Rosina miró al hombre que se alzaba sobre ella. Alzó la mano para tocarle la cara.
—¿Cómo te llamas, señor? —preguntó con inocencia.
—Perise.
Durante los siguientes tres años, Rosina se convirtió en la perra de Perise. Una joven loba que él se cogería todas las noches después de terminar con su esposa. Después de todo, Rosina era mucho más joven que la enfermiza Luna de la manada.
Rosina pensó que era normal, ya que la acción demostraba amor y cuidado según las palabras de Perise, pero la mantenían encerrada en la habitación. No le permitían salir a jugar con otros niños.
—Mientras no me golpeen, esto está bien —murmuró Rosina y se acurrucó en la cama. Sus ojos observaban a los niños jugando afuera. Envidiaba sus alegres risas. Eso hizo que Rosina pensara cuándo fue la última vez que se rió.
La puerta se abrió y una sirvienta entró en la habitación. Rosina se volteó y se dio cuenta de que era una sirvienta nueva. Pensó que la sirvienta la iba a bañar.
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