Las siguientes dos semanas después del fallecimiento de la señora Assunção, Sabrina y yo tuvimos la oportunidad de seguir viéndonos, ya que su padre tuvo que realizar varias diligencias para poder llevarse a su hija a Brasil.
Gracias a eso, pude conocer a mi suegro y presentarme como el mejor amigo de Sabrina; eso fue lo que ella y yo acordamos.
Por otra parte, aunque me dolía pensar en la despedida de mi primer amor y mi primera vez en muchas cosas, mostré mi carácter amable y alegre para que su daño emocional pasase a segundo plano. Además, tuve la idea de darle algunos obsequios que no le permitiesen olvidarme, y para ello conté con la ayuda de Eva, quien más allá de ayudarme a afrontar mi tristeza, me hizo la gran sugerencia en una tienda de juguetes.
Eva y yo habíamos visitado todo tipo de tiendas, aunque fue en una joyería y una tienda de juguetes donde dimos con los regalos que consideré duraderos.
En la joyería compré un collar de perlas y un anillo de plata con una réplica económica de diamante, eso como símbolo de lo que tenía en mente en caso de tener la oportunidad de casarme con Sabrina en el futuro.
En cuanto a la juguetería, compré un oso de peluche que emitía sonidos graciosos cuando le oprimía el pecho, aunque también tenía una función que permitía realizar grabaciones de voz.
—¿Cómo supiste que tiene esa función? —le pregunté a Eva.
—Vi un comercial en la televisión, me pareció gracioso por la forma en que lo mostraban.
—Sí, se presta para buenas bromas, aunque esa no es mi intención.
Eva llamó a un empleado de la tienda para preguntar por la capacidad de memoria que tenía la grabadora, a lo que este aclaró que se podía grabar hasta cien minutos continuos. También nos explicó cómo borrar grabaciones y editar notas de voz. Era un juguete bastante avanzado para entonces, aunque por su precio y marca, se veía que cumplía con lo que ofrecía.
Al día siguiente, papá nos sorprendió a Eva y a mí con la compra de unos celulares de última generación, lo cual fue una maravilla porque, gracias a eso, tenía la oportunidad de hablar con Sabrina sin importar a donde fuese, considerando también que las redes sociales se empezaban a popularizar en el país.
Es por eso que visité a Sabrina para darle la buena noticia y, además, entregarle uno de mis regalos, en ese caso el collar de perlas y el anillo.
—¡Hola! Me asombra tu visita —dijo emocionada al recibirme. Incluso me abrazó y me besó apasionadamente.
—Oye…, oye…, tranquila. Si tu papá nos encuentra así, podría enojarse —respondí nervioso.
—Ah, no te preocupes, papá fue al colegio para presentar mi situación, hoy estoy sola en casa.
—Ya veo, me gustaría que tu papá estuviese presente para que vea los regalos que te traje.
—¿Me trajiste regalos? —preguntó emocionada—. ¡Vaya! No te hubieses molestado.
—Son detalles duraderos para que no me olvides en Brasil —aclaré—. Bien, lo primero es esto.
Saqué el anillo de plata y se lo presenté como si fuese una propuesta de matrimonio. Sabrina se ruborizó y se mostró nerviosa cuando tomé su mano con delicadeza.
—¿Te casarías conmigo? —pregunté, al mismo tiempo que le colocaba el anillo.
—Me encantaría decir que sí —musitó.
—Con eso me conformo —dije.
—Ahora, ¿puedes darte la vuelta? Por favor —le pedí con amabilidad.
Sabrina se dio la vuelta sin preguntarme para qué, así que me acerqué a ella antes de sacar el collar de perlas y retiré un poco su larga y lacia cabellera. El aroma a champú y perfume me hipnotizó por unos instantes, al mismo tiempo que noté cómo su piel se erizaba ante el tacto suave de mis manos.
—Estamos solos y papá llegará tarde —musitó.
—Lo sé —susurré en su oído.
Una vez más, la piel de Sabrina se erizó e hizo el intento de girarse para besarme, pero le pedí que se quedase como estaba.
—Este es mi otro regalo, para que no me olvides —dije, luego de colocarle el collar de perlas.
—¿Es necesario que me des tantas cosas? —preguntó emocionada.
—Sé que son cosas materiales, pero toma en cuenta el valor sentimental que tienen y tendrán.
Sabrina no dijo nada, tan solo se quedó de espaldas a mí como si intentase ocultar su rostro, aunque esto duró unos segundos, pues su cuello descubierto terminó de tentarme. Mis besos erizaron de nuevo su piel, y con un abrazo alrededor de su cintura, no aguantó las ganas de entregarse, por lo que giró hacia mí con agilidad y me besó apasionadamente; terminamos haciendo el amor en su habitación.
Recostados en su cama, nos abrazamos al culminar el acto y nos besamos con tacto. Nos reiteramos lo mucho que nos amábamos y nos dejamos llevar por las ideas inmaduras.
Con Sabrina era fácil dejarse llevar, por eso me dolía aceptar que en cuestión de días tenía que partir a Brasil. Una de las cosas que anhelaba era irme con ella y trabajar para su papá, pero además de ser menor de edad y no tener experiencia laboral, ni siquiera había terminado mis estudios, esto sin considerar que era una fantasía absurda.
—Te echaré mucho de menos, no sé cómo afrontaré el hecho de que no estarás a mi lado —musité.
—Siento exactamente lo mismo, ojalá fuese mayor de edad para pedirle a papá que me deje estudiar aquí, pero no es la situación —dijo ella.
Mis manos recorrían su espalda desnuda, e incluso sus firmes nalgas, las cuales eran una de las cosas que me hacían sumiso a sus intentos de seducirme.
—Somos demasiado jóvenes hasta para esto que con tanta pasión hemos hecho —dije.
—Sí, pero debemos estar orgullosos de que lo hemos hecho con responsabilidad —replicó con orgullo.
—También lo hemos hecho con amor, pasión y lujuria… Porque no sé si te lo he dicho, pero eres increíble en la cama.
—Tú no te quedas atrás.
Con esos halagos subidos de tono y las crecientes ganas, no dudamos en hacer el amor de nuevo. Me seguía sorprendiendo lo mucho que Sabrina y yo nos complementábamos en cuerpo y alma, definitivamente fui el chico más afortunado del mundo.
La noche anterior a la despedida, me encontraba en mi habitación escuchando las grabaciones en el oso de peluche. Jamás me había esmerado de tal manera por alguien, a pesar de la vergüenza que me generaba escuchar mi voz diciendo frases románticas y cosas que sabía que harían feliz a Sabrina siempre que me extrañase, solo por eso, ignoraba con éxito lo avergonzado que estaba.
«¡Buenos días, solecito! No olvides que hoy te sigo amando».
«Una mañana me topé con la capitana del equipo de voleibol. Fue amable y se disculpó conmigo, aun cuando no fue ella quien intentó golpearme con el balón… Ese día no sabía que el amor estaba frente a mí».
«Sabrina, mira lo hermosa que está la luna».
«Te amo con todo mi ser, eres lo más hermoso que me ha pasado».
«¡Qué asco! La pizza con piña es un insulto a la gastronomía italiana».
«Cuidado te quemas con el café».
«Buenas noches, espero que duermas bien y sueñes con los ángeles… Mañana me dices cómo me veo con alas».
«Sabrina, te amo… y aunque el futuro sea incierto, ahí también te amo… No me olvides».
Al final, me quedé dormido escuchando mi propia voz.
La mañana siguiente empezó con el despertador sonando a las siete en punto. El oso de peluche estaba a mi costado y junto a él, mi celular. El vuelo de Sabrina era a las doce del mediodía, por lo que tenía tiempo para desayunar e ir a su casa para partir con ella al aeropuerto.
Bajé hacia la cocina y me encontré con mis padres, quienes se mostraron más atentos de lo normal, pues sabían que ese día me despediría de mi primer amor.
—¿Dónde está Eva? —pregunté al notar su ausencia.
—Debe estar en la plaza central. Se enteró por medio de la radio de que habría un concurso de talento este fin de semana y fue a inscribirse —respondió mamá.
—¡Vaya! Me asombra lo independiente que se ha vuelto para esas cosas —dije.
—Ya es parte de la familia, y me enorgullece saber que actúa como tal —comentó papá.
Después de desayunar, subí para ducharme, cepillar mis dientes y alistarme, pues se aproximaba un momento que me costaría superar, pero que debía afrontar. Además, tenía que entregarle mi último regalo, el que consideraba más importante por sencillo que fuese.
Horas más tarde, ya en el aeropuerto, junto con Sabrina y su papá, finalmente tuve la valentía de entregar mi último regalo, aunque la despedida se aplazó debido al retraso del vuelo.
Era una tarde calurosa, aunque dentro del aeropuerto no se sentía gracias a los aires acondicionados. El señor Assunção tuvo la amabilidad de invitarme a almorzar e incluso me agradeció por hacer feliz a su hija, quien le había hablado de nuestra relación.
—Es una pena que, siendo tan jóvenes, enfrenten esta situación, pero no puedo descuidar mi trabajo y mucho menos a mi princesa —dijo el señor Assunção. Su acento brasileño superaba a su pésimo español.
—Lo entiendo, señor, pero es lo que nos ha tocado enfrentar… De igual manera, la vida continúa y tengo la esperanza de reencontrarme con su hija —comenté.
—Me da gusto escuchar eso —musitó.
—Papá —intervino Sabrina—, ¿me darías un tiempo a solas con Paúl al terminar de almorzar?
—Claro que sí, mi corazón.
Y así fue, tal como le había pedido Sabrina, el señor Assunção nos dejó a solas cuando terminamos de almorzar. Era el momento de la despedida, porque a mí se me hacía tarde.
—Esa bolsa de regalo es grande —dijo. Sabrina había estado viéndola desde nuestro encuentro.
—Es mi último regalo, lo puedes abrir cuando te establezcas en Brasil —dije.
—Aprecio esto y lo mantendré presente en mis pensamientos con mucho cariño… Los regalos, tu compañía en estos días y el que estés aquí para despedirme. Gracias por todo, conocerte fue, sin duda alguna, el más hermoso regalo que me ha dado la vida hasta ahora.
—Opino lo mismo de ti, ha sido maravilloso lo que hemos vivido juntos, aprecio cada detalle que tuviste conmigo y el tiempo que me dedicaste. Pero sobre todo, valoro el amor que me diste… Eso es lo más invaluable para mí, te amo. Gracias por formar parte de mi vida.
Con ese intercambio de palabras, nos despedimos con la esperanza de encontrarnos en el futuro, aunque no sabíamos que lo haríamos para siempre. Sabrina y yo nos dimos un último beso, justo cuando anunciaron, casualmente, su vuelo. Ambos fuimos valientes al no llorar y dedicarnos sonrisas titubeantes, y no imagino el esfuerzo que hizo, pues más allá de dejarme, tenía que abandonar una ciudad en la que yacían también las memorias de su mamá; nunca dejé de admirar su fuerza.