Una extraña brisa recorrió todo el pueblo, sin embargo, el atardecer no mostraba indicio de nubes cargadas.
Escondido entre las palmeras y árboles de la zona un pequeño asentamiento se vislumbraba. Innumerables casas compartían jardín, pues, aun sin estar juntas, el espacio que les separaba era mínimo. Mientras en el medio de todo reposaba una alta estatua de Yurcra de las Profundidades, colocada exactamente en el pequeño estanque circular, sin acompañamiento de peces, pero con mucha vegetación acuática.
El niño jugaba con una rama seca a dar estocadas al aire, cada una de ellas vacías de algún adiestramiento, solo eran movimientos sin técnica. Xin miraba desde la silla de madera, colocada frente a la única mesa de la habitación, un mueble cuadrado y del mismo material que el de la silla.
Alguien entró por la única entrada con puerta, era hombre, alto y corpulento, de tez antiguamente blanca, ahora consumida por los impetuosos rayos solares, volviéndola oscura y brillosa. Quitó de en medio al niño sin mucha consideración, y no respondió el saludo de la mujer que se paró en el umbral que daba al lar.
—Papá, estoy matando monstruos —dijo el niño con una sonrisa.
Xin asintió, convencida, como si ante sus ojos percibiera los cadáveres asesinados.
—Corb, ¿qué haces?
El hombre sacó el pequeño cofre enterrado en un lugar secreto de la habitación, lo abrió, y al cerciorarse de su contenido se levantó, preparándose para irse.
—¿A dónde lo llevas? —preguntó la mujer al interponerse en su camino, intrigada y con el comienzo del enfado dibujándose en sus ojos.
Corb la observó, su mirada no era del todo clara, parecía desvanecerse en la propia realidad en donde habitaba, pero aquello no quitaba la presión que ese par de orbes cafés que tenía por ojos podían ejercer. La mujer se hizo a un lado, mordiéndose los labios, y bajando la mirada.
—No llores. —Fue lo único que expresó antes de salir de la casa.
La mujer respiró profundo, se masajeó sus mejillas húmedas, cambiando por completo de actitud. Volvió a la cocina, y cuando regresó cargaba un par de cuencos que colocó en la mesa.
—Joro, siéntate —ordenó.
El niño dejó el palo en su sitio designado, se acercó a su silla, no sin antes acariciar a su hermosa hermanita, que le miraba con una gran sonrisa.
—¿No esperaremos a papá? —preguntó Xin al ver qué su mamá comenzaba a probar alimento.
—No.
—Olía extraño —dijo Joro.
—Cállate. —Le miró con dureza.
—Yo solo decía que...
—¡Te ordené que te callaras! —gritó la mujer.
Xin hizo un puchero, y comenzó a gimotear, incapaz de controlar su llanto. El suelo empezó a vibrar, y el aire del exterior e interior a enfurecer. Se podían escuchar las palmeras de fuera menear sus ramas con intensidad.
—Pequeña, Xin —dijo Joro al acercarse a ella, aunque sin bajarse de la silla—, escúchame, está bien, estamos bien.
La mujer arrojó con furia el cuenco de comida a un mueble cercano, donde quedó reducido a pedazos. Se colocó de pie, retirándose al pequeño cuarto antes visitado por Corb.
Xin logró tranquilizarse gracias al amor y paciencia de su hermano, quién le acariciaba los cabellos al repetir una y otra vez la frase: está bien, estamos bien.
—Come —dijo con una sonrisa, y él también disfrutó del extraño caldo servido en su cuenco al volver a su silla.
La noche llegó sin avisar, y la anterior brisa arreció.
—He pensado que podría usar un escudo —dijo Joro—. Un día observé a un aventurero de verdad con un escudo circular, me dijo que son muy buenos para protegerte de las garras de las bestias. Xin, tú podrías ser arquera.
La niña a su lado asintió, pero el fuerte sonido la estremeció.
La mujer que había estado todo el tiempo al lado de los infantes se levantó de golpe, saliendo de la muy pequeña habitación.
—Nunca he visto a un mago —continuó el niño—, creo que ellos son muy misteriosos, y viejos. Me los imagino con sombreros y vestidos de negro —Alzó la voz al escuchar los gritos—. Xin, si algún día nos encontramos a un mago, deberíamos hacernos sus amigos.
La niña volvió a asentir, pero el repentino golpe que se repitió un par de veces más la inquietó. Joro fue rápido en su abrazo, y con su cercanía logró que aquellas "situaciones" no comenzaran.
—¿Recuerdas al viejo Gom? —Xin asintió—, pues él había sido un aventurero —La niña abrió la boca, sorprendida y asombrada—, dice que perdió la pierna en un combate contra una gran bestia marina de color blanco. De dientes del tamaño de una casa, y escamas tan poderosas que nada podía penetrar su piel. También me dijo que si quería ser un aventurero, debía acostumbrarme al dolor, y oler mal, aunque eso último no lo entendí.
Calló al escuchar un objeto romperse, a continuidad de varios gritos agudos, y un potente rugido que intuyó pertenecía a su padre.
—Me dejó ver su espada —sonrió con extremo placer—, era increíble, muy filosa. Lamentablemente, no ha vuelto, me faltó pedirle que me entrenara.
La puerta se abrió de golpe, escuchó sollozos, pero no quiso preguntar, no deseaba un golpe.
—Hay que dormir, Xin, será lo mejor. —Le dio un pequeño beso en su frente, pero no le quitó el brazo que ella ocupaba de almohada, no le molestaba, y aunque lo hiciera, prefería la incomodidad que la tristeza de su hermana.
La mañana llegó en un parpadeo. La brisa continuaba, pero el viento amenazaba con convertirse en algo problemático para los pescadores y residentes del pueblo.
El niño despertó, se vistió, colocándose al último las sandalias que tanto le desagradaba ponerse. Corb, su padre le arrojó un pedazo de pan duro, y le instó a salir. Le tomó del cuello como era costumbre y emprendió la caminata.
—¿Cuándo volverá Joro? —preguntó Xin al mediodía.
Su madre le pasó un nuevo plato repleto de pequeñas bolitas negras que la niña comenzó a pelar sin mucha dificultad para obtener una semilla blanca y húmeda.
—Cuando tu padre decida —respondió, entonando "padre" con gran enfado.
—Quiero que llegue ya.
—Limpia y cállate.
Xin asintió, sin verse afectada por el regaño. El tiempo pasó volando, y el momento para la llegada de su consanguíneo se hizo más próximo. Ella esperaba fuera, sentada en los dos escalones que separaban la arena de la casa, observaba con quietud el viento, y en varias ocasiones su mirada se perdió en esa gran estatua perteneciente al dios al que cada principio de semana rendían tributo.
°°°
Gustavo le regaló un trozo de tela limpia, los que anteriormente había seleccionado para el abrigo de su brazo derecho. Xinia aceptó sin palabra alguna, inspiró profundo, mientras el frío aire llenaba sus pulmones. Limpió los moscos líquidos de sus fosas nasales, y fue lo suficientemente respetuosa para no devolverle el retazo.
—Mi madre era complicada. Y mi padre un poco más... Pero, mi hermano... mi hermano lo era todo para mí.
Apretó la tela que descansaba entre sus dedos. Tanto le había costado enterrar su pasado, olvidarse de aquel sufrimiento, que la mentira sobre estar bien la había creído durante mucho tiempo.
Gustavo aguardó sus siguientes palabras con mucha paciencia, respetaba el dolor de su compañera, y entendía que algunos debían desahogarse para proseguir, deseando que al liberar su corazón de los malos recuerdos, aquello que la perseguía desapareciera.
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El cielo se tornó oscuro, desolado y silencioso, algo anormal para pueblo tan animado.
Xin continuaba a la espera de su hermano sentada fuera. Sus ojos luchaban por no cerrarse ante el increíble aburrimiento que su mente transitaba. Su madre hacía lo mismo que ella, esperar, aunque manteniéndose ocupada para evitar la preocupación.
El anciano que caminaba en el ancho sendero de arena le saludó con una sonrisa, ella solo le devolvió una mueca, pero al despertar de su ensoñación volvió para arrojarle una segunda mirada, solo que el viejo había desaparecido, cosa que le extrañó, pero no le causó miedo o temor, ni siquiera consideró en aquella posibilidad.
«¿Era el viejo Gom?», pensó, pero el grito y repentino bullicio le impidió profundizar en la situación.
—Carla, Carla —gritaba una mujer a lo lejos, que casi tropezó ante los escalones de madera.
La madre de Xin, quién se encontraba al interior del hogar volteó al instante al umbral de la entrada. Tal vez había sido la mirada, o el temblor en los labios, no lo sabía, pero estaba segura en su corazón, de que algo malo había ocurrido.
—Tu hijo...
Fue todo lo que pudo escuchar antes de salir corriendo. Tomó del brazo a su pequeña y siguió a la mujer, que entendió que era mejor apresurarse a contar lo sucedido.
—¿Dónde está? —preguntó, pero sus ojos ya no estaban en la realidad, navegaban entre ilusiones que su mente intentaba conceder para que el dolor próximo no fuera devastador.
—En la casa del Exaltado Kiyat —respondió la mujer casi al instante.
Xin perdió el equilibrio, raspándose las rodillas con la única roca plana del camino. Su madre le tiró del brazo, y ella tuvo que ahogar el gemido que el dolor producía. Sufriendo en cada paso que provocaba que la sensación en sus rodillas empeorara.
Por fin se detuvieron, pero ella hubiera preferido nunca haberlo hecho.