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BENIARJÓ

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Gracias a Xisco Fuster, Beniarjó fue algo más que un apeadero. Él con su aporte económico al proyecto y su negocio de comerciar con cítricos, vio la oportunidad de exportar naranjas al Viejo Continente, le contó esta idea a Philip y éste lo convirtió en un apeadero de primera, es decir, lo más cercano a una estación. Se construyó un poco más tarde, junto con los otros apeaderos de Almoines y Gaianes, pero este fue el hermano mayor. Tenía vivienda para el jefe de estación, sala de espera, despacho de billetes y retretes. Xisco pidió un muelle de carga, para poder trasvasar sus naranjas de las tartanas al tren. Philip proyectó para Beniarjó unas potentes infraestructuras. La estación la dotó de una vía de servicio y de un ramal de vía muerta que conducía hasta el muelle capaz de cargar los vagones sin molestar a la circulación.

A Serafín Cascales, director del banco de Valencia, se le cuajó la cara cuando Xisco le pidió que transfiriese cinco millones de pesetas a la sucursal parisina del Crédit Lombard. A parte del sustancial bocado económico que representaba para sus arcas, como sicario de su amo, el marqués del Arroyo, esta transacción consolidaba el proyecto del puerto y por tanto significaba un estrepitoso fracaso a las innumerables presiones que sobre los futuros accionistas los marqueses habían realizado. Utilizaron la banca francesa y con este subterfugio habían esquivado el bloqueo que el marqués del Arroyo y el marqués de Salitre pactaron con las principales entidades españolas que tenían presencia internacional. El Crédit Lombard se encargaría de enviar el dinero a la sucursal londinense para que sabino constituyese la sociedad.

Fracasada la presión financiera a los marqueses les quedaba el bueno de Bartolo y con él se ensañarían los marqueses para asegurarse el éxito de su trama. Ellos querían destruir el proyecto de realizar el puerto de Gandía y entonces el tren que lo uniría con Alcoi no tendría ningún sentido.

Comenzaba un frío y seco mes de noviembre. Pasada la festividad de Todos los Santos Sabino Gisbert partió a Londres para constituir la sociedad AG. Le dio órdenes precisas a Donato para que a su regreso el convoy minero se hubiese acabado y ello pasaba por convencer a Bartolo. Sin artimañas, la vía tenía que cruzar por sus tierras y Donato se puso a realizar el encargo que sabino le había dejado. 

Bernat laboraba su campo ajeno a este problema. Nada le dijo Ismael "al Cuquet", sobre las intenciones de su cuñado de Bartolo. Por eso suponía que seguiría enrocado en su posición de no dejar pasar al tren minero. Como el proyecto no era su problema, la respuesta no le importaba y Bernat había olvidado el asunto. Todo le volvió a la cabeza ante la alargada sombra que proyectaba el contraluz de Donato sobre la rojiza tierra de su huerto.

—Muy temprano para un letrado —le dijo Bernat, al tiempo que se quitaba la boina para rascarse la cabeza.

—Buenos días nos de Dios. Tengo un negocio que proponerte.

—A mí no me gustan los negocios de pasear, platicar y holgazanear. En mi cabeza no cabe en una semana llevarme el jornal de tres meses. 

—Tu trabajo es honesto y al acabar lo cobras contante y sonante. 

—En los asuntos de abogados siempre hay gato encerrado y tarde o temprano te encuentras con un maleante que te cambia de barrio.

—Escúchame antes de rechazar mi oferta. Más que a contratarte vengo a pedirte ayuda, que nos ayudes, a mí, a Sabino, a la comunidad y a Philip. Todos te necesitamos.

—Déjate de cobas y ve al grano que tengo que trabajar.

Le explicó como estaba la situación y requirió sus servicios para convencer a ese terco labrador a que autorizase el paso por sus tierras del convoy minero. Si lo conseguía sería bien recompensado. 

—Eso si vivo para contarlo. 

Concluyó sin malicia la conversación. Se despidieron y Bernat continuó arando. Donato se fue, él creía que detrás de la negativa únicamente se encontraba la terquedad de Bartolo. 

Cien duros es mucho dinero, le decía María mientras comían. Ella sabía que eso era un año y medio de su trabajo. Si los conseguía, se podrían permitir adecentar su casa. María soñaba con realizar unas obras que le diesen funcionalidad a la vivienda sin quitarles el sustento. Por eso lo animaba con insistencia, estaba segura de que si Bernat se lo proponía terminaría por conseguirlo, pero ella no conocía el avinagramiento de Bartolo que ya estaba harto de tantas insistentes visitas para pedirle que vendiese sus tierras. Convinieron que ella terminase de labrar el resto del huerto mientras él se iría al marjal para ver a Bartolo. 

Bueno, los dos admitieron las medias verdades a las que el otro se comprometió. Así María le pidió a su hermano que laborase el campo y Bernat se quedó en Almoines hablando con Ismael, el cuñado de Bartolo. Fue allí, en la tasca de Climent, acompañado por un vasito de vino y un plato de altramuces y cacahuetes, donde "al Cuquet" le contó que su cuñado se había enrocado. Ya se lo dijo cuándo se vieron al acabar la partida que si le presionaban y le insistían terminarían por cabrearlo y no conseguirían nada. No le hicieron caso y ahora mantendría su posición por terquedad. Su hermana Milagros estaba preocupada, le inquietaba el cariz que estaban tomando los acontecimientos y temía que aquello terminase en una tragedia. Ahora era Ismael quién le pidió a Bernat que le dijera al diputado que dejasen de acosar a su cuñado. Ismael se quedó boquiabierto cuando Bernat le contó que las personas que representaba no estaban detrás de las intimidaciones que estaba sufriendo Bartolo. 

—Ismael, tu cuñado se encuentra entre dos bandos, los que quieren hacer el puerto y los que quieren impedirlo a toda costa. Estos últimos le están presionando y hasta que no se decante vendiéndoles la tierra no cejarán en su empeño e irán subiendo las amenazas.

—¿Qué nos aconsejas?

—Que vendan a los administradores de los marqueses, así les dejarán tranquilos.

—Pero si venden se quedan sin sustento

—Si no quiere vender que alquile la tierra y autoricen el paso del tren. Ellos sacarán unas suculentas rentas y seguirán siendo los propietarios. Recuérdale a tu cuñado que sólo hay paz cuando la guerra acaba y ésta se terminará cuando se acabe el puerto y arranque el tren, el tren de Alcoi al puerto de Gandía, el tren de los ingleses.

Tuvo suerte de haber hablado primero con Ismael y haber parado en Almoines, si hubiese bajado al marjal se hubiese llevado un buen golpe de garrote del cabreado Bartolo. Antes de despedirse Bernat les ofreció ayuda en caso de que la necesitasen.

Ismael habló con su hermana Milagros y Bartolo no le hizo caso, se mantuvo en sus trece, duro como una roca, hasta que ellos, los poderosos marqueses la fundieron atacando a su estirpe. Ahora acosarían al recluta Pascual, para sus padres su querido e indefenso Pascualín. Atacando a su hijo vencerían al terco de Bartolo.

 

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Las apariencias no engañan, cuando del sufrimiento se trata. La disputa entre Philip y Peter traía en un sinvivir a su madre. Elizabeth había tomado claramente partido por su hijo, aunque permaneciendo fiel a su matrimonio, seguía con Peter en Oxford y no tenía noticias de Philip. En su rostro se notaba la delgadez, que destacaba los huesos de sus pómulos y sus amoratadas ojeras. Estaba consumida por esos meses de sufrimiento que, de pronto, había precitado su madurez. No perdía la esperanza y eso la mantenía en duermevela todas las noches. Su monótona vigilia giraba en torno a una sola idea, la de cómo lograr que se reconciliasen padre e hijo. No había una causa lógica por la que mantener el enfrentamiento. La pasión del uno por su hijo, del otro por Cindy, su amor, había causado esta estéril e incomprensible confrontación. Y ese era el problema, lo que en un principio comenzó como un mero desencuentro que Peter provocó a postas para abrirle los ojos a su hijo y evitarle un desencanto posterior, acabó por convertirse en un frontal enconamiento sin ningún sentido. Obsesionada, todos los días amanecía con esa idea fija, entre ceja y ceja y se pasaba las horas buscando la forma de aplacar el empuje del torrente de rencor que les arrastraba a la destrucción. La terquedad es una condición del ser humano que no moldean los estudios, la cultura, ni la edad, más bien al contrario, Elizabeth estaba convencida que con la edad todo esto se empeoraba. A su marido, lo conocía desde muy joven y él nunca hubiese reaccionado con esa vehemencia al tratar este tema que se convirtió en tabú. Su intransigencia los había llevado al silencio, a ese pasar de horas juntos sin nada que decir, evitando hablar del asunto. El piano también había enmudecido, a ella no le apetecía tocarlo en las veladas, las tristes melodías que últimamente sonaron lo volvieron irremediablemente afónico hasta petrificarlo. Desempolvó su bastidor Frame Holder y sentada en el sofá rejuvenecía durante las sobremesas bordando en punto de cruz. Peter, molesto por el silencioso despecho de su mujer, bebía su güisqui de malta en el sillón mientras releía el England of News. Philip era ajeno al dolor que, sin querer, causó en su madre y ella lo prefería así. Quería mantenerlo ignorante para que no sufriese. El rencor había convertido un hogar en una prisión, en la prisión de Elizabeth. Mientras que Peter, su carcelero, apagaba su tristeza con la alegría de una copa de más con sus amigos en el selecto club de Oxford of Bridge. 

Philip partió a Londres acompañando a Khon Cockbrun para reunirse con Sabino Gisbert y constituir la sociedad Alcoy and Gandía Railway and Harbour Co. Ltd. Habían recibido un telegrama que les notificaba que ya había llegado a su cuenta de Rotschild & Stanford Bank todo el dinero que se requería para constituir la empresa y financiar el proyecto. 

Sabino Gisbert nunca dudó de la solvencia y la eficacia del Credit Lombard, que, para evitar las trabas de los aristocráticos bancos españoles, envió los fondos necesarios para realizar esta operación a través de su filial parisina y de allí los transfirió a la sucursal de Londres.

Donato lo había prevenido para que se enfrentase a ese monstruo de diez plantas, le aconsejó que fuese con tiempo para que no se subiese al infernal cajón. ¡Qué locura!, pensaba. Cuanto más poderosa era la empresa más alta elegía la planta en la que se ubicaban sus oficinas en esa mole de hormigón.

—Las sacudidas de esa ratonera con botones te desorientan —le decía Donato al explicarle a Sabino su visita a City londinense— y luego no te dejan pensar. Vaya con tiempo y suba andando hasta la sede de la Indian Investissement Corporation. Ni se le ocurra coger ese diabólico invento.

Así lo hizo Sabino Gisbert, se tomó su tiempo y disfrutó viendo ese bello rascacielos de hormigón que emergía entre los demás edificios de la City. Se maravilló al probar ese astucioso invento llamado ascensor, que le permitía llegar en poco tiempo a su cima y gozó contemplando desde su azotea unas envidiables vistas de Londres. Le resultó maravillosa la sensación de poder que se tenías al observar, desde la terraza de esa atalaya, la difuminada extensión de la ciudad. La intensa lluvia caída la noche anterior había limpiado la atmósfera y aclarado su permanente bruma fabril. Al contrario del campechano Donato, Sabino sí que estaba hecho para la modernidad.

Al acercarse la hora, bajó a la décima planta donde se encontraba la sede central de la corporación de inversores. En la sala de juntas se redactaría el acuerdo y se constituiría la empresa AG. Cuándo se anunció ante la recepcionista, ésta llamó, inmediatamente a un botones para que acompañara al señor Sabino Gisbert a la sala. Allí se encontraban los señores Philip Parker y Khon Cockbrun presidente de la Lucien Ravel & C. Ltd., empresa que se encargaría de ejecutar la obra. Sin querer, Sabino rompió el protocolo y al entrar se dirigió primero a Philip apretándole fuertemente la mano para saludarle. Incómodo, éste, le presentó al presidente de su compañía.

—Por poco tiempo —bromeó Khon ante el aprieto de Philip—. Cuando salgamos de esta reunión tendremos trato de igual, tú serás el presidente de la nueva compañía.

Mientras esperaban a los demás participantes y bromeaban con banalidades, Sabino sonrió para sus adentros imaginándose al bueno de Donato en aquella sala, la impresión que le debió producir la inmensa mesa de madera pakistaní, barnizada en oscuro, con la misma tonalidad que las paredes cubiertas con paneles de madera entallada, de las que colgaban inmensos cuadros con los retratos de los propietarios y directivos más relevantes de la centenaria historia de la Indian Investissement Corporation. Él si estaba acostumbrado a tanta ostentación y se movía como pez en el agua por estos ambientes. Sonrió para sus adentros al ver aquella grandiosidad y minuciosidad en la preparación, "¡cuánto tendremos que aprender para poder alcanzar esta sincronizada perfección!". Sintió envidia al ver cómo todo estaba minuciosamente dispuesto. Había una inmensa mesa perfectamente ordenada, con vente sillas y delante de cada silla un dossier completo de lo que iban a tratar: escritura de constitución, contrato de compra para los pagarés, proyecto de la obra con su plan de ejecución y libro con el protocolo de actuación y de responsabilidades. La pila de documentos estaba cubierta con una hoja que contenía la síntesis de la documentación entregada y el orden del día. Todo el mundo lo sabía, pero no estaba de más recordarlo antes de empezar: 

Allí se iba a invertir un millón de libras esterlinas para realizar un puerto en Gandía, bajo concesión británica, y un tren que unía éste con la industriosa localidad de Alcoi. Primero se constituiría la sociedad Alcoy and Gandía Railway and Harbour con sesenta mil acciones a diez libras por acción y ésta, la AG, emitiría cuatro mil pagarés de cien libras cada uno al cinco por ciento anual y convertibles a los diez años en acciones preferenciales de la compañía. Esa organización y las maneras de hacer negocios sí que le producía sorpresa y le causaba envidia, sana envidia, aunque Sabino sabía que la envidia, a la larga, nunca es sana y lo mejor que podía hacer era imitarlos para evitarla. Sintió nostalgia y se preguntó cuándo los españoles aprenderían a hacer, así las cosas. 

Había terminado todo lo que vino a hacer, así que regresó a Gandía para pasar las navidades. Antes de que tomara el barco en dirección a Calais, Philip le entregó un sobre con los datos del convoy minero. Sabino se pasaría estas fiestas traduciendo las instrucciones para que Antonio Tébar realizase la obra. Ambos dieron por supuesto que el convoy minero, que unía la cantera de Bayren con el Grao, estaría acabado cuando Philip llegase con el equipo de la Lucien Ravel & Co. Ltd..

 

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Philip volvió solo y triste a Manchester. Viajaba en tren, en primera clase, acompañado por el silbato y el ruido de las descargas de vapor de la locomotora. El paisaje se movía, pero Philip no se daba cuenta, su mente giraba en torno a su soledad. Alejado de su familia no tenía a nadie en Inglaterra que le ayudase a preparar su boda. Tenía que viajar a Gandía para comenzar las obras y no sabía quién le podía echar una mano. La costumbre decía que era el novio quien se encargaba de organizar los festejos y él se encontraba solo. Los próximos cuatros meses estaría en España y regresaría en abril, justo a tiempo para casarse. Philip se decía: "No te hace ilusión algo que te incomoda, no puede incomodarte lo que te hace ilusión", ese era su acompasado traqueteo que le volvía una y otra vez a la cabeza. Le ilusionaba casarse con Cindy y le incomodaba no poder preparar la boda. No pensaba poner en apuro a su madre, la conocía y no se lo pediría para evitar que se enfrentase a su irracional padre. Nunca se imaginó que un procurador de la corte de Oxford se enzarzaría en una trifulca pasional con su hijo, por una niñería. Eso pensaba, que la pelea con su padre era una niñería nacida de una intransigencia ocasional.

El tren paró en la estación, estaría veinte minutos antes de retomar su camino, antes de proseguir hacia Manchester. La idea de reconciliarse invadió todo su cerebro, estaba en Oxford y podía bajarse, ir a su casa y pedir disculpas. No se trataba de saberse agraviado, simplemente excusarse por lo ocurrido, él sentía que toda esta irracional situación se debía a la pasión y se podía parar, se tenía que acabar. Se levantó, abrió la puerta del vagón y accedió al balcón de su plataforma. Iba a bajarse cuando un sentimiento lo detuvo: "¿Arrepentirse de qué?" y volvió a su asiento. ¿De qué tenía que arrepentirse, de amar a Cindy, de que Cindy estuviese enferma de asma, de que Cindy se muriese al parir, de que su recién nacido hijo sobreviviese y él tuviese que dedicar su vida a cuidarle? ¿De qué?, ¿de qué tenía que pedir perdón? Dejó pasar el tiempo hasta que el tren retomó su traqueteo y Philip prosiguió con sus pensamientos y su sinsabor. 

Elizabeth había enfermado y Philip no lo sabía. Su madre enfermaba de pena, la que le produjo su marcha y no se lo quiso decir a Philip para no causarle más dolor. Postrada en la cama le sobrevino una explosión de energía cuando Peter, su cada vez más lejano marido, le propuso llamar a su hijo.

—¡Jamás! ¡No lo hagas jamás!, ya le has causado bastante dolor como para hacerlo sufrir por mí. No se te ocurra decírselo, aunque yo esté sin conocimiento en mi lecho de muerte. 

—Creo que te hará bien verlo. Desde que se fue, no has levantado cabeza hasta enfermar.

—Tú me has desquiciado, nunca esperaba esa actitud de ti. 

—¿Qué actitud? ¡Fue él quien cuestionó mi autoridad, quien me faltó al respeto, quien me ofendió! ¡Él nos abandonó!

—No comiences otra vez con esa retahíla de agravios. ¡Él te abandonó a pesar de quererte! 

No podía más y exhausta se durmió profundamente.

 

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El señor Williar Smith acogió a Philip como un hijo. Todos los fines de semana comían los cuatro juntos. El padre de Cindy los invitaba al Castle Irwell a almorzar tras la sesión matinal de carreras de caballos en el Broughton Cricket & Rugby Club, Philip les acababa de anunciar su ineludible viaje a Gandía y durante la comida estuvieron programando la boda. Aún faltaba un mes y tenía que cerrarlo todo antes de partir. Hacía un día nublado que invitaba a pasar la sobremesa en el salón y ellas se quedaron echando una partida de juego de mesa. Su suegro le pidió que se pusiese el abrigo. Con la excusa de ver una partida de críquet, que ambos odiaban, las dejaron sentadas tomando los pasteles de la sobremesa y tomando té. Williar aprovechó el trayecto y el partido para hablarle a Philip con toda franqueza y le propuso encargarse de preparar los eventos de su responsabilidad mientras estuviese en Gandia. Sin querer sustituir al cariño que por la ausencia de sus padres le faltaba, él se brindó y así se lo dijo, "Philip mi oferta es una solución comercial de la más alta confianza. Si para quedarte más tranquilo quieres abonarme unos honorarios con sumo gusto los recibiré y donaré a los pobres de la parroquia, en vuestro nombre, el día de vuestra boda". Bajo promesa de silencio lo pactaron, fijaron el donativo y la cantidad de que disponía para gastar. Sobre el resto le dio plena libertad, con la secreta condición de complacer plenamente a Cindy.

Apenas comenzó el año tomó un vapor en Liverpool con cuarenta personas y el material que necesitaba para realizar las obras. De Inglaterra se llevó al equipo de técnicos y especialistas que necesitaba. La mano de obra no cualificada los contrataría entre los autóctonos del lugar. Le faltaban cuatro intérpretes y seis contramaestres que recogerían en Huelva; había aceptado la propuesta del Hugh Matheson, presidente de las minas de Riotinto: le cedería este equipo, de su máxima confianza, para que encauzase y dirigiese bien a los valencianos. 

Philip se iba contento, todo estaba saliendo según lo previsto. Además, aconsejado por Williar, su suegro, había escrito una carta de reconciliación, dirigida a su madre. Si después de leerla le parecía oportuno, le pedía que le entregase a su padre un sobre cerrado con idéntico contenido. En la misiva le rogaba, por el bien de todos, la reconciliación. ¡Cuánta razón tenía Elizabeth! Si su hijo hubiera sabido de su agonía no habría partido esperanzado y sin rencor.