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El arquero y el granjero

 Aunque al día siguiente empezaba un nuevo fin de semana, Wang madrugó y se

fue de casa en bicicleta, con la cámara al hombro. Si bien, como fotógrafo

aficionado, su tema preferido eran los paisajes naturales deshabitados, en la

madurez no disponía del tiempo necesario para realizar los viajes que eso

conllevaba, y ahora casi solo retrataba paisajes urbanos.

 De manera más o menos consciente, solía escoger rincones de la ciudad con

algún vestigio de naturaleza: el lecho seco de un lago en un parque, la tierra

recién removida de un solar en construcción, la hierba abriéndose paso entre las

grietas del cemento. Con tal de difuminar los tonos chillones de la urbe, solo

usaba carretes en blanco y negro. Sin proponérselo, llegó a desarrollar un estilo

propio que le dio cierto renombre, y algunas de sus obras habían sido

seleccionadas para varias exposiciones. También formaba parte de la Asociación

de Fotógrafos. Cada vez que salía a hacer fotos cogía la bicicleta y deambulaba

por la ciudad en busca de inspiración y de composiciones que llamaran su

atención. A veces le dedicaba el día entero.

 Sin embargo, aquella mañana Wang se sentía distinto. Su estilo era más bien

clásico, contenido, y le estaba costando mantener la calma necesaria para lograr

tales composiciones. Tenía la impresión de que la ciudad entera, despertando de

su letargo, se erigía sobre arenas movedizas. De que su estabilidad solo era

aparente. Había pasado la noche soñando con aquellas dos bolas de billar.

Volaban por el espacio sin rumbo definido; la negra desaparecía contra el fondo

 oscuro, y únicamente revelaba su existencia en las contadas ocasiones en que se

superponía a la blanca.

 ¿Era posible que la naturaleza fundamental de la materia no respondiera a

ninguna ley? ¿Que la estabilidad y el orden del mundo no fuesen más que un

equilibrio dinámico temporal, logrado en un rincón del universo, una anomalía

dentro de una corriente caótica?

 Absorto en esas cavilaciones, de pronto se halló frente al nuevo edificio de la

Televisión Central de China. Detuvo la bicicleta, se sentó al pie de aquella mole

en forma de «A» y la contempló tratando de recuperar la estabilidad. Su mirada

recorrió el filo del bloque, que centelleaba bajo la luz matinal y apuntaba hacia la

insondable inmensidad del cielo. Dos palabras acudieron a su mente: «arquero» y

«granjero».

 Cuando los miembros de Fronteras de la Ciencia discutían sobre física solían

usar la abreviatura «SF». No aludían al sentido habitual de las siglas inglesas de

science fiction («ciencia ficción»), sino al de shooter («arquero») y farmer

(«granjero»), que a su vez se referían a sendas hipótesis sobre la naturaleza

fundamental de las leyes del universo.

 En la hipótesis del arquero, este dispara a un blanco repetidamente, de forma

que cada agujero creado se aleja diez centímetros del anterior. Suponiendo que en

la superficie del blanco existe vida inteligente bidimensional, sus científicos, tras

observar el universo, descubren una gran ley: «En el universo hay un agujero cada

diez centímetros». Confunden el resultado de las acciones del arquero, sin otra

motivación que el capricho, con una ley inmutable del universo.

 Por su parte, la hipótesis del granjero es más tétrica: cada mañana, en una

granja de pavos, el granjero les da de comer. Pero entonces un pavo científico,

que lleva un año observando este fenómeno, saca la siguiente conclusión: «Cada

mañana, a las once, llega comida». La mañana del Día de Acción de Gracias, el

científico anuncia su descubrimiento a los demás pavos, pero ese día, a las once,

en lugar de comida, aparece el granjero y los mata a todos.

 Wang sintió como si el suelo se deslizara bajo sus pies. También el edificio

en forma de «A» pareció temblar e inclinarse. Desvió la mirada.

 Se obligó a terminar el carrete para liberarse de la ansiedad, pero llegó a

casa antes del almuerzo. Su esposa se había llevado al niño a pasar el día fuera y

tardarían en volver. En circunstancias normales, le hubiera faltado tiempo para

 ponerse a revelar las fotos, pero no en esa ocasión. Se preparó un plato sencillo

y, tras comérselo, se echó la siesta. Al no haber dormido bien la noche anterior,

se despertó casi a las cinco. Recordó al fin el carrete que tenía sin revelar y se

encerró con él en el pequeño armario que había reconvertido en cuarto oscuro.

 Una vez revelada la película, comprobó si alguno de los negativos merecía la

pena. Justo en el primero, notó algo extraño.

 Era la imagen de un pequeño campo de césped al lado de un gran centro

comercial. En el medio había unas pequeñas marcas de color blanco que,

examinadas con mayor atención, resultaron ser cifras: 1200:00:00.

 La segunda fotografía también las tenía: 1199:49:33. Todas las imágenes del

carrete estaban marcadas de aquella manera. 1199:40:18 la tercera, 1199:32:07 la

cuarta, 1199:28:51 la quinta, 1199:15:44 la sexta, 1199:07:38 la séptima,

1198:53:09 la octava… y así hasta llegar a la número treinta y cinco, marcada con

un 1194:16:37.

 Primero pensó que se trataba de un problema de la película. Pero él usaba una

Leica M2 fabricada en 1988, totalmente mecánica, y era imposible que la cámara

hubiese añadido esa marca. Por su lente y por su refinado funcionamiento, aun

estando en plena era digital, seguía siendo una gran cámara.

 Tras volver a inspeccionar los negativos, descubrió otra singularidad en

aquellos números: parecían adaptarse al fondo. Cuando este era oscuro, los

números eran blancos; pero cuando era claro, los números eran negros. El cambio

parecía diseñado para maximizar su visibilidad.

 Al llegar al negativo número dieciséis, el corazón se le aceleró y sintió un

escalofrío. Era la imagen de un árbol muerto contra una vieja pared moteada, que

alternaba los tonos claros y oscuros. Lo hacía de tal forma que resultaba difícil

distinguir tanto los números blancos como los negros. En la foto, esta vez las

cifras aparecían en vertical y ajustadas a la curvatura del árbol, como si fuera una

serpiente blanca descendiendo por un tronco negro.

 Intentó adivinar si había algún patrón matemático que uniera aquellas cifras.

Al principio, pensó que podía tratarse de un número de serie, pero la distancia

entre valores no era constante. Después concluyó que representaban el tiempo en

forma de horas, minutos y segundos.

 Cogió su diario fotográfico, donde apuntaba la hora exacta en que tomaba

cada instantánea, y descubrió que la diferencia entre dos números sucesivos

correspondía al intervalo en que habían sido tomadas las fotos. Así supo de qué

se trataba.

 Era una cuenta atrás.

 Daba comienzo en las 1200 horas, de las cuales ahora restaban 1194. Apenas

cincuenta días.

 «¿Ahora? No, en el momento en que tomé la última fotografía. ¿Seguirá

entonces la cuenta atrás?».

 Salió del cuarto oscuro, cargó la Leica con otro carrete y comenzó a disparar

fotos aleatoriamente. Incluso se fue al balcón para tomar algunas imágenes del

exterior. Agotado el carrete, lo sacó y se metió en el cuarto oscuro para revelarlo.

Los números seguían apareciendo en cada negativo, flotando como fantasmas. El

primero estaba marcado con el 1187:27:39. La diferencia con el último negativo

del rollo anterior concordaba con el lapso transcurrido entre ambas instantáneas.

Tras él, las cifras iban disminuyendo tres o cuatro segundos: 1187:27:35,

1187:27:31, 1187:27:27, 1187:27:24… justo los mismos intervalos entre

disparos.

 La cuenta atrás seguía su marcha.

 Volvió a cargar la cámara con un nuevo carrete. Lo terminó muy rápidamente,

realizando varios disparos sucesivos, algunos incluso con la tapa de la lente

puesta. Pero cuando se disponía a revelarlo, su mujer y su hijo llegaron a casa.

Antes de meterse en el cuarto oscuro, Wang cargó de nuevo la cámara y se la

ofreció a su esposa.

 —¡Toma, termíname el carrete! —le pidió.

 —¿Y qué fotografío? —preguntó ella, mirándolo con asombro. Él nunca

permitía que nadie se acercara a su cámara. Tampoco existía gran riesgo de que

eso sucediera: para su esposa y su hijo, era solo una antigualla que costaba más

de veinte mil yuanes.

 —Lo que sea, no importa. —Le dejó la cámara en las manos y se metió en el

cuarto oscuro.

 —Bueno, pues, ¡Dou Dou, ven, que te hago una foto!

 Entonces a Wang le vino a la mente la imagen de aquella cuenta atrás fantasma

reptando sobre el cuello de su hijo como la soga de un ahorcado. No pudo evitar

estremecerse.

 —¡No, a él no lo fotografíes! —gritó desde dentro—. ¡Haz fotos de cualquier

otra cosa!

 Sonó el obturador. Su mujer había tomado la primera foto.

 —¿Por qué no me deja hacer más? —preguntó.

 Salió y le enseñó a correr el carrete tras cada instantánea.

 —Así, después de cada disparo —dijo, y volvió a encerrarse en el cuarto

oscuro.

 —¡Ay, qué complicado!

 Su esposa, que era doctora, no se explicaba cómo alguien podía usar un

aparato tan caro y obsoleto en una época en que las cámaras digitales, de diez o

incluso veinte megapíxeles, eran la norma. Y encima para tomar fotos en blanco y

negro.

 Después de revelar el tercer carrete, Wang lo sostuvo frente a la débil luz roja

y vio que la cuenta atrás fantasma seguía su marcha. Los números aparecían

claramente en todas las instantáneas, incluso en aquellas tomadas con la tapa de la

lente puesta: 1187:19:06, 1187:19:03, 1187:18:59, 1187:18:56…

 Su esposa llamó a la puerta del cuarto oscuro para decirle que había

terminado el carrete. Wang la abrió y cogió la cámara. Las manos le temblaron al

extraer el carrete. Ignorando la mirada de preocupación de su mujer, cerró la

puerta.

 Trabajó de forma tan apresurada que dejó el suelo mojado, pero el carrete

estuvo revelado.

 «Que no salgan, que no salgan; sean lo que sean, que no salgan, por favor, que

no sea mi turno…», rogaba con los ojos cerrados.

 Examinó con una lupa la película mojada. No había ninguna cuenta atrás. Los

negativos solo mostraban las imágenes interiores que su esposa había capturado.

Al tener seleccionada una velocidad de obturador lenta, y debido a su poca

experiencia, todas habían salido borrosas. Sin embargo, a él le parecieron las

fotografías más hermosas que había visto nunca.

 Salió del cuarto oscuro exhalando un hondo suspiro. Entonces se dio cuenta

de que estaba sudado de pies a cabeza. Su esposa se hallaba en la cocina y su hijo

jugaba en otra habitación. Se sentó en el sofá para intentar racionalizar todo

aquello.

 En primer lugar, aquellos números, que marcaban el paso del tiempo y, por

tanto, revelaban signos de inteligencia, no podían haber sido impresos de

antemano en la película. Debía de haber alguien o algo que los

sobreimpresionara, pero ¿quién? ¿O qué? ¿Se trataba de un error de

funcionamiento de la cámara? ¿Habían instalado algún mecanismo en ella sin que

él lo advirtiera? Desacopló la lente y abrió la cámara. Después examinó

minuciosamente su interior, comprobando cada uno de los prístinos componentes.

No halló nada extraño.

 Entonces, considerando que los números aparecían incluso en aquellas

instantáneas tomadas con la tapa de la lente puesta, se dijo que la fuente de luz

más probable era algún tipo de rayo que había penetrado desde el exterior de la

cámara. Pero era técnicamente imposible. ¿Y cuál podía ser la fuente de aquel

rayo? ¿Cómo lo apuntaban?

 Teniendo en cuenta la tecnología disponible, solo podía tratarse de un hecho

sobrenatural.

 A fin de comprobar definitivamente si la cuenta atrás había desaparecido,

cargó la Leica con otro carrete y volvió a realizar disparos aleatorios, esta vez

algo más espaciados, pues estaba absorto en sus cavilaciones. Tras revelar el

carrete, su efímera calma cedió ante el abismo de la locura.

 La cuenta atrás fantasma volvía a aparecer. De hecho, a juzgar por los

números, esta nunca se había detenido; sencillamente, no aparecía en el carrete

que había usado su esposa.

 1186:34:13, 1186:34:02, 1186:33:46, 1186:33:35…

 Wang salió corriendo del cuarto oscuro, luego también del apartamento, y

empezó a aporrear la puerta de su vecino, un profesor jubilado.

 —Zhang, ¿tiene usted una cámara? ¡Digital no, de las de película!

 —¿Y qué hace un fotógrafo profesional como tú sin cámara? ¿Se te ha

estropeado aquella tan cara? Solo tengo una, digital… ¿Te encuentras bien?

Tienes mala cara…

 —Déjemela, por favor.

 El anciano se fue a su habitación y volvió con una Kodak digital común y

corriente.

 —Aquí tienes. Puedes borrar las fotos que hay dentro.

 —¡Gracias!

 Wang le arrebató la cámara de las manos y volvió corriendo a su casa. En

realidad, él tenía otras tres cámaras de carrete, además de una digital, pero pensó

que era mejor pedir una prestada. Sin embargo, tras mirar su Leica, que estaba

sobre el sofá junto a varios carretes en blanco y negro, decidió cargarla de nuevo.

Le dio la cámara del vecino a su esposa, que estaba poniendo la mesa.

 —¡Toma, haz más fotos, como antes!

 —Pero ¿a qué viene todo esto? ¿Te has visto la cara? ¡¿Qué te pasa?! —le

preguntó ella, alarmada.

 —¡Tú por eso no te preocupes, hazlas!

 La mujer dejó los platos y se acercó a él para mirarlo de frente. En sus ojos

 había miedo. Él le rehuyó la mirada y le dio la Kodak al hijo, de seis años, que en

ese momento se acercaba a la mesa.

 —Dou Dou, ayuda a papá a tomar unas fotos. Pulsa aquí, así; acabas de hacer

una. Ahora vuelve a pulsar. Muy bien, ya tienes otra. Sigue sacando fotos. Puedes

fotografiar lo que quieras.

 El niño aprendió enseguida. Parecía muy interesado y hacía cantidad de fotos.

Wang fue a buscar la Leica del sofá y también se puso a disparar. Como un par de

lunáticos, padre e hijo corrían por la habitación haciendo clic alrededor de la

mujer, que en medio de los flashes se sintió desbordada y empezó a llorar.

 —Wang Miao —dijo entre sollozos—, ya sé que últimamente tienes que

soportar mucho estrés, pero… solo espero que no te hayas…

 Wang terminó el carrete de la Leica y tomó la cámara digital de manos de su

hijo. Se detuvo unos instantes a pensar y, para evitar tener que hablar con su

esposa, decidió meterse en el dormitorio. Allí hizo unas cuantas instantáneas más

con la digital. Usó el visor óptico en lugar de la pantalla LCD, por miedo a ver

los resultados, aunque era consciente de que, tarde o temprano, debería

enfrentarse a ellos.

 A continuación, extrajo el carrete de la Leica y volvió a encerrarse en el

cuarto oscuro. Cuando lo hubo revelado, se puso a examinar las imágenes.

Temblaba tanto que tenía que sujetar la lupa con ambas manos. En los negativos,

la cuenta atrás continuaba.

 Entonces salió disparado del cuarto oscuro y comenzó a revisar las fotos de la

cámara digital. A través de la pantalla, comprobó que en las imágenes de su hijo

no había ningún número. Sin embargo, en las suyas volvía a aparecer la cuenta

atrás. La secuencia concordaba con la de las otras fotos.

 Había querido usar cámaras distintas para descartar la posibilidad de un mal

funcionamiento de la Leica o un defecto de fábrica de los carretes, pero, al

hacerlo, había descubierto algo todavía más insólito: la cuenta atrás fantasma solo

aparecía en las fotos que él hacía.

 Desesperado, agarró el montón de carretes revelados. Colgaban de su puño

como un manojo de serpientes, como un embrollo de cuerdas imposible de

desenredar.

 Sabía que no podía desvelar aquel misterio él solo, pero ¿a quién iba a

recurrir? Debía descartar tanto a sus compañeros de universidad como a sus

colegas del centro de investigación, pues, al igual que él, eran personas formadas

científicamente, y su intuición le decía que aquel asunto trascendía lo puramente

 técnico. Pensó en Ding Yi, pero el pobre diablo se hallaba en plena crisis

espiritual. Al final, le vino a la mente Fronteras de la Ciencia. Si algo

caracterizaba a aquel grupo de pensadores era su mentalidad abierta. Marcó el

número de Shen Yufei.

 —Doctora Shen, tengo un problema y necesito ir a verla —imploró

precipitadamente.

 —Está bien —contestó ella, y colgó sin añadir nada.

 Wang se sorprendió. Shen Yufei era una mujer tan parca en palabras que

algunos miembros de la asociación decían con sorna que parecía Hemingway

hecho mujer. Y ahora él no sabía si debía sentirse reconfortado, o todavía más

ansioso, ante el hecho de que ella hubiese accedido sin preguntarle siquiera cuál

era el problema.

 Metió los negativos en una bolsa y, tomando la cámara digital, se marchó de

casa ante la mirada atónita de su esposa.

 El temor a estar solo le disuadió de coger el coche, aun cuando las luces de la

ciudad lo alumbraban todo, y en su lugar tomó un taxi.

 Shen Yufei vivía en una urbanización de lujo cercana a una de las líneas de

metro más nuevas de la ciudad. Era una zona, algo menos iluminada, donde las

casas rodeaban un lago artificial con peces. De noche parecía un pueblo.

 Era evidente que la doctora Shen gozaba de una posición acomodada, aunque

Wang no se explicaba los motivos. Ni el sueldo de su antiguo trabajo como

investigadora, ni el de su actual puesto en una empresa privada, daban para tanto.

Con todo, el interior de su casa no era nada ostentoso. Wang sabía que en su

pequeña biblioteca solían citarse los miembros de Fronteras de la Ciencia. En el

salón vio a Wei Cheng, el marido. Rondaba los cuarenta años y era un intelectual.

De él apenas sabía el nombre; Shen Yufei había sido escueta a la hora de hacer

las presentaciones. No debía de trabajar, pues siempre lo encontraban en casa. A

pesar de su desinterés por las tertulias de Fronteras de la Ciencia, no se lo veía

incómodo con las constantes entradas y salidas de los académicos.

 Lejos de pasar el día ocioso, andaba enfrascado en sus propias

investigaciones. Siempre recibía a las visitas absorto en sus pensamientos,

saludando sin gran entusiasmo para, acto seguido, retirarse a su cuarto en el piso

de arriba. Allí pasaba la mayor parte del tiempo. Una vez, Wang tuvo ocasión de

observar, a través de la puerta entreabierta, y quedó estupefacto al ver un enorme

 servidor Hewlett-Packard. Lo reconoció de inmediato porque era el mismo que

tenían en el centro de investigación: un modelo RX8620 gris oscuro, que había

salido al mercado hacía apenas cuatro años. Resultaba muy extraño que

dispusiera, para uso doméstico, de una máquina que costaba más de un millón de

yuanes. ¿Qué debía de hacer con ella?

 —Yufei está ocupada con un asunto, espérela un poco —le dijo Wei Cheng,

volviéndose para subir las escaleras.

 Wang quiso hacerle caso, pero al sentir que no podía estarse quieto, decidió

seguirle. Wei Cheng no se dio cuenta hasta casi entrar en el cuarto del servidor.

Sin dar muestras de parecer molesto, le señaló la estancia que había frente a su

habitación y dijo:

 —Está ahí, entre.

 Wang llamó con los nudillos a la puerta, que al instante se entreabrió. Shen

Yufei estaba sentada frente a un ordenador, concentrada en un videojuego. Lo que

más le sorprendió fue verla enfundada en un traje de realidad virtual, lo último en

tecnología. Iba equipado con un casco panorámico y era capaz de transmitir

sensaciones táctiles; el usuario lograba así experimentar en su propio cuerpo los

movimientos e impactos del juego. Podía incluso generar frío y calor extremos

para, por ejemplo, simular qué se sentía en medio de una tormenta de nieve.

 Se acercó a ella. La imagen del juego se mostraba en el visor interior del

casco, así que no logró ver nada en el monitor. De pronto recordó el comentario

de Shi Qiang sobre la necesidad de memorizar correos y direcciones web. Miró

la barra del navegador y le llamó la atención lo sencilla que era la dirección del

juego: www.3cuerpos.net.

 Shen Yufei se quitó el casco y el traje. Luego se puso las gafas, que parecían

enormes en comparación con su fino rostro. Seria e inexpresiva como de

costumbre, se limitó a saludarlo con un gesto de la cabeza sin decir nada. Wang

sacó de la bolsa los negativos y empezó a contarle su extraña experiencia. Ella lo

escuchaba con atención. Cogió los rollos un instante, pero no se detuvo a

examinarlos. Aquello lo inquietó, pues confirmaba su sospecha de que la doctora

no desconocía lo que le ocurría. Cuando dejó de hablar, ella le hizo una señal

para que prosiguiera.

 La doctora solo habló cuando Wang terminó su relato.

 —¿Cómo va su investigación sobre nanomateriales?

 Aquella pregunta terminó de desconcertarlo.

 —¿Qué tiene eso que ver con lo que le estoy contando? —dijo Wang,

 señalando los rollos de película.

 Shen Yufei permaneció en silencio. Se limitó a mirarlo fijamente mientras

esperaba la respuesta a su pregunta. Ese era su estilo. Nunca malgastaba saliva.

 —Detenga la investigación —dijo por fin.

 —¿Cómo? —preguntó Wang, boquiabierto—. ¿Qué insinúa?

 Shen Yufei siguió mirándolo sin dignarse repetir la frase.

 —¿Que la detenga? ¡Es un proyecto clave para el país!

 Ella se mantuvo impertérrita.

 —¡Al menos deme una razón! —exigió Wang.

 —Deténgala y verá.

 —¿Qué es lo que sabe? ¡Hable!

 —Ya le he contado todo lo que puedo contarle.

 —¡Es imposible detener la investigación!

 —Deténgala y verá.

 Aquel fue el final de su breve conversación sobre la cuenta atrás fantasma.

Después de eso, por más que Wang lo intentara, solo consiguió que Shen Yufei le

repitiera:

 —Deténgala y verá.

 —Lo que veo es que Fronteras de la Ciencia no es ningún grupo de discusión

sobre teoría fundamental. Su conexión con la realidad es mucho más compleja de

lo que imaginaba.

 —Al contrario. Su impresión se debe al hecho de que Fronteras de la Ciencia

se ocupa de asuntos mucho más fundamentales de lo que imaginaba.

 Desesperado, Wang se levantó y abandonó la habitación sin despedirse. Shen

Yufei lo acompañó en silencio hasta la puerta de la casa y se quedó mirando cómo

llamaba un taxi y se metía dentro.

 Justo entonces, otro coche llegó a toda prisa y aparcó bruscamente. De él

salió un hombre. Aunque llevaba gafas de sol y apenas quedaba iluminado por la

débil luz de la casa, Wang lo reconoció al instante: se trataba de Pan Han, uno de

los miembros más destacados de Fronteras de la Ciencia. Era un biólogo que

había predicho los defectos de nacimiento causados por el consumo a largo plazo

de alimentos modificados genéticamente. También había estudiado los desastres

ecológicos derivados del cultivo de plantas modificadas genéticamente. A

diferencia de los típicos académicos catastrofistas que pronosticaban grandes

desastres sin dar más detalles, Pan siempre aportaba datos muy concretos. Todas

sus predicciones terminaban cumpliéndose con tal precisión que se rumoreaba

 que él mismo venía del futuro.

 El otro motivo de su fama residía en el hecho de haber creado China Rural, la

primera comunidad experimental del país. Siguiendo la filosofía contraria al

retorno a la naturaleza que ansiaban los utopistas occidentales, no la estableció en

ningún paraje bucólico y remoto, sino justo en medio de una de las ciudades más

pobladas. La comunidad carecía de propiedades. Todo lo necesario para la vida

cotidiana, incluyendo la comida, lo obtenían de los residuos urbanos. Al principio

muchos dudaron de su viabilidad, pero, en lugar de fracasar, China Rural logró

alcanzar un increíble éxito. Tenía más de tres mil miembros permanentes y eran

muchos más los que se unían por períodos cortos, a fin de experimentar su estilo

de vida.

 Debido a ello, Pan se convirtió en una persona muy influyente. Según él, el

progreso tecnológico era una enfermedad de la sociedad. Comparaba el

vertiginoso desarrollo de la tecnología con el crecimiento de las células

cancerígenas y sostenía que tendría el mismo resultado: el agotamiento de toda

fuente de abastecimiento, la destrucción de los órganos y la consecuente muerte

del cuerpo en que se hospedaba. Proponía la abolición de aquellas tecnologías

que él llamaba «drásticas», como los combustibles fósiles o la energía nuclear,

para potenciar tecnologías más «suaves», como la energía solar o la energía

hidroeléctrica a pequeña escala. Abogaba por una desurbanización gradual de las

metrópolis y una redistribución equitativa de la población en ciudades y pueblos

autosuficientes. Gracias a esas «tecnologías suaves», construiría una nueva

sociedad agrícola.

 —¿Está aquí? —preguntó con brusquedad, señalando el piso de arriba.

 Shen Yufei obvió la pregunta. Tampoco se apartó para dejarlo entrar.

 —Vengo a advertirle a él, y a ti también —exclamó, quitándose las gafas de

sol—. ¡No os conviene provocarnos!

 —Puede marcharse, no pasa nada —dijo la doctora, dirigiéndose al

conductor.

 El taxi arrancó y Wang no pudo escuchar nada más, pero al volverse vio que

Shen Yufei seguía sin dejar entrar a Pan Han.

 Llegó a casa de madrugada. Al salir del taxi, se acercó un Volkswagen

Santana negro, que frenó justo a su lado. Conforme bajaba la ventanilla, emergió

una gran nube de humo. Era Da Shi. Su cuerpo ocupaba todo el asiento del

 conductor.

 —¡Profesor Wang! ¿Qué es de su vida? ¿Cómo le ha ido en estos dos últimos

días?

 —¿Se dedica a seguirme? ¡Es usted un incordio!

 —No me diga esas cosas, hombre… Podía haber continuado mi camino tan

tranquilo, pero no, he querido hacer lo correcto y pararme a saludarlo. ¿Así me lo

agradece? —replicó el policía con su perenne sonrisa—. Bueno, ¿qué? ¿Ha

conseguido alguna información útil?

 —Ya le dije que no quiero tener nada que ver con usted. Y a partir de ahora,

por favor, deje de seguirme.

 —Pues bueno —replicó al acto Da Shi, encendiendo el motor—. Tampoco

andaba tan necesitado de hacer horas extras. Hubiera preferido no perderme el

fútbol.

 Mientras observaba cómo el coche desaparecía a toda velocidad, Wang

constató una paradoja: todo el desasosiego que había sentido con Shen Yufei, al

lado de Da Shi se había convertido en firmeza.

 Ante un problema como el suyo, una persona culta y de profundos

conocimientos podía mostrarse aparentemente fría, pero, en lo más íntimo,

resultaba aterrador enfrentarse a lo desconocido. En cambio, era probable que, en

la misma situación, alguien como Da Shi no sintiera miedo. ¡Qué formidable

fortaleza! Y no se trataba de la clásica temeridad del necio.

 Desde el punto de vista evolutivo, ¿la ignorancia de la humanidad suponía una

ventaja o un obstáculo? Las habilidades innatas de muchos seres superaban la

obra del mejor humano: la araña y su tela, la abeja y su colmena. ¿Por qué la

naturaleza no dotó al hombre de la misma forma? O mejor aún, ¿por qué no le

permitió ser innatamente consciente del origen del universo? Quizá por algún

motivo. Pero una vez desvelados los misterios más profundos del universo, ¿sería

la humanidad capaz de seguir existiendo? A Wang no se le ocurría mayor

frivolidad que atreverse a responder que sí, pues nadie sabía qué encerraban tales

enigmas.

 Los Da Shi del mundo —personas corrientes enfrascadas en sus rutinas—

aguantaban mejor el miedo a lo desconocido que los Wang Miao, Yang Dong y

Ding Yi. Sencillamente, estaban más preparados para enfrentarse a él y

sobrevivirlo, tal vez porque poseían una fortaleza que el conocimiento era

incapaz de proporcionar.

 Entró en casa. Su esposa ya se había acostado; la oía dando vueltas en la

cama, murmurando entre sueños. Sin duda, su extraño comportamiento le estaba

provocando pesadillas. Se tomó dos somníferos y se acostó junto a ella. Tras una

larga espera, consiguió dormirse.

 Tuvo varios sueños caóticos e inconexos, pero con una constante: la cuenta

atrás fantasma. Ya antes de dormirse había supuesto que reaparecería. La atacaba

furiosamente; trataba de despedazarla con las manos, la emprendía a mordiscos,

pero nada surtía efecto. Seguía flotando en el aire, avanzando impertérrita. Por

fin, cuando su frustración estaba alcanzando el límite de lo tolerable, se despertó.

 Abrió los ojos y vio el techo de la habitación. Las luces de la ciudad

proyectaban un suave resplandor en las cortinas. Entonces comprendió que algo

lo había seguido desde sus sueños hasta la realidad: la cuenta atrás continuaba

flotando frente a sus ojos. Los números eran finos, pero brillaban con un blanco

fulgurante.

 1180:05:00, 1180:04:59, 1180:04:58, 1180:04:57…

 Miró alrededor, reconociendo las sombras de su dormitorio. Aunque tenía la

certeza de que estaba despierto, la cuenta atrás no desaparecía. También siguió en

su campo de visión cuando cerró los ojos, brillando como el mercurio contra las

plumas de un cisne negro. Volvió a abrir los ojos, se los frotó, pero nada la hacía

desaparecer. Sin importar hacia dónde dirigiera la mirada, los números

permanecían en el centro.

 Presa de un terror indescriptible, Wang se incorporó para sentarse. La cuenta

atrás siguió aferrada a él. Entonces saltó de la cama, descorrió las cortinas de un

tirón y abrió la ventana. Fuera, la ciudad seguía durmiendo entre luces

resplandecientes. La cuenta atrás flotaba sobre aquella vista como los subtítulos

en una pantalla de cine.

 De pronto sintió que se ahogaba y soltó un gemido, despertando a su esposa.

Ella, al instante, preguntó qué le ocurría. Forzándose a mantener la calma, Wang

le aseguró que todo iba bien. Volvió a tumbarse, cerró los ojos y pasó el resto de

la noche sufriendo la tortura de la cuenta atrás.

 Por la mañana, después de levantarse, intentó comportarse con normalidad

ante su familia, pero aun así su mujer se mostró suspicaz y le preguntó si tenía

algún problema en los ojos, si realmente veía bien.

 Tras el desayuno, llamó al centro de investigación para pedir el día libre y se

fue en coche al hospital. Durante todo el camino, la cuenta atrás permaneció

 implacablemente incrustada en el mundo real, ajustando su brillo para resaltar

sobre lo que tuviera de fondo.

 Wang trató incluso de vencerla mirando al sol, pero fue inútil. En lugar de

brillar más, aquellos malditos números se volvieron negros. Parecían proyectados

sobre el orbe solar, que los hacía más siniestros.

 A pesar de que el hospital Tongren estaba lleno, consiguió que lo visitara un

oftalmólogo famoso, compañero de promoción de su esposa. Le pidió que lo

examinara sin contarle cuál era el problema. Después de explorar

exhaustivamente ambos ojos, el doctor le dijo que no había encontrado nada

extraño.

 —Tengo algo fijado en la vista. Mire donde mire, siempre está ahí —confesó

Wang finalmente, viendo los números superpuestos al rostro del doctor.

 1175:11:34, 1175:11:33, 1175:11:32, 1175:11:31…

 —Ah. Miodesopsia —dijo el doctor, escribiendo en su recetario—. Lo que

comúnmente se conoce como cuerpos flotantes. Es una afección muy frecuente a

nuestra edad, su causa es la deshidratación del humor vítreo. No son fáciles de

curar, pero tampoco son graves. Le mandaré unas gotas y también vitamina D; es

posible que con esto desaparezcan, pero no se haga ilusiones. En realidad, no hay

por qué preocuparse, pues no afectan a la visión. Trate de acostumbrarse a su

presencia.

 —Cuerpos flotantes… ¿Y qué forma tienen?

 —Varían mucho según la persona. Hay quien ve puntos negros, otros dicen

que son como renacuajos…

 —¿Y si lo que veo son series de números?

 El doctor dejó de escribir.

 —¿Ve usted series de números?

 —Sí, señor. En horizontal, justo en el centro del campo de visión, y no

desaparecen.

 El doctor apartó la pluma y el recetario, y le dirigió una mirada llena de

aprecio.

 —Nada más verlo entrar por la puerta, lo he notado cansado. En la última

reunión de exalumnos, Li Yao me dijo que tiene usted un trabajo muy estresante. A

nuestra edad, debemos ser más prudentes y cuidarnos más; ya no somos tan fuertes

como antes.

 —¿Me está diciendo que la causa de mi problema es psicológica?

 El doctor asintió.

 —A cualquier otro paciente le sugeriría ir a ver a un psiquiatra, pero tampoco

hay para tanto, es simple agotamiento. Descanse, váyase unos días de vacaciones

con Li Yao y…, ¿cómo se llamaba su hijo? Dou Dou, ¿verdad? Quédese tranquilo,

pronto volverá a la normalidad.

 1175:10:02, 1175:10:01, 1175:10:00, 1175:09:59…

 —¡Lo que veo es una cuenta atrás! Avanzando con precisión, segundo a

segundo. ¿Cree que todo está en mi cabeza?

 El médico le dedicó una sonrisa piadosa.

 —No sabe usted hasta qué punto puede la mente afectar la visión. El mes

pasado tratamos a una chica muy joven, tendría unos quince años. Estaba en clase

y de repente dejó de ver. Se quedó completamente ciega en cuestión de segundos.

Ninguna de las pruebas que le hicimos halló problema alguno, de modo que al

final la derivamos al Departamento de Psiquiatría. En cosa de un mes, también de

repente, volvió a ver.

 Wang comprendió que estaba perdiendo el tiempo.

 —Está bien —dijo, levantándose—. Solo tengo otra pregunta: ¿sabe de algún

fenómeno físico que, desde la distancia, pueda provocar que la gente vea

visiones?

 Después de pensar un buen rato, el médico contestó:

 —Sí. Hace un tiempo, formé parte del equipo médico de la nave espacial

Shenzhou 19. Algunos de nuestros astronautas afirmaban ver flashes, que no

existían, mientras trabajaban en el exterior de la nave. También les ocurría a los

astronautas de la Estación Espacial Internacional. El fenómeno era causado por

partículas de energía, liberadas durante períodos de intensa actividad solar, que

se incrustaban en la retina. Pero usted me habla de números, una cuenta atrás nada

menos. La actividad solar es incapaz de causar eso.

 Wang salió del hospital más desorientado de lo que había entrado. La cuenta

atrás no se movía de sus ojos. Era como si persiguiera a un fantasma que a su vez

se le había enroscado.

 Se compró unas gafas de sol para disimular el incesante ir y venir de sus ojos.

Sin embargo, antes de entrar en el laboratorio principal del Centro de

Nanotecnología, decidió quitárselas. Así se aseguraba de que sus colegas

advirtieran su estado, lo cual le hizo objeto de varias miradas de preocupación,

pero le ahorró un buen número de conversaciones triviales.

 Vio que la cámara de reacción, que se hallaba en el centro del laboratorio,

continuaba en funcionamiento. El compartimento principal de aquel enorme

 aparato era una gran esfera a la que se conectaban varios tubos.

 Habían conseguido fabricar pequeñas cantidades de una nueva clase de

nanomaterial extremadamente resistente, al que habían bautizado con el nombre

provisional de «daga voladora». El problema era que, hasta el momento, las

muestras se habían obtenido con técnicas de construcción molecular, es decir,

apilando molécula sobre molécula, como si se tratara de una pared de ladrillo a

nanoescala. Aquel método consumía muchos recursos, y el producto resultante era

tan caro como la joya más preciada de la Tierra. Era inviable producirlo en

grandes cantidades.

 El laboratorio intentaba desarrollar una reacción catalítica, capaz de sustituir

la construcción molecular, que hiciese que las moléculas se colocaran por sí

mismas. La cámara de reacción principal podía probar con rapidez un gran

número de reacciones en distintas combinaciones moleculares. Las

combinaciones eran tantas, que los habituales métodos de comprobación manual

habrían tardado más de cien años. Además, el aparato aumentaba las reacciones

reales mediante simulaciones matemáticas. Cuando la reacción alcanzaba una fase

determinada, el ordenador construía un modelo matemático basado en el producto

intermedio, y concluía la reacción por medio de una simulación. Aquello

mejoraba muy notablemente la eficiencia de los experimentos.

 En cuanto el director del laboratorio vio a Wang, se acercó corriendo y

empezó a contarle los últimos fallos detectados en la cámara de reacción

principal. Aquello ya se había convertido en la rutina de cada mañana. La cámara

llevaba más de un año funcionando ininterrumpidamente, y muchos de los

sensores habían perdido precisión, lo cual causaba errores de medición y

requería la desconexión del aparato, a fin de proceder a su mantenimiento. Sin

embargo, como figura más destacada del proyecto, Wang había insistido en que no

la detuvieran hasta que terminara de analizar el tercer grupo de combinaciones

moleculares. Los técnicos no habían tenido más remedio que improvisar parches

que compensaran los errores, pero ahora esos parches requerían sus propios

parches y la situación era agotadora para todo el personal.

 El director evitaba mencionarle explícitamente el apagado de la máquina, y la

consecuente suspensión del experimento, porque sabía que lo enfurecía. Se

limitaba a exponerle las dificultades a las que se enfrentaban, pero sus deseos

eran evidentes.

 Wang observó cómo los ingenieros iban y venían alrededor de la cámara de

reacción principal; parecían doctores tratando de alargar la vida de un paciente

 en estado crítico. Sobre la escena, seguía la cuenta atrás.

 1174:21:11, 1174:21:10, 1174:21:09, 1174:21:08…

 «Deténgala y verá».

 Las palabras de Shen Yufei resonaron en su mente.

 —¿Cuánto tiempo se tardaría en renovar todos los sensores?

 —Cuatro o cinco días —contestó el director del laboratorio. Creyendo

atisbar un rayo de esperanza, añadió—: Tres, si nos damos prisa. ¡Se lo garantizo,

profesor Wang!

 «No estoy dando mi brazo a torcer. El mantenimiento es realmente necesario,

solo es un paréntesis en la investigación. No tiene que ver con nada», pensó

Wang.

 Miró al director del laboratorio, tratando de centrarse en su rostro y no en la

cuenta atrás.

 —Detenga el experimento y proceda al mantenimiento de la máquina —dijo

—. Termine en el plazo que acaba de decirme.

 —¡Sí, profesor! —exclamó el director, visiblemente excitado—. Enseguida le

actualizaré el calendario. ¡Podemos parar la reacción esta misma tarde!

 —Hágalo ahora mismo.

 El director del laboratorio lo miró un instante con incredulidad.

Inmediatamente después, como temiendo perder aquella oportunidad, recuperó el

entusiasmo. Descolgó el teléfono y dio la orden de detener la cámara de reacción

principal. Todos los técnicos e investigadores sonrieron, exhaustos, antes de

iniciar el procedimiento.

 Los monitores se fueron fundiendo, uno a uno, hasta que la pantalla principal

reflejó que se había completado el proceso.

 En el campo de visión de Wang, la cuenta atrás se interrumpió casi

simultáneamente. Tras permanecer unos segundos en el 1174:10:07, desapareció

en la nada.

 Wang exhaló un profundo suspiro de alivio, como si acabara de emerger del

fondo del mar. Luego se sentó, rendido, antes de comprobar que seguían

mirándolo.

 —La división de equipamiento se encargará de todo. Ustedes, los del grupo

de investigación, pueden tomarse unos días de descanso —le dijo al director del

laboratorio—. Gracias por el esfuerzo de estas últimas semanas.

 —Lo mismo vale para usted, profesor Wang. El ingeniero jefe Zhang puede

supervisarlo todo, aproveche para descansar un poco.

 —Eso haré.

 Al quedarse solo, descolgó el teléfono y marcó el número de Shen Yufei,

quien contestó al primer tono.

 —¿Quién está detrás de todo esto? —preguntó Wang. Por mucho que intentara

parecer calmado, no lo conseguía.

 Silencio.

 —¿Qué ocurre al final de la cuenta atrás?

 Silencio.

 —¿Me está escuchando?

 —Sí.

 —¿Por qué los nanomateriales? Esto no es un acelerador de partículas; aquí

hacemos investigación aplicada. ¿Realmente merece su atención?

 —Yo no tomo esa decisión.

 —¡Basta ya! ¿De verdad cree que conseguirán engañarme con un truco barato,

que así podrán detener el proceso de la tecnología? ¡Tal vez no sepa cómo

consiguen hacerme todo esto, pero tarde o temprano averiguaré qué esconden tras

su cortina de ilusionismo!

 —¿A qué escala necesita ver la cuenta atrás para creérsela?

 —¡Déjese de juegos! ¿Qué cambiaría si consiguen mostrarla a una escala

mayor? Seguirá siendo una mera ilusión; también la OTAN usó hologramas en la

última guerra. ¡Con un láser lo bastante potente podrían proyectar una imagen en

la mismísima Luna! El arquero y el granjero actúan a una escala muy superior a la

alcanzable por el ser humano… ¿Acaso pueden proyectar la cuenta atrás en la

superficie del Sol?

 Pero Wang calló en el acto, alarmado ante lo que él mismo acababa de decir.

Aquellas dos hipótesis eran las más inquietantes de barajar. Tratando de

recuperar la iniciativa, continuó:

 —En realidad, ignoro de lo que son capaces… ¡Es posible que su ilusión

pueda llegar a mostrarse a escala solar, pero no dejará de ser un truco! ¡Una

demostración de fuerza realmente convincente debe ser muchísimo más grande!

 —Me preocupa que no sea capaz de resistirlo —dijo Shen Yufei—. Al fin y al

cabo, somos amigos. Intento ayudarlo, no quiero que termine como Yang Dong.

 Wang sintió un escalofrío al escuchar aquel nombre. Pero la rabia no tardó en

regresar.

 —¿Acepta el reto? —preguntó.

 —Naturalmente —respondió Shen Yufei.

 —¿Y qué va a hacer? —La voz se le quebró.

 —¿Dispone de un ordenador con conexión a internet? Bien. Entre en la página

http://www.qsl.net/bg3tt/zl/mesdm.htm. ¿La tiene abierta? Imprímala y llévesela.

 Wang observó que la página no era más que una tabla de código morse.

 —No entiendo qué…

 —En estos dos días, busque un lugar desde donde observar el fondo cósmico

de microondas. Encontrará más detalles en el correo que acabo de enviarle.

 —¿Qué se propone hacer? —preguntó Wang.

 —Sé que ha detenido su proyecto de investigación de nanomateriales. ¿Piensa

reanudarlo?

 —Por supuesto —respondió él—. Dentro de tres días.

 —Entonces la cuenta atrás proseguirá.

 —¿A qué escala volveré a verla?

 Se hizo un largo silencio. Luego Shen Yufei, actuando en nombre de alguna

fuerza que se hallaba más allá de la comprensión humana, sepultó con frialdad

todas sus esperanzas.

 —Dentro de tres días —dijo ella al fin—, el catorce, concretamente, entre la

una y las cinco de la madrugada, el universo entero le hará una señal.