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Capítulo 42: La prueba

—Perdón —se lamentó Delilah, sorbiendo su nariz—. Ayudaré, se lo prometo.

—¡Vayan adentro!

Ambos regresaron al interior del edificio. Ella estaba muerta de miedo.

—Me voy a curar, ¿verdad? —le preguntó un niño de unos cuatro años de edad, de posible origen africano, al tiempo que le abrazaba las piernas.

El nudo en su garganta apenas la dejaba respirar.

—Claro que sí —respondió con la voz quebrada.

Pese a su afirmación, el aspecto del pequeño era tan terrible que dudaba de sus propias palabras.

—¡Muévete, niña, ve a buscar agua! —le gritó una enfermera—. ¡Los niños se mueren!

—¿Dónde busco el agua?

—¡En el pozo! ¿Eres nueva aquí?

—Te acompaño —se ofreció Massimo de inmediato.

—Padre —la enfermera lo detuvo—. ¿Nos ayuda a cargar los sacos de zanahoria que han llegado?

—Te veo más tarde, Delilah, el pozo está justo detrás del edificio. Ten cuidado al alzar el agua porque el balde es bastante grande, no lo llenes del todo.

Delilah asintió antes de partir hacia la parte de atrás del hospital a paso apresurado. Cuando halló el pozo, ató la cuerda al balde y comenzó a tirar de ésta para traer agua desde el fondo.

"Por favor, Delilah, no lo arruines", se dijo a sí misma mientras desataba el recipiente cuidadosamente para llevarlo al hospital.

Caminó con dificultad, sosteniendo entre ambos brazos aquel balde mientras daba pasos muy despacio.

En la cercanía, un hombre en traje que supuso que era un doctor, fumaba tranquilamente recostado contra un árbol.

Ella se preguntaba cómo podía estar tan tranquilo, sin aparentes nervios.

—Eres nueva, ¿verdad? —cuestionó el individuo sin siquiera girarse para verla.

Delilah asintió. Su rostro ya estaba rojo por el esfuerzo.

—Eres demasiado joven para estar aquí.

Él se aproximó, esperando quitarle de las manos el recipiente con agua. A lo cual Delilah se negó, esquivándolo.

—Puedo sola.

—Como quieras —se burló de ella, abandonándola en el lugar. Un breve instante después, susurró para sí mismo—: No durará ni dos días aquí.

Cuando estaba cerca de llegar a la puerta del hospital, una monja le arrebató el balde de agua.

—Si piensas ayudarnos, debes ser más rápida, muchacha. En lugar de estorbar, ponte a limpiar los cadáveres. Debes llevarlos a esa fosa común —la mujer señaló hacia el bosque.

Con el cuello completamente rígido por la angustia, Delilah miró hacia el suelo, donde estaban tendidos varios niños de aspecto moribundo. El problema era que no sabía a ciencia cierta quiénes habían fallecido.

—No me obligue a hacer eso, se lo ruego —le suplicó a la monja.

—¡Hazlo ahora! ¡Muévete! —le gritó la hermana—. Aquella pequeña está muerta desde hace dos días —hizo un gesto con la barbilla para señalarla—, sácala antes de que se descomponga aún más.

Delilah sacudió la cabeza en señal de negación, a punto de ponerse a llorar. La mujer la golpeó en la sien con la mano abierta.

—¡¿Eres sorda o qué?!

Con un increíble dolor en todo el cuerpo debido a la tensa situación, la joven novicia se movió lentamente hacia el cadáver de la niña. A juzgar por el tamaño, parecía haber tenido al menos cinco años en el momento de su fallecimiento. Toda su piel se había vuelto de un tono marrón grisáceo.

Los sollozos comenzaron a salir de la garganta de la novicia tan pronto como se agachó para recogerla.

Sujetó a la chiquilla desde la parte interna de los brazos antes de arrastrarla poco a poco hacia afuera. Era increíble lo mucho que pesaba una criatura tan pequeña.

Lloró todo el camino hacia la fosa. En cuanto estuvo cerca del borde del agujero en la tierra, se tumbó en el suelo con la niña muerta en brazos y sollozó más fuerte.

—¡Dios, ¿estás poniéndome a prueba, no es así?! —clamó, temblando.

Entonces se armó de valor para arrojar a la pequeña junto al resto de los cadáveres.

Cuando una enfermera la vio regresar con su hábito sucio y manchado, y con la cara enrojecida mientras respiraba con dificultad, supo que acababa de mover un cuerpo.

—Ven —la cogió del brazo antes de arrastrar un pañuelo húmedo sobre las partes descubiertas de su piel. Luego, vació parte de una botella de alcohol sobre sus manos—. El alcohol es tu amigo. Debes lavarte bien o terminarás enfermando y muriendo. Necesitamos ayuda, no más víctimas.

Delilah observó a su alrededor con terror en su semblante. El pensar en mover a todos esos niños muertos le daba escalofríos.

—No tienes que hacerlo —le aclaró la enfermera, como si supiera lo que estaba pensando—. Le diré a un peón que los recoja al final del día o al amanecer. Quédate conmigo y te diré qué hacer —todavía consternada, Delilah asintió—. Ayúdame a cambiar las sábanas de los pacientes. Voy a alzarlos y tú rápidamente harás el cambio. Después, cambia las compresas de todos los que están en el suelo. Luego, debemos limpiar el vómito y las heces. Causan más enfermedad.

El resto del día, la joven se dispuso a seguir las órdenes de aquella mujer, cuyo nombre descubrió que era Emma. Aunque había estado con ese perpetuo nudo en la garganta, aguantando sus infinitas ganas de llorar igual que un bebé, se contuvo hasta que anocheció. No obstante, su rostro enrojecido delataba su llanto interno. Todos podían notar su sufrimiento a simple vista.

Además, prácticamente no dijo ninguna palabra en toda la tarde. Lo único que hacía para comunicarse era asentir o negar con su cabeza.

Al parecer, Massimo también había estado ocupado, porque no llegó a volver a verlo.

—¿Sí aprendiste a hablar en ese convento tuyo? —la interrogó Emma al tiempo que ambas se bañaban y lavaban su ropa al anochecer, en una sucia laguna bajo la luz de las estrellas.

Delilah respondió encogiéndose de hombros mientras se vestía con su segundo hábito.

Al terminar de asearse, las dos se dirigieron al segundo piso del hospital, donde Emma le indicó el sitio en el que debía dormir.

Era una habitación bastante pequeña, donde monjas y enfermeras se hallaban tumbadas en el suelo, unas junto a las otras, con poco espacio para moverse o caminar.

El dormitorio estaba dividido en dos por una cortina. Y debido a las voces y ronquidos que podía oír tras la tela, supuso que del otro lado dormían los hombres. Sacerdotes, peones y algunos doctores.

—Es aquí, busca un buen sitio. Buenas noches, pajarito sin voz.

—Buenas noches, señorita Emma —fue lo primero que pronunció Delilah después de varias horas de mutez. Su voz había sido casi un sollozo agudo.

Tan pronto como se acostó sobre el suelo de madera, en un diminuto espacio entre dos hermanas, se cubrió con la manta que le había dado Emma y comenzó a llorar desconsoladamente.

—Hoy ha sido el peor día de mi vida, mamá —reclamó en un susurro hacia el cielo—. Dame fuerzas para resistir esto, madre. Te necesito. Por favor, ayúdame.

Detrás de la cortina, Massimo supo en seguida que aquel débil llanto era de Delilah.

Él se puso en pie, esquivando montañas de hombres para llegar hacia la tela que los separaba.

—Delilah —la llamó en un murmullo luego de haberse asomado al otro lado. No obstante, aún no podía verla—. ¡Patata Piccolina!

Ese nombre terminó por captar la atención de la joven, que salió de su manta y gateó hasta la frontera de hombres y mujeres delimitada por aquella delgada cortina de tela.

—¡Spaghetti! —contestó ella con voz llorosa.

—¡Aquí! —Massimo la saludó con una mano para que reconociera su silueta entre las penumbras.

Fue en ese momento cuando lo descubrió y se dirigió a gatas hacia él.

Cuando se encontraron en medio de una oscuridad casi absoluta, se abrazaron, dándose calor el uno al otro, arrodillados bajo esa polvorienta cortina.

Finalmente se sintió protegida.

—No puedo más, Massimo. Ayúdame —se lamentó ella, dejando lágrimas sobre su hombro.

—Shh —murmuró su amigo, meciéndola suavemente en sus brazos—. Escúchame, Delilah. Si no quieres estar aquí, mañana mismo conseguiré un carruaje que te lleve de vuelta al hogar. Tan solo recuerda una cosa, Patata. Si estás aquí ahora, es porque puedes aportar algo en la vida de estas personas.

—Lo único que puedo hacer es ayudarles a limpiar mientras todos mueren —farfulló ella, dándose por vencida—. No quiero estar aquí para verlos fallecer a todos.

Massimo le sujetó el rostro entre sus manos.

—Eres la persona capaz de inventar una historia de terror o cantar un villancico en medio del caos. Si hay algo que sabes hacer bien, Delilah, es darles felicidad a los demás. Y estoy seguro de que estas personas agradecerán tener a alguien como tú en sus vidas antes de irse. Al igual que yo lo agradezco cada día de mi vida —el pecho de su amiga se elevaba y caía pesadamente, como si intentara recuperar el aliento después de tanto llanto—. De todas formas, si aún así decides marcharte, moveré el cielo y la tierra para que al amanecer haya un carruaje esperando por ti.

Ella comenzó a deliberar, preguntándose mil cosas a sí misma.

—¿De verdad puedo hacer una diferencia en sus vidas? Porque… si no es así, prefiero irme. Por otro lado, sé que si me voy, me arrepentiré cada día por haber podido hacer algo y haber decidido rendirme. Los defraudaré a ellos, a mí misma, a la Madre Superiora, a Dios…

Massimo tomó un pañuelo de su bolsillo para limpiarle la cara húmeda de lágrimas.

—La respuesta la tienes tú, Delilah. Si decides quedarte, estaré a tu lado apoyándote. Y si decides irte, te enviaré al hogar sin dudarlo. No pienses en las personas a las que decepcionarás, sólo piensa en tu bienestar. Ya has sufrido bastante.

—Gracias, Massimo —susurró ella, comenzando a aplacar sus sollozos y el movimiento de su pecho—. Siempre sabes qué decir.

Él le regaló una compasiva sonrisa que alcanzó a ver debido al tenue brillo de la luna que se filtraba desde una ventana.

—También me costó mucho la primera vez que vine —admitió Massimo—. Creéme, tampoco creía poder soportarlo.

—¿Y qué hiciste para resistir tanto sufrimiento? ¿Te endureciste?

—Eso es lo que muchos aquí han hecho. Yo en cambio, me ablandé aún más. Comprendí que a pesar de todo el dolor que sentía, mi presencia podía aportar un grano de arena en la vida de algunas personas. Eso fue lo que me mantuvo en pie durante varios meses de misiones y peregrinaje. Y es la razón por la que mantengo firme mi decisión de querer servir a Dios.

Delilah lo admiraba profundamente debido a sus convicciones, a su altruismo… Siempre ponía a los demás por encima de sí mismo. ¿Cómo era capaz? ¿Acaso había algo malo o terriblemente egoísta en ella que no la dejaba actuar desinteresadamente?

—Vamos a dormir, Delilah —murmuró su amigo contra su cabello—. Yo estaré aquí, a tu lado, justo detrás de esta cortina —le sujetó la mano—. Y estaré sosteniendo tu mano, por si lo necesitas.

Los dos se recostaron en el duro suelo, colocando la cortina en medio. Por debajo de ésta, sus manos seguían unidas. Aunque Delilah deseaba poder dormir en su pecho, se conformaba con sentir sus dedos envolviendo los suyos tras esa tela.

—Buenas noches, Spaghetti.

—Buenas noches, Patata Piccolina.