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Capítulo 63: No hay honor en la guerra

Los ojos le ardían cuando los abrió lentamente. Su rostro se tambaleaba de un lado al otro mientras la señora Aura abofeteaba sus mejillas, intentando hacer que despertara.

Delilah notó con su visión nublada que había recuperado la consciencia en la sala de emergencias del hospital.

Doña Aura detuvo sus bofetadas y presionó un pañuelo humedecido en alcohol contra su nariz.

—¿Cuántos dedos ves? —fue lo primero que le preguntó, alzando la mano delante de su cara para comprobar que no había daño cerebral después de aquel accidente.

—Tres —respondió ella con lucidez.

Le dolía hasta la última fracción de su cuerpo.

No sabía si se había desmayado por el golpe que decían que tenía en la cabeza, o porque se había puesto excesivamente nerviosa luego de aquella… carta.

Lo único que quería hacer era llorar.

Se percató de que estaba rodeada de personas.

Los señores Hidalgo y sus dos nietas, junto a su padre; el hermano menor de este último, Enriqueta, Inés, Gregoria y Doña Aura.

Los suspiros de alivio empezaron a resonar en sus oídos cuando todos se dieron cuenta de que estaba despierta y lúcida.

Inés cogió su mano al tiempo que Enriqueta envolvía una venda alrededor de su cabeza, cubriendo la herida.

—¿Qué significa eso de que no quieres vivir? —le habló con enojo Gregoria.

No podía creer que los Hidalgo les hubiesen contado eso a todos.

—Yo… —inevitablemente, el llanto regresó a su garganta—. Perdón, perdón.

—¿Perdón por qué?

—Por… preocupar, por hacerlos traerme.

—¡Niña, eso no importa ahora! —le dijo agriamente Aura.

—¿Qué ha pasado, Delilah? —le cuestionó Inés con verdadera preocupación.

—Mi esposo… murió —más sollozos incontrolables, seguidos de jadeos—. Por mi culpa.

El silencio fue absoluto durante un breve momento.

—¿Cómo que por tu culpa? —interrumpió Enriqueta al tiempo que todos se observaban las caras con confusión.

—Yo… yo convencerlo de venir aquí, a América —les dijo con la voz quebrada y aguda por lo diminuta que se había vuelto su garganta—. Fue atrapado el día que yo zapar. Y fue asesinado por… por ser desertor… Él querer ir a guerra. Pero yo… yo rogarle que viniera aquí conmigo. Todo este tiempo… estaba muerto… yo, yo, yo no saber nada. Hasta ahora.

Nadie dijo una sola palabra. Hasta que el tío de las niñas Hidalgo argumentó:

—¿Cómo puede culparse a sí misma en lugar de a la mano que apretó el gatillo para fusilar a su propia gente por no querer ir a arriesgar su vida y asesinar a otros?

—Él querer ir a guerra… Por mi culpa cambiar de opinión. Yo… yo no puedo vivir con mi conciencia. No puedo.

—Tú sólo querías protegerlo —agregó Inés.

—Pero hice que lo fusilaran.

—¿Y cómo cree que hubiera terminado en la guerra? —dijo el padre de Blanca y Rosita antes de entregarle un papel.

Se trataba del diario de aquella mañana, cuyo titular mostraba un número enorme de soldados italianos abatidos en la Gran Guerra. Eran miles.

"Sangrienta masacre", decían las letras de considerable tamaño en la portada, antes de detallar varias de las trágicas muertes.

—Además, ¿qué es eso de no querer existir? —se apresuró a decir Gregoria—. Mira a todas las personas que tienes a tu alrededor, preocupadas por ti, porque en estos pocos meses que llevamos conociéndote, te has ganado nuestro cariño y confianza. Te necesitamos viva, por si no lo habías notado.

—Es que… —su voz flaqueaba al tiempo que intentaba recuperar el aliento—. Es que no puedo.

—Sí puedes —razonó Doña Aura—. Vas a seguir con tu vida, porque estás aquí y no tienes opción. Así que si tienes que estar en este mundo, procura que sea con el mejor de los ánimos. Y sin culpas, porque no has hecho nada malo.

—No puedes culparte por haber querido una mejor vida para él ni por haber querido protegerlo de los horrores de la guerra —la intentó convencer Enriqueta—. Si hay que buscar culpables, son los desalmados que han disparado o esos que están arriba forzando a los de abajo a matarse los unos a los otros. No hay honor en la guerra, lo único que hay son víctimas.

—Gracias a todos por… por estar aquí —Delilah se limpió el rostro con las mangas de su vestido—. Por sus palabras.

*****

Tan pronto como Delilah fue devuelta a la Hacienda Santa Rita, los señores Hidalgo le aseguraron que podía tomarse el día libre para descansar.

Ella lo único que hizo fue tomar una pluma y un papel para escribir la carta que Giacomo nunca podría leer.

Querido Sr. Fantasmagórico,

Me da vergüenza llamarte de esa manera ahora que no estás.

Y aunque jamás llegues a leer estas palabras que te dedico, me he acostumbrado a escribir para los muertos.

Suena terrible… decirlo así, pero es la única forma que tengo de aceptar tu partida.

Perdón, Giacomo, por arrastrarte a la muerte. Perdón por lo imperdonable.

Tal vez siga con mi vida, pero nunca podré vivir en paz con mi conciencia.

Siempre serás la parte más triste y oscura de mi ser.

Quizás esto sea un castigo de Dios hacia mí, por no cumplir con mi promesa de convertirme en monja. Pareciera que no soy su persona favorita.

No sé si me odio a mí misma, o a Dios, o a esta vida.

Lo único que sé es que estuve esperándote. Quería poder llegar a estar a tu lado, como tu esposa. Y devolverte un poco de lo que tú hiciste por mí. Pero no pudo ser.

De cualquier manera, todo lo que amo parece marchitarse. Incluso tú.

Si estás mirándome desde el cielo, que creo que es así, por favor dame fuerzas para seguir adelante y dejar de sentir esta rabia infinita que tengo dentro.

No puedo hacerlo sin tu ayuda. No puedo, Giacomo.

Te ruego que me ayudes.

Y quiero decirte que es una lástima que muchos no puedan llegar a conocer lo increíble que fuiste.

Eres un ángel, Sr. Fantasmagórico.

Vuela alto, muy alto.

Aunque quisiera ir contigo, no podría. Ahora sé que no iríamos al mismo sitio.

Por lo que, mientras tanto, seguiré aquí hundida en este infierno, esperando pacientemente para partir también.

Te quise muchísimo, mi amigo, mi esposo.

Adiós para siempre.

Tuya,

Delilah.

¿Cuántos más "adiós para siempre" tendría que seguir diciendo? Se preguntó Delilah al tiempo que encendía una cerilla para quemar el contenido que acababa de escribir, con la esperanza de que de alguna forma, las palabras se elevaran hacia su difunto esposo.

*****

Distrito Federal - Estados Unidos de Venezuela - 1916

Delilah hizo detener al caballo cuando llegaron a la casa de Doña Aura.

De un salto descendió del carruaje y ayudó a los señores Hidalgo a bajar.

Primero a Doña Librada, luego a Don Jorge, que ya daba torpes pasos temblorosos.

—¿Está contento, Don Jorge? —le cuestionó ella mientras se acomodaba el sombrero de paja que el hombre le había regalado tiempo atrás y le ofrecía un brazo firme para que él lo sujetara—. Es su última terapia.

Doña Aura usualmente vivía, literalmente, en el hospital. Trabajaba desde las seis de la mañana hasta las tres de la madrugada.

No obstante, los fines de semana, como aquel, podía permitirse salir más temprano y atender a sus pacientes de terapia física a domicilio o en su propia casa, donde tenía las instalaciones eléctricas necesarias para el equipo que utilizaba.

Cerca del final de la tarde, se encontraba esperando a sus invitados en la puerta.

De inmediato, los saludó y sujetó al Sr. Hidalgo desde el otro costado, facilitándole caminar. La mujer, pese a su pequeño tamaño y aspecto, era increíblemente fuerte. Delilah sintió un gran alivio por la ayuda recibida.

—Mira nada más cómo ha progresado —se alegró Aura, conduciéndolos hacia el interior de su hogar.

Ese lugar se parecía bastante a ella. Todo en tonos marrones: las baldosas del suelo, los muebles, los sofás, las mesas… Cada armario era de una exquisita madera brillante, con pequeños toques dorados elegantes.

Según Doña Aura, el color marrón era el más práctico. Le permitía que el polvo no se viera tanto y no tener que pasarse la vida limpiando, especialmente cuando tenía que estar tanto tiempo en el hospital.

Don Jorge caminó hacia su camilla de cuero habitual, en la habitación de pacientes, y Delilah le ayudó a la señora Aura con todas las preparaciones.

Le entregó las pomadas frías, enchufó los artefactos que empleaba, desenredó los cables y atendió a las órdenes de la enfermera cada vez que ésta lo requirió.

La sesión inició con los masajes y ejercicios usuales, donde Delilah le ayudaba de vez en cuando a sujetar al Sr. Hidalgo o a mover alguna parte de su cuerpo.

El hombre se hallaba acostado sobre una manta tibia, la cual adquiría temperatura con energía eléctrica mientras que una luz roja intensa también le proporcionaba calor a sus músculos.

Más tarde, Delilah colocó parches con una pomada en la columna y piernas del señor y conectó la maquinaria de Doña Aura. Estos parches estaban unidos a cables que mandaban electricidad desde una caja.

Aura era quien controlaba la intensidad de la electricidad que enviaba a cada parte del cuerpo a través de un potenciómetro.

Los músculos del hombre vibraban o tenían espasmos con cada descarga, pero nunca se quejó de dolor.

Luego de tres horas de terapia, el señor se puso de pie aún con más firmeza que antes. Lágrimas brotaron de sus ojos.

—Gracias, Doña Aura, usted es un bondadoso ángel —dijo, dando unos pasos más hacia su esposa—. No tenemos suficiente dinero para pagarle lo mucho que ha hecho por nosotros, pero quiero que sepa que puede llevarse cualquier cosa que quiera de mi casa. Un caballo, un carruaje, una vaca..., incluso a esta niña tan torpe —bromeó, señalando a Delilah.

—Señor, usted se lo pierde si decide enviarme con Doña Aura. ¿Acaso conoce a otra persona que haga cannolis igual que yo?

Los tres rieron.

—La muchacha tiene razón —estuvieron de acuerdo Librada y Jorge.

—¡Mira cómo ha evolucionado tu español! ¿Quién iba a pensarlo? —exclamó Aura—. Tu acento sigue siendo bastante gracioso, pero esa gramática es estupenda.

—No puedo esperar para ir mañana al hospital y mostrarle al doctor quién está caminando —se emocionó Delilah—. Tendrá que recoger sus cosas e irse derechito a la calle.

Más carcajadas se hicieron presentes.