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Capítulo 7: El Veredicto

El aire de la sala estaba cargado, pesado, como si todos respiráramos el mismo oxígeno viciado de odio y sin juicio. Sentado en ese estrado frío, con mis manos esposadas, me sentí más pequeño que nunca. Menos que humano. Un animal llevado al matadero.

Todo estaba ya decidido, lo sabía. Desde el momento en que pusieron mis pies en esa sala, el veredicto no era más que un formalismo, un teatro para fingir justicia. Nadie iba a mirar más allá de las vidas que había tomado. Nadie iba a preguntarse por qué.

El juez, un hombre viejo con el rostro cincelado por el tiempo y la indiferencia, habló con voz grave y monótona. Pero no escuché sus palabras, no podía. Su sentencia era como un ruido distante, un eco que apenas rozaba mi mente.

"Culpable." La palabra se clavó en mi pecho como un puñal, no porque no lo esperara, sino porque confirmaba lo que siempre había sabido: en este mundo, la verdad no importa.

Mis ojos se movieron por la sala, buscando algún rostro que reflejara algo más que desprecio. La familia de Javier, de Lucas, de Adrián, todos sentados con miradas Ilenas de rabia. Los medios de comunicación, ansiosos por captar cada instante de mi caída. Y luego, el público, una masa de rostros indistinguibles, todos hambrientos de sangre.

No había nadie para mí. Nadie que levantara la voz, nadie que entendiera. Amada había sido mi único testigo, pero ella estaba en silencio para siempre. Mi abogado, un hombre cansado con el traje arrugado, apenas se levantó para refutar. Su defensa era débil, casi inexistente, como si incluso él estuviera convencido de que no valía la pena luchar. Era obvio también lo habían comprado.

Cuando llegó mi turno de hablar, me levanté, aunque mis piernas temblaban como si fueran a derrumbarse bajo mi peso. Todos esperaban que me disculpara, que mostrara remordimiento, que suplicara por mi vida. Pero no lo haría.

-¡No pienso disculparme! -mi voz salió rasposa, rota por el dolor y la rabia contenida-. No, no lo haré. No por ellos. Un murmullo recorrió la sala, pero no me detuve.

-Ellos le arrebataron la vida a mi hermana. La violaron, la torturaron, la dejaron morir como si no fuera nada. Y ustedes... -señalé al juez, al jurado, a todos-, ustedes los dejaron libres.

Mi voz se quebró, pero no me detuve.

-Ella era todo lo que yo tenía. Todo. Y ustedes decidieron que sus vidas eran más importantes que la de ella. Porque tienen dinero, porque tienen poder.

El juez golpeó su mazo, pidiéndome que me callara, pero lo ignoré. Si me iban a ejecutar, al menos diría lo que llevaba enterrado en mi pecho.

-¿Saben lo que siento? No es arrepentimiento. Es rabia. Rabia porque este sistema no protegió a Amada, porque no les importó su sufrimiento. Rabia porque ahora soy yo el monstruo, pero ellos... Sus hijos, ellos eran los verdaderos demonios. El juez ordenó que me llevaran de vuelta a mi celda. Mi oportunidad de hablar había terminado. Pero no importaba. Mis palabras no eran para ellos; eran para Amada.

Cuando la sentencia se hizo oficial, la sala explotó en murmullos. La pena de muerte por inyección letal. Un final limpio, rápido.

Más de lo que cualquiera de ellos merecía. Mientras me llevaban fuera, no sentí miedo. Solo vacío. Un vacío que había empezado el día que la perdí y que nunca se llenaría.

No es fácil crear una obra, ¡deme un voto por favor!

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