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Capítulo 4: Semillas de odio

Todo comenzó con las risas.

Las escuchaba incluso cuando no estaban allí, como un eco burlón que se aferraba a mi cabeza. Era la misma risa que había oído aquella vez en la morgue, cuando salí a respirar y me crucé con ellos en la calle, ahora que lo pienso nunca me pregunte ¿Qué hacían ahí?, el universo se deleitaba mostrarme lo inútil que era. Uno de ellos incluso me guiñó un ojo. Su despreocupación era un recordatorio de mi impotencia, una daga girando en la herida abierta que había dejado Amada.

No podía seguir viviendo así, con esa sensación de que el mundo entero estaba hecho para proteger a monstruos como ellos. No podía soportar que cada día estuvieran libres, gastando el aire que mi hermana ya no podía respirar. Fue entonces cuando la idea comenzó a germinar. Al principio, era solo un pensamiento fugaz, un destello oscuro en la periferia de mi mente. Pero cuanto más lo negaba, más fuerte se hacía.

¿Qué derecho tenían de seguir viviendo? ¿Qué derecho tenían de reír, de existir, después de lo que le hicieron a Amada?

La primera vez que los seguí fue por impulso. No tenía un plan, ni siquiera sabía qué esperaba encontrar. Solo los vi salir de uno de esos bares caros que frecuentaban y decidí que no podía dejarlos ir. Me mantuve a una distancia segura mientras caminaban, riéndose y empujándose entre ellos, como si el mundo les perteneciera.

Los observé durante horas, aprendiendo sus rutas, sus hábitos. Descubrí que el líder, Adrián, siempre tomaba un café en la misma cafetería antes de ir al gimnasio. Que Javier, el más callado, tenía una rutina fija los martes: almuerzo con su madre en un restaurante elegante. Y que Lucas, el más joven, pasaba las noches jugando al póker en un club clandestino.

Comencé a tomar notas, como si estuviera programando un algoritmo perfecto. Sus movimientos eran predecibles, sus vidas tan estructuradas que resultaban fáciles de diseccionar. Cada detalle que recopilaba alimentaba algo dentro de mí, algo que ya no podía ignorar.

No fue difícil conseguir información sobre ellos. Sus redes sociales eran un escaparate de sus excesos: autos de lujo, fiestas privadas, mujeres que seguramente no sabían de qué eran capaces. Incluso encontré fotos de ellos en el cumpleaños de Adrián, apenas una semana después de la muerte de Amada. La decoración era ridícula, una muestra obscena de riqueza. Pero lo que realmente me hizo apretar los dientes fue verlos tan felices, tan invulnerables, mientras yo apenas podía mantenerme en pie.

El odio se convirtió en mi motor. Dejé de ir a trabajar, de hablar con la poca gente que quedaba en mi vida. Pasaba las noches revisando cada fragmento de información que tenía sobre ellos, imaginando escenarios en los que podría hacerles sentir, aunque fuera por un instante, el dolor que me habían causado.

La primera herramienta que compré fue un cuchillo. Era pequeño, discreto, fácil de esconder. No tenía un plan concreto en mente, pero saber que lo tenía me daba una extraña sensación de poder. Lo guardé bajo mi almohada, y cada noche lo sostenía mientras intentaba dormir, sintiendo su peso frío contra mi piel.

Una noche, soñé con Amada. Estaba sentada en nuestra vieja habitación, la que compartimos cuando éramos niños. Me miraba con una tristeza que nunca le había visto en vida.

"Agus", dijo, usando el apodo que solo ella usaba, "esto no te va a devolver nada".

Me desperté gritando su nombre, pero su voz seguía resonando en mi cabeza. Tal vez tenía razón. Tal vez la venganza no me devolvería a mi hermana. Pero entonces pensé en sus manos destrozadas, en los moretones que cubrían su cuerpo, en la forma en que me la habían arrebatado, y supe que no importaba. No se trataba de recuperarla. Se trataba de hacer justicia, aunque tuviera que mancharme las manos para conseguirla.

La primera vez que me acerqué a uno de ellos, casi vomité de los nervios. Fue a Lucas, el más débil del grupo. Lo esperé fuera del club donde jugaba póker, oculto en una esquina oscura. Lo vi salir, tambaleándose ligeramente por el alcohol, me acerqué lo suficiente para oler su perfume caro. Pero en el último segundo, algo dentro de mí flaqueó. No era miedo. Era rabia acumulada que todavía no sabía cómo liberar.

Esa noche volví a casa y rompí un espejo con los puños, dejando sangre en el suelo. Me miré en los pedazos rotos, apenas me reconocí. ¿Quién era esta persona? ¿Qué me había convertido en esto?

Pero entonces recordé la risa. Recordé el guiño. Recordé el cuerpo destrozado de Amada, y todas las dudas desaparecieron.

No volvería a fallar.

Su regalo es mi motivación de creación. Deme más motivación

Misty_Lifscreators' thoughts