Capítulo 10: El resplandor de Amada

Hablar de Amada es como tratar de describir el sol a alguien que nunca lo ha visto. Era luz, no solo para mí, sino para todos los que tuvieron el privilegio de cruzarse con ella. No lo digo porque fuera mi hermana, lo digo porque es la verdad. Nadie podía ignorar su presencia. Donde Amada estaba, la vida se volvía más cálida, más llevadera.

A veces pienso en cómo la veía el mundo. Yo, claro, siempre fui su sombra. El hermano tímido, sucio, al que tenía que proteger. Pero los demás la veían como una fuerza, una de esas personas que parecen haber nacido para iluminar incluso los rincones más oscuros. Era increíble ver cómo conectaba con la gente.

En la universidad, por ejemplo, todos la conocían. No por ser la típica estudiante destacada, aunque lo era, sino porque siempre tenía tiempo para escuchar a los demás. Si alguien necesitaba ayuda o simplemente un hombro para llorar, ahí estaba Amada. Recuerdo que una vez un compañero suyo se metió en un problema grave con un profesor. No voy a entrar en detalles, pero el tipo estaba a punto de ser expulsado. Amada se quedó toda la noche preparando una defensa para él, aun cuando no le correspondía hacerlo. "Es lo correcto", me dijo cuando le pregunté por qué se preocupaba tanto. Y lo hizo. Lo salvó.

También estaba el portero de nuestro edificio, el señor López. Tenía más de setenta años y siempre se quejaba de los dolores en las rodillas. Amada le llevaba café caliente cada mañana antes de ir a clases y se encargaba de que alguien lo ayudara con las compras cuando estaba demasiado cansado. "Es como un abuelo", decía. Yo nunca entendí de dónde sacaba tanta energía para cuidar de todos, pero ella simplemente lo hacía.

Incluso con los niños del barrio. Era común verla enseñándoles a leer o ayudándoles con las tareas en el parque. Los padres la adoraban porque era paciente, cariñosa y siempre tenía una palabra de aliento. Amada creía que la educación era la clave para cambiar el mundo, y aunque no tenía mucho tiempo libre, siempre lo dedicaba a los demás.

Pero no todo era trabajo o responsabilidades. Tenía una risa contagiosa, una de esas que te arrancan una sonrisa aunque estés en el peor de los días. Le encantaba bailar, aunque lo hacía fatal. Siempre decía que el ritmo no importaba, que lo importante era moverse y sentir la música. Más de una vez me arrastró al centro de la sala para bailar con ella, aunque yo detestaba hacerlo. Pero con Amada era imposible decir que no.

También tenía una manera única de resolver conflictos. Nunca la vi levantar la voz, ni siquiera con nuestra madre, y eso ya era decir mucho. Amada prefería dialogar, encontrar puntos en común. Era increíble cómo lograba desarmar las discusiones más tensas con solo unas pocas palabras. Decía que la empatía era su arma más poderosa, y supongo que tenía razón.

La gente la amaba, y con razón. No porque fuera perfecta, porque no lo era. Tenía defectos como cualquiera, pero sabía cómo hacer que los demás se sintieran vistos, importantes. Tenía esa capacidad de recordarte que, a pesar de todo, valías la pena.

Y sin embargo, a pesar de toda esa luz que irradiaba, el mundo no fue justo con ella. Pienso en todas las vidas que tocó, en todo lo que aún podía haber hecho si le hubieran dado más tiempo. Pienso en lo injusto que fue que alguien como ella, que solo supo dar, terminara siendo víctima de la peor de las crueldades.

Escribir esto me duele, pero también me reconforta de alguna manera. Porque si estas palabras llegan a alguien, entonces Amada seguirá brillando. Tal vez no pueda devolverle la vida, pero puedo asegurarme de que nunca sea olvidada.

Era mi hermana, sí, pero también era mucho más. Era un faro, una guía para cualquiera que se sintiera perdido. Y aunque ya no esté, su luz sigue conmigo. Es lo único que me ha permitido soportar esta oscuridad.