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22

Había pasado un año de la muerte de Sonny, y Lucy Mancini aún lo echaba terriblemente de menos. Todas las noches soñaba con él, pero los suyos no eran los sueños de una colegiala, ni su cólera la de una esposa enamorada. No estaba desolada por haber perdido al «compañero de su vida»; sus sentimientos no tenían nada que ver con lo sentimental. No. Lucy echaba de menos a su amante porque había sido el único hombre con que había gozado plenamente al hacer el amor. Y, en su juventud e inocencia, pensaba que no encontraría otro hombre capaz de suplantar a Sonny.

Ahora, un año más tarde, Lucy se dejaba acariciar por el sol y el fragante aire de Nevada. A sus pies, un hombre delgado y rubio jugueteaba con sus dedos. Era una tarde de domingo, y estaban junto a la piscina del hotel. A pesar de que alrededor había bastante gente, el hombre se puso a acariciar despreocupadamente el desnudo muslo de la muchacha.

—Por favor, Jules, para ya —pidió Lucy—. Pensaba que los médicos no eran tan interesados como los demás hombres.

—Soy un médico de Las Vegas —replicó Jules en tono burlón.

Lucy se sorprendió al comprobar lo mucho que la excitaba el contacto de la mano del médico. Trató de disimular su emoción, pero sin éxito. En realidad, era una chica muy tosca e inocente. ¿Por qué, entonces, no se decidía a dar el paso definitivo?, se preguntaba el doctor Jules Segal. Aun suponiendo que la chica hubiera sufrido alguna fuerte desilusión sentimental, su resistencia carecía de sentido. De todos modos, confiaba en que Lucy fuese suya aquella misma noche. Y si para ello era preciso recurrir a algún truco, lo haría, pues era hombre capaz de eso y de mucho más. Todo en interés de la ciencia, por supuesto. Además, ¡la pobre muchacha lo deseaba tan ardientemente!

—Deja de tocarme, Jules, te lo ruego —dijo Lucy con voz temblorosa.

Jules obedeció de inmediato. Apoyó la cabeza sobre su regazo y cerró los ojos. Le divertía la excitación de Lucy, y le agradaba el suave calor que desprendían sus muslos. Cuando ella le pasó la mano por la cabeza para alisarle el pelo, Jules le tomó la muñeca y sintió latir su pulso a una velocidad tremenda. Aquella noche resolvería el misterio, aquella noche sabría por qué razón Lucy se le resistía. Plenamente confiado, el doctor Jules Segal se durmió.

Lucy miraba a la gente que estaba alrededor de la piscina. ¡De que forma tan radical había cambiado su vida en menos de dos años! Nunca lo hubiera imaginado, como nunca hubiera creído que no se arrepentiría —sino todo lo contrario— de su «locura» en la boda de Connie Corleone. Era lo más maravilloso que le había ocurrido en su vida, y lo revivía en sueños una y otra vez.

Después de su encuentro, Sonny la había visitado una vez a la semana; en ocasiones más, pero nunca menos. Los días que precedían a la visita de su amante constituían para Lucy un verdadero tormento. Su pasión era de lo más elemental, y en ella nada tenían que ver ni la poesía ni el sentimentalismo. El suyo fue un amor ciento por ciento carnal, casi animal, por así decirlo.

Cuando Sonny le anunciaba su visita, Lucy se aseguraba de que el mueble bar y la despensa estuvieran llenos, pues por lo general Sonny no se marchaba hasta bien entrada la mañana siguiente. Él tenía una llave del apartamento, y ella se echaba en sus brazos en cuanto lo veía entrar. Ambos eran brutalmente directos, bestialmente primitivos. Durante el primer beso se abrazaban con todas sus fuerzas, luego él la entraba en volandas en el dormitorio.

Hacían el amor una y otra vez. Permanecían en el apartamento, juntos y completamente desnudos, durante dieciséis horas seguidas. Lucy preparaba comida en grandes cantidades para no defraudar el descomunal apetito de él. A veces, cuando Sonny recibía alguna llamada telefónica —de negocios, desde luego—, ella prácticamente no se enteraba. Y si él se levantaba para servirse una copa, ella lo seguía, pegada a su piel, para no perder contacto con el cuerpo amado. Al principio, Lucy se había sentido avergonzada de sus propios «excesos», pero ese sentimiento desapareció cuando se dio cuenta de que a su amante le gustaban y se sentía halagado a causa de ellos. La suya fue una pasión instintiva, inocente. Fueron muy felices.

Cuando el padre de Sonny fue tiroteado en la calle, Lucy comprendió por vez primera que su amante podía estar en peligro. Sola en su apartamento, no lloraba, sino que gemía de angustia. Cuando Sonny estuvo casi tres semanas sin ir a verla, consiguió dormir gracias a los somníferos y el alcohol. La aflicción que sentía le producía un dolor físico. Y el día en que él, finalmente, fue a verla, estuvo horas y horas apretada contra su cuerpo. Desde entonces, las visitas se sucedieron regularmente, a razón de una a la semana, hasta que lo asesinaron.

De la muerte de Sonny se enteró por los periódicos. Aquella noche se tomó una sobredosis de somníferos, que por alguna extraña razón no la mató, aunque sí hizo que se sintiera muy enferma. La encontraron desvanecida delante de la puerta del ascensor —al verse en tan mal estado intentó salir de su apartamento—, y la trasladaron al hospital. Como muy pocos estaban al corriente de su relación con Sonny, la noticia sólo ocupó unas pocas líneas en los periódicos sensacionalistas.

Mientras estaba en el hospital, Tom Hagen fue a verla y le ofreció un empleo en Las Vegas, en el hotel dirigido por Freddie, el hermano de Sonny. También le comunicó que recibiría una pensión anual de la familia Corleone, acordada por Sonny en su testamento. Luego le preguntó si estaba embarazada, pues creía que ésa era la razón de su intento de suicidio, y Lucy respondió que no. Finalmente quiso saber si Sonny había ido a verla la noche fatal, o si había llamado anunciando su visita; la respuesta de la muchacha fue negativa, y añadió que después del trabajo siempre regresaba a su casa. Lucy explicó también que Sonny había sido el único hombre a quien había amado, y que nunca podría sentir lo mismo por ningún otro. Al ver que Hagen sonreía, preguntó:

—¿Tan increíble es lo que digo? ¿No fue él quien lo llevó a vivir a su casa cuando usted era un crío?

—Es que de mayor cambió mucho; ya no era el mismo.

—Pues tal vez haya cambiado para los demás, pero no para mí.

Lucy aún se sentía demasiado débil para explicar lo gentil que Sonny había sido siempre con ella. Nunca se había mostrado nervioso ni agresivo.

Hagen se ocupó de todo lo concerniente al viaje de Lucy a Las Vegas, donde estaba esperándola un apartamento alquilado a su nombre. Hagen la acompañó al aeropuerto y le hizo prometer que, si se sentía sola o si las cosas no le iban bien, lo llamaría, pues él haría cuanto estuviera en su mano para ayudarla.

Antes de subir al avión, Lucy le preguntó a Hagen:

—¿Está enterado el padre de Sonny de lo que usted hace por mí?

—Precisamente estoy actuando por su cuenta —repuso Hagen con una sonrisa—. En estas cosas es un poco anticuado, y nunca haría nada que pudiera perjudicar a la esposa de su hijo. Pero considera que usted es una chiquilla inexperta e ingenua. En su opinión fue Sonny el que obró mal. Por otra parte, su intento de suicidio nos ha conmovido a todos.

Se abstuvo de decirle lo increíble que era para un hombre como el Don el que una persona quisiera suicidarse.

Ahora, después de casi dieciocho meses en Las Vegas, Lucy se sentía casi feliz, lo que la sorprendía. Algunas noches soñaba con Sonny. No lo olvidaba. Él había sido, aparte del gran amor de su vida, el último hombre que la había tocado. La vida en Las Vegas le gustaba. Nadaba en las piscinas del hotel, paseaba en canoa por el lago Mead, y en su día libre recorría con su coche las carreteras del desierto. Perdió algunos kilos, lo que mejoró su silueta. Sus encantos ya eran más propios de una americana que de una italiana. En el hotel trabajaba de recepcionista, y se relacionaba poco con Freddie. Cuando se encontraban sólo se cruzaban unas pocas palabras. No obstante, el enorme cambio que se había producido en Freddie le parecía asombroso. Con las mujeres era encantador, vestía con gran elegancia y parecía el hombre adecuado para dirigir un hotel-casino. Debido quizás a los largos y calurosos meses de verano, o tal vez a su activísima vida sexual, también él había adelgazado, lo que, sumado a su estilo hollywoodiense, le daba un aspecto encantador.

Seis meses después de establecerse en Las Vegas, Tom Hagen fue a ver a Lucy para comprobar qué tal le iban las cosas. La muchacha había estado recibiendo todos los meses, además de su salario, el prometido cheque de seiscientos dólares, y Hagen le explicó que era preciso justificar de algún modo el ingreso de esa cantidad. Por ello, creía oportuno pedirle que le confiriera poderes por escrito para poder actuar por cuenta de ella; pero no debía preocuparse por nada, pues él se encargaría del asunto. También le comunicó que, por una cuestión de pura fórmula, figuraría como propietaria de cinco «puntos» (participaciones o acciones) del hotel donde trabajaba. Todo eso debería hacerse de acuerdo con las leyes del estado de Nevada, naturalmente, pero de todas las engorrosas formalidades legales se ocuparía él. No obstante, ella no debía hablar con nadie de todo ese asunto, a menos que él la autorizara a hacerlo. Su futuro quedaría plenamente asegurado y, además, seguiría recibiendo los seiscientos dólares mensuales. Si las autoridades le hacían preguntas, debía limitarse a decirles que hablaran con su abogado. Si así lo hacía, no volverían a molestarla.

Lucy se mostró de acuerdo. Comprendía a la perfección lo que ocurría, pero no consideró oportuno poner objeciones al modo en que estaba siendo utilizada. Parecía un favor razonable. En cambio, cuando Hagen le pidió que vigilara a Freddie y al dueño del hotel, poseedor este último de un gran paquete de acciones del establecimiento, dijo:

—Pero, Tom ¿me está usted pidiendo que espíe a Freddie?

—No. Lo que sucede es que el padre de Freddie se preocupa por su hijo. Sabe que tiene amistad con Moe Greene, y debemos procurar que no se meta en líos.

No se molestó en explicarle que el Don había patrocinado la construcción de ese hotel en el desierto, no sólo para proporcionar un empleo a su hijo, sino, sobre todo, para introducirse en Las Vegas.

Fue poco después de esa entrevista cuando el doctor Jules Segal se convirtió en el médico del hotel. Era un hombre muy delgado, elegante y atractivo, que parecía demasiado joven para ser médico, o así lo creía Lucy. Se conocieron un día en que ella fue a verlo a causa de un grano que le había salido en el antebrazo. En la sala de espera se encontraban dos coristas del espectáculo de variedades del hotel, ambas rubias y de piel dorada, a las que Lucy envidiaba precisamente por ello. Su aspecto era inocente. Pero una de ellas estaba diciéndole a la otra:

—Te aseguro que si me da otra pastilla, abandono el trabajo.

Cuando el doctor Jules Segal abrió la puerta para que entrara una de las dos chicas que estaban antes que Lucy, ésta se sintió tentada de marcharse. Y lo habría hecho si lo que la llevaba a la consulta médica hubiese sido algo más serio. El doctor Segal lucía unos pantalones holgados y una camisa abierta. A pesar de sus gafas de carey y de sus modales reservados, su aspecto no era, en conjunto, demasiado serio. Y Lucy, como muchas personas anticuadas, creía que la medicina debía ir acompañada de una gravedad solemne.

Luego, al entrar en el consultorio, todo cambió. Lucy se sintió repentinamente tranquila. Porque en realidad el doctor Segal sabía ganarse de inmediato la confianza de sus pacientes. Habló muy poco, pero en tono firme y, a la vez, amable. Cuando ella quiso saber a qué se debía la hinchazón del antebrazo, el joven médico le explicó pacientemente que no era nada serio. Tomó un grueso libro de la estantería y dijo:

—Mantenga firme el brazo.

Lucy obedeció. Por primera vez, Segal le dirigió una amable sonrisa.

—Ahora voy a golpearle el grano con este libro, y verá cómo desaparece. Es posible que vuelva a salir dentro de un tiempo, pero si empleo el bisturí le costará mucho dinero y, además, tendrá que llevar el brazo vendado. ¿Le parece bien?

Lucy le devolvió la sonrisa. Aunque no sabía por qué, confiaba plenamente en él.

—De acuerdo, doctor.

Un segundo después, lanzaba un grito de dolor cuando él le golpeaba el antebrazo con el grueso libro; a continuación comprobó que el grano había desaparecido.

—¿Le ha dolido mucho?

—No. ¿Ya está?

El doctor Segal respondió que sí, y de inmediato dejó de prestar atención a Lucy, que salió del consultorio.

Una semana más tarde se encontraron ante la barra del bar del hotel.

—¿Cómo va el brazo? —preguntó Segal.

—Muy bien —respondió Lucy, sonriendo—. Sus métodos no son muy ortodoxos, pero sí eficaces.

—No sabe usted bien lo poco ortodoxo que soy. A propósito, no sabía que fuera usted una mujer rica. El Sun ha publicado hace unos días la lista de poseedores de puntos del hotel, y Lucy Mancini figura con diez. Si le hubiese curado ese antebrazo con métodos más tradicionales habría podido ganar una pequeña fortuna.

Lucy se acordó de lo que le había advertido Hagen, y no respondió.

—No se preocupe —prosiguió Segal—. Sé cómo funcionan estas cosas; las acciones figuran a su nombre, pero no son suyas. En Las Vegas esto es muy corriente. ¿Qué le parece si salimos esta noche a cenar y a ver algún espectáculo? Incluso la invitaré a jugar a la ruleta.

Lucy no sabía si aceptar o no. Ante la insistencia de él, respondió:

—Me gustaría, pero creo que se sentiría usted decepcionado. Me temo que soy algo diferente de las chicas de Las Vegas.

—Por eso la he invitado. Precisamente me he recetado una noche de descanso —dijo Jules en tono jocoso. Lucy le dedicó una melancólica sonrisa y respondió:

—De acuerdo. Acepto que me invite a cenar, pero a la ruleta apostaré con mi dinero.

Durante la cena, Jules se pasó un buen rato hablando, en términos médicos pero con gran sentido del humor, de los diferentes tipos de muslos y senos femeninos, mientras Lucy pensaba que aquel hombre tenía una conversación muy amena. Después estuvieron jugando un rato a la ruleta, y ganaron más de cien dólares. Más tarde, fueron en el coche de él a Boulder Dam, donde Jules trató de hacerle el amor a la luz de la luna. Pero al ver que Lucy, a pesar de sus besos, se resistía, comprendió que por el momento era inútil insistir. La derrota, sin embargo, no le hizo perder el buen humor.

—Ya te dije que no era como la mayoría de las chicas de aquí —le advirtió Lucy en un tono que quería ser de reproche.

—Pero si yo no hubiese tratado de hacerte el amor te habrías sentido ofendida ¿no es cierto?

Lucy se echó a reír por toda respuesta. Pensó que Jules Segal era adivino.

En el transcurso de los meses siguientes ambos se hicieron buenos amigos. Lo suyo no era amor, pues no se acostaban juntos porque Lucy seguía resistiéndose. Se daba cuenta de que a Jules no le hacían ninguna gracia sus negativas, pero también era consciente de que reaccionaba de modo diferente de como lo habrían hecho la mayoría de los hombres, y eso hacía que lo apreciara todavía más. Supo que era un hombre muy temerario, además de divertido. Los fines de semana los aprovechaba para participar, con su soberbio MG, en las carreras que se celebraban en California. Las vacaciones las pasaba en las montañas de México, lugar donde, según sus propias palabras, asesinaban a los turistas para robarles los zapatos y la vida era tan primitiva como mil años atrás. También supo que era cirujano y que había trabajado en un famoso hospital de Nueva York.

Lucy no se explicaba por qué había aceptado ser médico de un hotel. Cuando se lo preguntó, Jules repuso:

—Si me cuentas tu gran secreto, te contaré el mío.

Ella se sonrojó y no insistió, como tampoco lo hizo Jules. Y entre ambos siguió fortaleciéndose una amistad que para Lucy era cada vez más importante, aunque no se apercibiera de ello.

Ahora, sentada al borde de la piscina y con la cabeza de Jules en su regazo, sintió hacia él una inmensa ternura. Sin darse cuenta, comenzó a acariciarle el cuello con los dedos. Parecía estar dormido, y ella se sentía cada vez más excitada. De pronto, Jules levantó la cabeza y se puso en pie. La tomó de la mano y la condujo por un sendero entre la hierba hasta la casita en que vivía dentro de los límites de la propiedad del hotel. Una vez en su interior, sirvió sendos whiskies. El licor, acompañado del fuerte calor y de los sensuales pensamientos de Lucy, hicieron que ésta perdiera la cabeza. Ambos estaban cubiertos sólo por el bañador, y Jules la estrechaba fuertemente entre sus brazos. «No lo hagas», murmuraba Lucy, pero sin convicción. Él, como si no la oyese, comenzó a quitarle lentamente el bañador y a continuación le besó con ternura los grandes senos; luego fue descendiendo hasta el vientre y las ingles. De pronto se detuvo, se desnudó y volvió a abrazarla. Se dispuso a penetrarla, pero bastó que la tocase para que ella alcanzara el orgasmo. Lucy advirtió que él, a pesar de lo excitado que estaba, la miraba sorprendido. Ella se sentía tan avergonzada como la primera vez que lo había hecho con Sonny, pero Jules, todo un experto en las artes del amor, arrastró su cuerpo hasta el borde de la cama, le abrió las piernas de cierta manera y la penetró aún más profundamente, hasta que al fin también él llegó al clímax.

Cuando él hubo terminado, Lucy se acurrucó en un extremo de la cama y empezó a llorar. Se sentía confusa. Luego oyó la voz de Jules que, riendo, le decía:

—¿De modo que por eso has estado resistiéndote todos estos meses, pobre muchachita italiana? ¡Qué tontuela!

Las dos últimas palabras las dijo en un tono tan cariñoso, que ella se volvió y apretó su cuerpo contra el de él.

—Eres una mujer como ya no existen, te lo aseguro —añadió Jules en el mismo tono afectuoso.

Lucy, sin embargo, siguió llorando.

Jules encendió un cigarrillo y lo puso en los labios de la muchacha, que para no atragantarse tuvo que dejar de llorar.

—Ahora escúchame —prosiguió Jules—. Si hubieras sido educada en un ambiente acorde con los tiempos actuales, si tu familia hubiese tenido una cierta cultura, tu problema estaría resuelto desde hace años. Ahora voy a explicarte cuál es tu problema: si una mujer es fea o bizca, o tiene la piel manchada, por ejemplo, puede decir que el suyo es un caso sin solución, pues ahí la cirugía nada puede hacer. Ahora bien, si sólo tiene una verruga en la barbilla, o si una de sus orejas tiene alguna irregularidad, su problema carece de importancia. Tu caso es equivalente a estos últimos, es decir, que en realidad no es un problema. Deja de pensar en que ningún hombre disfrutará contigo lo suficiente. Lo tuyo no es sino una deformación de la pelvis. Normalmente se produce después de un parto, pero también puede tratarse de algo congénito. Tu caso es muy frecuente, y muchas mujeres son desgraciadas debido a ello; algunas incluso llegan al suicidio. Sin embargo, una sencilla operación basta para corregir el defecto. Jamás hubiera imaginado que sufrías ese pequeño defecto, pues tienes un cuerpo muy bien formado y sano. Cada vez que me contabas tu caso, pensaba que el problema era psicológico, pero ahora veo que no es así. Voy a hacerte un examen físico y luego sabremos exactamente qué debe hacerse. Ahora toma una ducha, te hará bien.

Lucy obedeció, y mientras se duchaba él preparó el instrumental que tenía en la casa. Después, pacientemente y a pesar de las protestas de ella, le indicó que se tendiera en la cama para reconocerla. De pronto Jules había dejado de ser el amante para convertirse en el médico.

Metió los dedos dentro de ella y comenzó a moverlos en círculos. Lucy empezaba a sentirse humillada, cuando él le besó el ombligo y dijo, casi distraídamente:

—Me encanta disfrutar de mi trabajo.

A continuación le indicó que se pusiera boca abajo, le introdujo un dedo en el ano y empezó a explorar mientras con la otra mano le acariciaba tiernamente la nuca.

Cuando hubo terminado, hizo que Lucy volviera a tenderse boca arriba, le dio un beso en la boca y dijo:

—Voy a hacerte una vulva completamente nueva, y luego probaré personalmente qué tal va. Será una verdadera hazaña médica, y podré escribir un informe para las revistas especializadas.

Jules se mostró tan afectuoso y preocupado por ella, que Lucy consiguió superar su vergüenza. Y cuando él le mostró un libro de medicina en el que se hablaba de un caso parecido al suyo y del procedimiento quirúrgico adecuado para corregirlo, hasta se sintió vivamente interesada.

—Hay que operar —sentenció Jules— pues, cuestión sexual aparte, más adelante sentirías dolorosas molestias. Es una lástima que un pudor mal entendido prive a los médicos de curar casos como el tuyo, que, como ya te he dicho, son bastante frecuentes, y que tantas mujeres sufran a causa de ello.

—No hables de eso, te lo ruego —pidió Lucy. Jules comprendió que a la muchacha seguía avergonzándola su secreto. Si bien como médico él no podía comprenderla, era lo bastante sensible para identificarse con ella, quien se lo agradecía de corazón.

—Bien. Ahora que conozco tu secreto —dijo Jules— voy a contarte el mío. Siempre me preguntas por qué estoy en esta ciudad, siendo como soy uno de los más jóvenes y brillantes cirujanos del Este —pronunció estas últimas palabras en tono de sorna, repitiendo lo que habían publicado los periódicos—. La verdad —prosiguió— es que soy abortista, lo que en sí mismo no es excesivamente malo, pues la mitad de los médicos lo son; pero tuve la desgracia de que me descubrieran. Entonces, un doctor amigo llamado Kennedy, que fue compañero mío en la época de internado y que es un hombre de una pieza, prometió ayudarme. Según tengo entendido, un tal Tom Hagen le había dicho que si algún día necesitaba algo se lo dijera, pues la familia Corleone estaba en deuda con él. Así, pues, el doctor Kennedy habló con Hagen, y lo único que sé es que los cargos contra mí fueron retirados, aunque la Asociación Médica y el hospital del Este donde yo trabajaba me pusieron en la lista negra. Luego, para que pudiera resarcirme de esto, la familia Corleone me proporcionó mi empleo actual. Me gano bien la vida y hago un trabajo que debe hacerse. Estas chicas de los night-clubs no paran de quedar embarazadas, y claro, después tengo que intervenir. Provocarles un aborto es la cosa más sencilla del mundo. Lo malo es que Freddie Corleone es un auténtico Casanova; desde que estoy en el hotel, ha preñado por lo menos a quince muchachas. Uno de estos días deberé hablarle seriamente de cuestiones sexuales, pues al parecer conoce muy poco. Aparte de lo que te he dicho, he tenido que tratarlo tres veces de gonorrea y una de sífilis. Nunca se ha preocupado de tomar precauciones.

Contra su costumbre, Jules había sido deliberadamente indiscreto, pues quería que Lucy supiera que los demás, incluido alguien a quien ella conocía y temía un poco, Freddie Corleone, también tenían cosas de las que avergonzarse.

—Para decirlo de forma comprensible —prosiguió Jules—, lo tuyo viene a ser como si una pieza elástica hubiese perdido su elasticidad. Si cortamos un trozo de dicha pieza, el grado de elasticidad del resto aumenta.

Y eso es lo que voy a hacer contigo.

—Me lo pensaré —dijo Lucy, aunque estaba segura de que aceptaría la intervención quirúrgica, sobre todo teniendo en cuenta que Jules le inspiraba absoluta confianza—. ¿Cuánto me costará? —preguntó a continuación.

Jules enarcó las cejas y al cabo de unos segundos contestó:

—Ni cuento con el instrumental necesario para una intervención de este tipo, ni soy el hombre adecuado para realizarla. Pero en Los Ángeles tengo un amigo que es un gran especialista en el tema y trabaja en el hospital más moderno de la ciudad. De hecho, él es quien se encarga de operar a todas las estrellas del cine cuando se dan cuenta de que la cirugía estética ya no basta para conseguir o conservar el amor de un hombre. Como me debe algunos favores, no cobrará ni un dólar. Cuando se le presenta un caso de mi «especialidad», siempre me lo pasa… Mira, si no fuese una falta de ética, te nombraría a algunas de las más famosas estrellas que se han sometido a esta operación.

Lucy sentía una terrible curiosidad, y le pidió que le dijera los nombres. Una de las cosas que más le gustaban de Jules era que nunca se burlaba de su muy femenina afición al cotilleo.

—Te lo diré, si aceptas cenar y pasar la noche conmigo. Hemos de recuperar el tiempo perdido a causa de tu testarudez.

Lucy, emocionada ante la gentileza de Jules, dijo:

—No tienes obligación de dormir conmigo. Sabes que, tal como estoy ahora, no disfrutarías mucho.

Jules se echó a reír.

—Eres increíblemente ingenua… ¿Nunca has oído hablar de otras formas de hacer el amor, igual de antiguas y civilizadas? ¿Cómo puedes ser tan inocente?

—Ah, te refieres a eso…

—Ah, te refieres a eso… —la parodió Jules—. Las chicas buenas no lo hacen, los hombres de verdad no lo hacen, ni siquiera en el año 1948… Bien, cariño, podría llevarte a la casa de una anciana dama, cerca de Las Vegas, que fue la madama más joven del burdel más famoso del Salvaje Oeste, allá por 1880. Le encanta hablar de los buenos viejos tiempos. ¿Sabes lo que me dijo en una ocasión? Pues que esos recios, viriles y valientes vaqueros siempre les pedían a las chicas que les hicieran un «francés», es decir, lo que los médicos llamamos una felación y tú llamas «eso». ¿Es que nunca hiciste «eso» con tu amado Sonny?

Lucy lo sorprendió de verdad: se volvió hacia él con una sonrisa sólo comparable a la de Mona Lisa y dijo en voz baja:

—Con Sonny siempre lo hacía.

Era la primera vez que admitía algo semejante en presencia de otra persona.

Dos semanas más tarde, en el quirófano de un hospital de Los Ángeles, Jules Segal observaba la intervención a que era sometida Lucy Mancini por parte de su amigo, el doctor Frederick Kellner. Antes de que la muchacha fuera anestesiada, Jules se inclinó sobre ella y le susurró al oído:

—Le he dicho que eres mi chica favorita. Y puedes estar segura de que te dejará unas paredes muy estrechas.

Pero Lucy no se rió, pues el comprimido que le acababan de suministrar la había aletargado. No obstante, la broma de Jules contribuyó a disipar un poco el temor que la operación le inspiraba.

El doctor Kellner hizo la incisión con la seguridad propia de un hombre avezado en trabajos similares. La técnica de las operaciones para reforzar las paredes de la pelvis requería la consecución de dos objetivos: acortar el cabestrillo músculofibroso de la pelvis, al efecto de disminuir la falta de elasticidad, y empujar hacia adelante el canal vaginal hasta colocarlo por debajo del arco pubiano. La reparación del cabestrillo pelviano era conocida con el nombre científico de «perineorrafia»; la sutura de la pared vaginal, con el de «colporrafia».

Jules advirtió que el doctor Kellner ponía los cinco sentidos en su trabajo. Al cortar existía el peligro, si la incisión era demasiado profunda, de dañar el recto. El caso no era complicado, pensaba Jules, de acuerdo con lo que él mismo había visto a través de los rayos X. Sin embargo, en cirugía uno nunca podía estar completamente seguro.

Kellner estaba trabajando en el cabestrillo del diafragma. Los fórceps en forma de T aguantaban el colgajo vaginal, dejando al descubierto los músculos que formaban su envoltura, mientras los enguantados dedos de Kellner iban separando los tejidos conectivos demasiado flojos. Jules observaba las paredes vaginales temiendo que de un momento a otro aparecieran las venas, lo que significaría que el recto había sido dañado. Pero Kellner conocía su oficio. Poco a poco, su obra iba avanzando.

El cirujano procedió a cerrar el hueco dejado por los tejidos que había sacado antes, poniendo en ello toda su atención. Metió tres dedos en la abertura, luego dos. Finalmente, cuando consideró que era lo bastante estrecha, procedió a suturar.

Una vez terminada la operación, Lucy fue conducida a su habitación. Jules aprovechó para hablar con Kellner. Éste se mostró muy optimista, lo que significaba que todo había ido bien.

—No ha habido complicación alguna —explicó—. En realidad, ha sido muy sencillo. Es una chica muy sana, y ahora estará en disposición de hacer feliz a cualquier hombre. Te envidio, muchacho. Tendrás que esperar un poco, desde luego, pero te garantizo que te sentirás satisfecho de mi trabajo.

—Eres un verdadero Pigmalión —dijo Jules, entre risas—. En serio, eres maravilloso.

—En realidad, es un juego de niños. Como tus abortos. Si la sociedad fuera más realista, las personas de talento como tú y yo podríamos hacer maravillas. Por cierto, Jules, ahora que me acuerdo, la semana próxima te enviaré a una bonita muchacha. Cuanto más bonitas, más propensas a crearse dificultades. Así quedará pagado mi trabajo de hoy.

Jules le estrechó la mano y dijo:

—Gracias, doctor. Si algún día te decides a visitar el hotel, procuraré que lo pases en grande.

—No necesito vuestra ruleta, Jules. Mi juego es más peligroso que el del casino. Y el tuyo también, Jules. Dentro de un par de años habrás olvidado por completo lo que es la cirugía. La cirugía seria, quiero decir. Ya lo verás.

A continuación, el doctor Kellner se despidió y se marchó. Jules se quedó pensativo. Sabía que en las palabras de su amigo no había reproche, sino sólo un aviso. Pero a pesar de ello no pudo evitar sentir un profundo remordimiento.

Como Lucy no saldría del hospital hasta doce horas más tarde, como mínimo, él fue a la ciudad y se emborrachó, en parte por el alivio que experimentaba ahora que la operación había resultado un éxito.

A la mañana siguiente, cuando fue al hospital a visitar a Lucy, le sorprendió ver a dos hombres junto a su cama y la habitación llena de flores. Lucy no podía ocultar su satisfacción. La sorpresa de Jules se debía al hecho de que ella había roto con su familia, y le había dicho que no pusiese a nadie al corriente, a menos que algo fuera mal. El único que sabía que iba a ser intervenida —de algo sin importancia— era Freddie Corleone; habían tenido que decírselo para que la autorizase a faltar al trabajo, y la verdad era que se había comportado muy bien: no sólo le dio permiso, sino que le dijo que los gastos de la operación y demás correrían por cuenta del hotel. Pero ¿quiénes eran aquellos dos?

Lucy se los presentó. A uno de ellos Jules lo reconoció de inmediato. Se trataba del famoso Johnny Fontane. El otro era un hombre joven, alto y corpulento, de aspecto italiano, que se llamaba Nino Valenti. Después de estrechar la mano de Jules, ambos dejaron de prestar a éste la menor atención. Estaban hablando con Lucy de los viejos tiempos en Nueva York, de personas y hechos desconocidos para él. Debido a ello, Jules decidió que sería mejor que se fuera.

—Vendré más tarde —dijo—. Ahora debo ver al doctor Kellner.

—¡De eso nada, muchacho! Le dejamos a Lucy —lo atajó Johnny Fontane con su proverbial simpatía—. Nosotros tenemos que marcharnos. Cuide bien de ella, doctor.

Jules notó que la voz de Johnny Fontane era ronca, y entonces recordó que el cantante no actuaba en público desde hacía más de un año. Aunque, eso sí, había ganado el Oscar al mejor actor. ¿No era extraño todo aquello? Resultaba verdaderamente raro que a su edad su voz hubiera sufrido un cambio tan brusco, pero aún lo era más el que los periódicos no hubiesen escrito una sola línea sobre el asunto. Jules, que era un profesional muy curioso, escuchaba atentamente a Fontane en un intento de diagnosticar la razón del cambio. Podía tratarse de algo pasajero, o también la consecuencia del alcohol, el tabaco e incluso una vida sexual demasiado activa. Ahora, al oírlo hablar, nadie podía creer que aquella voz de timbre casi desagradable hubiera sido en otro tiempo tan fantástica.

—Perdón, pero por su voz parece que está usted resfriado —le dijo finalmente Jules a Johnny Fontane.

Amablemente, aunque no sin irritación, Fontane repuso:

—Tengo las cuerdas vocales cansadas, eso es todo. Anoche traté de cantar y… Sospecho que me resultará cada vez más difícil aceptar que mi voz ha cambiado. Es cosa de los años.

En tono casual, Jules le preguntó:

—¿Se ha hecho examinar la garganta por un médico? Tal vez sea algo que pueda curarse con facilidad.

Ahora Johnny ya no trataba de mostrarse cortés. Miró fríamente a Jules y replicó:

—Es lo primero que hice hace ya cerca de dos años. Me examinaron los mejores especialistas, entre ellos mi médico, que está considerado como el mejor de California. Todos coincidieron en que necesitaba mucho descanso. Le repito que no es nada malo, sólo cosa de la edad. Cuando uno se hace mayor, su voz cambia.

Dicho esto, Johnny Fontane dio la espalda a Jules y dedicó su atención a Lucy. Pero el médico siguió escuchando atentamente su voz y se dio cuenta de que las cuerdas vocales de éste debían de estar considerablemente inflamadas, o algo por el estilo. Pero, de ser así ¿cómo no se habían dado cuenta los especialistas? ¿Acaso se trataba de algo maligno que no podía operarse? Debía de haber algo más.

Jules interrumpió a Fontane, para preguntarle:

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio un especialista?

Johnny Fontane, visiblemente molesto, pero procurando disimular por respeto a Lucy, se limitó a responder:

—Hace un año y medio aproximadamente.

—¿Y su médico de cabecera le examina la garganta de vez en cuando?

—Sí, desde luego —respondió Johnny en tono áspero—. Me ha recetado un aerosol de codeína y, además, me examina a menudo. Según él, mi voz está envejeciendo, aparte de que la bebida y el tabaco hacen estragos. ¿A usted se le ocurre otra cosa? ¿Sabe más que él?

—¿Cómo se llama su médico? —preguntó Jules, sin hacer caso del tono irónico de Fontane.

—Tucker, doctor James Tucker. ¿Qué opinión le merece?

Las palabras de Johnny Fontane reflejaban un orgullo evidente. Y, en efecto, el nombre le era familiar a Jules, que lo relacionaba con famosas estrellas de cine, mujeres y un lujoso balneario.

—Como ayuda de cámara tal vez sería muy bueno —dijo Jules, haciendo una mueca.

—¿Es que se considera usted mejor médico que él? —inquirió Fontane, enfadado.

—¿Es usted mejor cantante que Carmen Lombardo? —replicó Jules entre risas.

Le sorprendió ver que Nino Valenti se desternillaba de risa. No había sido un chiste tan bueno, después de todo. Y de pronto notó que el aliento de Nino olía a alcohol. Evidentemente, el señor Valenti, a pesar de lo temprano de la hora, estaba medio borracho.

Fontane, dirigiéndose a su amigo, dijo:

—Eh, tú; se supone que son mis bromas las que debes celebrar, no las suyas.

Mientras, Lucy, que había tomado a Jules de la mano y le había hecho acercar a la cama, comentó:

—No hagas caso de su aspecto, Johnny. Si afirma que es mejor que el doctor Tucker, es que lo es. Hazle caso, créeme.

En ese momento entró una enfermera, quien comunicó a los tres hombres que debían salir de la habitación, pues uno de los médicos tenía que examinar a Lucy. Jules observó que Lucy volvía la cabeza para recibir en la mejilla el beso de despedida de Johnny Fontane y Nino Valenti. También observó que los dos hombres no parecieron extrañarse del pudor de la muchacha, ni de que dejara, en cambio, que él la besara en la boca.

Antes de que Jules saliera, Lucy le preguntó:

—¿Vendrás a verme esta tarde?

—Naturalmente —respondió él.

Ya en el pasillo, Valenti quiso saber:

—¿De qué la han operado? ¿Ha sido de algo serio?

—Cosas propias de mujeres. El cuerpo femenino es muy complicado, ya se sabe. No ha sido nada de importancia, se lo aseguro. Si lo hubiera sido me vería usted más preocupado. Quiero casarme con ella.

Al ver que los dos hombres lo miraban fijamente, Jules inquirió:

—¿Cómo se enteraron ustedes que estaba en el hospital?

—Nos lo comunicó Freddie —contestó Fontane—. Mi amigo y yo nos criamos en el mismo barrio que Lucy. Y cuando la hermana de Freddie se casó, Lucy fue su dama de honor.

Jules no les dijo que conocía toda la historia, quizá porque se dio cuenta de que tenían mucho interés en que no se supiera que Lucy había mantenido relaciones con Sonny.

Mientras caminaban por el corredor, Jules le propuso a Fontane:

—¿Por qué no deja que le eche un vistazo a su garganta?

—Tengo prisa, lo siento.

Nino Valenti dirigió a Jules un guiño de complicidad y dijo:

—Se trata de una garganta de un millón de dólares, no apta para médicos de cuarta categoría.

Jules, siguiendo la broma, dijo:

—Pero yo no soy un médico de cuarta categoría. Era el mejor cirujano y especialista en diagnosis de mi promoción. Tuve la desgracia de que descubrieran que había practicado un aborto y…

Como Jules esperaba, Fontane y Valenti comenzaron a tomárselo en serio. Al admitir su delito, inspiraba confianza en su pretensión de ser altamente competente. Valenti fue el primero en reaccionar.

—Si Johnny no puede utilizar sus servicios, sí puede hacerlo una chica que conozco. Pero no es la garganta lo que le duele.

Fontane, nervioso, preguntó a Jules:

—¿Tardará mucho?

—Diez minutos.

Era mentira, pero creía que en ocasiones había que mentir a la gente. Decir la verdad y la práctica de la medicina no se avenían muy bien, excepto, tal vez, en casos de extrema gravedad.

—Adelante, pues —dijo Fontane, con voz más ronca que antes, debido al miedo.

Jules pidió una enfermera y una sala de consulta. No disponía de todos los instrumentos que precisaba, pero se las arreglaría. En menos de diez minutos supo que en las cuerdas vocales de Fontane se había formado un tumor. No era difícil apreciarlo, y el incompetente de Tucker debería haberse dado cuenta. Quizá ni siquiera fuese médico, y si lo era merecía que le retiraran la licencia. Jules, completamente concentrado en su trabajo, se acercó al teléfono y pidió por el laringólogo del hospital. Luego, dirigiéndose a Nino Valenti, dijo:

—Me temo que esto va para largo. Será mejor que se vaya.

Fontane lo miró con expresión de desconfianza.

—Oiga ¿es que piensa que va a retenerme aquí? No voy a dejarle jugar con mi garganta, medicucho.

—Es usted muy dueño de hacer lo que le plazca —replicó Jules—, pero le advierto que tiene un tumor en la laringe. Si permanece aquí durante unas horas, sabremos si es maligno o no, y podremos decidir sobre la conveniencia de extirparlo o si bastará con seguir un tratamiento. Puedo darle el nombre del mejor especialista del país, que esta misma noche podría llegar aquí en avión, pagando usted, claro está. Ahora, decida lo que le conviene; permanecer aquí o marcharse con su amigo. Claro que también puede seguir confiando, como hasta ahora, en un médico incompetente. Si el tumor es maligno, llegará el momento en que deberán extirparle la laringe, pues en caso contrario moriría sin remedio. Ahora, dígame: ¿quiere permanecer aquí? Suponiendo que no tenga otra cosa más importante que hacer, naturalmente.

—Quédate, Johnny —sugirió Valenti—. Será lo mejor. Voy a llamar al estudio. No les diré nada, no te preocupes. Sólo que nos es imposible ir ahora. Estaré de regreso al cabo de un momento.

La tarde fue muy larga, pero provechosa. El diagnóstico del especialista del hospital estuvo totalmente de acuerdo con lo que pensaba Jules. En un momento dado, sin embargo, Johnny Fontane, con la boca empapada de yodo, trató de marcharse. Pero Nino Valenti lo agarró de los hombros y le obligó a sentarse nuevamente. Cuando todo hubo terminado, Jules, sonriendo, dijo a Fontane:

—Nódulos.

Johnny Fontane lo miró sin comprender. Entonces, Jules decidió ser más explícito.

—En su laringe han aparecido unas verrugas, por llamarlas de algún modo. No es nada grave. Dentro de unos meses estará usted perfectamente.

Valenti lanzó un grito de alegría, pero Fontane no parecía muy tranquilo.

—¿Podré volver a cantar? —inquirió.

—No puedo garantizárselo, pero, puesto que tampoco ahora puede cantar ¿cuál es la diferencia?

A Fontane no le gustó la respuesta, por lo que, sin intentar disimular su desagrado, masculló:

—Usted, muchacho, no sabe lo que dice. Habla usted como si estuviese dándome una buena noticia, cuando lo que me dice es que tal vez no pueda volver a cantar nunca más. ¿Es verdad que quizá no pueda volver a cantar?

Finalmente, Jules se enfadó. Había actuado como médico y había disfrutado de su trabajo. Le había hecho un favor a aquel tipo, y éste lo trataba como si hubiese hecho algo incorrecto. Fríamente, le dijo:

—Escuche, señor Fontane. En primer lugar soy doctor en medicina; por lo tanto quiero que me llame doctor, no muchacho. Y en segundo lugar, la noticia que le he dado es muy buena, no lo dude. En el primer momento pensé que tenía usted un tumor maligno en la laringe. Si se hubieran confirmado mis temores, habríamos tenido que extirparle la laringe, con lo que usted se hubiera quedado sin habla. Y hasta es posible que el tumor lo hubiese llevado a la tumba. Por un instante, temí tener que decirle que era usted hombre muerto. Por eso, al pronunciar la palabra «nódulos», no pude disimular mi alegría. Entre otras cosas porque me gustaba mucho oírle cantar, porque su voz me ayudó a seducir a más de una muchacha cuando yo era más joven, y porque es usted un verdadero artista. Pero déjeme que le diga que no le sobra sentido común. ¿Piensa que por el hecho de ser Johnny Fontane es inmune al cáncer? ¿O a un tumor cerebral? ¿O a un ataque cardíaco? ¿Acaso se cree que no morirá nunca? En la vida no todo es bonito. Y, si quiere convencerse, dése una vuelta por este hospital; seguro que terminará alegrándose de tener nódulos. Así, pues, déjese de tonterías y vayamos a lo que interesa. Su médico puede encargarse de buscar al cirujano apropiado, pero si se ofrece a operarlo, le aconsejo que lo impida y que lo haga arrestar de inmediato por intento de homicidio.

Jules se disponía a salir de la habitación, cuando Valenti exclamó:

—¡Bravo, doctor! ¡Así se habla!

Entonces Jules lo miró fijamente y le preguntó:

—¿Siempre se emborracha antes del mediodía?

—Desde luego —respondió Valenti, alegremente.

Aun contra su voluntad, Jules no pudo evitar decirle en tono amable:

—Pero usted seguramente no ignora que si sigue en ese plan no durará ni cinco años.

Valenti se puso a bailar alrededor del médico hasta que, cansado, se abrazó a él. Su aliento apestaba a bourbon.

—¿Cinco años? —preguntó entre risas—. ¿Tantos?

Un mes después de la operación, Lucy Mancini estaba sentada al borde de la piscina del hotel de Las Vegas. En una mano sostenía un vaso, mientras que con la otra acariciaba la cabeza de Jules, que estaba apoyada sobre su regazo.

—No tienes por qué darte ánimos a base de combinados —dijo Jules, bromeando—. En nuestra suite tengo unas botellas de champán.

—¿Estás seguro de que no será demasiado pronto? —preguntó Lucy.

—El médico soy yo. Esta noche será la gran noche. ¿Te das cuenta de que seré el primer médico del mundo en probar los resultados de su operación? Podré comparar el Antes con el Después. Y escribiré sobre la experiencia en las revistas especializadas. Veamos, «mientras el Antes era claramente placentero por razones fisiológicas y la sofisticación del cirujano-instructor, en la fase posterior a la operación el coito se ve altamente recompensado por motivos estrictamente neurológicos…»

Tuvo que dejar de hablar, porque Lucy le tiró de los cabellos con tanta fuerza que no pudo reprimir un grito de dolor, y, con una sonrisa, le dijo:

—Si esta noche no quedas satisfecho, la culpa será tuya.

—Tengo plena confianza en mi trabajo. Kellner se limitó a seguir mis instrucciones. Ahora debemos descansar, pues nos espera una noche de intensas investigaciones.

Cuando subieron a sus habitaciones —ahora vivían juntos— Lucy se encontró con una agradable sorpresa; una cena completísima y, junto a su copa de champán, un estuche en el que había un anillo de compromiso, con un enorme diamante engarzado.

—Eso te demostrará lo mucho que confío en mi trabajo. Ahora, veamos lo que hemos ganado.

Se mostró muy tierno y gentil con ella. Al principio, Lucy estaba un poco asustada y hasta parecía rehuir sus caricias; pero después, una intensa pasión, nueva para ella, se apoderó de todo su cuerpo. Cuando hubieron hecho el amor por vez primera aquella noche, Jules murmuró, plácidamente:

—¡Qué bien he podido trabajar!

Lucy, a su vez, ronroneó:

—Oh, sí, ya lo creo, y muy bien.

Y entre risas empezaron a hacer nuevamente el amor.