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Capítulo XVI

Capítulo XVI

DONDE SE DEMUESTRA UNA VEZ MÁS QUE NO HAY NADA COMO LA CASUALIDAD PARA ARREGLAR LAS COSAS

Si había fiesta en Scutari, si en sus barrios, desde el puerto hasta el palacio del Sultán, había grande gentío, éste no era menos considerable al otro lado del estrecho, en Constantinopla, en los barrios de Galata, desde el primer puente de barcas hasta los cuarteles de la plaza de Top-Hané. Tanto las aguas dulces de Europa, que forman el puerto del Cuerno de Oro, como las aguas saladas del Bósforo, desaparecían bajo las flotillas de caiques; empavonadas embarcaciones, chalupas de vapor llenas de turcos, albanos, griegos, europeos o asiáticos, que hacían un incesante vaivén entre las orillas de los dos continentes.

Verdaderamente, debía ser un atractivo y poco ordinario espectáculo el que podía atraer tal concurso popular.

Por lo tanto, cuando Ahmet y Selim, Amasia y Nedjeb, después de haber pagado el nuevo impuesto desembarcaron en la escalera de Top-Hané, se encontraron sumergidos en el bullicio, en el que estaban de poco humor para tomar parte.

Pero, puesto que el espectáculo, cualquiera que fuese, había tenido el privilegio de atraer tal multitud, era natural que Van Mitten, su futura, la noble Sarabul y su cuñado Yanar, seguidos del obediente Bruno, estuviesen entre el número de curiosos.

Así se explica que Ahmet encontrase a sus antiguos compañeros de viaje.

¿Era Van Mitten quien paseaba a su nueva familia, o era ésta quien le paseaba a él? Este último caso parece infinitamente más probable.

En el momento en que Ahmet los encontró, Sarabul decía a su esposo:

—Sí, señor Van Mitten, tenemos fiestas más bonitas en Curdistán.

Y Van Mitten contestaba con tono resignado:

—¡Estoy dispuesto a creerlo, bella Sarabul!

Lo que le valió de Yanar esta seca respuesta:

—¡Y hacéis bien!

En aquel momento algunos gritos (gritos que denotaban cierta impaciencia) se o��an entre aquella multitud; pero Ahmet y Amasia no prestaron atención.

—No, querida Amasia —decía Ahmet—. Yo conocía bien a mi tío, y, sin embargo, jamás le hubiera creído capaz de llevar su terquedad hasta tal dureza de corazón.

—Entonces —dijo Nedjeb—, mientras haya que pagar ese impuesto, ¿no vendrá jamás a Constantinopla?

—¿Él? ¡Jamás! —respondió Ahmet.

—¡Si siento esta fortuna que el señor Kerabán nos va a hacer perder

—dijo Amasia—, no es por mí, es por vos, mi querido Ahmet, por vos solo!

—¡Olvidemos eso! —respondió Ahmet—. Y, para olvidarlo mejor, para romper con ese intratable tío, en quien he visto hasta aquí un padre, abandonaremos Constantinopla para volver a Odesa.

—¡Ah! Ese Kerabán —exclamó Selim, que estaba ya abrumado— sería digno del peor suplicio.

—Sí —respondió Nedjeb—; como, por ejemplo, ser el marido de esa curda. ¿Por qué no se ha casado con ella?

No es necesario decir que Sarabul, distraída por completo con el esposo que acababa de reconquistar, no oyó aquella nada cortés reflexión de Nedjeb ni la respuesta de Selim, diciendo:

—¿Él? Hubiera acabado por domarla… como, a fuerza de terquedades, domaría a las bestias feroces.

—¡Tal vez! —murmuró Bruno con melancolía—. Pero la verdad es que mi

pobre amo es quien ha entrado en la jaula.

Sin embargo, Ahmet y sus compañeros no tomaban más que un mediano interés por todo lo que pasaba en los barrios de Pera y del Cuerno de Oro. En la disposición de espíritu en que se encontraba, aquello les interesaba poco, y apenas si oyeron este diálogo entre dos turcos:

—Ese Storchi es un hombre verdaderamente audaz. Osar atravesar el

Bósforo… de una manera…

—Sí —respondió el otro, riéndose—, de una manera que no han previsto los inspectores encargados de cobrar el nuevo impuesto de los caiques…

Pero si Ahmet no trató de enterarse de lo que hablaban aquellos dos turcos le fue necesario responder, cuando oyó que le interpelaban directamente con estas palabras:

—¡Usted por aquí, señor Ahmet!

Era el jefe de policía, el mismo cuyo relato había lanzado a Kerabán a realizar aquel viaje alrededor del mar Negro, quien le dirigía la palabra.

—¡Ah! ¿Sois vos, señor? —respondió Ahmet.

—Sí… Y os felicito cordialmente. Acabo de saber que el señor Kerabán ha logrado sostener su promesa. Ha llegado a Scutari sin haber atravesado el Bósforo.

—En efecto —replicó Ahmet con un tono bastante seco.

—¡Es heroico! Por no pagar diez paras, habrá gastado miles de libras.

—¡Así ha sido!

—¡Pues ha hecho un buen negocio el señor Kerabán! —respondió irónicamente el jefe de policía—. El impuesto existirá siempre, y, por poco que todavía persista en su terquedad, se verá obligado a volver por el mismo camino a Constantinopla.

—Si quiere, lo hará —repuso Ahmet, que, aún furioso contra su tío, no estaba de humor para escuchar sin responder las burlonas observaciones del jefe de policía.

—¡Bah! Acabará por ceder —repuso éste—, y atravesará el Bósforo… Pero los guardias vigilan los caiques y le aguardan en el embarcadero. Y a menos que no pase a nado… o volando…

—¿Por qué no, si le conviene? —replicó secamente Ahmet.

En aquel momento un vivo movimiento de curiosidad agitó la multitud. Un murmullo más acentuado se dejó oír. Todos los brazos se extendieron hacia el Bósforo, señalando a Scutari. Todas las cabezas estaban levantadas.

—¡Allí está…! ¡Storchi, Storchi…! Por todas partes sonaban gritos.

Ahmet y Amasia, Selim y Nedjeb, Sarabul, Van Mitten y Yanar, Bruno y Nizib se encontraban entonces en la esquina del barrio del Cuerno de Oro cerca de la escalera de Top-Hané, y pudieron ver el emocionante espectáculo que se ofrecía a la curiosidad pública.

Del lado de Scutari, fuera de las aguas del Bósforo, a irnos seiscientos pies de la orilla, se eleva una torre, impropiamente denominada Torre de Leandro. En efecto, es el Helesponto, es decir, el actual estrecho de los Dardanelos, el que aquel célebre nadador atravesó entre Sestos y Abidos para reunirse a Hero, la encantadora sacerdotisa de Venus, hazaña que fue renovada hace sesenta años por lord Byron, fiero como puede serlo un inglés, que franqueó en una hora y diez minutos los dos mil metros que separan las dos orillas.

¿Es que aquella proeza iba a ser renovada, a través del Bósforo, por algún aficionado envidioso del héroe mitológico y del autor de El Corsario? No.

Una larga cuerda estaba extendida entre las orillas de Scutari y la Torre de Leandro, cuyo nombre moderno es Keur-Kulesi, que significa Torre de la Virgen. Desde allí, esta cuerda, después de tomar un punto de apoyo sólido, atravesaba todo el estrecho con una distancia de trescientos metros, y venía a terminar en un pilón de madera colocado en el ángulo del barrio de Galata y de la plaza de Top-Hané.

Por esta cuerda el famoso Storchi (émulo del no menos famoso Blondín)

iba a intentar franquear el Bósforo. Es verdad que si Blondín, atravesando

el Niágara, arriesgaba su vida en una caída de cerca de ciento cincuenta pies en medio de las irresistibles corrientes de la catarata, aquí, en aquellas aguas tranquilas, Storchi, en caso de accidente, sólo optaba a un chapuzón del que saldría sin gran daño.

Lo mismo que Blondin atravesó el Niágara llevando en sus espaldas a un fiel amigo suyo, lo mismo Storchi iba a seguir aquel camino aéreo con uno de sus compañeros de gimnasia. Sólo que no le llevaba sobre sus espaldas, sino que iba a transportarle en una carretilla, cuya única rueda tenía el borde acanalado a fin de adaptarse a la cuerda.

Se convendrá en que era un curioso espectáculo: ¡mil trescientos metros, en vez de los novecientos pies del Niágara! ¡Camino largo y propicio a más de una caída!

Sin embargo, Storchi había aparecido en la primera parte de la cuerda, que unía la orilla asiática con la Torre de la Virgen. Empujaba a su compañero ante él en la carretilla, y llegó sin accidente al faro, colocado en la cima de Keur-Kulesi.

Numerosos hurras saludaron aquel primer éxito. Entonces se vio al gimnasta descender rectamente por la cuerda, que, por fuerte que se hubiese tendido, se combaba en su mitad casi hasta tocar las aguas del Bósforo. Siempre llevando a su compañero, avanzando con pie seguro y conservando el equilibrio con una imperturbable destreza, resultaba verdaderamente magnífico.

Cuando Storchi hubo pasado la mitad del trayecto, las dificultades llegaron a ser más grandes, porque se trataba de subir la pendiente para llegar a la cima del pilón. Pero los músculos del acróbata eran vigorosos, sus brazos y sus piernas funcionaban maravillosamente y empujaba siempre la carretilla, en donde se hallaba su compañero, inmóvil, impasible, tan expuesto y tan bravo como él, y que no se permitía un solo movimiento que pudiese comprometer la estabilidad del vehículo.

Finalmente, estallaron un concierto de admiración y un grito de alegría. Storchi había llegado, sano y salvo, a la parte superior del pilón, y

descendía, lo mismo que su compañero, por una escalera que concluía en

el ángulo del barrio en donde Ahmet y los suyos estaban situados.

El audaz aeronauta había logrado su objeto, pero se convendrá que el compañero que Storchi acababa de llevar en la carretilla tenía derecho a la mitad de los plácemes que Asia, en su honor, enviaba a Europa.

¡Pero qué grito lanzó entonces Ahmet! ¿Debía creer lo que veían sus ojos? El compañero del célebre acróbata, después de haber estrechado la mano del Storchi, se había detenido ante él y le miraba sonriendo.

—¡Kerabán, mi tío Kerabán! —exclamó Ahmet, mientras las dos jóvenes, Sarabul, Van Mitten, Yanar, Selim y Bruno se apretaban a sus lados.

¡Era Kerabán en persona!

—¡Yo mismo, amigos míos, que he encontrado a ese bravo gimnasta dispuesto a partir; yo, que me he colocado en lugar de su compañero; yo, que he pasado el Bósforo…! ¡Para venir a firmar tu contrato, sobrino Ahmet!

—¡Ah! ¡Señor Kerabán, tío mío! —exclamó Amasia—. ¡Ya sabía yo que no nos abandonaríais!

—¡Estupendo! —repetía Nedjeb batiendo palmas.

—¡Qué hombre! —dijo Van Mitten—. No se encontraría otro semejante en toda Holanda.

—Ésa es mi opinión —respondió bastante secamente Sarabul.

—Sí, he pasado, y sin pagar —repuso Kerabán dirigiéndose aquella vez al jefe de policía—. Sí, sin pagar… A no ser las dos mil piastras que me ha costado mi sitio en la carretilla y las ochocientas mil gastadas durante el viaje.

—Os felicito cordialmente —respondió el jefe de policía, que no tenía otra cosa que hacer que inclinarse ante parecida terquedad.

Las aclamaciones resonaron entonces de todas partes en honor de Kerabán, mientras que este feliz testarudo abrazaba con todo su corazón a sus hijos Amasia y Ahmet.

Pero no era hombre que perdiese el tiempo, ni aun en la embriaguez del triunfo.

—Y ahora, vamos a casa del juez de Constantinopla —dijo.

—Sí, tío, a casa del juez —respondió Ahmet—. ¡Ah!, sois el mejor de los hombres.

—Y, digáis lo que digáis —replicó Kerabán—, no soy muy testarudo… a no ser que me contraríen.

Es inútil insistir sobre lo que pasó a continuación. Aquel mismo día, por la tarde, el juez arreglaba el contrato, después el imán decía una oración en la mezquita, después entraban en la casa de Galata, y antes que sonase la medianoche del 30 de aquel mes, Ahmet estaba casado, bien casado, con su querida Amasia, con la riquísima hija del banquero Selim.

Aquella misma noche, Van Mitten, anonadado, se preparaba a partir para Curdistán en compañía de Yanar, su cuñado, y la noble Sarabul, a la que una última ceremonia, en aquel país lejano, iba a convertir definitivamente en su mujer.

En el momento de la despedida, en presencia de Ahmet, de Amasia, de Nedjeb y de Bruno, no pudo menos de decir como un dulce reproche a su amigo:

—Cuando pienso, Kerabán, que por no haber querido contrariaros me veo casado… ¡casado por segunda vez!

—Mi pobre Van Mitten —respondió Kerabán—; si ese matrimonio llega a ser otra cosa que un sueño, no me lo perdonaré jamás.

—¡Un sueño! —repuso Van Mitten—. ¿Por casualidad se parece a un sueño? ¡Ah, sin este telegrama…!

Y al hablar así sacaba de su bolsillo el arrugado despacho y lo recorría maquinalmente con la vista.

—Sí, este despacho… «La señora Van Mitten, enterrada desde hace cinco semanas… de la llegada…»

—¿Enterrada de la llegada? —exclamó Kerabán—. ¿Qué significa eso? Después, arrancándole el despacho de las manos, leía:

«La señora Van Mitten, enterada desde hace cinco semanas de la llegada de su marido, ha partido para Constantinopla».

—¡Enterrada… por enterada!

—¡No estoy viudo!

Aquellas palabras se escapaban de todas las bocas, mientras Kerabán exclamaba, no sin razón esta vez:

—¡Un error más de ese estúpido telégrafo! ¡Jamás hace otra cosa!

—¡No, no estoy viudo! ¡No estoy viudo! —repetía Van Mitten—. ¡Y me siento muy feliz de volver a mi primera mujer… por miedo a la segunda!

Cuando Yanar y la noble Sarabul supieron lo sucedido, hubo una terrible explosión. Pero al fin fue necesario conformarse. Van Mitten estaba casado, y aquel mismo día encontraba a su primera, su única mujer, que le traía, en señal de reconciliación una magnífica cebolla Valentia.

—Habrá mejores, hermana mía —dijo Yanar para consolar a la inconsolable viuda—, mejores que…

—Que ese témpano de holandés —respondió la noble Sarabul—, y no será difícil.

Y partieron ambos para el Curdistán; pero es probable que una generosa indemnización, ofrecida por el rico amigo de Van Mitten, contribuyese a hacer menos penosa la vuelta a aquel lejano país.

Pero, en fin, Kerabán no podía tener siempre una cuerda tendida de

Constantinopla a Scutari para pasar el Bósforo. ¿Renunció a atravesarlo?

¡No! Durante mucho tiempo se sintió bien y no se movió. Pero un día fue a ofrecer al Gobierno que le vendiesen el derecho sobre los caiques. La oferta fue aceptada. Esto le costó mucho dinero, sin duda, pero llegó a ser más popular todavía, y los extranjeros no dejan jamás de visitarla, como una de las más extrañas curiosidades de la capital del Imperio otomano.