9 EL JARDÍN DE SOFÍA
-Así que descubrió cuántas cubiertas hay. ¿Qué puede hacer con esa información?
-Sí, ésa es exactamente la cuestión. ¿Qué planeaba para que le pareciera necesario averiguarlo? Nadie más ha buscado eso, en toda la historia de la escuela.
-¿Cree que planea una revolución?
-Lo único que sabemos es que este niño sobrevivió en las calles de Rotterdam. Es un sitio infernal, por lo que he oído. Los niños son duros. Hacen que El señor de las moscas parezca Pollyana.
-¿Cuándo leyó usted Pollyana?
-¿Era un libro?
-¿Cómo puede planear una revolución? No tiene ningún amigo.
-Nunca he dicho nada de ninguna revolución, ésa es su teoría.
-No tengo ninguna teoría. No comprendo a este niño. Ni siquiera lo quería aquí arriba. Creo que deberíamos enviarlo a casa.
-No.
-Supongo que quería decir no, señor.
-A los tres meses de haber ingresado en la Escuela de Batalla, descubrió que la guerra defensiva no tiene ningún sentido y que debemos de haber lanzado una flota contra los mundos natales de los insectores justo después de la última guerra.
-¿Sabe eso? ¿Y me viene usted diciendo que sabe cuántas cubiertas hay?
-No lo sabe. Lo supuso. Le dije que estaba equivocado.
-Estoy seguro de que le creyó.
-Seguro que duda.
-Pues con más motivo debemos enviarle de vuelta a la Tierra. O a una base lejana en alguna parte. ¿Se da cuenta del problema que puede representar una filtración en seguridad?
-Todo depende de cómo utilice la información.
-Sólo que no sabemos nada de él, así que no tenemos forma de averiguar cómo la utilizará.
-Sor Carlotta...
-¿Es que me odia? Esa mujer es aún más inescrutable que su enanito.
-Una mente como la de Bean no se debe descartar sólo porque temamos que haya una grieta en seguridad.
-En este caso, la seguridad es una cuestión de extrema importancia.
-¿Acaso no somos lo bastante listos para crear nuevos engaños para él? Dejemos que descubra algo que piense que es verdad. Todo lo que tenemos que hacer es elaborar una mentira que pueda creerse.
Sor Carlotta estaba sentada en una mesa en la terraza del jardín, frente al viejo exiliado.
-Sólo soy un viejo científico ruso que vive sus últimos años de vida en las orillas del mar Negro. -Antón dio una larga calada a su cigarrillo y lo arrojó por encima de la barandilla, añadiéndolo a la contaminación que flotaba desde Sofía.
-Yo no represento a ninguna autoridad policial -dijo sor Carlotta.
-Para mí representa a algo mucho más peligroso. Pertenece usted a la flota.
-No corre ningún peligro.
-Eso es cierto, pero sólo porque no voy a decirle nada.
-Gracias por su sinceridad.
-Valora usted la sinceridad, pero no creo que deba decirle los pensamientos que su cuerpo despierta en la mente de este viejo ruso.
-Tratar de escandalizar a las monjas no es un gran deporte. No hay ningún trofeo en juego.
-Así que se toma su oficio en serio. Sor Carlotta suspiró.
-Cree que he venido porque sé algo sobre usted y no quiere que averigüe más. Pero he venido por lo que no puedo averiguar sobre usted.
-¿Y es?
-Todo. Como estaba investigando un asunto concreto para la F.I., entregaron un sumario de artículos sobre las investigaciones para alterar el genoma humano.
-¿Y apareció mi nombre?
-Al contrario, su nombre no se mencionó en ningún momento.
-Qué mala memoria tienen.
-Pero cuando leí los pocos trabajos disponibles de la gente que sí le mencionaba (siempre trabajos primerizos, antes de que la máquina de seguridad de la F.I. se encargara de hacer una buena criba), advertí una tendencia. Su nombre siempre se citaba en las notas a pie de página. Se citaba constantemente. Y, sin embargo, no se podía encontrar ni una sola palabra suya. Ni siquiera resúmenes de trabajos. Al parecer, usted nunca ha publicado nada.
-Y sin embargo me citan. Casi milagroso, ¿no? Su gente colecciona milagros, ¿no?
¿Para nombrar santos?
-No hay beatificación que valga hasta que esté uno muerto, lo siento.
-Sólo me queda un pulmón -dijo Antón-. Así que no tendré que esperar mucho, mientras siga fumando.
-Podría dejarlo.
-Con sólo un pulmón, hacen falta el doble de cigarrillos para obtener la misma nicotina. Por tanto, he tenido que aumentar la cantidad de cigarrillos, no reduciría. Esto debería ser obvio, pero claro, usted no piensa como un científico, sino como una mujer de fe. Piensa como una persona obediente. Cuando descubre que algo es malo, no lo hace.
-Su investigación trataba de las limitaciones genéticas que tiene la inteligencia humana.
-¿Ah, sí?
-Porque es en esa materia donde siempre se le cita. Naturalmente, esos trabajos nunca trataban de esa materia de un modo preciso, porque de lo contrario también habrían sido
censurados. Pero los títulos de los artículos mencionados en las notas al pie de página... los que usted nunca escribió, puesto que no ha publicado nada, están todos relacionados con ese tema.
-Es tan fácil en una carrera dar vueltas sobre lo mismo...
-Así que quiero formularle una pregunta hipotética.
-Mis favoritas. Junto con las retóricas. Me quedo dormido exactamente igual con unas que con otras.
-Supongamos que alguien quisiera quebrantar la ley e intentar alterar el genoma humano, concretamente para aumentar la inteligencia.
-Entonces alguien correría un grave peligro de que lo capturaran y castigaran.
-Supongamos que, mediante las mejores técnicas de investigación disponibles, encontraran ciertos genes que fuera posible alterar en un embrión para aumentar la inteligencia de la persona al nacer.
-¡Un embrión! ¿Acaso me está poniendo a prueba? Esos cambios sólo pueden llevarse a cabo en el cigoto. Una sola célula.
-Y supongamos que naciera un niño con dichas alteraciones. El niño nace y crece lo suficiente para que su gran inteligencia no pase desapercibida.
-Supongo que no estará hablando de un hijo propio,
-No estoy hablando de nadie en concreto. Un niño hipotético. ¿Cómo podría reconocerse si este niño ha sido alterado genéticamente? Sin llegar a examinar los genes, quiero decir.
Antón se encogió de hombros.
-¿Qué importa si examina los genes? Serán normales.
-¿Aunque hayan sido alterados?
-Es un cambio diminuto. Hipotéticamente hablando.
-¿Dentro del espectro normal de variaciones?
-Son dos interruptores, uno que conecta, otro que desconecta. El gen ya está ahí.
-¿Qué gen?
-Para mí, los superdotados fueron la clave. Los autistas, normalmente. Los discapacitados. Tienen un poder mental extraordinario. Calculan rápido como el rayo. Una memoria fenomenal. Pero son ineptos, incluso retardados en otros ámbitos. Tardan unos segundos en resolverte una raíz cuadrada de doce dígitos, pero son incapaces de comprar cuatro cosas en una tienda. ¿Cómo pueden ser tan brillantes, y tan estúpidos a la vez?
-¿Ese gen?
-No, fue otro, pero me mostró lo que era posible. El cerebro humano podría ser mucho más listo de lo que es. Pero hay... ¿cómo se dice, un precio?
-Una pega.
-Un precio terrible. Para poseer este gran intelecto, hay que renunciar a todo lo demás. Así es como los cerebros de los sabios autistas consiguen todo lo demás. Hacen una cosa, y el resto es una distracción, una molestia, más allá de cualquier interés concebible. Su atención no se divide.
-Entonces toda la gente hiperintelígente sería retrasada en algún otro modo.
-Eso es lo que todos suponíamos, porque eso es lo que veíamos, opciones parecían ser sólo los sabios relativos, que eran capaces de concentrarse un poco en la vida corriente. Entonces pensé… pero no puedo decirle lo que pensé, porque me han suministrado una or- den de inhibición.
Sonrió, indefenso. A sor Carlotta se le encogió el corazón. Cuando alguien
representaba un riesgo demostrado para la seguridad, le implantaban en el cerebro un aparato que hacía que cualquier tipo de ansiedad lanzara un bucle de retroalimentación, que provocaba un ataque de pánico. A esa gente se les suministraban sensibilizaciones periódi- cas para asegurarse de que sentían gran ansiedad cuando pensaban hablar del tema prohibido. En cierto modo, se trataba de una intrusión monstruosa en la vida de una persona; ahora bien, si se comparaba con la práctica común de encarcelar o asesinar a la gente a la que no se podía confiar un secreto vital, una orden de intervención podía parecer bastante humana.
Eso explicaba, naturalmente, por qué a Antón todo le divertía. Tenía que ser así. Si se permitía ponerse nervioso o furioso (cualquier emoción fuerte negativa, en realidad), entonces sufriría un ataque de pánico aunque no llegara a hablar de los temas prohibidos. Sor Carlotta había le��do un artículo en el que la esposa de un hombre equipado con uno de esos artilugios decía que su vida en pareja nunca había sido más satisfactoria, porque ahora se lo tomaba todo con mucha calma, con buen humor. «Ahora los niños lo adoran, ya no temen el momento en que abre la puerta.» Según el artículo, lo dijo horas antes de que el hombre se arrojara por un acantilado. La vida, al parecer, era mejor para todo el mundo menos para él.
Y ahora había conocido a un hombre cuyos recuerdos eran inaccesibles.
-Qué lástima -dijo sor Carlotta,
-Pero quédese. Mi vida aquí es solitaria. Es usted una hermana de la candad, ¿no? Apiádese de este viejo solitario, y dé un paseo conmigo.
Ella quiso rechazar la invitación, marcharse de inmediato. Sin embargo, en ese momento, él se echó atrás en su silla y empezó a respirar profunda y regularmente, con los ojos cerrados, mientras tarareaba una cancioncilla para sí.
Un ritual tranquilizador. De modo que... en el mismo instante en que la invitaba a pasear con él, había sentido algún tipo de ansiedad que activó el mecanismo. Eso significaba que su invitación encerraba algo importante.
-Claro que daré un paseo con usted -accedió ella-. Aunque, estrictamente hablando, mi orden no se preocupa en exceso por la piedad individual. No somos tan pretenciosas. Nuestra misión es salvar al mundo
Él se echó a reír.
-Si tuvieran que ir persona por persona sería demasiado lento, ¿no?
-Dedicamos nuestras vidas al servicio de las grandes causas de la humanidad. El Salvador ya murió por nuestros pecados. Nosotros trabajamos para tratar de limpiar las consecuencias del pecado en otras personas.
-Una misión religiosa muy interesante -admitió Antón-. Me pregunto si mi antigua línea de investigación habría sido considerada un servicio a la humanidad, o sólo otro desastre que alguien como usted tendría que limpiar.
-Eso me pregunto yo también.
-Nunca lo sabremos.
Salieron del jardín y pasaron al callejón situado tras la casa, y luego a la calle. La cruzaron y se encaminaron por un sendero que serpenteaba por un parque un tanto descuidado.
-Los árboles son muy antiguos -observó sor Carlotta.
-¿Qué edad tiene usted, Carlotta?
-¿Desde un punto de vista objetivo o subjetivo?
-Cíñase al calendario gregoriano, por favor, según la última revisión.
-El abandono del sistema juliano todavía afecta a los rusos, ¿no?
-Nos obligó durante más de siete décadas a conmemorar una Revolución de Octubre que tuvo lugar en noviembre.
-Es usted demasiado joven para recordar cuándo hubo comunistas en Rusia.
-Al contrario, soy lo bastante viejo para saber muy bien la historia de mi pueblo. Recuerdo sucesos que tuvieron lugar mucho antes de que yo naciera. Recuerdo cosas que nunca llegaron a ocurrir. Vivo en la memoria.
-¿Es un lugar agradable?
-¿Agradable? -repitió, encogiéndose de hombros-. Me río de todo ello porque debo hacerlo. Porque me conmueve con tanta dulzura... como cualquier tragedia, y sin embargo uno no aprende nada.
-Porque la naturaleza humana no cambia nunca -observó ella.
-He imaginado cómo lo habría hecho Dios mejor, cuando creó al hombre... a su propia imagen, creo.
-Hombre y mujer los creó. Sin duda, una imagen divina de lo más vaga, desde el punto de vista anatómico...
Él se rió y le propinó una palmada en la espalda con demasiada fuerza.
-¡No sabía que podía usted reírse de esas cosas! ¡Qué agradable sorpresa!
-Me alegro de haber traído un poco de alegría a su triste existencia.
-Y luego se hunde el cilicio en la piel.
Entonces llegaron a un templete que daba al mar. De todos modos, no ofrecía una visibilidad tan buena como la terraza de Antón.
-No es una existencia triste, Carlotta. Pues puedo celebrar el gran compromiso de
Dios al crearnos como somos.
-¿Compromiso?
-Nuestros cuerpos podrían ser eternos, ¿sabe? No tenemos que desgastarnos. Nuestras células están todas vivas; pueden mantenerse y repararse solas, o ser sustituidas por otras nuevas. Incluso hay mecanismos especiales para fortalecer nuestros huesos. La menopausia no tendría que impedir que una mujer tuviera hijos. Nuestros cerebros no tienen por qué deteriorarse, dejar escapar recuerdos o no registrar vivencias nuevas. Pero Dios nos creó con la muerte dentro.
-Parece que empieza a hablar en serio sobre Dios.
-Dios nos creó con la muerte dentro, y también con la inteligencia. Tenemos nuestros setenta años o así... quizás noventa, con cuidado. Dicen que, en las montañas de Georgia, no es algo extraordinario llegar a los ciento treinta años, aunque personalmente creo que son todos unos mentirosos. Dirían que son inmortales si pudieran salirse con la suya. Podríamos vivir eternamente, si estuviéramos dispuestos a ser estúpidos todo el tiempo.
-¡No me estará diciendo que Dios tuvo que elegir entre una vida larga y la inteligencia para los seres humanos!
-Está en su Biblia, Carlotta. Dos árboles: el conocimiento y la vida. Si comes del árbol del conocimiento, sin duda morirás. Si comes del árbol de la vida, nunca dejarás de ser un niño en el jardín y nunca morirás.
-Me habla en términos teológicos, y sin embargo pensaba que no era usted creyente.
-La teología es una broma para mí. ¡Y muy divertida! Puedo contar historias divertidas sobre la teología, para bromear con los creyentes. ¿Ve? Me complace y me mantiene tranquilo.
Por fin ella comprendió. ¿Con qué claridad tenía él que deletreárselo? Le estaba
dando la información que le había pedido, pero en código, de una forma que engañaba no sólo a quienes los escuchaban (y podrían estar anotando cada palabra que dijeran), sino también a su propia mente.
Todo era una broma; por tanto, podía decir la verdad, mientras lo hiciera de esta forma.
-Entonces no me importa oír sus ataques humorísticos a la teología.
-El Génesis habla de hombres que vivieron más de novecientos años. Lo que no nos dice es lo estúpidos que eran esos hombres.
Sor Carlotta soltó una carcajada.
-Por eso Dios tuvo que destruir a la humanidad con su pequeño diluvio -continuó Antón-. Para deshacerse de los estúpidos y sustituirlos por gente más lista. Sus mentes se movían rápido, su metabolismo cambiaba de forma asombrosa. Directos a la tumba.
-Desde Matusalén con sus casi mil años de vida hasta Moisés con sus ciento veinte, hasta nosotros ahora. Pero nuestras vidas se vuelven más largas.
-A eso me refiero,
-¿Ahora somos más estúpidos?
-Tan estúpidos que preferiríamos que nuestros hijos tuvieran vidas largas en vez de convertirse en algo parecido a Dios, conociendo... el bien y el mal... conociéndolo... todo,
Se agarró el pecho, jadeando.
-¡Ah, Dios! ¡Dios en el cielo!
Cayó de rodillas. Su respiración era ahora rápida y entrecortada. Puso los ojos en blanco. Estaba a punto de desmayarse.
Al parecer, no había podido seguir con su autoengaño. Finalmente, su cuerpo se había dado cuenta de que había conseguido revelar su secreto a esta mujer mediante el lenguaje de la religión.
Ella lo tendió de espaldas. En cuanto se desmayó, el ataque de pánico empezó a remitir. Pero un desmayo no era algo trivial para un hombre de la edad de Antón. Aun así no necesitaría ningún heroísmo para regresar, no esta vez. Despertaría tranquilo.
¿Dónde estaba la gente que se suponía que lo controlaba? ¿Dónde estaban los espías que escuchaban su conversación?
Se oyeron unos pasos veloces sobre la hierba, sobre las hojas.
-Un poco lentos, ¿no? -dijo ella, sin levantar la mirada.
-Lo siento, no esperábamos nada.
El hombre era joven, pero no parecía en extremo inteligente. En teoría el implante impedía a Antón contar su historia; no era necesario que sus guardias fueran listos.
-Creo que se pondrá bien.
-¿De qué estaban hablando?
-De religión -contestó ella, consciente de que su declaración probablemente se cotejaría con las grabaciones-. Estaba criticando a Dios por haber creado a los seres humanos. Decía que estaba bromeando, pero creo que un hombre de su edad nunca bromea del todo cuando habla de Dios, ¿no le parece?
-El miedo a la muerte los alcanza-dijo el hombre sabiamente... o al menos todo lo sabiamente que pudo.
-¿Cree que el hecho de que agitara su propia ansiedad ante la muerte le provocó este ataque de pánico accidental?
Si lo planteaba como una pregunta, no era en realidad una mentira, ¿no?
-No lo sé. Está volviendo en sí.
-Bueno, no quiero causarle más ansiedad por asuntos de tipo religioso. Cuando se despierte, dígale lo agradecida que estoy por la conversación. Asegúrele de que me ha clarificado muchos aspectos sobre el propósito de Dios.
-Sí, se lo diré -dijo el joven, diligente.
Naturalmente, comunicaría el mensaje sin entenderlo.
Sor Carlotta se inclinó y besó la frente fría y sudorosa de Antón. Entonces se puso en pie y se marchó.
Así que ése era el secreto. El genoma que permitía que un ser humano tuviera una inteligencia extraordinaria aceleraba un buen número de procesos corporales. La mente trabajaba más rápido. El niño se desarrollaba más rápido. Bean era, en efecto, el producto de un experimento para liberar el gen sabio. Le habían dado la fruta del árbol del conocimiento, del árbol del bien y del mal. Pero había un precio. No podría saborear el árbol de la vida. Lo que hiciera con su vida, tendría que hacerlo joven, porque no viviría para ser viejo.
Antón no había llevado a cabo el experimento. No había jugado a Dios, creando seres humanos que vivirían en una explosión de inteligencia, súbitos fuegos artificiales en vez de velas de llama lenta. Pero había descubierto una clave que Dios había escondido en el genoma humano.
Alguien, algún seguidor, alguna mente insaciablemente curiosa, algún visionario que ansiaba llevar a los seres humanos a la siguiente etapa de la evolución o alguna otra causa enloquecida, se había atrevido a dar el paso para introducir la llave, abrir la puerta, colocar la brillante fruta asesina en la mano de Eva. Y a causa de esa acción, aquel crimen resbaladizo y serpentino, era Bean quien había sido expulsado del jardín. Era Bean quien ahora, sin duda, moriría..., pero moriría como un dios, conociendo el bien y el mal.