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Mi demonio Nicolás [VOLUMEN 1]

Los hermanos Beryclooth. Su historia comenzó el día que fueron separados. A Arthur, su propia sangre le cortó sus alas; Nicolás conoció la verdadera oscuridad habitable en su alma, olvidándose del cielo para adentrarse en el infierno, renaciendo como un hombre malvado y sin miedo a nada. En el bajo mundo, él es conocido como “El demonio”.

Blond_Masked · LGBT+
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32 Chs

Capitulo 1. Contra la pared

[15 de Octubre, año 2023...]

En una noche de tormenta eléctrica, un relámpago fugaz atravesó el cielo, su resplandor blanco se filtró por la ventana de la sala, seguido de un abrumador estruendo que sonó con prominencia como si fuera a partir cielo.

Acostumbrado a los constantes truenos, ignoré los fuertes rugidos de la tempestad y continué mi lectura en el sofá junto a una lámpara de noche, cuando escuché la puerta principal abrirse.

Volteé distinguiendo entre la negrura de la oscuridad, la figura alta del hombre con el que compartía este techo, no podía ver nada más que su silueta, pero lo reconocí de inmediato.

— ¡Por fin llegas! Bienvenido —dejé mi libro junto a la lámpara y me levanté instintivamente—. Debes estar cansado, deberías dormir. Iré por... Una cobija —. Apenas si pude dar medio paso cuando me jaló de la gorra de mi sudadera atrayéndome de nuevo al sillón, azotándome de espaldas a este. Saltó sobre el respaldo y se posicionó encima de mí.

Me asusté cuando vi sangre en su camisa y parte de su cara.

— ¡Estás herido! Déjame ver… —llevé mi mano a su rostro acariciándole la mejilla alarmado. Me agarró de la muñeca y sonrió con ironía.

— No pasa nada. Es la sangre de alguien más —afirmó fríamente con su maquiavélica voz.

Me soltó y su mano se coló juguetona debajo de mi ropa. Temblé cuando su fría piel manchada de sangre hizo contacto con mi abdomen.

— E...espera...

— ¿Me estabas esperando? —susurró con su aliento golpeándome el oído.

— Estaba... preocupado. No puedo dormir sin saber cuando volverás —evité su mirada que estaba en sombras por la luz de la lámpara. Me intimidaba mucho cuando me miraba directamente a los ojos.

— Sí... ese es tu trabajo, esperar por mí.

Se dispuso a repasar mi cuerpo toscamente, como era de costumbre, me mordió el cuello tan fuerte que no contuve mis ganas de gritar. Me abrió la sudadera y levantó mi playera dejando expuesto todo mi torso del pecho hasta mi vientre.

No le importaba estar cubierto de sangre, me tocó y acarició dejando rastros de esta por doquier; después de vivir con él por tanto tiempo, me di cuenta que lo que lo excitaba más que otra cosa era la sangre, ya fuera en su propio cuerpo o en el de alguien más, pude verlo: sus oscuros ojos iluminándose al contemplarla, resplandeciendo de lujuria al derramarse por una superficie, sus labios torciéndose en una amplia sonrisa sombría.

Me dio la vuelta poniéndome boca abajo, alzándome las caderas. Temblé en el acto.

— ¡Ah! —me cubrí la boca al sentir el contacto de una pizca de líquido espeso y cálido caer entre mis nalgas. Era saliva—. Po… por favor, hoy no...Por favor… —Le rogué en un susurro, sonando lo más gentilmente que me fue posible, atrapó mi nuca ejerciendo presión para silenciar mis quejas.

Esparció su saliva en la zona de mi entrada como dilatación y acto seguido, dos de sus dedos se abrieron paso en mi ano. Usé ambas manos para cubrirme la boca, derramando silenciosas lágrimas goteando en el colchón del sillón.

Mientras mancillaba mi cuerpo y me quitaba la ropa descaradamente, comencé a recordar, cómo es que mi vida se había convertido en esto, remontándome mucho tiempo atrás en mis recuerdos.

 [ . . . ]

Solía tener un hermano llamado Nicolás. Éramos tan cercanos que estábamos juntos todo el tiempo, íbamos juntos a todas partes, hacíamos todo juntos. Él era mi ejemplo a seguir, mi guía, mi mejor amigo, y también... mi guardián.

Mamá y papá discutían todo el tiempo. A mis cuatro años, era incapaz de entender lo que sucedía entre ellos, me asustaba y ponía a llorar siempre que los escuchaba gritar, pero mi hermano tomaba mi mano y me llevaba a nuestra habitación en el segundo piso, ahí nos encerrábamos con el seguro de la puerta, jugando sin prestar atención a los ruidos de la planta baja.

En preescolar, mamá nos llevaba a la escuela en auto y cuando nos veía entrar, se iba. Dado que Nicolás era dos años mayor que yo, estábamos en grupos separados. Yo lloraba cada vez que tenía que separarme de él, me sentía solo y desprotegido sin él a mi lado.

En el salón de clase de primer año, todos los niños jugaban, platicaban, y garabateaban divertidos bajo la supervisión de la maestra, mientras que yo permanecía sentado, incapaz de encajar con el resto, a la espera del recreo para ver a Nicolás y comer juntos; ya que ni él ni yo teníamos amigos.

Un día, se me ocurrió regalarle algo a mamá, así que me puse hacer un dibujo de mi madre, mi hermano y yo agarrándole de la mano; y, por si acaso, a papá en el fondo. Pero repentinamente, un líquido rojo y espeso se derramó sobre la hoja, esparciéndose por todo mi dibujo. Levanté la vista incrédulo, viendo a uno de mis compañeros vaciando el bote de pintura roja intencionalmente sobre mi pupitre, mirando atentamente la hoja sobre este, como si le entretuviera ver como la mancha crecía sobre la hoja de papel.

Al caer en cuenta que lo había hecho a propósito, me puse a llorar de enojo, la maestra al darse cuenta, se nos acercó atónita al saber lo que ocurrió, aún así, preguntó:

— ¿Qué pasó?

— Pinté la hoja de Arthur.

Dijo con orgullo, seguido del sonido del timbre que anunciaba el recreo. Mientras que todos los demás salieron, mi compañero y yo nos quedamos con la maestra en el aula, ella lo regañó dando a entender asertivamente que eso no estaba bien y le pidió disculparse conmigo; y así lo hizo, mostrando genuino arrepentimiento.

La puerta del aula estaba abierta, a través de ella, pude sentir la mirada de Nicolás, parado expectante en medio del patio, absorto de todos los niños que jugaban corriendo y riendo a su alrededor como si no existieran. Su mirada profunda y oscura estaba fija dentro de mi aula destellando de curiosidad, como si tratara de adivinar el contexto de la escena.

Cuando todo quedó resuelto, la maestra me ofreció papel para limpiar mis lágrimas y fluido nasal, permitiéndonos a ambos salir a jugar.

Salí a nuestro encuentro y Nicolás me preguntó por qué lloraba y le dije todo entre lágrimas recordando el dibujo que arruinó. Todo el tiempo permaneció mirándome fijamente, con unos ojos cuya intensidad era comparable a tener encajadas un par de navajas en el pecho, pero para mí, esos ojos representaban que me escuchaba.

A la hora de salida, antes de cruzar la puerta de la escuela, dijo que iría al baño y me pidió que lo esperara junto a la puerta. Me quedé a lado de la maestra que entregaba a los niños a sus padres que llegaban a recogerlos.

— Nicolás ya se tardó, ¿no?

Siseó y asentí preocupado. Decidí ir a buscarlo a los sanitarios, pero no estaba ahí, me extrañé asustado, pero enseguida esa emoción se disipó cuando una voz chillante acompañada de un golpe seco llamaron mi atención desde la parte trasera de las aulas, proveniente de la parte trasera de las aulas donde se ubicaban los contenedores de basura y normalmente no nos permitían acercarnos.

Como todo niño, me vi tentado a saciar mi curiosidad averiguando lo que sucedía ahí. El chillido de alguien se agudizaba tras un golpe dado con algo delgado que con solo escucharlo me erizaba la piel.

Llegué al fondo y lo descubrí.

Me paralicé al presenciar a mi hermano golpear cruel y constantemente con una rama gruesa y seca a un niño tirado en el piso en posición fetal, cubriéndose la cara con sus brazos a modo de escudo para protegerse de la tosca lluvia de golpes que Nicolás le daba con una expresión fría y neutra.

En cuestión de segundos me di cuenta que era mi compañero que había derramado la pintura sobre el dibujo. Él lloraba y balbuceaba, se veía tan asustado que ni siquiera podía alzar la voz en medio de su llanto. Los golpes se detuvieron de repente, cuando desvié la vista a Nicolás, supe el por qué: él me estaba mirando.

Balbuceé incapaz de procesar algo que decir, apenas si pasaron un par de segundos antes de que la portera nos encontrara.

— ¿Niños? ¿Dónde están? Su mamá está esperand...

Se detuvo al descubrirnos, percatándose enseguida de los rasguños y marcas rojas infringidos en el rostro y brazos de mi compañero, cuyas heridas sangrantes parecían arder sobre su piel.

No era de extrañar que tuviéramos problemas serios tanto con la directora como con la madre del niño, especialmente Nicolás. Mamá tuvo que ir en persona a disculparse varias veces, desbordando vergüenza.

Nunca en mi vida la vi tan apenada.

Cuando me preguntaron lo que sucedió, mi maestra de aula, a sabiendas de mi estrecha relación fraternal y la situación mejor que nadie, me ayudó a dar la explicación de lo que había llevado a mi hermano a golpear así a mi compañero y aunque era hasta cierto punto justificable, su actitud fue reprobable en todo sentido.

A Nicolás lo castigaron sin recreo ni juegos por dos semanas y lo obligaron a escribir varias planas de disculpa y arrepentimiento, cosa que se negó a hacer.

Mis padres, entre preocupados y enojados, intentaron hacer que asumiera su culpa dándole sermones de moral que mi hermano se negó a escuchar yendo a encerrarse en su cuarto dejándolos con la palabra en la boca.

Me había dado cuenta que Nicolás era bastante violento e impulsivo, incluso con cosas pequeñas, pero no sólo eso, sino que le gustaba reírse del dolor de los demás cuando alguien tenía un accidente que lo lastimaba o hacía llorar. Para muchos, su comportamiento no era el de un niño normal. Escuchaba a las maestras recomendarle a mi madre que lo llevara con un psicólogo (aunque en ese tiempo, yo no sabía lo que era).

Yo no les creía. No me gustaba que dijeran esas cosas de mi hermano y aunque fueran verdad, Nicolás no sólo era mi hermano mayor, también era mi mejor amigo, mi protector, él seguía siendo mi héroe.

Y entonces, un día después de esa tragedia que llenó nuestra casa de gritos, llantos y sangre, Nicolás desapareció.

[11 de Agosto, año 2020...]

Mi nombre es Arthur Beryclooth, tengo dieciséis años y acabo de entrar a la preparatoria hace un par de meses.

Mi vida no volvió a ser la misma desde el día en que mi mundo se derrumbó. Me sentía tan sólo y miserable que diariamente me sofocaba el hecho de vivir.

¿Por qué querer continuar en este mundo tan gris? ¿Tan triste y cruel?

Escuché el timbre que anunciaba el inicio de clases. Me dirigí a mi aula por un pasillo en el que dos chicos de tercer año iban pasando.

— ¿Conoces al nuevo que llegó ayer? Da miedo con solo mirarlo ¡y está en mi grupo!

— Creo que lo llegué a ver en el almuerzo, tiene pinta de pandillero. Cuando pasé a lado de él, sentí que me iba a golpear.

No presté atención a su curiosa conversación y seguí mi camino con indiferencia.

Una vez en el aula, saqué mis libros y pretendí escuchar a la maestra que hablaba con su voz perdiéndose bajo la opacidad de mis pensamientos. Miré a la ventana y no pude evitar perderme en el pasado de nuevo.

Con el paso de los años, cada vez se volvió más difícil recordar el rostro de mi hermano, a pesar de haber pensado en él todos los días con la esperanza de que apareciera un día.

En vez de solidar la imagen de cómo lucía, su recuerdo se alejaba cada vez más hasta el punto en que ya no tenía la suficiente claridad en mi memoria para saber cómo era su rostro. Visualizar sus facciones infantiles se convirtió en un reto para mí.

En mi adolescencia, estuve por dejarlo en el olvido, pero de alguna manera, cada vez que lo intentaba, sentía que si lo hacía, mi soledad sería total, mucho peor que antes, así que por mucho que lo intenté, no pude desprenderme de ese recuerdo del cual ahora dependía emocionalmente, de esa persona que tenía miedo de enterrar completamente en el pasado.

Me quedé inmerso en mis pensamientos como siempre sin prestar atención a las palabras de la profesora.

Como mi pupitre estaba ubicado justo junto a la puerta, me sobresalté cuando esta se abrió frente a mí. Tres chicos ingresaron al salón, uno de ellos con unas hojas en mano.

— Compermiso —dijo el que los encabezaba mientras mi atención fue atrapada por el último en entrar, el cual era el más alto de los tres y, el más llamativo a decir verdad.

Era alto y de tez blanca, ligeramente bronceada. Tenía las sienes rasuradas hasta la nuca, dejando una mata de cabello en medio peinado hacia atrás, el cual era tan oscuro como la noche, dándole un estilo rebelde y atractivo. Cejas rectas cuya forma elegante contrastaba con el resto de sus rasgos, a excepción de sus ojos los cuales no podía ver por las gafas oscuras que los cubrían.

Su uniforme estaba desalineado: las mangas estaban dobladas a la altura de sus codos, mostrando unos antebrazos firmes y marcados; los primeros tres botones de su camisa estaban desabrochados, exponiendo parte de su pecho.

Recargó su espalda en el pizarrón llevando sus manos a los bolsillos.

Al observarlo, mi corazón saltó.

¿Por qué? ¿Por qué sentía como si el rostro de ese muchacho me resultará tan familiar? Estaba casi seguro de que era la primera vez que lo veía. Entonces, ¿por qué esa sensación de angustia continuaba creciendo en mi pecho?

— Buenos días. Somos de tercer año y nos mandaron a invitarlos a que se inscriban en alguna de las clases particulares de deportes… —me levanté bruscamente, absorto en la apariencia de aquel muchacho, ignorando las miradas que todos los presentes me dedicaron por mi brusco movimiento, incluyéndolo a él quien pareció sorprenderse al percatarse de mí como si no me hubiera notado antes.

— P-perdón, yo… —balbuceé sin pensar en qué decir.

La maestra hizo una mueca extrañada de mi actitud, pues normalmente yo era muy tranquilo y reservado.

— ¿Se te ofrece algo, Beryclooth? —tragué saliva, apaciguando el tono de mi voz para hablar con serenidad.

— ¿Puedo preguntar…? ¿Cómo te llamas? —el chico arqueó una ceja, dando paso a una sonrisa divertida antes de hablar.

— Acabas de hacerlo —la gravedad de su voz me erizó la piel. Tenía un tono suave y varonil.

Uno de los chicos de tercero intervino en la conversación.

— Ah, es nuevo en nuestro grupo, llegó ayer y vino con nosotros para conocerlos. Se supone que iba a presentarse hasta el final de la plática, pero...

— Me llamo Noé, Noé Marshall —le interrumpió.

La teoría que formé inconscientemente en mi cabeza, se derrumbó a pedazos.

Sobra mencionar que la maestra me pidió que me sentara si no tenía nada más que decir, pasando de largo mi inusual actitud para que la plática continuara.

Ignoré las palabras de los chicos de tercero encogido en mi lugar mientras jugaba nerviosamente con mis manos y la cabeza baja por la vergüenza que acababa de pasar al haber llegado a una conclusión precipitada.

 [ . . . ]

El timbre anunció la hora de almorzar. Antes de salir, fui al baño a lavarme la cara.

No había dejado de pensar en ese chico, todo de él acaparaba mi mente: su cabello, sus facciones, su voz, pero sobre todo, el escalofrío que recorrió mi columna al ver su sonrisa arrogante y sombría. Cada que la visualizaba en mi cabeza, el corazón se me aceleraba.

Me mojé la cara y me vi al espejo contemplando mi reflejo: mi cabello lacio y oscuro, largo de los mechones laterales a mi rostro que me llegaban debajo de las orejas más varios mechones sobre mi cara de la cual resaltaban mis grandes y rasgados ojos marrón claro.

Ni siquiera nos parecíamos. ¿Por qué pensé que podría ser él? Era demasiado bueno para ser verdad, era imposible a esas alturas de mi vida.

Comencé a sentir tristeza. Resultó que no es quien yo esperaba que fuera y por mi bien, debía dejar de pesar en eso, era estúpido y deprimente.

Me sequé la cara con el papel para secar las manos y al abrir la puerta, choqué con el pecho de un chico que iba entrando. Alcé mi rostro para disculparme, enmudeciendo al ver de quién se trataba.

— Hola, bebé.

— ¿Adrián? —me abrazó desbordando emoción.

No podía creer que estuviera en la escuela, seguía procesándolo.

— ¿Me extrañaste? Porque yo a tí sí —mencionó con ilusión brillando en sus ojos.

Adrián Hale. Mi primer amigo en una vida, el chico que me salvó de mi muerte cuando estuve a punto de cometer suicidio, cuando estaba harto de estar tan solo.

Lo conocí en secundaria, se convirtió en mi mejor amigo, tiempo después, se volvió mi novio.

Cuando terminamos el tercer grado, me prometió ir a la misma preparatoria con tal de no separarse de mí. Pasaron dos meses desde el ingreso y me desilusioné cuando no lo vi en ninguna clase, pensé que me había abandonado.

— Adrián, pensé... que no te quedaste —y era verdad, me envió un mensaje articulando que lo habían asignado a otra escuela.

— Tuve problemas con la inscripción. ¡Me mandaron a mi segunda opción! Tuve que esperar un mes para hacer el trámite de cambiarme aquí, y otro mes para que me dieran una confirmación, pero ya estoy aquí.

— Adri... —me silenció besando mis labios con ternura y pasión. Lo agarré de la ropa, anonadado por el beso que no esperaba.

Me acorraló contra la pared del baño y continuó con el intercambio de saliva a través de nuestras lenguas embarcadas en una danza embriagadora entre nuestras cavidades. Rodeó mi cintura, pegándome más a su cuerpo.

¿Cómo decirlo? Adrián era importante, muy importante para mí y lo quería en mi vida, pero como amigo.

Después de conocerlo, con el paso del tiempo creí que estaba enamorado, pero como nunca tuve un amigo en mi vida ni sabía cómo se sentía, no fui capaz de diferenciar la amistad del amor; así que cuando se me declaró, pensé que la emoción que aceleró mi corazón en ese momento era amor, pero cuando nos convertimos en una pareja, descubrí que ese sentimiento no era más que una ilusión, una idea mía en consecuencia de mi ignorancia emocional y falta de convivencia.

Pensé que lo amaba, pero la realidad es... que no me siento como si lo hiciera. Pude darme cuenta que la razón de mi falta de amor por él se limitaba a una amistad, ni más, ni menos.

Me sentía sofocado con tanto afecto pasional, incómodo con su contacto excesivo, vacío con sus besos, pero no tenía el valor para confesarlo. No podía, no después de todo lo que había hecho por mí. Tenía miedo de herirlo y que se alejara de mí.

Él era todo lo que tenía.

— Adrián, estamos en la escuela —lo aparté gentilmente, deseoso de que dejara de abrazarme.

— Ah, perdón, me emocioné. Hace meses que no hablamos —era cierto, yo no solía enviarle mensajes ni llamadas, Adrián siempre era el primero en iniciar nuestras conversaciones.

Bajamos juntos al patio del instituto; ahí, nos sentamos en una banca con vista a la cancha de baloncesto. Saqué mi almuerzo para empezar a comer, mientras Adrián solo me observaba.

— ¿No vas a comer? —pregunté.

— Olvidé mi comida en casa.

— Puedes comprar algo en la cafetería.

— No tengo dinero —suspiré mirando mi comida, tomando un nugget con mi tenedor y se lo ofrecí. Me miró sonrojado, antes de aceptar el bocado con expresión alegre.

Mi mirada se desvió casualmente en otra dirección, al otro lado del patio, apartado de la cancha de básquet donde lo vi, vi a Noé parado en un rincón junto a la jardinera, apoyando su espalda en la pared. Tenía la mirada perdida en un punto ciego del campus mientras masticaba una empanada.

Y como si supiera que lo miraba, su rostro se volteó hacía mí. Inmediatamente aparte la vista, apenado.

No sólo su porte, sino que cada movimiento que hacía, tenía un impacto increíble.

— Arthur, ¿por qué no comes? —enfoqué mi vista en Adrián que estaba sorprendentemente cerca de mi cara. Tuve que apartarme un poco por su invasión a mi espacio personal.

— No tengo mucha hambre —rodé mis ojos discretamente al mismo lugar, pero fue desconcertante no verlo ahí.

¿Tal vez se fue al darse cuenta de que lo estaba viendo?

A la hora de salida, me reuní con Adrián en la puerta. Estábamos a punto de irnos, pero...

— Mierda, creo que dejé mi libro en el escritorio.

— Ve rápido te esperaré.

— Gracias, bebé —me estampó un beso en la mejilla y salió corriendo al edificio de las aulas. Crucé la puerta y esperé fuera de esta recargado en el muro, se estaba haciendo un poco tarde, ya casi no había estudiantes y los que quedaban se marchaban rápido.

Miré a un lado impaciente, viendo algo que llamó mi atención: la entrada de un estrecho callejón ubicado a pocos metros de donde me encontraba parado; de este, una canica color caramelo salió rodando hasta la mitad del pavimento.

¿Qué demonios?

No me iba a quedar parado como si no hubiera visto nada. Me vi atraído por el origen de la diminuta esfera, dando pasos cortos e inseguros por lo extraño de la situación.

Acorté la distancia con ganas de asomarme y una mano surgió de las sombras atrapando el cuello de mi camisa jalándome violentamente a lo oscuro.

Pasó tan rápido que apenas si pude reaccionar. Fui arrastrado a lo más profundo y mi espalda azotó con fuerza en un muro de ladrillos. Mi voz se ahogó bajo la mano que cubrió mi boca, dejándome indefenso y sin oportunidad de pedir ayuda.

— ¡Ukh! ¡Mmh...! —me quejé aterrado e incapaz de defenderme.

Cerré mis ojos con fuerza temiendo a ser golpeado o amenazado al creer que se trataba de un asalto; sin embargo, la ronca y tranquila voz que escuché me hizo abrirlos.

— Sshhh... No voy a hacerte daño —mi cuerpo se exaltó al toparse con un rostro cubierto por una máscara blanca que parecía el cráneo de un cuervo bajo la capucha de una sudadera negra.

A la vista sólo podía divisar unos hipnóticos ojos en sombras que me miraban desde arriba debido a su altura, clavados en los míos con severidad.

— Cuanto tiempo, Arthur…