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9: El baile de la Muerte

En el entrechocar constante

de la lluvia contra el asfalto,

se distinguía una súplica lánguida, un murmuro desesperado.

El tempo de mi corazón se

saltó entonces tres compases y

mis pulmones se detuvieron,

atormentados y abrasantes.

La piel me ardía y las manos 

me temblaban cuando te vislumbre por vez primera.

Te amé como solo un alma puede amar a otra,

como se ama algo profundo y oscuro, 

en silencio y sin vacilaciones.

Eran tus labios mis verdugos, tus ojos las estrellas de mi firmamento y tu aliento, la brisa marina de mi mundo.

Y te amé como ama la lluvia a las flores, como un artista ama su obra, como solo un corazón anhela amar.

Y te sentí morir en mis brazos, espirar tu último aliento,

dedicar tu última mirada.

Me acariciaste la mejilla con tus dedos fríos y trémulos.

Las mismas mejillas que se ven ahora inundadas de 

mares a la deriva, de angustia y dolor, 

de toda una  vida de amor.

Cerré tus ojos para siempre y, entre mis brazos,

yo te sostuve hasta que el tiempo se detuvo,

hasta que la lluvia lloró por ambos, 

hasta que la eternidad nos abrazó,

 concediéndonos toda la vida. 

Dos corazones detenidos, dos almas asesinadas.

Morí en el instante que tú lo hiciste y,

en cada paso dado desde entonces,

me he encargado de grabar la danza de la muerte,

un vals sin ti.

Vidas no hay suficientes para amarte.

No hay palabras en el mundo para confesarte mi amor,

ni bastantes flores para ser dignas de ti.

Joyas no hay que expresen mis sentimientos,

ni noches suficientes para adorarte.

No hay tiempo suficiente para amarte, ni en la vida, ni en la muerte.