Habían pasado cerca de nueve días desde que dejaron atrás el territorio del clan Buga, y aunque aún les quedaba trecho por recorrer hasta la fortaleza de Tanyer, era innegable que los límites de esa tierra desolada los envolvían. A su flanco derecho, en la lejanía, se extendían los sombríos límites del erfe descar (tierra de los muertos). Este bosque, más antiguo que su propia estirpe, estaba poblado por inmensos árboles cuyas ramas retorcidas se entrelazaban como los dedos de un anciano que, impotente, intentaba aprehender la vida que se deslizaba entre las sombras. Ser conscientes de su cercanía era su mayor prueba de que se encontraban en Tanyer, pues, aunque dicho dominio de la naturaleza colindaba con el territorio de los clanes sureños, era una parte muy minúscula en comparación.
Kurta lanzó una mirada furtiva hacia Padil, su segundo al mando y su más leal guerrero. En cada campaña que emprendían en tierras desconocidas, la presencia de Padil se había convertido en un faro de confianza; podría perder a cientos de hermanos, pero nunca se permitiría perder a su valioso compañero. Aquello era un tema recurrente en su escuadra, pues no era solo él el de tal pensamiento.
Padil no solo se destacaba en el arte del kut; también era un políglota consumado, capaz de hablar lenguas como un nativo en cuestión de pocas semanas. Su conocimiento de la geografía, de los rituales antiguos, y de una abundancia de habilidades vitales para la supervivencia lo convertía en un recurso invaluable. Sin embargo, esta vez, Kurta no se centró en sus habilidades, sino en la atmósfera que emanaba de él.
El semblante de Padil era un lienzo cargado de inquietud, cada línea de su rostro contaba una historia llena de misterios y tensión. Y la preocupación que reflejaba sus ojos, aguas en tormenta, era un testimonio de algo más que dudas pasajeras. Podía percibir que aquella expresión encarnaba una verdad alarmante.
Se acercó un poco más a Padil, ansioso por descubrir qué tipo de pensamientos se escondían detrás de esa mirada tan intensa.
—¿Qué te inquieta, hermano? —inquirió Kurta, su voz expresada para que fuera únicamente audible por el guerrero de mirada inquieta.
Padil, de ojos rojos como el crepúsculo, guio su atención a su Hordie, y muy amado hermano de armas.
—Ni en mis sueños más salvajes me atreví a pensar que me encontraría tan cerca del erfe descar —dijo con un tono calmo, que contradecía totalmente su expresión—. Hay algo dentro de mí que clama con desesperación para que me aleje lo más pronto posible. Me fue imposible no recordar las historias de los venerables del clan. —Kurta asintió, y sin darse cuenta se sumió en los mismos recuerdos.
Tales hombres que por sus vastos años habían recabado experiencias y conocimientos narraban historias, entrelazadas con leyendas y mitos, que giraban en torno a aquellos temerarios que se aventuraron a explorar los enigmáticos lares del erfe descar. Cada uno de estos valientes cruzó umbrales por diversas razones —desde la curiosidad insaciable hasta la búsqueda de redención. Sin embargo, todos habían compartido destino: el nunca más saber de ellos.
El erfe descar no fue denominado así únicamente por su atmósfera sombría, ni por gusto de sus antepasados, sino por una razón mucho más profunda. Aquellos que se acercaban a sus días finales, por enfermedad o vejez, tenían una atracción casi romántica por el territorio, algunos de ellos mencionaron que voces de antiguos amantes les hablaban con promesas de un final digno e indoloro, y no era una cosa que sucediera únicamente con los humanos, diversas razas de animales con padecimientos similares se habían dirigido allí a morir.
—Reconozco del poder que gobierna erfe descar —dijo Kurta con prontitud, intentando romper la atmósfera que había rodeado a su fiel guerrero—, pero no le hemos insultado, ni lo haremos. Tal como nos fue ordenado, cazaremos a los objetivos y nos marcharemos de vuelta al clan.
Padil asintió, su rostro había recuperado esa tranquilidad que lo caracterizaba, aunque su corazón no habían abandonado esa profunda tensión.
En un respiro habían transcurrido dos días, tiempo en el que gracias a las continuas cabalgatas y fugaces descansos llegaron a las inmediaciones de la vahir que alguna vez controló la familia Horson. Con la prudencia de aquellos que conocen el peso de un ojo entrenado, se mantuvieron en la penumbra, asegurándose de que la distancia fuese suficiente para evitar despertar la curiosidad de posibles vigías estacionados en el perímetro.
Kurta ordenó asentarse en el lugar, en el oscuro bosque cerca del riachuelo, con la disposición de tener la ventaja en caso de una huida táctica. Encomendó a los Yaruba la tarea de ocultar a los caballos y alimentarlos, de hacer hoyos para mantener las llamas del fuego ocultas y limpiar la zona de posibles depredadores. Mientras les delegaba responsabilidades, su mirada se fijó en los Buga, a quienes les asignó la vigilancia y exploración del perímetro. Sabía que mantenerlos inactivos era un riesgo potencial; sus instintos, si quedaban sin canalizar, solo conducirían a la brutalidad y al derramamiento de sangre innecesaria.
Las sombras de la noche sin luna ni estrellas consumieron la totalidad del bosque, el silencio absoluto gobernaba con mano de hierro, mientras el frío comenzaba a dominar cada palmo de tierra.
Kurta, destacado hordie de su clan observó la negrura del abismo donde se encontraba, sin ser capaz de develar los misterios que se desarrollaban más allá de lo que sus ojos entrenados por noches de vigilia y enseñanzas de venerables cazadores podían captar. Se había familiarizado demasiado rápido al área donde se hospedaba, sin embargo, era consciente del peligro latente, y su mente debió hacer uso de su máxima capacidad para traer de aquel reino intangible de ideas un plan funcional con el cual comenzar esta arriesgada misión.
En un momento de la medianoche, cuando las aves nocturnas gozaban de mayor actividad, sus ojos solicitaron cerrarse. En los últimos días, se había excedido, y aunque acostumbrado por su pasado bélico, había transcurrido algo de tiempo entre su último despliegue y su actual misión, siendo consciente de que no era apropiado de sobrecargar su cuerpo. Encontró un lugar apropiado entre las raíces de un gran árbol donde se le permitió acurrucarse. Agradeció al imponente y antiguo ser de madera y hojas, a la tierra donde su cuerpo reposaba, al viento que le solicitaba calmar sus impulsos, y a los animales que le rodeaban por permitirle descansar en sus dominios. En menos de un par de respiraciones se quedó dormido, en un suspenso que únicamente otorgaría descanso a su cuerpo, pues su mente continuó despierta, en alerta para responder como la situación lo ameritara.
Justo antes que la claridad dominara por completo el horizonte abrió los ojos. Se levantó, haciendo un par de movimientos para quitarle a su cuerpo el peso del tiempo de inamovilidad.
—Tjun, tú y los tuyos se encargarán de vigilar el sector de nuestra estancia. Cómo sombras en la oscuridad, todavía no quiero que el enemigo se entere de nuestra presencia.
Tjun asintió, su rostro inexpresivo podría sugerir una clara insatisfacción por la tarea, y, aunque no estaba alejado de la realidad, era un guerrero Buga, la lealtad y la obediencia estaba tallado en su ser tanto como la valentía y el ansia de combatir.
—Rotub, Goghat, limpien nuestras huellas, y encuentren la mejor ruta de escape. —Los dos hombres asintieron—. El resto conmigo.
Avanzaron con la naturalidad de un nativo, sus movimientos eran suaves, casi etéreos, tal como una pantera acecha a su presa. Eran una sola entidad, sus cuerpos parecían fundirse con el verdor que los rodeaba, eran árboles si era necesario; hojas, arbustos, rocas, no importaba, y con Padil en la vanguardia que fungía de líder, incrementaba sus probabilidades de no ser detectados.
Por consejo de Padil la escuadra se dividió en dos, era una necesidad abarcar mayor terreno para tener una mejor comprensión del terreno y del enemigo.
Kurta lideró a su grupo al sitio de mayor afluencia de la zona.
—Resulta inesperado encontrar en nuestro objetivo tantos humanos —dijo el hombre al lado izquierdo de Kurta, su voz ligera como el susurro del viento que se cuela entre las rocas. Tocó el cuero del mango del kut, ansioso por incrementar la cantidad de muescas a su objeto preciado.
—No son humanos —dijo el hombre al lado derecho de Kurta.
—Puedo asegurar por mi honor que lo son —replicó el primero con cierto enfado, aunque sin levantar el tono de su voz—, he derramado su sangre, maldecido aquellas mujeres que siguen otorgándoles vida, y honrado con mi kut sus muertes. Equivocarme me haría replantear que mis ojos me engañan, y si lo hacen, ya no soy digno de confianza.
—Hermano, mi boca te ha ofendido, más también pide perdón. —El hombre de la derecha movió la mano en un gesto conciliador—. Es solo que los ancianos siempre han dicho que no hay humanos en Tanyer.
—Son esclavos humanos —intervino Kurta, su tono seco truncó la tensión que crecía entre los hombres. Hizo un gesto para dar por terminada la conversación. Los dos hombres asintieron en silencio, comprendiendo que sus palabras eran más perjudiciales que beneficiosas—. Me sorprende verlos en una situación tan degradante. —Su tono burlón no concordaba con su inexpresivo semblante.
—¿Antiguos soldados, Hordie? —inquirió el hombre que hasta entonces había mantenido la boca cerrada.
Kurta asintió, observando cómo los esclavos se esforzaban por avanzar, sus rostros cansados cubiertos de polvo.
—Sus cuerpos y posturas declaran conocimiento marcial.
—Son demasiados —dijo el mismo hombre—, y no percibo vigilantes, Hordie.
—Que tus ojos observen con claridad, Ertoi. Hay en total diez custodios, pero dos destacan. Fijen su atención cerca de los esclavos que transportan las rocas.
Los tres hombres guiaron sus miradas hacia el grupo de cautivos, un sentimiento de sorpresa, miedo y confusión brotó en sus corazones.
—Ellos no son humanos —aseguró el hombre al flanco izquierdo de Kurta.
El Hordie afirmó con la cabeza, aunque no lo mostraba, poseía los mismos sentimientos que sus hermanos/subordinados.
—No. Pero tampoco puedo decir que sean nativos de Tanyer. —Su mirada se tornó aguda, con la única intención de percibir aquello que se le escapaba—. Hay algo en ellos que despierta en mí la cautela.
Uno de los dos hombres a los que hacían referencia volvió su atención a la espesa arboleda. Sus ojos felinos escrutaron la zona, y tardó en volver su mirada a los esclavos que transportaban las piedras.
—Hordie habla con la verdad, sus cuerpos guardan misterios peligrosos. Por un momento sentí que sus ojos escudriñaban mis pensamientos —dijo Ertoi con un tono influenciado por un sentimiento que hasta el momento no había experimentado, nerviosismo por enfrentar un oponente.
—Sus sentidos son agudos, y nosotros hemos sido impulsivos. Es esencial cambiar de sector para extender nuestra comprensión de lo que nos enfrentamos.
Los tres hombres asintieron, aquel par de ojos habían dejado una marca en sus corazones, apenas lo suficiente para desconcertarlos unos momentos, pero eso era todo, eran grandes guerreros Yaruba, de corazones nobles, leales, determinados, ni la muerte misma les haría retroceder de su objetivo.
Avanzaron con cautela, lo desconocido resultaba en una emoción indescifrable en sus corazones, pues, por una parte, podrían develar los secretos de la zona, pero por la otra estaban entrando en las fauces de un terrible lobo.
Se quedaron sorprendidos al ver las magnas construcciones, así como sus similares en progreso, no entendían su funcionamiento, pero había belleza en las estructuras de piedra, así como en sus decorados inmediatos. Los hombres que laboraban allí, con manos callosas y miradas decididas, ejercían su trabajo con la precisión y eficiencia de una unidad bien entrenada, mostrando su dedicación y maestría en cada golpe de cincel.
Diversas casas acompañaban senderos escarpados, o llanos extensos, inundando la vista con sus humildes fachadas, de madera nueva y paja. Un pequeño jardín de flores silvestres y pasto decoraba el frente de las moradas.
Más allá de estos rústicos hogares, los extensos campos de cultivo se desplegaban como un mar de un latente dorado, donde innumerables hombres se afanaban en la tiránica tarea de trabajar la tierra. Sus rostros, marcados por el sol y el sudor, reflejaban la voluntad de un pueblo leal, con la determinación de conseguir las mejores cosechas para su señor. Araban con diligencia los sectores aún sin plantar; despojaban de malas hierbas las hileras de cultivos, colocaban tallos y hojas para fertilizar la tierra, y estudiaban con sumo cuidado cada palmo de tierra en busca de posibles enfermedades o plagas de insectos.
La zona se tornaba cada vez más vigilada por soldados con arcos a su espalda y armas envainadas, sujetas a sus cinturas. Altas atalayas se alzaban como colosos, con hombres de ojos agudos posicionados en ellas. Y en cantidad mayor, aquellos que podrían no ser tomados en cuenta, pero como experimentados guerreros, con la cultura de la exploración corriendo por la sangre lo hacían, esos innumerables ojos de mujeres y niños, que transitaban por distintos puntos de la zona para ayudar en lo que se necesitase.
«No me convence esto», pensó.
—Volvamos al refugio.
Los tres asintieron.
Al llegar, Kurta tomó asiento al lado de un tronco, donde disfrutó de la carne recién cazada, y de una refrescante bebida de su cantimplora. Cuando los hombres se reunieron, y los vigilantes culminaron de dar su informe de lo que habían presenciado, comenzó a compartir sus hallazgos, finalizando con su intención de paciencia en la tarea encomendada, pensamiento que no fue del agrado de los pertenecientes al clan Buga, pero aceptaron al ser conscientes que todavía no tenían la información de su objetivo.
Cuando los hombres volvieron a sus designaciones, él se sumergió en una profunda cavilación. Sintió la inquietud de lo desconocido, así como las ansias por dar terminada su misión y regresar a dónde su familia, pensamiento que rápidamente desechó para regresar a lo que en actuales momentos importaba. Tanyer era un lugar saturado de misterios y leyendas, y por esa razón no había esperado que un paraje tan apartado de los reinos humanos estuviera tan repleto de personas, y sobre todo, que se congregaran en un lugar tan pequeño como era la vahir.
Estaba el asunto de la fortaleza, un lugar que claramente necesitaba un estudio detallado, pues, aunque su gente amaba la vida al aire libre, sin muros que los contuvieran, era consciente que los humanos de rangos altos ocupaban tales sitios de hogar, y, aunque no podía asegurar que su objetivo fuera un humano, tenía la sensación que también la ocupaba como su lugar de descanso.
La noche se instaló con sigilo, casi sin que su mente lo advirtiera. Sin embargo, tras un largo lapso de tiempo, la realidad volvió a envolverlo, lamentablemente aún se encontraba desprovisto de estrategia que pudiera otorgar a los Buga la autorización de ataque.
Desamarró las trenzas que resbalaban sobre su pecho, dejando al aire un brillante, largo y hermoso cabello. Acercándose a la orilla del río de corriente salvaje, sus pies descalzos apenas hundían en la tierra húmeda, antes de que, un instante después, se sumergiera en el agua helada. La sensación del líquido fresco recorriendo su cuerpo fue un alivio intenso, un refrescante bálsamo que despejaba momentáneamente su mente, la cual había permanecido en constante actividad, sin descansar ni un solo segundo.
Sus pensamientos analizaban cada posibilidad, desde las inusuales hasta las más plausibles. No deseaba perder la vida en una tierra ajena, y mucho menos fracasar en una misión de gran importancia. Al regresar a su lugar de descanso, con el pecho aún palpitante y la piel cubierta de perlas de agua, besó ambas tiras de cuero que habían ceñido las puntas de su cabello. Eran más que simples adornos; cada tira guardaba un valor incalculable, pues no eran nada menos que dos trozos de la tela que cortó, proveniente de la coleta de su mujer al pasar por la ceremonia para hacerla su kisey. Ahora lo acompañaba, le confería la compañía que tanto extrañaba y la fuerza que necesitaba para sobrepasar los obstáculos.
A causa del extenuante cansancio mental, su cuerpo sucumbió al sueño, sumergiéndose en un profundo descanso que le brindó una tregua a su agitada mente, o al menos eso creyó, pues incluso ahí contempló su situación, así como las formas de darle fin. Fue por los tenues y dorados rayos del sol del alba que se percató de la llegada de un nuevo día. El frío de la mañana no era nada agradable, pero podía soportarlo.
Despertando de su letargo, comenzó su ritual matutino, una ceremonia íntima que lo conectaba con el mundo que lo rodeaba. Con gratitud en su corazón, agradeció a su dios por el regalo de un nuevo despertar, por el aliento de vida que envolvía su ser. A la tierra, le ofreció su sinceridad, reconociendo que gracias a ella podía descansar sobre su fértil manto. Al árbol, que brindaba sombra y refugio, le dedicó un susurro de agradecimiento por permitirle recostarse en su fuerte y acogedor tronco. No olvidó a los pequeños insectos que, habían optado por mantenerse a distancia de su piel. Y, por último, pero no menos importante, agradeció a la mañana, que, a pesar de la frialdad del aire, le ofrecía la posibilidad de un nuevo comienzo.
Comió lo atrapado por sus hombres, un par de peces de escamas rojizas que brillaban bajo el tenue resplandor del sol, con un sabor agrió que recordaba a los días tormentosos y un toque salado que evocaba la sed en su garganta. A pesar de su singular sabor, no resultaron incomibles; al contrario, cada bocado fue degustado con gratitud. Agradeció en silencio a los pescados que ahora reposaban en su estómago, a ese riachuelo serpenteante que los nutría y a sus hombres, cuya destreza y dedicación habían hecho posible la captura. Cada uno de ellos agradeció con gusto, sin coerción ni apuro, como un acto tan natural y esencial como el propio acto de respirar.
Hizo un rondín por las cercanías de la fortaleza, moviéndose sigilosamente entre los árboles que contornaban la vasta extensión del bosque. Desde la seguridad que le brindaba la espesura, donde la luz del sol se filtraba en haces dorados, observaba con atención los altos muros de piedra, desgastados por el tiempo y marcados por la intemperie. Su mente, ávida de respuestas, comenzaba a formular preguntas que rondaban como aves inquietas.
Aquel enigma que se resguardaba tras los muros lo atrapaba en un ciclo de curiosidad. Había manifestado su interés ante sus hombres, su voz viajaba en murmullos entre las copas de los árboles, como si invocara los sonidos naturales del bosque. Instó a sus hombres a compartir ideas, planteamientos que oscilaran entre la brillantez y la locura. Sin embargo, la mente de los Buga parecía obsesionada con una única palabra: "batalla". Esa palabra latía como un tambor de guerra en sus corazones, embriagándolos con visiones de conquista.
Era poco más del mediodía, y el sol, en su cenit deslumbraba con sus poderosos rayos la totalidad de la fortaleza. Kurta se hallaba inmóvil, tenso como un arco a punto de disparar. La incertidumbre le aceleraba el pulso. No había obtenido ninguna respuesta de sus observaciones, y las ideas de sus subalternos habían sido desechadas al instante de ser pronunciadas. Se comenzó a preguntar si hacer una intrusión nocturna sería prudente, pero lo rechazó de inmediato, había demasiadas variables que ignoraba, demasiados peligros latentes.
Justo cuando tuvo la intención de buscar otro sitio de observación, un murmullo rompió el silencio. Un hombre de su grupo apareció entre los troncos, su respiración era profunda, pero no brusca; su llegada había sido silenciosa, casi como un susurro.
—Hemos avistado algo, Hordie —anunció, el sudor perlado en su frente revelaba la rapidez de su viaje—. Una pequeña compañía de jinetes transita sin prisa a campo abierto.
Kurta se enderezó, un destello de interés iluminó su mirada. Este hallazgo podría ser la clave para dar un giro a sus planes.
—¿Cuántos?
—Menos de una veintena, Hordie.
—Con exactitud.
—No puedo decirlo, la lejanía no me permitió contarlos con precisión.
Kurta asintió, ordenando el regreso tras unos segundos de profunda reflexión. Los Buga, con su naturaleza impetuosa, no tardaron en manifestar su opinión apenas él decretó el cese de la marcha. Aunque ocultaba su desdén por sus personalidades desbordantes, Kurta tuvo que conceder que, en esta ocasión, sus opiniones resultaban certeras. Era momento de desenfundar el kut y empaparlo en sangre enemiga, aunque su ambición abarcaba planes menos fatales.
—¿Cómo es el avance?
Padil le miró, y con un sonido semejante al canto de un ave se comunicó con los exploradores, segundos después recibió su respuesta.
—Mantienen su rumbo, Hordie. La marcha es lenta.
—Solicito un enfrentamiento a campo abierto, Hordie —dijo el líder de los Buga—, y concederé la vanguardia.
Padil y los Yaruba presentes observaron al alto y robusto hombre con cierto desprecio, y un ligero enfado por el atrevimiento.
—Conceder algo que no les pertenece puede ser insultante, horza Tjun, por lo que debo aconsejar que mi cortesía no sea malinterpretada.
—Mi error, hermano Yaruba. —Bajó el rostro en muestra de sumisión.
Kurta asintió.
—Preparen los caballos.
—Sí —dijeron al unísono.
Volvió la atención a Padil, quién no había abandonado su lado.
—Que regresen.
El delgado hombre afirmó con la cabeza, se colocó ambas manos frente a su boca, y con habilidad volvió a emular el canto de las aves, con un cambio apenas sutil que marcaba la orden. Al poco de unos segundos tres hombres aparecieron, y aquello desconcertó al líder de la expedición.
Kurta se giró de inmediato, el corazón latiéndole con fuerza al sentir la inusual corriente de aire que rozaba su espalda mientras la presencia se desvanecía sin dejar rastro. No era un viento cualquiera; era como si una sombra hubiera pasado, acariciando su piel con un escalofrío que se enredaba en lo más profundo de su ser.
Desenvainó el hacha de piedra, su empuñadura familiar y robusta se ajustaba perfectamente a su mano. Con un movimiento ágil liberó el kut de su vaina, sintiendo cómo la hoja ansiosa esperaba la acción. Su mirada, rápida como un rayo, exploró cada rincón de la cercanía, ávida de revelar algún indicio de su intruso. Sin embargo, lo único que encontró fue el susurro del viento entre las hojas.
—Bulo está muerto —dijo uno de sus subordinados—. Su cuerpo está en el arroyo, degollado.
—Silencio —ordenó, había intuido algo parecido, si no sus instintos no le habrían advertido, ahora quería conocer al causante que lo detonó.
El guerrero asintió, mientras mantenía el kut en posición de combate.
Los Buga y sus demás hombres aparecieron con prontitud, montando sobre sus caballos, y pintados para la guerra.
—Suba al caballo, Hordie —dijo el líder de los Buga—. Nos podrían estar rodeando ahora mismo.
El silbido de la flecha, tan silencioso como el vuelo de un ave llegó a los oídos de todos, pero fue demasiado tarde para el desafortunado que había tomado como objetivo. El hombre cayó al suelo, inerte, con la flecha clavada en su garganta.
—¡Emboscada! —ordeno Kurta—. ¡Formación Dientes de Anciano! ¡Diríjanse a terreno despejado!
Él y los doce sobrevivientes apremiaron a sus monturas, en una formación dispersa para evitar que el enemigo pudiera concentrar el ataque, mientras revisaban con urgencia cada palmo del bosque en busca de aquellos que los atacaban.
—Maldición, el Barlok me va a matar —dijo la voz oculta entre los árboles con cierta urgencia.