseph Blade, con su cuerpo perfecto y su semblante de estrella de cine, lucía hermosamente enfadado, todo su rostro encendido en un tono escarlata de ensañamiento y exasperación.
¿Por qué diablos tenía que parecerme tan atractivo incluso cuando deseaba abofetearlo?
—¡Eso intento! —clamó—. ¿Acaso no lo ves? Quiero alejarme de ti. Tengo toda esta ira en mi interior que no puedo controlar. Yo no te convengo, ¡no te merezco!
Mientras elevaba la voz, avanzaba hacia mí, peligrosamente cerca. Sentí su aliento frío chocar contra mi rostro al tiempo que contemplaba sus labios llenos y esos ojos repletos de emociones reprimidas.
Resoplé.
—¡¿Y tú no ves que lo único que deseo es tenerte a ti?! —alegué. Mi voz era una mezcla de gritos y sonidos agudos que indicaban que estaba a punto de llorar. Casi no podía ver debido a lo empañados que estaban mis ojos—. Pero ¿sabes qué? ¡Vete a la mierda! —Volví a empujarlo, esta vez más fuerte—. Ya no debo enredarme con tipos como tú. Eres un… un… narcisista psicópata. Eso eres.
Cuando intenté empujarlo nuevamente, me apretó los hombros. Sus ojos eran un mar de pura ira y aflicción.
—¿Y tú no entiendes que puedes tener a cualquier hombre del planeta? Debes buscar a otro y olvidarme, porque no mereces andar con un narcisista psicópata como yo —prosiguió—. En serio, eres hermosa. Cualquiera estaría encantado de tenerte. ¡Yo sólo soy un miserable infeliz que no sabe hacer otra cosa aparte de dañar a la gente!
—¡No quiero a ningún otro hombre!
El toque de sus dedos sobre mis hombros me hacía temblar. Comencé a golpear su pecho para que me soltara, hasta que finalmente lo hizo.
—¡Caprichosa! —me insultó con suficiencia.
—¡Engreído! —dije entre dientes, con la respiración agitada.
La distancia entre ambos era tan escasa que me sentía cerca de desmayarme.
Con toda la pelea, apenas noté que había dejado de nevar, y el suelo estaba convirtiéndose en una capa de hielo resbaladizo.
Busqué con la mirada a Jerry.
No estaba. O nos habíamos alejado demasiado, o se había marchado para dejarnos solos.
Me separé de Joe para tratar de hallar a mi amigo humano, que había desaparecido.
—Angelique, espera. Todavía no hemos terminado de hablar.
Sujetó mi brazo, impidiendo mi avance.
—Estoy harta de tus juegos, no quiero escucharte más —le espeté con firmeza—. Si quieres terminar conmigo, está bien. Se acabó.
Me giré para retirarme. Una vez que comencé a avanzar sobre el hielo, mis zapatos empezaron a deslizarse por la superficie resbaladiza. Mis rodillas se flexionaron, anticipando la caída, y solté un pequeño grito. Igual que uno de esos jóvenes que están ahí para atraparte si te caes en una pista pública de patinaje sobre hielo, Joe se deslizó y me sujetó de las caderas precipitadamente. No tuve tiempo de reaccionar, de repente ambos estábamos cayendo. Él rodó para recibir el impacto sobre su espalda, sin soltar mis caderas. Los dos nos convertimos en un único ser combinado, aventurándonos hacia el suelo gélido.
Él gimió un poco cuando caímos, debido al golpe. Yo aterricé sobre su firme torso. Ambos jadeamos mientras sus manos aún presionaban mi espalda baja. Podía sentir sus músculos endurecidos debajo de mí.
Su rostro estaba tan cerca que nuestras narices se rozaban. Sus ojos eran como gemas entre ceniza: grises, con resplandores violáceos y añiles.
Estar tumbados en esa posición, cara a cara, me recordó a la vez que los cazadores nos capturaron y nos ataron el uno al otro. En ese entonces, era menos experimentada, y el atractivo sexual de Joseph me había cautivado.
Atrapada entre sus brazos, traté de escapar de su mirada hipnótica. Apoyé las rodillas en el suelo, a cada lado de su cuerpo, en un intento por levantarme. Sin embargo, sus manos seguían presionándome contra su torso, privándome de la libertad de moverme.
Nuestros labios se rozaron accidentalmente por la cercanía de nuestros rostros. Aquel leve contacto me hizo estremecer.
—¡Suéltame! —le exigí con vehemencia.
Obedientemente, retiró sus manos de mis caderas, pero cuando me moví para ponerme de pie, me sujetó con firmeza por la parte trasera de mi cuello y me atrajo hacia su boca.
Con los dedos entrelazados en mi cabello, asaltó mi labios. Me forzó a abrir la boca con los suyos e indagó en mi interior con su lengua danzante. Las veces que intenté detener el beso, sujetaba mi nuca con más fuerza, profundizando el beso.
El placer hizo que mi cuerpo cediera. Movida por un primitivo instinto, saboreé su boca de manera salvaje y furiosa. Nos besamos vorazmente mientras mis colmillos rasguñaban sus labios una y otra vez, los cuales tenían un dulce sabor a licor. Su pecho debajo del mío se contraía y expandía, apretado bajo mi peso, su corazón latía con intensidad.
En mis infructuosos esfuerzos por recobrar la cordura, me separé de sus labios durante un segundo. Apenas tuve tiempo de tomar un poco de aire, porque al verlo tan apetecible, hermoso y exigente, lo único que logré fue acunar su rostro en mis manos y volver a besarlo con ansias. Su corta barba pinchando mi piel me proporcionaba una sensación de familiaridad y placer.
De mala gana, rompí el beso. Ambos respirábamos agitados, recuperándonos, mientras nuestros alientos se mezclaban en uno solo. Descansé las manos sobre su pecho rígido, que se elevaba y descendía.
—Eso no debió pasar —jadeó con esfuerzo.
Dado que pensaba que aquello no debería haber ocurrido, me aparté. Una vez de pie, me recliné contra un muro de piedra para evitar otro tropiezo.
Él se irguió rápidamente tras soltar un suspiro.
A pesar de mi intento de ignorarlo, no podía evitar ser consciente de su estimulante presencia.
En medio de respiraciones cortas, intenté peinar mi cabello con los dedos.
—¿Por qué? —interpelé—. ¿Por qué siempre complicas todo? —En un arrebato de furia, comencé a gritarle y cerré mis puños en su camisa—. ¿Por qué tenías que besarme? ¡Siempre haces mismo! Me alejas, después me besas... Es como si quisieras que te necesite, que dependa de ti. ¡No te entiendo, Blade! ¡Vete al infierno!
Nadie terminaba una relación con una persona para luego darle un beso tan ardiente que derretiría el invierno.
Enajenada, lo sacudí como se merecía, arrugando su camisa entre mis dedos.
Con una mirada incomprensible, también alargó sus brazos y sujetó mi blusa entre sus puños.
—¡Lo siento! —gritó—. No pude evitarlo, no puedo evitar cosas como ésa. ¿No ves que te deseo en contra de mí mismo? —se aferró a mí con violencia—. Tú tienes la culpa, por ser tan torpe, sensual y diabólicamente hermosa.
Ambos caímos presos de un arrebato de inusitada ira, agarrándonos de la ropa y sacudiéndonos como si de repente quisiéramos devorarnos mutuamente.
Mientras me agitaba ferozmente, sus manos en mi blusa comenzaron a desabrochar los botones. Sin darme cuenta, mis manos temblorosas e impacientes también habían desabrochado con apremio los primeros botones de su camisa.
Mi sed iba más allá del hecho de ser un vampiro. Mi mirada adoptó una forma fiera y bestial, al igual que la suya. Mis dedos trepidaban tanto que sabía que sería incapaz de desabotonar el resto de su ropa.
Consumida por la majestuosidad de ese vampiro, rasgué su camisa, haciendo volar los botones. Él se frotó contra mí mientras se deshacía de mi abrigo. Jamás me había sentido tan hechizada por su masculinidad y pasión.
Cuando mi espalda se encontró con la pared de piedras, empezó a levantar mi falda corta. El muro, que había estado firme unos instantes antes, de pronto se giró como una de esas puertas giratorias de los centros comerciales, haciéndonos caer. Los dos rodamos hasta aterrizar sobre un frío césped.
Después de traspasar la engañosa pared giratoria, habíamos llegado a un lugar distinto. Pese a que la misma luna violeta se podía vislumbrar en lo alto, aquí no había hielo. Era un cálido jardín solitario.
El pecho de Joseph presionando el mío contra el suelo me dificultaba la tarea de respirar. Él arrojó una rápida ojeada al lugar, sin parecer impresionado. Luego, me besó con ferocidad al tiempo que sus manos ascendían por debajo de mi camiseta.
Aunque traté en vano de sacármelo de encima, me estaba volviendo loca de ansias, de ardor. Una de sus rodillas me abrió las piernas; la sensación de sus jeans rozando mis muslos desnudos ya era familiar.
Su camisa estaba abierta, su pecho visible. Hociqueé sus pectorales y abdominales con mi boca y mi nariz, llenándome de su olor, su sabor…
Tan pronto como alzó mi blusa, se paralizó. Observó mi delgada cintura y recorrió con sus dedos el borde de mi sujetador con encaje. Se inclinó un poco más para bajar el encaje con sus dientes. Cuando liberó mis pechos, atrapó uno con la mano, apretándolo, y el otro con la boca, succionándolo mientras su lengua torturaba mi duro pezón. Gemí, sintiendo cómo mi cuerpo se estremecía de pies a cabeza.
—¡Ya basta, Joe! —gruñí de forma errática—. ¡Ha sido suficiente!
Después de besar y manosear todo mi torso, acarició mi labio inferior con su dedo pulgar, abriendo mi boca.
—Shhh —dijo después de besarme—. Yo también puedo hacerte enojar y luego seducirte. Y luego… —se interrumpió para besar mi cuello—, y luego hacerte el amor.
¿Por qué tenía que arrebatarme la cordura? Me sometía a su voluntad con su masculinidad y su voracidad. Tenía una manera experta de tocar que nublaba mi buen juicio, y el de cualquier mujer. Sus ojos me veían sedientos, con una cruda fiereza, como si fuera su presa.
Enloquecida, introduje mis manos en el cálido interior de su camisa abierta. Toqué su pecho, deleitándome con la suavidad de su piel y la firmeza de su musculatura. Me aferré a sus anchos hombros y deslicé su camisa hacia atrás raudamente. Entretanto, él levantaba mi falda.
Mi cuerpo estaba hambriento del suyo, el cual era como una escultura de perfectas proporciones. Era imponente, experimentado, hábil, como si hubiera sido entrenado para proporcionarle placer irracional a las mujeres. Como si estuviera hecho para ser saboreado.
Me encontraba lloriqueando debido a una dolorosa necesidad, sin saber hasta qué punto exactamente me había desnudado. Nada más sabía que el tacto de su piel me mareaba.
—Espera —un sollozo lastimero salió de mis labios—, alguien podría vernos…
—No me importa —refunfuñó.
A mí tampoco… pensé de forma irracional.
Con una mano en su nuca y mi boca contra la suya, deslicé la otra mano entre nuestros cuerpos y desabroché sus pantalones.
En cuanto mis dedos rodearon su virilidad, una exhalación intermitente se escapó de sus labios. Comencé a acaricarlo mientras escuchaba sus suaves gemidos en mi oído.
Yo también sabía cómo tocarlo para hacerlo retorcerse de placer. Conocía todos los aspectos de su faceta de amante.
Mi único amante.
Conocía perfectamente su sabor, el de cada parte de su cuerpo. Y aun así, sentía que cada vez sabía mejor, si eso era posible.
Deseé con locura tomar todo lo que tenía, y quería que se apoderara de todo lo que yo podía ofrecerle.
Moví mis palmas hacia su hermosa cara antes de trazar el contorno de su mandíbula rasposa por la barba. Sus ojos estaban entrecerrados de forma pícara y juguetona, como solía hacer cuando sonreía de esa manera, curvando sus apetitosos labios ligeramente hacia un lado. Su agraciado rostro conservaba una gracia juvenil, con un toque adolescente. Mis dedos acariciaron el lunar a un lado de su barbilla, y lo contemplé mientras sus ojos traviesos traspasaban mi mente. Con dolorosa certeza, comprendí que no sólo lo deseaba físicamente, sino que lo amaba con locura. Perderlo sería perderme a mí misma.
—Eres mío, Joseph —pensé en voz alta.
Él no dijo nada. Sus manos en mis nalgas empujaron mis caderas hacia su miembro y entró en mí bruscamente, poseyéndome. Grité mientras sentía un éxtasis paradisiaco fluir por mi cuerpo. Mi estómago se contrajo, mis uñas se clavaron en su espalda.
—Jamás debí haber sido tuyo —susurró.
Cerré los ojos, sus palabras me habían hecho daño.
Él me acarició con la nariz por todo el pecho, el cuello y el rostro mientras tomaba posesión de mi cuerpo enteramente, llenándome. Escuché sus gemidos al tiempo que el pasto se clavaba en mi espalda. Mis colmillos ardieron y se desplegaron.
—Te juro, Joseph Adam Blade, que te volveré loco. Me desearás tanto que nunca podrás separarte de mi lado. Jamás. —El juramento había sonado igual a una maldición.
Tras haber pronunciado esas palabras, el cielo crepitó. Estruendosos truenos resonaron, seguidos de luces coloridas que surcaron el firmamento negro, violeta y plateado. Y una fresca llovizna cayó sobre nosotros. Dulces gotas de agua humedecieron mis mejillas y su cabello, en el cual enterré mis dedos.
—Acabas de condenarme, Angelique Moore —murmuró tan bajo que apenas alcancé a eschucharlo—. Y también has firmado tu sentencia de muerte.
Mientras me embestía con su cuerpo, medité sobre sus palabras.
—¿Qué? —balbuceé.
Cuando lo sentí más profundamente dentro de mí, hundiéndose con fuerza, mi interior se comprimió, llenándose de tensión. Todo el placer comenzaba a concentrarse en un solo punto, listo para liberarse. Lloriqueé, ansiando esa liberación.
—Vamos, princesa, sé que quieres correrte… —dijo Joseph mientras alzaba mis caderas para poder empujar su miembro más dentro de mí.
La tensión creció tanto en mí que era insoportable, dolorosa. Necesitaba que mi cuerpo la descargara. Comencé a retorcerme entre sollozos y gemidos.
—Joe, por favor…
—Mierda, estoy cerca —gruñó al tiempo que mi vientre se apretaba a su alrededor con contracciones de placer—. Vamos, nena, hazlo.
Finalmente, algo estalló dentro de mí, fluyendo desde mi centro hasta cada parte de mi cuerpo. Y en medio de mi grito, él salió de mí para luego volver a entrar, en una embestida final, la cual hizo que una nueva oleada de placer me asaltara.
—¡Oh, Angelique! —suspiró cuando su orgasmo lo alcanzó.
Me besó antes de apartar el cabello de mi cara con ternura. Sus ojos admiraban con atención cómo mi pecho batallaba para recuperar el aliento.
Con mis manos aún sobre su espalda, pude sentir la humedad de su sudor frío mezclado con las gotas de lluvia.
En mi última exhalación, se apartó de mí y se tumbó en el césped, a mi lado, mientras abrochaba sus pantalones. Elevé la mirada hacia el cielo estrellado, siguiendo la ruta que trazaban los ojos de Joe. Pasado un breve instante, devolví mi ropa interior a mi cuerpo y bajé mi falda desde mi cintura hasta mis caderas nuevamente.
Lágrimas se deslizaron por mi mejillas. Las había dejado escapar porque sabía que se confundirían fácilmente con las gotas de agua de lluvia.
Una vez más, después de pelear como perros y gatos, terminábamos así, físicamente unidos. Si algo había aprendido, era que si se mezclaban la ira y el amor, resultaba en pasión.
Me costaba creer que alguna vez Joe me hubiera amado tanto como yo lo hacía. No obstante, había dado su vida por mí una vez, algo por lo cual nunca le di las gracias. Ése era el acto más grande de amor que había hecho por mí y jamás iba a olvidarlo.
La idea de perderlo de nuevo me estaba matando. En ese instante, anhelaba escucharlo decir que me amaba, que lo perdonara, que no había tenido la intención de lastimarme. Pero esas palabras no llegaron. Tal vez Joe había confundido el deseo con amor.
—¿Por qué dejaste de amarme? ¿Cuándo? —murmuré.
Suspiró, sin responderme.
—Me has maldecido —cambió de tema—. En Somersault, los dioses y demonios se aseguran de que cada juramento o maldición pronunciada se cumplan. Y tú acabas de maldecirme con mi nombre completo, me has atado a ti a través del placer carnal.
Jadeé, debatiéndome entre mirar las estrellas o verlo a él, con su perfecto pecho desnudo y labios sobrenaturalmente deseables.
—Supongo que para ti es una mierda —farfullé—. Debe molestarte como el infierno estar atado a mí.
Me rodeó con un brazo, acercándome a su cuerpo, mi pecho contra sus costillas.
—No es que no quiera —murmuró—, es que no puedo. No puedo ponerte en peligro manteniéndote a mi lado. Pero da igual, con o sin tu juramento, te deseo incluso en contra de mi volutad o mi razón, de otra manera no estaríamos aquí tumbados.
—Lo he notado —dije, buscando su mirada perdida en el infinito cielo—. Desde que volviste de la muerte, te pierdes por momentos, ¿cierto? No eres tú mismo.
Pensé que jamás hablaría del tema, pero, para mi sorpresa, asintió.
—Por favor, nena —nunca le gustó rogar, de ahí el tono contrariado en su súplica—. Necesito que me hagas esto más fácil, debes alejarte de mí. No sé lo que puedo llegar a hacerte mientras no soy yo mismo.
Largué un bufido.
—Entonces, deja de rodearme con tus brazos.
Casi sonrió con picardía. La comisura izquierda de sus labios se curvó tenuemente, pero no dejó de abrazarme.
—Cuando pensé en… —hizo una pausa vacilante—, casarme contigo, quería venir aquí, para la boda, y para vivir en este lugar. Quedé encantado con Somersault desde el momento en que Deborah me lo mostró.
La mención del nombre de esa mujer mandó una andanada de celos a mi pecho.
Cuando miré al cielo, descubrí que había parado de llover.
—Tú mataste a Donovan —le reclamé.
—¿Eso te molesta?
—No lo sé. Es sólo que… estás convirtiéndote…
—¿En un asesino? ¡Pero qué descubrimiento! —Cuando tragó, su manzana de Adán se movió y su cálida mano se posó en mi estómago, causándome cosquillas—. Él iba a matarte, a ti y a los chicos. No le permitiría hacerlo, ni siquiera sobre mi cadáver.
Una vez más, cerré los ojos.
Quizás Donovan no me habría matado después de todo; le había visto dejarme huir.
Y Joe, ¿por qué él…?
—Cuando rechacé tu propuesta de matrimonio, lo hice porque temía que dejaras de amarme con un compromiso de tanta seriedad. Pero eso sucedió de todas formas —expliqué. Guardé silencio un instante antes de continuar—. ¿Por qué te preocupas por mí? Si no me amas, ¿por qué sigues actuando como mi guardián nocturno?
Apoyando un codo en el suelo, me subió encima de su pecho.
—¿Estás llorando? —Notó tan pronto como vio mis ojos. Sus palmas sostuvieron mis mejillas y sus pulgares limpiaron mis lágrimas—. ¡Oh! Mi princesa, ¿cómo podría no preocuparme por ti? Daría mi vida una vez más para mantenerte a salvo. Aunque estuviéramos separados, alejados a miles de calles y ciudades, siempre estaré ahí, siendo tu guardián nocturno —Olfateó mi cabello con ternura—. Lamento tanto haberte herido, pero si tengo que romperte el corazón, lo haré mil veces para no poner en peligro tu vida.
Hice un esfuerzo por secar mis ojos.
—Gracias, Blade.
—¿Por qué?
—Por haber dado tu vida por mí. Juro que jamás lo olvidaré. Sólo no vuelvas a hacerlo, idota.
Con malicia, me dispuse a cumplir mi juramento de volverlo loco de deseo. Me incliné hacia su pecho desnudo y lo besé. Después lo lamí, degustándome con su delicioso sabor, tan dulce como sus dedos de cereza.
Cuando siseó de satisfacción, me puse de pie, haciéndolo lamentar la distancia. Por un instante tuve la oportunidad de admirarlo tendido en el césped con el torso descubierto, debajo de mí, lo cual me hizo sentir poderosa.
Hasta que se puso de pie, recogiendo mi blusa. Me hizo extender los brazos para ponérmela antes de comenzar a abrochar los botones intencionalmente despacio, uno a uno. El roce de sus dedos cerca de mi pecho y abdomen me hacía estremecer. Estaba demostrándome el poder que tenía sobre mí.
—Eres perverso, Blade —Estreché los ojos.
Me sonrió pícaramente, mostrando ligeramente sus colmillos. Seguidamente, me dio la espalda para buscar su camisa entre la hierba. Curiosa, contemplé el tatuaje en su omóplato y las marcas que habían dejado mis uñas en sus hombros.
—Debemos encontrar a Jerry —avisé mientras se ponía la camisa. Interiormente lamentaba no haber destrozado por completo esa prenda, puesto que lucía mucho mejor sin ella—. ¿Dónde estamos?
—Ayúdame con esto —gruñó antes de comenzar a empujar el muro de piedra.
Pese a que parecía una locura, me uní a él. La pared giró, lanzándonos al otro lado, a una calle fría y mojada por el hielo derretido. Mi abrigo yacía en el suelo, donde Joe me lo había quitado. Lo recogí, empapado, y decidí atarlo en mis caderas.
—¿Jerry? —lo llamé.
Joe escudriñó el entorno. Algunas personas revoloteaban por ahí, aparentando ser ciudadanos corrientes en una ciudad convencional, pero yo sabía que aquello distaba de la normalidad. Nada era simplemente común en ese lugar.
Como un destello, Jerry cruzó la calle húmeda, jadeando y corriendo. Fruncí el ceño al verlo deslizarse en el terreno húmedo y perder el equilibrio. El impacto sería fuerte. No obstante, Joe alargó un brazo para evitarlo. Antes de que el humano tocase el suelo, lo agarró por la parte trasera de la camisa, alzándolo como si no pesara más que un niño.
—¿A dónde crees que vas? —le preguntó antes de ladear la cabeza, echándole una rápida ojeada.
—Me... me están... siguiendo —jadeó el mortal, aún suspendido en la mano de Joe, sin que sus pies tocaran el suelo—. El clan de Donovan y Deborah quiere acabar conmigo. Deberíamos salir de aquí.
¡Oh, mierda!
Con un bufido, Joe depositó a Jerry en el suelo.
—Conozco un modo más rápido de llegar hacia la entrada —informó.
—La Ventana Infausta —completó Jerry.
Joe asintió en dirección al mortal y se puso en marcha rápidamente, no sin antes tomarme de la mano.
—Estamos jodidos. Los vampiros de Donovan me confesaron que han obtenido ayuda de las hermanas Salem para asesinarlos, a ustedes —reveló Jerry mientras corría.
—Eso no es un problema. Al contrario —expuso Joe—. Hace un tiempo, las hermanas Salem nos engañaron de la misma manera. Nos prometieron protección contra los Zephyrs, pero en su lugar nos cazaron. Ésa es su estrategia de caza. Sobrevivimos porque Alan estaba con nosotros. Ellos no sobrevivirán.
A una cuadra de distancia, hallamos la "Ventana Infausta". Cuando la habían mencionado por primera vez, me había imaginado una ventana o algo similar. Sin embargo, parecía más un agujero negro en medio de una pared. Había extravagantes seres cruzando al otro lado sin asomos de sorpresa.
Los tres nos abrimos paso entre la multitud para aproximarnos hacia La Ventana Infausta. Joe me rodeó la cintura con un brazo, apretándome contra su cuerpo, lo suficiente como para que su calor me envolviera por completo.
—Angelique, escúchame. Correrás a través del agujero, yo estaré detrás de ti —indicó—. Sólo dobla las rodillas y cae.
Con un salto, me sumergí en la oscuridad.
Dobla las rodillas y cae.
Aquello no se sentía como caer, era más bien como ser absorbida por una ráfaga de aire. Después de flexionar las rodillas, experimenté un turbulento aterrizaje que me causó náuseas. El entorno se iluminó nuevamente y, después de tragar saliva, reconocí el lugar que nos rodeaba.
¡Maldición! Gruñí para mis adentros. Era La Calle de las Pesadillas.
—No pienso entrar ahí de nuevo —me negué rotundamente.
La sonrisa que Joe esbozó debilitó mis piernas.
—¿La princesita tiene miedo? —me retó.
Entorné los ojos, sintiendo la cólera aguijonearme.
—Así solían llamarme —recordé—. En mi antigua secundaria, era la princesita. Nunca tuve problemas con el cabello, ni acné, ni novios nerds, inadaptados o freaks. En casa, dos de los cinco autos eran míos, y contaba con un gran club de fans. Pero era tan perversa que seguramente nadie me extrañó cuando me fui.
La sonrisa de Joe se desvaneció lentamente. Reconocí en su mirada la culpa, el remordimiento contra sí mismo por haberme arrebatado mi "vida perfecta". Lo que no sabía era que lo había perdonado por todo eso hacía mucho tiempo. Nunca se lo había dicho. Para mí había valido la pena el cambio, porque lo había conocido a él.
—La Calle de las Pesadillas fue construida con sangre de Succubus —dijo Joe abruptamente, desviando el tema, sin mirarme—. Son los únicos vampiros que pueden entrar en los sueños humanos, alterando la percepción de la realidad y enviándote a una pesadilla mortal —por su tono de voz, supe que estaba pronunciando una cita. Se volvió hacia mí—. Estaré justo detrás de ti, no lo dudes. Sólo cierra los ojos y no los abras.
—La última vez que le hice esa petición, no me hizo caso —me acusó Jerry—. Terminó lloriqueando como nenita.
La sonrisa de Joseph reapareció.
—Puedo imaginarlo, es tan terca.
—¡Oh! Lo dice señor flexibilidad —hablé con ironía—. Como sea, no entraré ahí.
—Al menos no ando buscando problemas cada vez que puedo. Tú en cambio, vives para frustrarme, en eso eres excelente —replicó en tono tajante—. Entra en la maldita calle. Tú sola te has metido en esto, ahora afróntalo. Son sólo sueños, ¿qué tan malo puede ser, lindura?
—¡Eres increíble! —gruñí con irritación—. Y no en el buen sentido.
—¿Podrías dejar tu actitud de diva durante algunos minutos? —alzó la voz—. No tengo tiempo para berrinches, ¡nos están siguiendo! ¡SI-GUIEN-DO! Y ya he peleado en exceso en un solo día. Estás demasiado acostumbrada a tener lo que quieres, a mi parecer.
Mi rostro cambió de color por la indignación.
—Chicos… —la voz de Jerry se desvaneció bajo mi exclamación.
—¡¿Perdón, Sr. Perfección?! —interrumpí teatralmente—. Si no fuera por ti, aún tendría mi vida soñada y cualquier cosa que mi papi pudiera comprarme. Eres el artífice de todas mis desgracias. Lamento si te desagrada que sea una niña caprichosa y…
Guardé silencio bruscamente al escuchar lo que estaba diciendo.
¡Ouch! Golpe bajo. Me di cuenta, arrepentida de mis palabras.
Su semblante se endureció.
—No todo puede ser como tú quieras…
—¡Chicos! —protestó Jerry más alto.
—¡¿QUÉ?! —gritamos los dos al unísono, dirigiendo nuestras miradas más fulminantes y asesinas hacia el humano.
Jerry se sobresaltó antes frotarse la nuca distraídamente.
—Siento interrumpir esta tierna y amistosa discusión, pero ahí vienen nuestros más grandes seguidores.
Con horror, nos volvimos hacia el otro lado de la calle, donde ese grupo de vampiros insolentes avanzaba hacia nosotros.
—Jerry, intenta llevarte a Angelique, quizás a ti sí te escuche —le ordenó Joe—. Haré algunos negocios con esta banda de idiotas.
Utilizando ese encantador porte de superioridad, se encaminó hacia los vampiros, mientras Jerry tomaba mi brazo.
—Vámonos de aquí —dijo el muchacho.
Negué con un gruñido.
—No iré a ningún lado sin Joe.
—No te entiendo —bufó con irritación—. ¿Lo amas o lo odias?
Sin vacilar, le contesté:
—Ambas.
Por suerte, había suficientes personas a nuestro alrededor como para ocultarnos de Joseph, quien seguramente pensaría que nos habíamos marchado.
Lo vi caminar con la gracia de un ángel hacia sus openentes. Daba la impresión de ser intocable, invencible.
—¡Joseph! —vociferó Caroline con diversión—. Qué agradable sorpresa verte de nuevo.
La mujer se le acercó y acarició su pecho. Sin darme cuenta, solté un gruñido amenazante y luego me sonrojé al notarlo.
De manera violenta, Joe tomó a Caroline del cuello. Pude ver que apretaba su garganta con fuerza, debido a que ella chilló y se sacudió. Incluso yo sentí un escalofrío de pavor helando mi piel.
—Te dejé huir una vez, Caroline. Para tu fortuna, lo haré de nuevo, pero si insistes en seguir con este jueguito de la venganza de tu reina, no dudaré en atravesarte el pecho con una bala de plata, como lo hice con tu amiguito Donovan.
Ella asintió al tiempo que hacía una mueca de dolor e intentaba retirar las manos de Joe de su cuello.
—¿Ves esto? —Joseph exhibió el medallón que colgaba de su cuello—. Significa que tengo protección mayor, y si lastimas a uno de los míos, la pasarás realmente mal. Así que —soltó una risa diabólica después de liberar el cuello de Caroline—, vete al infierno.
La amenaza me congeló. El tono de su voz, a pesar de ser cadencioso, era aterrador y siniestro.
—Debemos irnos —me avisó Jerry—. Tu novio va a enloquecer si se entera de que aún estamos aquí, y creo que hemos escuchado más de la cuenta.
—Bien —asentí con desgana—. Atravesemos la maldita calle.
Cuando me aferré a su fuerte brazo, me pregunté por un momento si le agradaba mi tacto, mi compañía. Las palabras de Joe me habían hecho dudar sobre sus preferencias.
Rodeó mis hombros con su brazo, sin parecer incómodo ni demasiado encantado.
—Recuerda cerrar los ojos —me aconsejó.
Obedecí mientras le confiaba mi vida al mortal que me había traicionado y entregado a mis enemigos.
Incluso con los ojos cerrados, podía percibir voces, susurros.
No debo tener miedo, o será peor.
Mi cabeza se llenó de malignos bisbiseos y murmullos. Una voz áspera se aproximó a mi oído, y pude sentir un aliento glacial golpeando mi piel.
—Nunca te amé —sonó Joe en mi cabeza.
Sin poder evitarlo, abrí los ojos y solté un grito ahogado.
Hallé a Jerry delante de mí, sonriendo satisfactoriamente.
—Está bien, ya lo hiciste —me animó.
Tomé una respiración profunda mientras observaba la suave arena bajo mis pies y, más allá, la cabina telefónica por la que habíamos entrado. Un segundo más tarde, Joe vino corriendo desde la oscura Calle de las Pesadillas.
—Debemos irnos —nos informó—. Pero antes, quiero saber algo, bolsa de sangre —se dirigió a Jerry—. ¿Cómo demonios han entrado a Somersault? Hasta donde tengo entendido, no puedes abrir un portal sin la ayuda de un brujo o hechicero. Y no veo a ninguno con ustedes.
Fruncí el ceño.
—Nadie nos ayudó, Jerry lo hizo solo —señalé.
Cuando Joe dio un paso hacia Jerry, el humano extendió las manos, pálido.
—Escucha —balbuceó el mortal—, antes de que me mates o algo parecido. Sí, tengo herencia de hechiceros, está en mi sangre —Se volvió para dirigirse a mí—. Es por eso, Angelique, que no puedo convertirme en vampiro. Pero estoy con ustedes, no trabajo para nadie. Puedo jurarlo.
Joe asintió sin pronunciar palabra y señaló hacia la cabina de teléfono. Los tres ingresamos en el diminuto espacio con apenas aire para respirar. Jerry repitió el mismo procedimiento que había usado para entrar, simulando marcar un número en el teléfono.
De repente, todo se desvaneció, y nos encontrábamos en Nueva York, en el día. Joe abrió la puerta de la cabina con una patada y salimos rápidamente.
Acto seguido, empujó a Jerry contra un muro y desenfundó una daga.
—Ahora sí me dirás lo que estás buscando de nosotros, niñito —Apoyó el arma en su pecho.
El humano, más pálido que antes, bajó la mirada hacia su propio pecho, asegurándose de que no estuviera herido.
—De acuerdo, está bien —jadeó antes de entrecerrar los ojos—. Estoy buscando algo que tú tienes, Joseph.