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Curiosidad

Con el ascenso de la niebla llegó también el día en que Sei daría a luz a un par de cachorros. Con una coincidente semejanza al caso mío y de Kass, hecho que obviamente no pude confirmar, los cachorros fueron también un macho y una hembra, ambos de un color blanco brillante en su mayor parte; el macho tenía un patrón que recordaba una flecha, que corría a lo largo de su cola, espalda y cuello, mientras que la hembra llevaba una mancha negra que fluía por su barbilla hasta tragar completamente sus patas delanteras. De inmediato se convirtieron en el orgullo de la manada, y nuestra determinación por protegerlos se fortaleció más aún. Finalmente había experimentado un año entero de vida en la manada, había pasado por cada evento anual que debíamos experimentar, y ahora oficialmente éramos, yo, Jak y Kass, lobos adultos; crecimos con prisa debido a la situación especial de la manada durante los últimos meses, y aún necesitábamos experiencia con más detalle, pero las bases más importantes estaban completas. Varios días de labor con la moral especialmente alta transcurrieron después del nacimiento.

Por debajo de toda esa excitación y de mi sentido de pertenencia a la manada, sin embargo, yo estaba teniendo mis propias pequeñas batallas internas; específicamente con un instinto que me había empezado a influenciar recientemente, una vez que la presión por el peligro que corría la manada fue aliviada: curiosidad. Traté de suprimirla cuando atacaba en malos momentos, y en ocasiones me conformaba con explorar las zonas al interior del bosque, en dirección a las montañas opuestas, pero tarde o temprano siempre terminaba acechando el único sitio cercano y fijo que claramente no había explorado: la aldea.

Todos estábamos expresamente prohibidos de acercarnos demasiado, pero aquella curiosidad instintiva me llevaba a esos límites, y desde allí observaba trozos de lo que era la vida para los habitantes de aquel asentamiento. Vi niños jugando alegremente por las calles, vi algunas personas vestidas con equipamiento de lucha, vi mujeres cargando bolsas de comida desconocida, vi un hombre demacrado vagando sin un destino fijo aparente, figuras harapientas que daban lástima o asco dependiendo de quien los viera y que desaparecían después de varios días, sólo para ser reemplazadas por más figuras harapientas, y de vez en cuando alguna figura encapuchada que daba un fuerte aura de misterio que erizaba mi pelaje. Muy a menudo, aparte de los sujetos que plagaban el bosque de trampas durante Novan y aún seguían trabajando en ello, venían jóvenes y mujeres a las afueras del bosque a recolectar plantas, frutas salvajes, setas y otras cosas que yo a menudo veía en mis patrullas; siempre llenaban una cesta de forraje y volvían a mitad del día, por lo que en mis visitas que tomaban lugar por la tarde casi nunca los veía. Me atreví a probar esos materiales cuando discerní que los recogían para usarlos de comestibles, y la mayoría resultaron ser sorprendentemente agradables, si bien no podían ganarle al sabor de la carne.

Con el pasar de los días, en vista de no haber sido visto ni por la manada ni por la aldea, me acostumbré a mis visitas secretas, y sin darme cuenta bajé lentamente la guardia; la presencia de niebla por la que no tenía problemas para navegar gracias al resto de mis sentidos alimentó aún más mi confianza, e inconscientemente mi percepción de los humanos cambió de muy peligroso a firme cautela.

Una tarde, cuando me disponía a volver de mi visita de rutina, fui sorprendido por ruidos que no tardé en reconocer como los amortiguados sollozos de una niña humana. Intenté ignorarla, consciente de que tener contacto con cualquier humano pondría en peligro a la manada; ni siquiera mi curiosidad era tan fuerte como para ponerlos en peligro tan descaradamente, pero sí me convenció de echar un vistazo.

La niña, de unos 5 o 6 años como mucho, estaba sentada al pie de un árbol, con la cara enterrada en sus lastimadas rodillas y abrazando sus piernas; el cabello apenas iba más allá de los hombros, y llevaba un vestido púrpura sucio y con un par de habilidosos y discretos remiendos. Usaba una capa negra raída que la protegía del frío y la humedad de la niebla, y a su lado yacía una cesta medio llena de setas y frutas. Estaba remarcablemente lejos de donde la gente del pueblo suelen recoger plantas, sabía que no había más personas en las inmediaciones y era ya bastante tarde, así que asumí que se habría perdido entre la niebla; no era difícil imaginarlo, incluso los lobos con su olfato y audición pueden tener problemas a veces, mucho menos un niño. El sol no tardaría mucho en ocultarse, y si no regresaba a la aldea para la puesta del sol, era muy probable que no regresara; era ya una gracia que algo más no la hubiera encontrado, y una vez dicción que mi manada ahuyentaba a los depredadores más grandes que intentaban rondar el área ocasionalmente. No tenía ningún lazo con aquella niña que me hiciera sentir obligado a ayudarle, pero sentí una etraña afinidad que no me permitía ignorarla. Ni siquiera sabía si aceptaría la ayuda de un animal del bosque como yo, pero necesitaba intentarlo.

Avancé en silencio hasta que estuve junto a ella. La observé sollozar en silencio mientras olía con interés el contenido de la cesta, hasta que estuve convencido de que no tenía idea de que tenía un lobo justo a la par, y acaricié su oreja con mi hocico. La sensación repentina y húmeda de mi nariz debió confundirla, porque giró levemente la cabeza en mi dirección. Hubiera esperado que la ausencia de gruñidos o de hostilidad en general fuera suficiente para que aceptara mi presencia, pero mis esperanzas fueron rotas cuando la vi abrir los ojos de par en par y emitir un grito mudo, y supe que había fracasado.

En perspectiva, supongo que era de esperarse cuando de repente giras la cabeza y ves una enorme bestia carnívora, que ni siquiera escuchaste acercarse, a una pulgada de tu rostro, aún peor si nunca has visto una, lo cual era muy probable en el caso de la niña. Sólo puedo decir que era la primera vez que intentaba algo de contacto, y yo mismo no tenía experiencia. La niña estaba paralizada y las lágrimas rodaban por sus mejillas con más fuerza ahora, y a juzgar por los intentos vanos de levantarse y correr, sus piernas debían de haberle fallado; di vueltas en mi cabeza tratando de encontrar algo que pudiera hacer para calmarla, pero nada útil me vino a la mente. Una idea, sin embargo, irrelevante a primera vista, me llegó de quién sabe dónde: los niños aman las cosas mullidas y suavecitas. Al principio no supe que hacer con eso, pero no tardé en recordar el importante detalle de que yo mismo estoy cubierto de pelaje, y que generalmente es bastante suave. No veía cómo conseguiría que la niña se fijara, pero lo tuve claro en el instante en que exploré la parte trasera de mi cuerpo.

Con cuidado, fluidez y precaución, me levanté de mi posición sentada y caminé lentamente alrededor de la pequeña llorona. Cuando le hube dado media vuelta, balanceé mi cola y la froté contra su cara. Pude ver al instante que la confusión se sobrepuso al miedo, y aunque aún temblorosa, tomó mi cola entre sus manos y la acarició con cuidado. Segundos pasaron en los que una leve incomodidad surgió en mí, hasta que escuché que me hizo una pregunta, a juzgar por su tono, pero no pude entender lo que me dijo, y aún si lo hubiera hecho no podría haberle contestado. Miré mi cabeza, confuso y tratando de adivinar inútilmente lo que quería. Decidí que solo necesitaba mostrar mi falta de hostilidad, así que mi única reacción fue echarme a sus pies, con la esperanza de ganar su confianza un poco más rápido. El sol no tardaría en ponerse, y además, entre más rápido dejara mi cola mejor; no era el lugar más agradable de donde ser sujetado.

Mi gesto surtió efecto inmediato, y momentos después, bajo mi atenta mirada, sentí que puso sus manos aún titubeantes en mi costado. Eventualmente ganó algo de confianza, empezó a acariciarme con más energía y tuve que suprimir las ganas de mostrarle mi estómago; su llanto había cesado, y después de un rato, al ver que no me movía, se atrevió a abrazarme, incluso con una tímida risa en el proceso. Deduje que ya tenía suficiente de su confianza para poder guiarla, así que atrapé su cesta en mi hocico y me levanté con la intención de caminar. La niña se quedó ahí sentada, aturdida, mirándome, hasta que a pocos metros me volteé a verla y le señalé que me siguiera. Ella se levantó enseguida, sobresaltada, y corrió tras de mí; empujé una de sus manos a mi costado para que no se separara de mí. Afortunadamente, la pequeña pareció entender mi gesto y puso una mano en mi espalda. Entonces pudimos volver a caminar.

Al principio avanzamos en silencio, pero conforme el sol se ocultó por completo y la oscuridad fue incluso más densa que la niebla, ella empezó a hablarme en voz baja. No entendía lo que decía, pero detectaba el tono, sentía y entendía su nerviosismo; ella, a diferencia de mí, por tenía más guía que la mano que sujetaba con fuerza el pelaje de mi espalda, así que sin la menor idea de lo que ella decía, le respondía a menudo con gruñidos y resoplidos cuando parecía que debía contestarle, para al menos darle más pruebas de que no estaba sola.

Fue bastante en tiempo que gastamos caminando, debido al agotamiento y ritmo lento de la niña, pero eventualmente vi la luz de la aldea. Me detuve en el límite de lo que podía permitirme avanzar y puse mi cesta en el suelo, como señal de que el viaje se acababa. Ella también debió de ver las luces de la aldea, que parecían incluso más brillantes de lo normal; anoté mentalmente que la aldea estaba extrañamente activa para ser de noche y volví mi atención a la niña, que a pesar de haber vuelto a su hogar, parecía reluctante a dejarme ir.

Pensé que se iría por fin cuando dejó ir de mi espalda, pero me tomó por sorpresa cuando lanzó los brazos alrededor de mi cuello, con algo de dificultad desde que yo era ligeramente más alto que ella, y me susurró palabras extrañas al oído, e instintivamente apoyé también mi cabeza en su espalda. El abrazo duró tan sólo unos instantes; enseguida la niña me dejó ir, tomó su cesta y corrió en dirección a la aldea. La vi desaparecer entre las luces, y luego de escuchar el alboroto que asumí significaba que la habían encontrado, me di la vuelta y corrí de vuelta al territorio.

No me olvidé de pasar por el río y lavarme, a pesar del frío nocturno, para prevenir que alguno de los lobos oliera a la niña en mí, y me colé en la cueva. Algunos pares de ojos me miraron con obvia curiosidad y sospecha, pero los ignoré y me acurruqué solo en la esquina que usualmente ocupaba. Tenía una sensación de logro comparable incluso a la primera vez que me uní al grupo de cacería, y sumido en aquella felicidad, me quedé dormido.