El último de ellos, el que lideraba al grupo, era más que un simple agresor. Adrián no solo ejecutaba la violencia; la disfrutaba. Mientras los otros dos eran piezas en su juego, él era el titiritero, el estratega. Siempre tenía una sonrisa arrogante, como si nada en este mundo pudiera tocarlo, como si incluso la justicia estuviera a sus pies.
Él era la imagen del privilegio. Hijo único de una familia intocable, dueño de una confianza que solo alguien con el mundo en sus manos podía tener. Su familia había movido cielo y tierra para sacarlo libre, maquillando pruebas, comprando voluntades, silenciando testigos. Lo vi salir del juzgado como si nada hubiera pasado, con esa sonrisa que me revolvía las entrañas. Fue en ese momento que lo supe: él no merecía morir rápido.
Pasé semanas vigilándolo, estudiando sus rutinas. No era fácil. Vivía rodeado de gente, protegido por un mundo de riquezas que lo mantenía en una burbuja. Pero todos cometemos errores, el suyo fue confiar demasiado en su propio poder.
El día que lo capturé, había salido tarde de una de sus fiestas exclusivas. Estaba solo, tambaleándose por el alcohol, convencido de que nada podría tocarlo. Lo seguí por una calle oscura y desierta, un lugar que normalmente nunca habría pisado, pero la arrogancia y el licor lo hicieron descuidado.
Cuando lo golpeé en la nuca, cayó como un saco de piedras. Lo arrastré hasta un almacén abandonado que había preparado con días de antelación. La oscuridad del lugar era total, salvo por la tenue luz de una lámpara que colgaba sobre él. Lo até a una silla, asegurándome de que no pudiera moverse ni un centímetro.
Cuando despertó, lo primero que hizo fue reírse.
-¿Esto es una broma? ¿Sabes quién soy, verdad?
Su voz estaba cargada de desprecio, pero cuando encendí la lámpara y vio mi rostro, la risa se desvaneció.
-Tú... -balbuceó, sus ojos abriéndose con un pánico que intentaba ocultar detrás de su arrogancia-. ¿Qué crees que estás haciendo?
-Haciendo justicia -respondí con voz fría, aunque mi pecho ardía con una furia que apenas podía contener.
Los dos días siguientes fueron un descenso al infierno para ambos. No lo golpeé de inmediato, no quería que el dolor físico fuera lo único que lo quebrara.
Empecé con su mente. Le hablé de Amada, de cómo la había destruido. Detallé cada herida que había dejado en ella, fisica y emocionalmente. Repetí sus palabras, las mismas que había usado tantas veces para humillarla. Lo obligué a escuchar. Grabé sus confesiones, no porque tuviera intención de usarlas, sino porque quería que supiera que cada palabra suya quedaría marcada en algún lugar, como testimonio de su monstruosidad.
Cuando las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, no sentí lástima. Era lo mínimo que merecía. Lo golpeé un poco y lo dejé.
El segundo día, pasé al siguiente nivel. El hambre y la sed habían comenzado a hacer estragos en él. Su arrogancia se había desmoronado, reemplazada por súplicas y promesas vacías. Decía que lo dejaría todo, que se entregaría, que cambiaria. Pero yo sabía que no era verdad.
Tomé un cuchillo, afilado y brillante, lo dejé delante de él, donde pudiera verlo.
-Hoy es el día en que pagas por lo que hiciste -le dije con voz firme.
Sus gritos llenaron el almacén cuando comencé a cortar lentamente. No lo maté de inmediato; quería que sintiera cada segundo, cada centímetro de la piel que perdía. No era solo dolor lo que buscaba, era su miedo, su desesperación, su completo colapso.
Finalmente, cuando sus fuerzas comenzaron a flaquear, su cuerpo temblando en un charco de sangre y lágrimas, me acerqué a su oído.
-Esto es por Amada... Le clavé el cuchillo en el pecho, directo al corazón. Su cuerpo se estremeció una última vez antes de quedar inmóvil.
Me quedé allí, observándolo. Sentí algo parecido al alivio, pero también una profunda tristeza. Su muerte no me devolvería a Amada, pero al menos, en ese momento, su rostro ya no me perseguiría en las noches. Ya no reiría.
Me fui. Sabía que el tiempo se acababa para mí, pero no me importaba. Mi propósito estaba cumplido.