El cuerpo yacía inmóvil.
"¿Está muerto?", pensó Vinca.
La joven florista se aproximó con cautela al joven descansando en el santuario del bosque; su corazón latía con fuerza, como el tambor de un ritual ancestral.
La luz del sol, filtrándose entre las hojas, iluminaba su rostro, revelando la palidez de su piel y la tensión de su expresión, como si estuviera atrapado en los más oscuros sueños de su mente.
Con manos temblorosas, Vinca se arrodilló junto al joven, sintiendo el suave roce de la hierba fresca bajo su piel. Observó atentamente cómo el pecho del joven se elevaba de manera apenas perceptible.
"-Está vivo-", suspiró aliviada, "-aunque apenas-", agregó al posar su mano en su cuello para sentir su débil respiración.
Las heridas carmesí que marcaban su piel contrastaban con la pureza de la luz del día. Un suspiro escapó de sus labios mientras su mente se llenaba de preguntas sin respuesta.
¿Quién era este joven? ¿Qué lo había llevado a este estado de desamparo en medio del bosque? ¿Un oso?
La urgencia de la situación se apoderó de Vinca. No podía quedarse allí parada mientras un alma necesitada yacía ante ella, clamando por ayuda en su silencio.
Con determinación, comenzó a examinar las heridas del joven. La preocupación se reflejaba en sus ojos avellana, pero su determinación no flaqueaba.
Con la delicadeza de sus manos, comenzó a limpiar las heridas del joven con un paño suave y agua fresca de un arroyo cercano. Cada movimiento era lento y meticuloso, como si estuviera tejiendo un hechizo de curación con cada toque.
El joven gemía ligeramente, pero no despertaba de su letargo, sumido en un sueño profundo inducido por la fatiga y el dolor.
Decidida a hacer todo lo posible para ayudarlo, Vinca buscó entre las hierbas y flores que crecían a su alrededor los ingredientes que pudieran aliviar su dolor y curar sus males.
Recordando las enseñanzas de su abuela sobre las propiedades curativas de las plantas, Vinca recolectó cuidadosamente pétalos de caléndula y hojas de consuelda, mezclándolos con agua fresca del arroyo cercano para crear una cataplasma que aplicó con suavidad sobre las heridas del joven.
El aroma dulce de las flores llenó el aire, mezclándose con el susurro del viento entre los árboles, como una canción de esperanza en medio de la desolación.
Mientras trabajaba para sanar las heridas del joven, Vinca se sintió transportada a un estado de concentración tranquila, donde el mundo exterior se desvanecía y solo existían ella y su tarea.
Cada movimiento era un acto de amor y compasión, una ofrenda a la fuerza vital que fluía a través del joven, una promesa silenciosa de que no lo abandonaría en su hora de necesidad.
El tiempo parecía detenerse en el claro del bosque, como si el universo mismo estuviera suspendido en un momento de quietud eterna.
Pero la realidad de la situación pronto hizo eco en el corazón de Vinca cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados como un lienzo pintado por el mismo artista celestial.
El joven aún no había despertado. Su respiración era irregular, su rostro pálido y tranquilo como el de un durmiente profundo.
Vinca sintió un nudo de preocupación en su pecho mientras lo observaba, preguntándose qué destino le aguardaba a aquel que yacía ante ella, vulnerable y desprotegido.
Con el corazón lleno de preocupación, Vinca decidió que era hora de llevar al joven a su tienda de flores para darle un lugar donde pudiera descansar y recuperarse.
Aunque físicamente pequeña y delicada, la determinación ardía en su interior como una llama inextinguible. Se las ingenió para improvisar una especie de camilla con las ramas y hojas del bosque y deslizó cuidadosamente al joven sobre ella.
Con esfuerzo, comenzó a arrastrar la camilla improvisada a través del bosque, paso a paso, sorteando los obstáculos del terreno accidentado. El peso del joven se hacía sentir en sus brazos, pero Vinca no se dejó intimidar.
Con cada esfuerzo, renovaba su determinación de llevar al joven a un lugar seguro donde pudiera recibir la ayuda que necesitaba desesperadamente.
Finalmente, con el sol descendiendo en el horizonte, Vinca emergió del bosque con su valiosa carga. Al llegar a las afueras del pueblo, divisó el tejado familiar de su humilde morada.
Con alivio, se apresuró hacia su casa, llevando al joven a cuestas. El crepúsculo envolvía el paisaje con un manto de sombras mientras Vinca atravesaba las calles empedradas de Wisteria, su corazón latiendo al ritmo de sus pasos.
La gente miraba con curiosidad mientras pasaba, murmurando entre ellos sobre la joven florista y el misterioso joven que llevaba a rastras.
Pero Vinca no prestaba atención a los susurros de los curiosos; su única preocupación era llevar al joven a un lugar donde pudiera recibir la ayuda que tanto necesitaba.
Finalmente, llegó a "El Jardín Encantado", su modesta tienda de flores que se alzaba como un faro de esperanza en medio de la oscuridad creciente. Con manos hábiles, abrió la puerta y entró.
"Tilin, tilin"
El tintineo de la campanilla sobre la puerta anunció su llegada.
Sintiendo el cálido abrazo del hogar envolverla mientras llevaba al joven al interior. Vinca cuidó del joven desconocido en su tienda cuando la campana de la puerta sonó.
"Tilin, tilin"
y un hombre imponente, vestido con ropas tan finas y elegantes como las flores de la tienda, entró por el portal y caminó hacia el mostrador.
-Buenas tardes, he venido por el ramo de flores- dijo con cortesía.