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Franzi

Finales de septiembre de 1944

El compartimento del tren estaba irremediablemente abarrotado. Franziska se había hecho a duras penas con un sitio entre dos mujeres gordas, una de las cuales sostenía en el regazo a una pequeña que no paraba quieta y lloraba a lágrima viva sin parar. Enfrente estaban sentadas dos chicas flacas de ojos grandes y dos señoras mayores. Había varias maletas de cartón en medio, y las rejillas portaequipajes estaban atestadas de talegos y bolsas que caían una y otra vez sobre los viajeros en cuanto el tren giraba.

Franziska se sentía miserable. Le sonaba el estómago, ya que no había comido nada desde la mañana. La mujer junto a ella sacó huevos duros y un bocadillo de jamón y compartió la comida con el niño pequeño. La chica de enfrente siguió el camino de los alimentos hasta las bocas de sus dueños con ojos hambrientos, pero no dijo nada. Franziska miró por la ventana los prados y pueblecillos que pasaban, que parecían sin excepción tristes y grises por las nubes.

Volvía a casa. A Dranitz, donde el mundo todavía estaba en orden.

Tres semanas en la capital, Berlín, habían bastado para abrirle los ojos. Qué desprevenidos habían estado en su idilio rural, habían seguido la marcha de la alta política solo por la prensa y la radio, y creían que Heini y Jobst, sus queridos hermanos, habían caído en la lucha heroica por la patria.

—Han quemado absurdamente a los chicos —había dicho tío Albert—. Un crimen contra la juventud alemana. Pero no hay que decirlo en voz alta porque el Gajewski ese está en la Gestapo y aguza las orejas.

Ella no había querido admitirlo. Sin duda, a esas alturas tampoco en Mecklemburgo ya nadie confiaba en la «victoria final», pero no podía ser que esa guerra hubiese sido desde el comienzo un disparate. ¿No creían Heini y Jobst firmemente en el asunto del Führer? Sus hermanos no eran idiotas.

Solo el abuelo arremetía incansable contra Adolf Hitler. Por ello, los jóvenes se reían de él y murmuraban a sus espaldas que estaba mayor y no entendía el mundo. Pero quizá el anciano había sido el único que había demostrado tener una visión clara.

Le vinieron a la memoria las palabras de la tía Guste.

—Ay, Otto. Solo confía en Hindenburg. Es militarista, pero por lo demás, un tipo muy noble…

Sus tíos siempre habían tenido su propia opinión. Su madre afirmaba que se debía a que ambos vivían en la capital, siguiendo el pulso de los tiempos, donde se hacía la alta política. Cuando Franziska trabajaba en la tienda de fotografía y vivía con ellos, también hablaban de vez en cuando de política. Entonces ella todavía se reía de ambos por su tendencia a despotricar contra la «peste marrón». Sin embargo, ahora Franziska entendía cosas que la espeluznaban. ¿No sabía lo que sucedía en los campos de concentración? ¿Nunca había pensado dónde estaban los judíos? ¿Exiliados? ¿A Estados Unidos? ¿A Israel? Algunos sí. Aquellos que pudieron huir a tiempo. A los demás, los mataron a todos. Hombres, mujeres, niños. Cruelmente asesinados.

—Pero ¿cómo lo sabéis? —preguntó, moviendo la cabeza—. Son solo rumores.

Había leído sobre los campos de trabajo en el periódico y había visto fotos. Allí se enviaba a los vagos, delincuentes o comunistas, y también a judíos y gitanos. Estaban allí para que los reeducasen. En Dranitz, a nadie le parecía mal aquello. Al fin y al cabo, los buhoneros judíos no eran bien vistos en los pueblecitos y las fincas. Y en las ciudades cercanas hacía tiempo que no existían comunidades hebreas.

—A quien va a un campo de esos nadie lo vuelve a ver. Tienen cámaras de gas —dijo el tío Albert.

Tía Guste le clavó el codo en el costado.

—Cállate. Solo falta que Gajewski tenga la oreja pegada a la pared.

¿En qué se había convertido Alemania? ¿El sublime país de los poetas y pensadores? ¿Su orgullosa patria? En un nido de criminales. Un cenagal de mentiras. Una mina de asesinos. Y un lugar para la devastación. Franziska apenas había reconocido Berlín. Barrios enteros bombardeados; el Theater am Kurfürstendamm convertido en una escombrera; el jardín zoológico, destruido; tampoco estaba ya la ópera en la Bismarckstraße. Desde marzo —según le había contado la tía Guste—, ya no se estaba seguro durante el día por los bombardeos enemigos, así que lo primero que le enseñó a Franziska fue el refugio antiaéreo.

—Entonces Goebbels fanfarroneaba en alto: «Si cae una sola bomba sobre Berlín, podéis llamarme Meier». Cuando ocurrieron los primeros ataques, unos jóvenes corretearon delante de la Cancillería y gritaron «¡Meier, Meier!», que es apellido judío. Pero los silenciaron rápidamente.

Franziska intentó desesperada cerrar los ojos ante la realidad. Se trataba de Walter, el hombre que amaba por encima de todo en el mundo, sin el cual ya no quería vivir. ¡Pero tenía que haber un modo de salvarlo! Estableció contacto con un conocido común, le pidió que le facilitase la entrada en la Cancillería del Reich, realizó varios intentos para ser recibida, pero fracasó. Una vez incluso la detuvieron e interrogaron, aunque después la pusieron en libertad.

—Ahí la tenemos —dijo el tío Albert cuando regresó a última hora de la tarde al piso de la Bleibtreustraße—. La tienen tomada contigo…

Durante tres días la dejaron en paz, pero sospechaba que la observaban. Los conocidos a los que llamaba mandaban decir que no estaban. Otros no le abrían la puerta. El estudio fotográfico donde había estado contratada ya no existía, había sido víctima de un bombardeo, junto con las casas vecinas. A primera hora del cuarto día, dos hombres con abrigos oscuros llamaron a la puerta del piso. Tuvo que vestirse deprisa. Se llevaron su bolso con la documentación y el dinero. Minutos más tarde estaba sentada en una limusina que la llevó a la Prinz-Albrecht-Straße. El cuartel general de la Gestapo se encontraba en un imponente edificio que antaño había sido un museo.

Franziska fue valiente, al menos el primer día. No era una delincuente, no conocía a ninguno de los autores del atentado, al contrario. Estaba ahí para asegurar a los responsables que el comandante Walter Iversen no tenía nada, pero nada que ver con el insidioso atentado contra el Führer. Era inocente. Lo podía jurar. Walter Iversen apoyaba firmemente el nacionalsocialismo, era un adepto convencido del Estado del Führer…

No obstante, mientras luchaba valerosa por su amor, cada vez tenía más claro que mentía. ¿Cómo sabía ella si Walter creía en el nacionalsocialismo? Jamás habían hablado de ello. ¿No había evitado varias veces a propósito ese tema?

—No anuló nuestro compromiso. Quería casarse conmigo. Tras la victoria final, siempre lo dijo…

El hombre al otro lado de la mesa ya no era joven, tenía un bigote gris, la piel era tersa, la frente alta. Tenía unos ojos atentos de color gris azulado que la examinaban sin pausa.

—Tras la victoria final. Ya, ya…

¿Se había dado cuenta de que no decía la verdad? Walter jamás había hablado de la «victoria final», sino del final de la guerra.

—Aquí en los expedientes tengo la declaración de su padre, señorita Von Dranitz. Afirma que el compromiso ya estaba anulado en 1942. La misma declaración hizo también su madre, que, no obstante, señaló el año 1941. ¿Qué fecha es la correcta?

Expedientes. Esos astutos burócratas habían llevado los atestados policiales a Berlín. Pero Franziska no se dio por vencida.

—En efecto, mis padres dieron el compromiso por anulado. Pero yo me aferré a él. ¿Acaso no lo entiende? Quiero al comandante Iversen. Lo quiero y lo conozco mejor que cualquier otra persona. Walter Iversen jamás sería capaz de semejante cobardía. Estoy firmemente convencida de ello.

La examinó medio socarrón, medio aprobatorio, mientras ella trataba de persuadirlo, siempre encontraba argumentos nuevos, sucesivas pruebas para la inocencia de su amado, cada vez más atrapada en una red de mentiras. Cuando por fin guardó silencio, él empezó a hacerle preguntas. Eran las mismas que había tenido que responder en Rostock, allí también le preguntaron una y otra vez lo mismo, le restregaron sus réplicas por las narices, le tendieron trampas, intentaron sonsacarle cosas que podían utilizarse en su contra.

No participó en el juego. Afirmó haber respondido a todas las preguntas hacía tiempo.

—No tengo nada más que decirle, señor oficial…

—Si no responde, tenemos medios para romper su silencio. —Salió y la dejó sola. Sin una gota de agua ni un café. Tras un buen rato volvió y lo intentó de nuevo. Franziska resistió. No sabía cuánto tiempo llevaba sentada en esa sala sin ventanas, pues le habían confiscado el reloj de pulsera. En algún momento se derrumbó, se puso histérica y empezó a gritar.

—¡Hagan conmigo lo que quieran! Pero el comandante Iversen es inocente, esa es la pura verdad. Lo juro, estoy dispuesta a morir por ello. ¡De todas formas sin él ya no quiero vivir!

Pasó dos días y dos noches en una celda oscura y diminuta, escuchó muerta de miedo los pasos del carcelero, el tintineo de las llaves, el arrastre metálico cuando la estrecha ventana de la puerta de acero se descorría. Se vio expuesta a las miradas de la carcelera. Oyó gritos de personas a quienes golpeaban y torturaban, y las incisivas voces de sus verdugos. ¿Qué tipo de gente era aquella, que disfrutaba atormentando a los demás? Perversos, psicópatas, monstruos que tenían aquí vía libre, servían a su Führer y al Reich alemán. ¿Qué harían con Walter?

La guarda abrió, le ordenó que saliese de la celda y caminase delante de ella. Sin más comentarios, avanzaron por el largo pasillo, por delante de innumerables celdas en las que languidecían compañeros de fatigas. Franziska iba erguida y sin vacilar. Era una Von Dranitz. No importaba lo que le tuvieran preparado, mantendría la compostura, no les daría la satisfacción de implorar clemencia.

—¡Deténgase! —exclamó la guarda y la llevó a un despacho que estaba iluminado por una lámpara de escritorio verde. Las cortinas estaban corridas. Sobre el escritorio había un bolso de mano, y a su lado estaba el reloj de pulsera.

—¡Compruebe si falta algo!

Estaba demasiado confusa para revisarlo bien. Firmó el formulario y salió pocos minutos más tarde a la noche. Soplaba un frío viento, tiritaba en falda y blusa. No comprendía que la hubiesen soltado.

Berlín estaba totalmente a oscuras, no había ni una estrella en el cielo, las farolas apenas iluminaban y todas las ventanas estaban cubiertas con papel oscuro. Cogió el metropolitano hasta la Bleibtreustraße, y después tuvo que esperar más de una hora abajo, en la estación, porque arriba sonaba la alarma aérea. No fue hasta por la mañana cuando llamó a la puerta de sus tíos. Cuando por fin le abrieron, se desplomó, totalmente agotada.

No sabía a qué feliz circunstancia se debía su liberación. La tía Guste y el tío Albert hicieron lo posible para animarla, apenas preguntaron adónde la habían llevado y qué habían hecho con ella. Parecían saberlo.

—Has tenido una suerte extraordinaria, niña —dijo el tío Albert en voz baja—. O un ángel de la guarda. Pero no hay que abusar del ángel.

Franziska comprendió que los ponía en peligro con su visita, era incluso posible que fuesen el blanco de las acusaciones de la Gestapo por su culpa. Se lo recriminó a sí misma. Desde el principio había sido un viaje absurdo, suicida, que había emprendido contra la voluntad de sus padres. ¿Y qué había conseguido? Nada en absoluto. Solo había puesto en peligro a dos personas queridas y preocupado gravemente a sus padres.

Pero, sobre todo, le había quedado claro que Walter Iversen sí tenía algo que ver con el atentado. Debió conocer la verdad poco después de su compromiso y se puso en contacto con círculos que trabajaban para conseguir la caída del nacionalsocialismo. Por eso había aplazado una y otra vez la boda. Por eso se presentaba cada vez menos en su casa de Dranitz. La quería proteger, temía que la encarcelasen y desahuciasen en caso de que lo descubriesen a él y a sus amigos. El comandante Walter Iversen había arriesgado su vida para salvar a Alemania del nacionalsocialismo. Había fracasado trágicamente, pero de todas formas era un héroe.

¡Pero qué furiosa estaba con él! ¿Por qué no se lo había contado? ¿Tan poco confiaba en ella que le ocultaba sus pensamientos y planes más importantes? ¿Qué amor era ese que no podía compartirse? ¿No era en lo bueno y en lo malo, como era voluntad de Dios? Si alguno quería llamar a semejante conducta «magnánima»… Ella la consideraba indescriptiblemente ofensiva.

Lo quería. No importaba lo que hubiese hecho: quería estar a su lado. Le daba igual cuál fuese su castigo —palizas, torturas, humillaciones, la muerte—, estaba dispuesta a soportarlo. Quería morir con él. Eso era lo que entendía por un gran amor eterno. Sin embargo, el comandante Walter Iversen no lo veía de la misma manera. Mezquino y egoísta, había optado por la muerte y el heroísmo solo para él, y a ella no le quedaba más que volver a Dranitz ese día gris de septiembre con el corazón destrozado.

La lluvia golpeaba la luna del compartimento del tren, trazaba largos hilos en el sucio cristal y difuminaba el paisaje. En el compartimento estaban hablando, las dos mujeres gordas junto a Franziska estaban embarazadas, sus maridos en la guerra y ellas iban con sus hijos al campo, donde se estaba más a salvo de los bombardeos que en la ciudad. También las dos chicas delgadas iban con sus abuelas de camino a casa de unos familiares en Neuruppin. La señora más mayor, que estaba sentada a la izquierda, junto a la puerta, durmió casi todo el tiempo; solo cuando el tren se detuvo abrió los ojos y miró a su alrededor asustada. En cuanto continuó, se recostó y los cerró de nuevo.

El tren llegó a Waren con retraso, pero cuando pisó el andén vio que la esperaba Jossip Guhl con el carruaje. Había dado a las yeguas un poco de avena. Cuando vio a Franziska, se quitó la gorra pese a la lluvia y saludó a la futura baronesa con una reverencia.

—Gracias a Dios, señorita, que vuelve a estar con nosotros… Sus padres se alegran mucho.

—Gracias, Jossip. Yo también estoy muy contenta de volver a estar aquí.

A Jossip no lo habían llamado a filas por sus problemas de cadera y ahora tenía que ayudar en el establo, ya que solo les quedaba un único mozo de cuadra. La capota del carruaje estaba subida para protegerla de la lluvia. En el asiento, Franziska encontró su abrigo de invierno: su madre sabía que apenas se había llevado ropa. Se acurrucó en el tejido de lana y notó en ese momento lo agotada que estaba.

«Dormir —suspiró—. Solo dormir. Olvidar todo lo horrible. Y cuando me levante, volverá a ser como antes…»

Apoyó la cabeza contra el duro acolchado y no se despertó hasta que el carruaje se detuvo delante del porche con columnas de la mansión. Su madre estaba allí, junto a Elfriede. Mine ya bajaba los escalones para coger el equipaje, Bijoux acudió corriendo de la finca para saludar a su queridísima ama.

Era una alegría indescriptible volver a estar en casa. Su madre la abrazó, Elfriede lloró y se echó a su pecho. En el pasillo esperaba su padre, que la llamó «loca» e «hija perdida» con lágrimas en los ojos.

—Mamá, papá, lo siento muchísimo. Perdonadme, por favor. No estaba bien de la cabeza.

Sus padres no le hicieron ningún reproche. Su madre había preparado un baño caliente y ropa limpia, como siempre hacía cuando alguien volvía de un viaje. El día anterior por la noche, la tía Guste había anunciado por teléfono el regreso de Franziska.

—¡Cuando acabes, baja a comer, Franzi! —le gritó su madre, que subió corriendo—. Hanne ha hecho bolitas de requesón con frambuesas especialmente para ti. Se puso como loca de contenta cuando le dije ayer por la noche que volvías hoy a casa.

Elfriede esperó hasta que su hermana terminó de bañarse y volviese a estar vestida. Entonces paró a Franziska en el pasillo y se le cruzó en el camino.

—¡Ahí tienes! —dijo y le puso un escrito delante de la nariz—. Así ya lo sabes. Ya no volverá. Porque está muerto. Por eso.

La carta cayó por los escalones, Elfriede rompió a llorar y corrió a su habitación. Con un mal presentimiento, Franziska recogió la hoja y ojeó los renglones, pero apenas pudo leer hasta el final porque le temblaba la mano.

«… condenado a muerte en la horca. La sentencia se ejecutó el 30 de agosto».