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Primera parte

Sabía yo que en las tiendas de antigüedades, en el Gostinyi Dvor[7], podían adquirirse los libros más recientes a mitad de precio si se daba uno maña para regatear. Con frecuencia se encontraban allí libros muy poco usados, y a veces completamente nuevos. Opté por ese partido, y me propuse dirigirme a Gostinyi Dvor la primera vez que saliera a la calle. Esta ocasión se me presentó al siguiente día; necesitaba mamá no sé qué cosa que había de ir a comprar a la tienda, y en el mismo caso se encontraba también Anna Fiodórovna; pero ésta, por fortuna para mí, no se sentía con ganas de salir. De suerte que me encargaron a mí de ir a hacer las compras en compañía de Matriona.

No tardé en encontrar la codiciada edición, y en una encuadernación muy primorosa y bien conservada. Pregunté su precio. Al principio me pidió el librero más de lo que costaba en una librería de nuevo; pero poco a poco le fui haciendo que me rebajara —por cierto con bastante trabajo—, hasta que, después de alejarme yo varias veces de su tienda y hacer como que me iba a dirigir a otra, fijó su último precio en treinta y cinco rublos. ¡Qué gusto me daba a mí regatear! La pobre Matriona no podía comprender lo que por mí pasaba ni por qué aquel empeño mío de comprar de una vez tantos libros. Pero ¿quién podría descubrir mi rabia? Yo sólo disponía de treinta rublos, y el comerciante no me quería dar los libros más baratos del precio referido. Pero yo le rogué y porfié, y tanto hice por convencerlo, que al fin se ablandó y rebajó un poquitín más del precio, sólo dos rublos y medio, pero jurando y perjurando que ya no rebajaría y que sólo hacía eso por mí, en atención a tratarse de una señorita tan simpática: pero que a ningún otro cliente le habría hecho rebaja semejante. ¡Me faltaban todavía dos rublos y medio! Yo estaba a punto de echarme a llorar de puro disgustada. Pero en aquel instante acudió en mi salvación algo imprevisto.

No lejos de mí hube de divisar, de pronto, al viejo Pokrovskii, que andaba por una librería próxima. Rodeábanle cuatro o cinco libreros, y parecían tenerle ya acoquinado con sus vehementes ponderaciones. Todos ellos le ofrecieron libros, los más diversos que se pudiera imaginar. ¡Dios santo, si los hubiera ido a comprar todos…! El pobre viejo estaba totalmente perplejo e indeciso, sin saber por cuál decidirse de los muchos libros que le ofrecían por todas partes con grandes elogios de sus respectivos méritos. Yo me acerqué a él y le pregunté qué era lo que buscaba. El viejo se alegró mucho al verme, pues me quería mucho, aunque quizá no tanto como a su Pétinka.

—Mire usted, sí, Varvara Aleksiéyevna: estoy comprando unos libritos —contestóme— para Pétinka, ¿sabe? Se acerca ya su cumpleaños, y lo que a él le gusta más en este mundo son los libros; así que me dije: «Voy a comprarle unos libritos…».

Expresábase siempre el viejo de un modo muy raro; pero aquella vez estaba completamente tarumba. Cualquier libro que comprase allí le habría de costar uno y hasta dos o tres rublos. A los volúmenes grandes no se atrevía él a acercarse; limitándose a mirarlos de soslayo con una sonrisita golosa y hojearlos un poquito, muy despacio, con mucha vacilación y respeto… Los miraba y remiraba por todas partes, les daba vueltas en sus manos, y luego volvía a colocarlos en su sitio.

—No, no; esto es muy caro —decía luego a media voz—; veamos estos otros… —y empezaban a rebuscar entre los rimeros de folletos y opúsculos, entre los libros de canciones y los almanaques viejos, que, naturalmente, eran baratos.

—Pero ¿qué es lo que va usted a comprar? —le dije yo—. Estos folletos no valen nada.

—¡Ah, no —me objetó él—; pero fíjese usted qué libros tan bonitos hay aquí!

Profirió estas últimas palabras con tanta vehemencia y melancolía en la voz, que yo temí no fuera a echarme a llorar… por el dolor de que los buenos libros fuesen tan caros…, y por sus pálidas mejillas resbalase hasta su roja nariz alguna lagrimilla…

Me apresuré a preguntarle cuánto dinero llevaba.

—Aquí está todo —y así diciendo, sacó el pobre todo su capital, que llevaba envuelto en un trozo de periódico todo sucio—; mire usted: medio rublito, una moneda de veinte copeicas, alguna calderilla, unas veinte copeicas…

Yo me lo llevé en seguida al puesto de mi librero.

—Mire usted: aquí hay once tomos que cuestan todos juntos treinta y dos rublos y cincuenta copeicas. Yo tengo treinta rublos; deme usted los dos y medio que posee, ¡y compramos todos esos once tomos y se los regalamos entre los dos!

El viejo parecía ir a volverse loco de alegría; se sacó con sus trémulas manos de los bolsillos todo su dinero, y dispúsose a cargar después con nuestra improvisada biblioteca. El pobre viejo se fue guardando volúmenes en todos sus bolsillos, se encaminó luego a su casa, dándome antes su palabra formal de llevárselos el día siguiente a la nuestra sin que nadie lo viese.

En efecto: al otro día presentóse en casa con objeto de visitar a su hijo. Estuvo sentado en su cuarto, como de costumbre, una hora corta; pasó luego a vernos a nosotras, y me puso a mí una cara indeciblemente cómica y misteriosa. Sonriendo y frotándose las manos, orgulloso en su interior de poseer un secreto, comunicóme, con el mayor sigilo, que ya estaban los libros en casa, sin que nadie los hubiese visto, y que los tenía ocultos en la cocina, donde podrían estar escondidos, bajo la protección de Matriona, hasta el día del cumpleaños de Pétinka.

Luego, como es natural, recayó la conversación sobre la solemne fiesta que se aproximaba. El viejo se puso a hablar de ella con mucho entusiasmo, explicando cómo se debía efectuar, según él, la entrega del regalo, y cuanto más profundizaba en este tema y más ambiguamente lo hacía, tanto más claramente advertía yo que el pobre tenía algo que decirme que no quería o no sabía expresar, que acaso tal vez no se atrevía tampoco a manifestarme. Yo callaba y aguardaba. Su misteriosa alegría y su grotesca satisfacción, que a lo primero se traslucían en sus gestos, en toda su mímica facial, en sus sonrisitas y en ciertos guiños que hacía con el ojo izquierdo, se iban poco a poco disipando. Saltaba a la vista que era presa de interior desasosiego y que estaba preocupado y triste. Hasta que, por último, no pudo ya contenerse y empezó a decir con voz titubeante:

—Mire usted, Varvara Aleksiéyevna… ¿Sabe usted, Varvara Aleksiéyevna…? —el pobre viejo estaba todo alterado—. Sí, verá usted: cuando sea el día de su cumpleaños, coge usted diez libros y se los regala, ¿sabe? Luego cogeré yo el último tomo y se lo regalo yo solo, es decir, expresamente de mi parte. Ya ve usted: usted tiene que regalarle algo, y yo también tengo que hacerle algún regalo: pues de ese modo los dos habremos cumplido con él…

Aquí se estancó el viejo, y no sabía cómo continuar. Yo alcé la vista de mi labor; él estaba muy sentadito, y aguardaba, sin duda, temblando lo que yo fuera a decir…

—Pero ¿por qué no quiere usted que se los regalemos los dos juntos, Zajar Petróvich? —preguntéle.

—Sí, Varvara Aleksiéyevna: lo haremos así, como usted dice… Sólo que yo decía…

En una palabra: que el viejo no atinaba a expresarse, por lo cual calló y no prosiguió por el momento.

—Vea usted —añadió tras breve pausa—: Es que yo quería decirle que yo tengo mis defectillos, es decir, que a veces no me comporto del todo bien…, o sea, bueno, le confieso a usted que a veces incurro en tonterías, Varvara Aleksiéyevna…, a veces resulta que hace demasiado frío en la calle, o que tiene uno contrariedades que quiere olvidar, o que le ha sucedido algo desagradable y no quiere pensar en ello… Bueno; pues va uno y empuja la puerta de la taberna y entra y se bebe un vasito de más… A Pétruschka esto no le hace pizca de gracia. Se enfada conmigo, me riñe y se pone a explicarme lo que es la moral. Bueno. Pues por todo esto quiero yo hacerle un regalito para demostrarle que empiezo ya a poner en práctica sus lecciones y a corregirme. O sea, dicho de otro modo, que he ahorrado unos cuartejos, los suficientes para comprarle un libro, y que he ahorrado, no ahí cualquier cosa, puesto que yo de por mí no tengo ningún dinero, como no sea el que Pétinka me da de cuando en cuando. Esto le consta a él. De modo que no podrá menos de ver con gusto en lo que gasto yo las perras que él me da; ¡y que todo esto lo hago por él y por nadie más que él!

¡Qué pena me dio oír al viejecito! No me paré a reflexionar.

—¡Mire usted, Zajar Petróvich —le dije—: Regáleselos usted todos!

—¡Cómo todos! ¿Los once tomos?

—Sí, los once.

—¿Yo solo los once?

—Usted solo.

—Pero… ¿como si fueran sólo míos? ¿Sin decirle nada de usted?

Creía haberme expresado con suficiente claridad; pero el viejo tardó largo rato en comprenderme.

—¡Ah, ya! —exclamó finalmente, reflexionando—. Eso sería magnífico; pero ¿y usted, Varvara Aleksiéyevna?

—¿Yo? Pues no le regalo nada, sencillamente.

—¡Cómo! —exclamó el viejo casi asustado—. ¿Que no le va a regalar nada a Pétinka? ¿Que no le quiere usted regalar nada?

Segura estoy de que en aquel instante estaba el viejecito dispuesto a rechazar mi ofrecimiento, con la sola intención de que yo pudiera regalarle algo a su hijo. ¡Qué buen corazón tenía aquel viejecito!

Yo me apresuré a asegurarle que, naturalmente, yo también quería regalarle algo, sólo que me dolía menoscabarle a él su satisfacción.

—Porque si a su hijo de usted le gusta el regalo y se alegra, y usted también está contento —añadí—, yo compartiré su alegría.

De esta suerte logré tranquilizar al viejo. Éste permaneció aún dos horas con nosotras; pero ni un solo momento pudo estarse quieto en su silla; se levantaba, iba de un lado para el otro, se ponía a hablar más alto que nunca, loqueaba con Sascha, me besaba a hurtadillas la mano y me hacía visajes por detrás de la silla de Anna Fiodórovna, y así estuvo todo el tiempo, hasta que, finalmente, se fue. Es una palabra: que el pobre viejo no cabía en su pellejo de puro contento y que nunca en toda su vida se había sentido tan alegre.

La mañana del solemne día presentóse en casa a las once en punto, acabadito de oír misa, vistiendo una chaqueta muy decente, aunque recosida; unas botas nuevas, según anunciara, y un abrigo también nuevo. En cada mano traía un paquete de libros… Matriona le había prestado dos servilletas para que lo envolviese. Nosotras estábamos sentadas en aquel momento junto a Anna Fiodórovna tomando el café (era domingo). Creo recordar que el viejo empezó hablándonos de Puschkin, que era un gran poeta; de donde tomó pie para, no sin dificultad, y con su inseguridad y confusión habituales, y haciendo más pausas que nunca, pero no obstante con inusitada fluencia, pasar a otro tema, a saber: que debíamos todos ser buenos, que cuando no lo somos es señal de que cometemos necedades. Las malas inclinaciones han corrompido y degradado siempre a los mortales. Sí; hasta llegó a ponernos algunos ejemplos pavorosos de incontinencia para sacar la conclusión de que él, desde hacía ya algún tiempo, estaba muy corregido de su vicio, conduciéndose ahora de un modo casi ejemplar. Ya antes había reconocido la razón que tenía su hijo al amonestarle; pero ahora verdaderamente era cuando había empezado a abstenerse de todo lo malo y a vivir de acuerdo con lo que su razón consideraba bueno. En demostración de lo cual iba a regalarle a su hijo aquellos libros que llevaba y para comprar los cuales durante mucho tiempo había estado ahorrando el dinero preciso.

A mí me costaba trabajo contener las lágrimas y la risa en tanto hablaba el pobre viejo. ¡Qué bien había aprendido a mentir en cuanto lo juzgó necesario! Inmediatamente procedimos a trasladar solemnemente los libros al cuarto de Pokrovskii, donde los colocamos en la tabla destinada al efecto. Pokrovskii adivinaría en seguida la verdad.

Invitamos al viejo a que nos acompañase a la mesa. Aquel día lo era de alborozo para todos en la casa. De sobremesa nos pusimos a jugar a las prendas, y después a las cartas. Sascha hacía de las suyas y se mostraba más atolondrada que nunca; pero yo no la secundaba en sus puerilidades. Pokrovskii estaba muy atento conmigo y buscaba a cada instante la ocasión de hablarme; pero yo no me dejaba coger. ¡Fue aquel el día más feliz de aquellos cuatro años de mi vida!

A partir de él me asaltan recuerdos tristes y graves, y empieza la historia de mis días nublados. Quizá por esto me parece como si mi pluma empezara a resbalar más reacia, cual si empezase a sentirse cansada y no quisiese llevar más adelante el relato. Por eso he contado con tanta minuciosidad y con tanto amor todos los pormenores de cuanto hubo de acaecerme en aquellos días felices de mi vida. ¡Qué breves fueron aquellos días! En seguida vinieron las penas, penas hondas, a ahuyentarlos, y sólo Dios sabe cuándo mis tristezas podrán ya tener fin.

Mi desdicha empezó con la enfermedad y muerte de Pokrovskii.

Habrían transcurrido dos meses desde el día de su cumpleaños, cuando cayó enfermo. En aquellos dos meses habíase desvivido el pobre por buscarse una colocación que pudiese asegurarle la existencia, pues hasta entonces no tenía ninguna. Como todos los tuberculosos, se hacía la ilusión de que iba a vivir mucho, ilusión que no lo abandonó hasta el último instante. Una vez le salió una colocación de profesor no sé dónde; pero él sentía aversión invencible por la enseñanza. Su enfermedad, ya declarada, era un obstáculo para que ingresase en el Ejército. Sin contar con que hubiera tenido que aguardar mucho tiempo hasta cobrar un sueldo. En una palabra: que Pokrovskii sólo encontraba en todas partes el fracaso. Esto, naturalmente, ejerció sobre él una mala influencia. Se consumía. Arruinaba su salud, aunque él no lo advertía. En esto llegó el otoño. Todos los días envolvíase él en su ligera capita para ir a buscar una colocación…, lo que para él constituía un tormento. Y siempre volvía a casa cansado, famélico, mojado de la lluvia y los pies húmedos, hasta que, finalmente, hizo tales progresos su enfermedad, que tuvo que quedarse en la cama… para no levantarse más… Murió en las postrimerías del otoño, a fines de octubre.

Yo le asistí en su enfermedad. Durante todo el tiempo que ésta duró rara vez abandoné su estancia. Con frecuencia me pasaba la noche en vela. Por lo general, él se amodorraba por efecto de la fiebre y deliraba; luego se ponía a hablar, Dios sabe de qué, y a veces también de la colocación que tenía proyectada, de sus libros, de mí, de su padre…, y así me enteré yo de muchas cosas de su vida que ignoraba y que nunca había sospechado.

En los primeros tiempos de su enfermedad, y de asistirle yo, todos en la casa me miraban de un modo especial, y Anna Fiodórovna movía la cabeza. Pero yo solía mirarlos a todos de frente, y entonces cesaban de criticar el interés que yo por el enfermo me tomaba… Mamá, por lo menos, dejó de censurarme.

De cuando en cuando Pokrovskii me reconocía; pero estos intervalos de lucidez eran relativamente raros. Casi todo el tiempo se lo pasaba perdido el conocimiento. Con frecuencia estaba hablando mucho, mucho, a veces casi toda la noche, pero con palabras vagas, borrosas, a no se sabía quién, y su voz ronca sonaba en el cuarto, tan reducido con el mismo eco apagado que en una tumba. Entonces sentía yo miedo. Sobre todo, las últimas noches parecía estar con el estertor; sufría horriblemente, y sus quejidos de dolor desgarraban el alma. Todos en casa estaban conmovidos. Anna Fiodórovna no hacía más que rezar y pedirle a Dios que aliviara su agonía. Llamaron al médico. Y éste dijo que el enfermo no pasaría de la mañana siguiente.

El viejo Pokrovskii se pasaba las noches en el corredor, pegado a la puerta del cuarto de su hijo. Le habíamos acomodado allí una cama, poniendo algunas esterillas como base en el suelo. A cada instante se asomaba al cuarto…, y daba miedo verle. El dolor le llegaba tan a lo hondo, que parecía enteramente enajenado, insensible y estúpido. Le temblaba la cabeza… Temblábale todo el cuerpo y murmuraba mecánicamente palabras misteriosas, hablando consigo mismo. Parecíame que el dolor le había quitado el conocimiento.

Al amanecer quedóse, por fin, dormido el viejo en el corredor. A eso de las ocho empezó la agonía del hijo. Yo desperté a su padre. Pokrovskii estaba a la sazón en todo su juicio, y se despidió de todos nosotros. ¡Qué cosa más rara! Yo no podía llorar; pero creía sentir físicamente cómo el corazón se me deshacía en pedazos.

Pero los más terribles fueron para mí los últimos instantes del enfermo. Él estuvo largo rato rezando, implorando algo que no le entendía, pues ya se le trababa la lengua. El corazón se me encogió. Una hora entera estuvo lleno del mayor desasosiego, y a cada instante pedía no sé qué cosa, intentando hacer un ademán con su mano ya rígida, para volver luego a pedir, con su voz ronca y apagada, no sé qué…, pues sus palabras eran ya sólo sonidos incoherentes que yo no acertaba a descifrar. Yo le llevaba todo cuanto había en el cuarto a la cama; le daba de beber; pero él no hacía más que mover tristemente la cabeza y mirarme. Hasta que, por fin, adiviné lo que quería; me pedía que levantara los visillos de la ventana y la abriera. Quería ver por última vez la luz del día, la divina lumbre del sol.

Yo levanté los visillos y abrí las maderas; pero estaba amaneciendo un día turbio y triste, cual la pobre vida, que se extinguía, del agonizante. No hacía pizca de sol. Las nubes envolvían el cielo con una espesa niebla, y aquél se mostraba lluvioso, melancólico y sombrío. Una fina llovizna batía quedamente los cristales de la ventana, estrellándose contra ellos en claros y fríos goterones. El día respiraba lobreguez y turbiedad. Su pálida luz sólo penetraba tenuemente en el cuarto, donde apenas si empalidecía la trémula lamparilla que ardía ante el icono. El moribundo me contempló tristemente, muy tristemente, y movió, como en un estremecimiento cansado, la cabeza. Un minuto después era cadáver.

De su sepelio se encargó Anna Fiodórovna, la cual mandó comprar un féretro muy sencillo y alquilar un coche fúnebre. Pero para resarcirse de los gastos incautóse Anna Fiodórovna de todos los libros y objetos de su propiedad. El viejo se resistía a transferirle la herencia de su hijo, luchó con ella, gritó, alborotó, se llevó los libros, guardándoselos en todos los bolsillos, hasta en el sombrero, en todas partes donde podía, y así, con ellos encima, estuvo andando por allí, sin separarse de ellos, ni siquiera para trasladarse con nosotros a la iglesia. Todos aquellos días asemejó un alienado. Con rara actividad, siempre andaba ocupado en arreglar algo del féretro; ya enderezaba las hojas verdes, ya encendía los cirios, para apagarlos en seguida y volver nuevamente a encenderlos. Advertíase claramente que no podía fijar el pensamiento mucho rato en una cosa.

A la misa de réquiem en la iglesia no asistieron ni mi madre ni Anna Fiodórovna. Mamá estaba aún enferma. Pero Anna Fiodórovna, que ya estaba vestida para salir, hubo de enredarse otra vez en litigio con el viejo Pokrovskii; enojóse, y decidió quedarse en casa. Sólo estábamos en la iglesia el viejo y yo. Durante la misa me acometió de repente una congoja inexpresable…, cual vago presentimiento de lo que me reservaba el Destino. Apenas y podía tenerme en pie.

Cerraron finalmente el ataúd, colocáronlo en el coche y se lo llevaron hacia el cementerio. Yo sólo le acompañé hasta el extremo de la calle. Desde allí continuó el coche al trote. El viejo siguió el vehículo, llorando alto, y su llanto era temblón y entrecortado, pues se ahogaba al correr. Una vez se le cayó al pobre el sombrero; pero no se detuvo para recogerlo, sino que siguió adelante. Llevaba la cabeza mojada de la lluvia. Levantóse un viento fino y frío y le azotó el rostro. Pero el viejo pareció no advertirlo, y continuó corriendo y llorando tan pronto a uno como a otro lado del coche. Los largos faldones de su raído sobretodo le revolaban, como alas, bajo el embate del viento. Por todos los bolsillos le asomaban libros, y al brazo llevaba un grande y pesado volumen, que convulsivamente estrechaba contra su pecho. Los transeúntes se descubrían y santiguaban. Algunos se quedaban parados y contemplaban al viejo con ojos de asombro. A cada paso se le caía algún libro, que iba a caer en el fango de la calle. Entonces le llamaban, le hacían detenerse y darse cuenta de su pérdida. Él recogía el libro del suelo, y seguía andando tras el coche fúnebre. Poco antes de volver la esquina acercóse una mendiga anciana y se puso a seguir también con él el coche. Finalmente dio aquél la vuelta a la esquina y desapareció.

Yo me volví a casa. Temblando de dolor, me arrojé en los brazos de mi madre. La estreché fuerte contra mi pecho, la besé y de pronto rompí a llorar. Y yo me apegaba angustiosamente a la única criatura que todavía me quedaba, como mi último consuelo, cual si la hubiese querido retener para siempre, a fin de que la muerte no pudiera arrebatármela.

Pero la muerte se cernía ya sobre mi pobre madre…

* * *

11 de junio

¡Cuánto le agradezco a usted, Makar Aleksiéyevich, nuestro paseo de ayer por las islas! ¡Qué hermoso estaba aquello, qué maravillosamente verde y cómo trascendía el aire a perfumes!… ¡Hacía tanto tiempo que no veía yo céspedes ni árboles…, todo el tiempo que estuve mala, y pensaba que iba a morirme, pero lo que se dice morirme!… ¡Conque figúrese usted lo que yo tenía que sentir y sentí ayer!

No se enfade usted porque me mostrase triste. Me siento muy bien y muy alegre; pero precisamente en mis mejores instantes está escrito que tenga yo algún motivo de tristeza: así me ocurre siempre. Ni tampoco tiene nada de particular que yo llorase; yo misma no sé por qué tengo siempre que llorar. Soy, lo comprendo, de una excitabilidad morbosa; todas las impresiones que experimento me resultan morbosamente…, morbosamente violentas. El cielo claro y sin nubes, la puesta del sol, el silencio vespertino…, todo eso…, y nada a punto fijo…; en suma; que yo me encontraba ayer en una disposición de espíritu como para que todo hiciera en mí una impresión triste y torturante, hasta el punto de desbordárseme en seguida el corazón y apetecer mi alma las lágrimas. Pero ¿por qué le escribo a usted todo esto? ¡Si tanto trabajo le cuesta al corazón explicarse estas cosas, qué penoso no le será expresarlas! Pero puede que usted me comprenda.

¡Dolor de alegría! Pero ¡qué bueno es usted, Makar Aleksiéyevich! Ayer me miraba usted a los ojos cual si quisiera leer en ellos lo que yo sentía, y era usted feliz con verme tan contenta. Ya se tratase de un macizo, de una alameda o un arroyuelo…, allí estaba usted siempre ante mí, tan ufano, mirándome siempre a los ojos, cual si todo aquello que usted me mostraba fuese propiedad suya. ¡Todo lo cual demuestra que usted tiene un buen corazón, Makar Aleksiéyevich! Por eso le quiero yo tanto.

Pero tengo que despedirme aquí. Hoy estoy de nuevo malucha; ayer me mojé los pies y he cogido un enfriamiento. Fiodora no está aún buena del todo…, no sé lo que tiene. De modo que estamos malitas las dos. No se olvide usted y venga a vernos con más frecuencia. Su…

V. D.

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12 de junio

¡Palomita mía, Varvara Aleksiéyevna! Yo imaginaba, hija mía, que iba usted a describirme en términos poéticos nuestra excursión de ayer, y resulta que sólo me envía una carta de una carilla.

Pero no quiero censurarla, pues si me escribe tan poco, con ello le basta para hacerme la descripción de todo extraordinariamente bien. La Naturaleza, las distintas sensaciones que a la vista del paisaje experimentó…, todo eso, con una sola palabra, ha sabido usted describírmelo breve, pero admirablemente. Yo, en cambio, no tengo ni pizca de talento para describir cosa alguna; aunque garrapatease diez hojas de papel, no llegaría a decir nada ni a hacer una verdadera descripción de lo que fuese.

Me dice usted que yo soy bueno, benigno de condición, lleno de benevolencia para todo el mundo, incapaz de hacerle al prójimo el menor daño y que sé apreciar bien las bondades del divino Creador, que hallan su expresión en la Naturaleza, y me honra usted, además, con otras diversas lisonjas… Todo eso que usted dice es verdad, hija mía, la verdad pura, pues realmente soy como me pinta, y no se me oculta a mí; y me alegro mucho cuando veo que alguien me describe del modo que usted lo hace; sin querer me pongo alegre y contento…; pero luego, no obstante, se me ocurren pensamientos graves de toda índole. Pero escúcheme usted, nena, que quiero contarle algo de todo eso.

Empezaré remontándome a la época en que yo sólo contaba diecisiete primaveras, que fue cuando ingresé en la burocracia oficial; pronto se cumplirán treinta años de mi actuación como funcionario. En todo ese tiempo ha de saber que he gastado muchos trajes de uniforme, me he vuelto un hombre más sesudo y cauto, he visto y tratado gente, he vivido…, sí, ¿por qué no decirlo?… he vivido yo también y adquirido experiencia…, y hasta una vez quisieron proponerme para una condecoración: pensaron concederme una cruz en premio a mis servicios. Esto último quizá se resista a creerlo; pero es la pura verdad; no le miento, hija mía. Pero ¿a qué viene todo esto? Pues verá usted. Es el caso que en este mundo hay de todo: personas buenas y personas malas.

Pero tenga usted en cuenta lo que voy a decirle, hija mía: yo soy un hombre inculto, hasta estúpido, si usted quiere; pero, en cambio, tengo un corazón enteramente igual al de los demás hombres. Así que ¿sabe usted, Várinka, lo que me han hecho sufrir los malos prójimos en la oficina? Vergüenza me da decirlo. Usted preguntará que por qué era eso. Pues precisamente porque yo soy una criatura que se calla, un hombre modesto, porque yo soy un buen chico. Yo no les resultaba de su gusto, y así, siempre me echaban a mí la culpa de todo. Al principio, cuando hacía alguien algo que no estaba bien, en seguida salían diciendo:

—¡Ah, sí! ¡Usted habrá sido, Makar Aleksiéyevich!…

Con el tiempo esa frasecita se convirtió en esta otra:

—¡Ah, naturalmente que habrá sido Makar Aleksiéyevich! ¿Quién otro habría de ser?

Hasta que, finalmente, ya no decían más que:

—¡Desde luego que ha sido Makar Aleksiéyevich! ¿Para que molestarse en preguntar?

Ya ve usted, hija mía, en lo que paró la historia. De todo cuanto malo pasaba tenía la culpa Makar Aleksiéyevich. Habían llegado al extremo de convertir el nombre de «Makar Aleksiéyevich» no sólo en sinónimo de todo lo malo para todo el ministerio, sino que, no contentos todavía con haber hecho de mi nombre una palabra maldita, una censura digna de anatema, cuando no una frase de desprecio…, aún tenían siempre algo que decir de mis botas, de mi traje, de mi pelo y de mis orejas; en una palabra: de todo lo mío; todo lo mío les parecía mal, lo encontraban de distinto modo a como debía ser. ¡Y esta canción todos los días, durante una infinidad de años! Yo he acabado por acostumbrarme a eso, porque soy un hombre de paz, porque soy un hombrecillo. Pero, al fin y al cabo, tiene uno que preguntarse: «¿Qué he hecho yo para merecer ese trato? ¿A quién le hice nunca mal? ¿Le he quitado a alguno su puesto en el escalafón? ¿O le he ido al jefe con chismorreos a cuenta de algún compañero, con la mira de granjearme alguna recompensa con el soplo? ¿O he urdido alguna conjura contra alguien?». ¡Pecaría usted, hija mía, si imaginase algo ni remotamente parecido a nada de eso! ¿Soy yo, acaso, hombre capaz de cometer actos semejantes? Míreme usted con atención, hija mía, y dígame luego usted misma si me cree capaz de urdir enredos ni conjuras. Pero, entonces, ¿por qué ha caído sobre mí esa plaga? ¡Señor, perdónalos! Usted, Várinka, me tiene por un hombre de bien; pero ¡es que usted misma es incomparablemente mejor que todas las demás criaturas, Várinka!

¿Cuál es la gran virtud cívica? Respecto a esta pregunta, expresábase hará dos días no más Yevstafii Ivánovich, en conversación particular, en los siguientes términos. Decía: «La mayor virtud cívica es… la de procurarse dinero». Hablaba, naturalmente, en broma (me consta que lo decía por chanza); pero la moraleja de la frase (lo que propiamente quería él decir) era que no debe uno serle gravoso a nadie. Pero ¡yo a nadie se lo he sido! Yo me he ganado siempre mi pedazo de pan. Se trata sólo de un pedazo de pan, de pan a veces duro y seco, pero que es mi pan, adquirido honrada y legalmente con mi trabajo.

Pero, después de todo, ¡qué hemos de hacerle! No se me oculta que no hago nada de extraordinariamente grande cuando me siento a mi mesa en la oficina y me pongo a copiar minutas. Y, sin embargo, estoy ufano de ello: trabajo, hago algo útil, y lo hago mediante la labor de mis manos. Y, además, ¿es que hay algo de malo en el hecho de que yo no haga más que copiar? ¿Se trata, por ventura, de algún pecado? ¡Bah! ¡No es más que un amanuense! Pero vamos a ver: ¿qué tiene eso de deshonroso? Mi letra es perfectamente clara, legible, hasta el punto que me parece de imprenta, y da gusto ver toda una carilla escrita por mí y… Su excelencia, el ministro, está muy contento conmigo. Siempre soy yo quien quiere que le copie los documentos que se le han de llevar a la firma. Sí, todo esto está muy bien; pero ¡no tengo estilo! ¡De sobra sé yo que no lo tengo, que carezco del ponderado estilo! No domino los giros del discurso. También eso lo sé, y ésa es la razón de que haya prosperado tan poco en el servicio… A usted misma, hija mía, le escribo yo ahora a la buena de Dios, tal y como me sale, sin arte ni primores, como el corazón me lo dicta… Todo esto lo sé muy bien yo; pero, después de todo, si todo el mundo escribiese de un modo original, ¿quién diantre… copiaría?

Ése es el problema. Ya lo ve usted. Y ¿qué me contesta usted a esto, palomita mía? Así que yo sé muy bien que soy necesario, mejor dicho, imprescindible, y que sería insensato enojarse por murmuraciones ociosas. Yo me comparo con un ratoncillo, si usted cree que tengo con él alguna semejanza. Pero este ratoncillo es necesario, sin este ratoncillo no se puede salir adelante, este ratoncillo es un elemento con el cual se ha de contar, y a este ratoncillo, por último, le han prometido incluso una gratificación… ¡Ya ve usted qué idiota soy!

Pero ya he hablado de sobra acerca de eso. No quería decirle a usted nada; pero ahora ya… se presentó ocasión de ello, y, además, sus palabras me punzaron. ¡Gusta mucho siempre ver que le hacen a uno algo de justicia!

¡Adiós, hijita, consuelito mío! Ya iré, seguramente que iré a visitarla, lucerito, para ver cómo les va a ustedes y qué hacen. No se aburra demasiado hasta entonces. Yo le llevaré un libro. ¡Que se conserve buena, Várinka!

¡De todo corazón le desea toda clase de dichas su…!

Makar Dievuschkin

* * *

20 de junio

¡Mi muy estimado Makar Aleksiéyevich! Le escribo a la carrera, pues dispongo de muy poco tiempo…, tengo que terminar un trabajo para una fecha fija.

Voy a decirle, sin ambages, de qué se trata: se ha presentado una buena ocasión de compra. Dice Fiodora que un conocido suyo tiene un uniforme casi nuevo, pantalones, casaca y gorra, de que quería deshacerse, y, según ella dice, a muy bajo precio. ¡Si usted quisiera comprárselo…! Usted tiene ahora dinero y no pasa apuros…, usted mismo me ha dicho que tiene ahora dinero de más. Así que se usted razonable y adquiera esas prendas.

Le están haciendo mucha falta. ¡No tiene usted más que mirarse al espejo y verá qué viejo está ese traje que lleva puesto! ¡Da, verdaderamente, grima! Está todo lleno de manchas. Y a mí me consta que no tiene ningún traje nuevo, por más que usted asegure que lo tiene. Dios sabe lo que habrá hecho con él. Así que hágame caso y cómprese esas prendas, ¡se lo ruego! ¡Hágalo por mí, si es que algo me quiere!

Usted me ha regalado ropa blanca. Y debo decirle, Makar Aleksiéyevich, que se está excediendo. Va usted a arruinarse, no se lo digo en broma, pues lo que lleva gastado en mí representa… ¡un capital! ¿Cómo puede usted derrochar de ese modo? ¡Yo no necesito nada; todos esos obsequios están de más! Me consta, créame, me consta que usted me quiere, por lo cual resulta superfluo el que usted trate de demostrarme, regalo tras regalo, la verdad de ese cariño. ¡Si usted supiese el trabajo que me cuesta aceptar sus obsequios! Sé lo que a usted le cuestan. ¡Así que terminantemente le digo que no me envíe usted más regalitos! ¿Lo oye usted? ¡Se lo suplico, se lo imploro!

Me pide usted que le envíe la continuación de mis apuntes, y dice que debo terminarlos. ¡Dios mío, si yo misma no sé cómo pude escribir tanto como escribí en ese cuadernillo! No; me falta valor ahora para hablar de mi pasado. No quiero volver a fijar en él mi pensamiento. Les tengo miedo a esos recuerdos. ¡Y hablar de mi pobre madre, cuya única hija vino a ser víctima, muerta ella, de tantos infortunios! ¡Me sería de todo punto imposible! ¡El corazón me sangra cuando, aunque sea desde lejos, evoco esos recuerdos! ¡Está aún demasiado fresca la herida! ¡No tengo tampoco sosiego alguno para pensar, y, no obstante haber transcurrido ya un año entero de esas cosas, aún no he logrado recobrar la serenidad! Pero, además, ¡usted lo sabe todo!

Le he comunicado a usted ya también los presentes designios de Anna Fiodórovna. ¡Me echa en cara mi ingratitud y me calumnia diciendo que yo me entendía con el señor Bukov! Me intima que me vuelva con ella. Dice que estoy viviendo de limosnas y que he emprendido un mal rumbo. Si me vuelvo a su lado, dice que ella se encarga de reanudar la historia con el señor Bukov y ponerlo en el trance de darme la reparación que me debe. Ha llegado incluso a decir que el señor Bukov me abonará una indemnización. ¡Que Dios los perdone! Yo estoy aquí muy bien bajo su protección de usted y al lado de mi Fiodora, que con el apego que me tiene me recuerda mi antigua y feliz infancia. Pero usted no es sino un pariente remoto mío, lo cual no es obstáculo para que mire por mí y me sirva de escudo con su nombre y su buena fama. A esa gente no la conozco, la daré al olvido…, ¡si es que puedo! ¿Qué más quieren de mí? Dice Fiodora que todo eso es hablar por hablar y que acabarán por dejarme en paz y en gracia de Dios. ¡Ojalá sea así!

V. D.

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21 de junio

¡Palomita mía, amor mío! Siento impulsos de escribirle; pero no sé… ¡por dónde empezar!

¡No es notable cómo los dos vivimos ahora! Lo digo únicamente porque, ya lo sabrá usted, jamás he pasado unos días tan felices. ¡Exactamente parece que me ha gratificado Dios con un hogar y una familia! ¡Mi hijita es usted, nena mía! ¡Qué decía usted de cuatro camisas que yo le había enviado! Sí, señor, que le hacían falta…; me lo dijo Fiodora. Y para mí, hijita, constituye un placer el mirar por usted; ésa es, créalo, mi mayor delicia; así que… no me la niegue usted y acceda a hacerme feliz. Jamás hasta ahora experimenté yo nada semejante, corazoncito mío. Estoy viviendo ahora otra vida muy diferente de la anterior.

En primer lugar, una vida entre dos, si me es lícito decirlo así, ya que la tengo a usted tan cerca, lo que es para mí una gran alegría y un consuelo grande. Y en segundo lugar, mi vecino de cuarto. Ratasayev —ese empleado en cuya habitación se celebran veladas literarias— nada menos, me ha invitado también hoy al té. He de advertirle que hoy se celebra en su cuarto una de esas reuniones y en ellas se leerá algo de literatura. ¡Ya ve usted, hijita, la vida que me doy!, ¿eh?

Pero quede con Dios, nena. Ya le he escrito bastante, sin objeto alguno concreto, sólo para hacerla partícipe de mi bienestar. Usted me mandó decir con Teresa que necesitaba seda de color para sus bordados; pues esté tranquila, hija mía, que yo se la compraré, que la tendrá mañana mismo, si tanta prisa le corren. Ya sé dónde se puede encontrar de la mejor.

Su sincero amigo,

Makar Dievuschkin

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25 de junio

Querida Varvara Aleksiéyevna: Estas líneas sólo tienen por objeto comunicarle que ha ocurrido en nuestra casa algo sumamente triste, algo que por fuerza ha de excitar la compasión de todo el mundo. Esta mañana, a las cinco, pasó a mejor vida el hijo pequeño de los Gorschkov. No sé a punto fijo de qué…, si de viruelas o, ¡vaya usted a saber!, quizá de escarlatina. Yo he visitado hoy a sus padres. ¡Ah, hijita, si viera en qué pobreza viven!… Y ¡qué desorden en su cuarto! Aunque, después de todo, no hay que maravillarse de ello: toda la familia está recogida en una sola habitación, que sólo por decoro han dividido un poco mediante un biombo.

Ahora todavía tienen allí con ellos el féretro del pequeño… Un ataúd muy sencillo, de lo más barato, pero muy primoroso; lo han comprado ya listo. El muertecito contaba nueve años, y, según dicen, hacía concebir las más lisonjeras esperanzas. ¡Me da pena, mucha pena, ver su cuerpecito inanimado, Várinka! La madre no llora, pero está la pobre muy triste, Puede que represente para ellos un alivio el verse libres de una boca; pero todavía les quedan dos que alimentar: un niño de pecho y una nenita de unos seis años, que no es posible que tenga más.

¡Qué sentirá el padre que ve sufrir a un hijo suyo y querido, y se encuentra en la imposibilidad absoluta de valerle! El padre de este niñito que acaba de morir está envuelto en un traje viejo, sucio y deshilachado, y se sienta en una silla medio desvencijada. Las lágrimas corren por sus mejillas, quizá no por efecto del dolor, sino sólo de la costumbre…; pero, sea como fuere, los ojos le lloran. ¡Es un individuo tan raro!

Siempre se pone como la grana cuando se le habla y nunca tiene respuesta pronto. La nena está apoyada en el féretro, muy quietecita y seria y muy ensimismada. No me gustan, Várinka, las niñas tan serias; me causan inquietud. En el suelo hay tirada una muñeca vieja…, pero la niña no la coge para jugar. Con el dedito en la boca, así está ella…, así estaba y no se movía. La patrona la obsequió con un bombón; ella lo tomó, pero no se lo comió. ¡Qué triste es todo esto!, ¿verdad, Várinka?

Suyo,

Makar Dievuschkin

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25 de junio

Mi inapreciable Makar Aleksiéyevich:

Le devuelvo a usted su libro. ¡Qué cosa tan pesada! Se cae de las manos. ¿Dónde encontró usted esa joya? Bromas aparte… ¿le gustan a usted, de verdad, libros así? Usted me prometió hace un par de días buscarme algo para leer. Yo también puedo compartir los libros con usted, si usted quiere. Pero, adiós, hasta la vista. No dispongo de tiempo para prolongar esta carta.

V. D.

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26 de junio

Querida Várinka: Le confieso sinceramente, hijita mía, que yo no había leído ese libro. A decir verdad, lo hojeé por encima, lo bastante para comprender que se trataba de algo disparatado, escrito únicamente para hacer reír y entretener a la gente. Pero me dije: «Será un libro chistoso, y puede que le agrade a Várinka». Y sin pensar más, lo cogí y se lo envié.

Pero ahora me ha prometido Ratasayev darme a leer algo verdaderamente literario. De modo que dispóngase usted a recibir buenos libros, hijita. Ratasayev…, ¡ése sí que entiende de libros! Él también escribe, y ¡cómo escribe! Pues escribe muy bien y tiene un estilo, créame, sencillamente grandioso. En cada palabra se encierra algo…, hasta en las más vulgares y corrientes, en cada frase, hasta en el modo como yo, por ejemplo, les digo algo a Faldoni o a Teresa…, pues hasta en eso sabe él expresarse con estilo. Yo asisto ahora con toda regularidad a sus veladas literarias. Nosotros fumamos y él nos lee cosas, y se está leyendo hasta cinco horas de un tirón, pero nosotros le escuchamos sin pestañear todo ese tiempo. ¡Es que eso son perlas sencillamente, no literatura! ¡Sencillamente flores, flores fragrantes…, tantas flores en cada página, que se podía formar con ellas un ramillete! ¡Y es en el trato tan efusivo y cordial! ¿Qué soy yo comparado con él? Nada. Él es un hombre respetable, un hombre famoso…, mientras que yo, ¿qué soy? Nada. No valgo para nada, no soy a su lado nada. Y, sin embargo, él me honra con su benevolencia. Ya le he copiado dos o tres cosillas. ¡Pero no vaya usted a creerse, Várinka, que esto influya en él en manera alguna, quiero decir, que se muestra tan cariñoso conmigo porque yo le copie sus trabajos! ¡No preste usted oídos, hija mía, a esos chismorreos; no les dé fe ninguna, no les conceda el menor crédito! No; si yo le copio esas cosas es por pura voluntad, porque quiero hacerle algo grato, sencillamente. Y si él me muestra, como así es, benevolencia, lo hace también por libre impulso, por proporcionarme alegría. ¡No soy tan lerdo yo que no lo entienda; basta con saber qué ternura se oculta en todo eso! Es él un hombre bueno, muy bueno, y, además, un escritor de todo punto incomparable.

Entraña la literatura una cosa bella, Várinka, algo muy hermoso, según he podido comprobar ayer en casa de Ratasayev. ¡Y al mismo tiempo una cosa profunda! Fortifica y corrobora e ilustra a los hombres… y hace, además, otras cosas, todo lo cual resalta en sus libros. ¡Están verdaderamente muy bien escritos! La literatura… viene a ser una pintura, en cierto sentido, claro está: un cuadro y un espejo; un espejo de las pasiones y de todas las cosas íntimas: es instrucción y edificación a un tiempo mismo, es crítica y es un gran documento humano. Todo esto se lo he oído decir a los contertulios de Ratasayev y yo lo he deducido también de sus conversaciones. Sinceramente le confieso, hija mía, que cuando estoy entre ellos, sentadito y escuchando… y fumando mi pipa, lo mismo que ellos…, y ellos se ponen a hablar y a medir sus armas y a disputar acerca de las cosas más diversas, suelo decir, como en el juego de las cartas, sencillamente… ¡paso! Pues cuando se ha perdido la mano ya no queda otro recurso, y ambos, querida Várinka, tenemos que decir eso de ¡paso! Yo estoy sentado entre ellos, tan callado como un pasmarote, y me avergüenzo de mí mismo. Y por más que uno durante toda la velada esté pensando en el modo de intercalar una palabrita en la conversación general, no siempre puede lograrlo. ¡No encuentra uno, por más que lo hace, esa palabrita! Por más vueltas que le dé uno…, nada, ¡que no se le ocurren sino naderías! Parece que está uno embrujado, Várinka, y acaba por inspirarse lástima a sí mismo, que es lo que es, pudiéndosele aplicar el refrán que dice: «Tonto nació y tonto morirá».

¿Que qué hago yo ahora en mis ratos de ocio?… Pues dormir, dormir como un borrico. Pero en lugar de ese dormir inútil podía emplear mis horas libres en algo agradable o provechoso, como, por ejemplo, sentarme a la mesa y ponerme a escribir esto o lo otro, lo primero que se me ocurriera…, ¿no? Para utilidad y edificación, y aun por gusto de uno mismo. Y escuche, hijita, ¡lo que ellos ganan con lo que escriben, así Dios los perdone! Por ejemplo, sin ir más lejos, este mismo Ratasayev, ¡hay que ver lo que trabaja! ¿Qué es para él garrapatear un pliego entero? ¡Muchos días ha llegado a escribirse cinco, y cobra según dice, trescientos rublos por pliego! Cuando escribe alguna historieta breve o algo humorístico, alguna anecdotita u otra cosa para el público…, quinientos, más o menos; pero por menos de ese precio, ¡nunca! Ahórcate si quieres… ¿No quieres? Bueno…, ¡pues otro dará mil! ¿Qué le parece, Varvara Aleksiéyevna?

Pero no para ahí la cosa. Tiene él, por ejemplo, un cuadernillo de poesías, todo de cositas pequeñas: un par de rengloncitos nada más…; bueno, pues siete mil rublos, hijita, siete mil rublos nada menos le van a pagar por el cuadernito, ¿qué piensa usted? Eso representa un capital, grande como una finca; eso significa el tanto por ciento de una casa de cinco pisos. Cinco mil rublos dice él que le ha ofrecido ya, sólo que él no cede. Yo he tratado de persuadirle con buenas razones, diciéndole: «Hombre, tome usted los cinco mil, tómelos usted y luego ya puede volverles las espaldas y escupirles, si quiere, a esos tíos; porque, hombre, cinco mil rublos ya son dinero». Pero nada, él dice que no cede, que ya ellos tendrán que conformarse y abonarle los siete mil rublos, los muy pícaros. ¡Mire si es listo!, ¿eh?

Mire, hija mía: ya que estamos hablando de esto, voy a copiarle a usted un pasaje de las Pasiones italianas. Tal es el título de una de sus obras. Lea usted y luego juzgue, Várinka:

… Vladimiro se aproximó; ardían en su interior las pasiones y su sangre le hervía…

—¡Condesa —exclamó—, condesa! ¿Sabe usted qué espantosa es esta pasión, qué ilimitado este delirio? ¡No, no me engañan mis sentidos! ¡Yo amo, amo con todo entusiasmo, de un modo loco, delirante! ¡La sangre toda de tu esposo no bastará a apagar la hervorosa pasión de mi alma! ¡Estos pequeños obstáculos son incapaces de contener en su torrente de llamas el fuego destructor, infernal, que arde en mi pecho desolado! ¡Oh Sinaida, Sinaida!…

—¡Vladimiro!… —murmuró la condesa, desvaída; y dejó caer la cabeza en su hombro.

—¡Sinaida! —exclamó Smelski fuera de sí, y de su pecho escapóse un sollozo.

En el altar del amor brotó clara la llama y rodeó las almas de los amantes.

—¡Vladimiro! —murmuró la condesa. Alzábase su pecho, teñíanse de púrpura sus mejillas, brillaban sus ojos.

¡Habíase cerrado el nuevo y espantoso pacto!

Al cabo de media hora entró el viejo conde en el tocador de su esposa.

—Pero, corazón mío, ¿cómo es que no se ha preparado todavía el samovar para nuestro querido huésped? —preguntó, acariciándole las mejillas, a su esposa.

Dígame, hija mía: ¿qué le parece esto? ¿No es verdad que es un poquito libre?… No es posible negarlo; pero, al mismo tiempo, ¡qué brío tiene y qué bien escrito está! Pero, no; tengo que copiarle todavía otro pasaje del cuento titulado Jermak y Zuleika.

Imagínese usted, hijita, que el cosaco Jermak, el osado conquistador de la Siberia, se halla enamorado de Zuleika, la hija del caudillo siberiano Kuchum, al que ha cogido prisionero. La acción se desarrolla en la época en que reinaba Iván el Terrible…, como usted verá. Bueno; ahora voy a copiarle un diálogo entre Jermak y Zuleika.

—¿Me amas, Zuleika? ¡Oh, repítemelo, repítemelo!…

—¡Te amo, Jermak! —dijo Zuleika.