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28

Durante el viaje de vuelta a Nueva York, Michael Corleone se relajó y trató de dormir. Fue inútil. Se acercaba el período más difícil y tal vez peligroso de su vida, y nada podía hacer para demorarlo. Tras dos años de preparativos, todo estaba dispuesto, todas las precauciones habían sido tomadas. La semana última, cuando el Don anunció formalmente a sus caporegimi y a otros miembros de la Familia que se retiraba, Michael supo que esa era la forma que había escogido su padre para decirle que había llegado el momento.

Hacía casi tres años que había regresado a casa, y habían transcurrido más de dos desde que se casara con Kay. Aquellos tres años los había invertido en estudiar los negocios de la Familia. Había pasado muchas horas al lado de Tom Hagen y del Don. Ahora que lo conocía, le maravillaba el poder de la familia Corleone, así como su enorme riqueza. Poseía muchos y valiosos inmuebles en la ciudad de Nueva York, tenía intereses en dos financieras de Wall Street, en diversos bancos de Long Island y en algunos grandes almacenes, además de invertir en el negocio ilegal del juego.

Pero lo que le pareció más interesante, al examinar las pasadas transacciones de la familia Corleone, fue que poco después de la guerra ésta hubiera recibido dinero de un grupo de falsificadores de discos. Éstos fabricaban y vendían discos de artistas famosos, y la falsificación, tanto del disco como de la cubierta, era tan perfecta que nunca los descubrieron. Naturalmente, de tales discos los artistas no recibían un solo centavo, como así tampoco las casas discográficas. Michael Corleone se dio cuenta de que Johnny Fontane había dejado de ganar mucho dinero debido a dichas falsificaciones, pues en aquel entonces, poco antes de perder la voz, sus discos eran los más vendidos en todo el país.

Habló de ello con Tom Hagen y le preguntó cómo había permitido el Don que estafaran a su ahijado. Hagen se encogió de hombros. Los negocios eran los negocios. Además, por aquel tiempo Johnny Fontane estaba en la lista negra del Don, a quien le había disgustado profundamente que se hubiera divorciado de su primera esposa para casarse con Margot Ashton.

—¿Y a qué fue debido que dejaran de falsificar discos? —inquirió Michael—. ¿Es que la policía los descubrió?

—No. El asunto terminó en cuanto el Don retiró su protección a los falsificadores, inmediatamente después de la boda de Connie.

Era una pauta que se repetía a menudo, según observaría Michael: el Don terminaba ayudando a aquellos que se encontraban en dificultades que él mismo había colaborado a crear. Tal vez no hubiera en ello ni malicia ni mala intención, sino que quizá se debiera a la gran variedad de intereses de los Corleone o a la misma naturaleza del universo, en el que el bien y el mal se mezclan y confunden.

Michael se había casado con Kay en Nueva Inglaterra. Había sido una boda discreta a la que sólo habían asistido los familiares y algunos amigos íntimos. Luego se habían instalado en una de las casas de la finca de Long Beach, y Michael pronto se dio cuenta, con agrado, de lo bien que Kay se llevaba con su madre y el Don, así como con todos los habitantes de la finca. Pero lo más curioso fue que Kay quedó embarazada enseguida, como cualquier buena esposa italiana, lo que contribuyó a que todos le tomaran mayor simpatía. Y ahora esperaba su segundo hijo.

Kay estaría aguardándolo en el aeropuerto. Siempre lo hacía, y a Michael le gustaba, pues ella se mostraba enormemente feliz en cada reencuentro. En esta ocasión, sin embargo, hubiera preferido que su esposa no hubiese ido a esperarlo, pues el fin del viaje señalaría el momento de entrar en acción, algo que temía desde hacía tres años. También el Don estaría aguardándolo, en casa, así como los caporegimi. Había llegado la hora de que él, Michael Corleone, diera las órdenes y tomara las decisiones que decidirían su destino y el de la Familia.

Cada mañana, cuando Kay Adams Corleone se levantaba para alimentar al bebé, veía a Mamá Corleone, la esposa del Don, salir de la finca en compañía de uno de los guardaespaldas, para regresar una hora después. No tardó en enterarse de que su suegra iba todas las mañanas a la iglesia. Y a la vuelta, muchos días, se detenía en casa de Michael y Kay, para tomar café y, claro está, ver a su nietecito.

Mamá Corleone siempre preguntaba a Kay por qué no se decidía a convertirse al catolicismo, ignorando que el hijo de Kay ya había sido bautizado en la religión protestante. Kay aprovechó una de esas ocasiones para preguntarle por qué iba cada día a la iglesia, y si ello era obligatorio para los católicos.

Como si pensase que esa supuesta asistencia diaria obligatoria era lo que impedía a Kay convertirse, la anciana le dijo:

—De ningún modo, querida. Algunos católicos acuden a la iglesia sólo el día de Pascua y el de Navidad. Cada uno va solamente cuando lo desea.

Kay se echó a reír y quiso saber:

—¿Por qué, entonces, usted va todas las mañanas?

—Voy por mi marido —repuso Mamá Corleone, y señalando hacia abajo con el dedo, añadió—: para que no vaya al infierno. Cada día rezo por su alma, para que Dios la acoja en su gloria.

La anciana había pronunciado estas palabras en tono convencido y con una astuta sonrisa en los labios, como si, en cierto modo, con sus plegarias trastornara la voluntad de su marido, o como si la suya fuera una causa perdida. Y, como siempre que el Don no estaba presente, había en su voz una cierta falta de respeto hacia él.

—¿Y cómo está su marido? —preguntó Kay.

—Ya no es el mismo de antes —respondió Mamá Corleone—. Deja que Michael haga todo el trabajo, y él se limita a ocuparse de su huerto, de sus pimientos y de sus tomates, como si todavía fuera un campesino. Pero ya se sabe; son cosas de la edad.

Por las mañanas Connie Corleone solía ir con sus dos hijos a charlar con Kay. A ésta le caía muy bien su cuñada, siempre tan vivaz y alegre. Además, parecía tener mucho cariño a Michael. Connie le había enseñado a Kay a preparar algunos platos italianos que encantaban a su hermano, y a veces solía traer algo de lo que había cocinado para que éste lo probara.

Connie siempre le preguntaba a Kay qué opinaba Michael de Carlo, su marido. ¿Estaba contento de él? Desde el primer momento Carlo Rizzi había tenido pequeños problemas con la Familia, pero últimamente parecía haberse convertido en otro hombre. Desempeñaba muy bien su tarea en el sindicato, pero tenía que trabajar tantas horas… Carlo sentía mucha simpatía hacia Michael, solía repetir Connie. Todo el mundo sentía simpatía hacia Michael, así como hacia su padre. Michael era el verdadero Don, y sería para todos una gran suerte que fuera él quien se ocupara del negocio de importación de aceite de oliva de la Familia.

Kay había observado que cuando Connie hablaba de su marido en relación con los Corleone, esperaba ansiosamente alguna palabra de aprobación para Carlo. Kay habría tenido que ser estúpida para no darse cuenta de la tremenda preocupación de Connie por saber si Michael estaba o no satisfecho con su esposo. Una noche habló de ello con Michael y mencionó el hecho de que nadie hablara de Sonny Corleone, en su presencia al menos. En cierta ocasión, Kay trató de expresar su condolencia al Don y a su esposa, quienes fingieron no haber oído sus palabras. Y otra vez intentó que Connie le hablara de Sonny, pero tampoco tuvo éxito.

La esposa de Sonny, Sandra, se había trasladado con sus hijos a Florida, donde residían los padres de ella. La Familia le pasaba una pensión que le permitía vivir confortablemente, ya que Sonny apenas si había dejado patrimonio propio.

De mala gana, Michael le explicó lo ocurrido la noche en que habían asesinado a Sonny. Le dijo que Carlo había pegado a su esposa, quien telefoneó a Sonny, que, ciego de ira, había corrido a casa de Connie. Por ello, Connie y Carlo temían que la Familia les culpara de ser los causantes indirectos de la muerte de Sonny. Pero al parecer no era así. La prueba estaba en que les habían dado una casa en la finca y, además, a Carlo le había sido confiado un empleo de responsabilidad en el sindicato. Y Carlo se había convertido en otro hombre. Había dejado de beber y de ir con mujeres. La Familia estaba satisfecha de su trabajo y de su conducta en los últimos dos años. Nadie lo culpaba de lo sucedido.

—¿Por qué, entonces, no los invitas a cenar alguna noche, y aprovechas la ocasión para tranquilizar a tu hermana? La pobre está siempre tan nerviosa por lo que puedas pensar de su marido… Dile que se olvide de esas preocupaciones tontas.

—No puedo hacerlo, Kay. En nuestra familia no hablamos de esas cosas.

—¿Quieres que le transmita lo que acabas de decirme? —preguntó Kay.

A Kay le extrañó que Michael meditara tanto la respuesta, que para ella era absolutamente clara. Finalmente, Michael dijo:

—No creo que debas hacerlo, Kay. No serviría de nada. Connie seguiría preocupándose exactamente igual. Es algo que no tiene remedio.

Kay no salía de su asombro. Consciente de que Michael siempre se mostraba algo frío con Connie, a pesar del afecto que ésta le demostraba, preguntó:

—¿Acaso culpas a Connie de la muerte de Sonny?

—Desde luego que no. Es mi hermana menor y la quiero. Siento pena por ella. Carlo se ha reformado, pero no es el marido adecuado para mi hermana… Y ahora, no pienses más en ello.

A Kay no le gustaba insistir, y no lo hizo. Además, sabía que la machaconería de nada servía con Michael, quien acabaría mostrando, si pretendía sonsacarle, una muy desagradable frialdad. Por otra parte, Kay sabía que ella era la única persona del mundo capaz de doblegar su voluntad, pero no ignoraba que si lo hacía demasiado a menudo perdería todo su ascendiente sobre él.

Y sus dos años de vida en común le habían hecho amarle aún más.

Le amaba porque siempre se mostraba gentil, no sólo con ella, sino con todo el mundo. Y nunca cometía arbitrariedades, ni siquiera en cosas de poca importancia. Había observado que ahora era un hombre poderoso, y que mucha gente acudía a su casa para hablar con él y pedirle favores, tratándole con deferencia y respeto. Pero una cosa le había sorprendido más que cualquier otra.

Desde el mismo momento en que Michael regresó de Sicilia, todos los miembros de la Familia habían intentado convencerlo de que se hiciera operar el lado izquierdo de la cara. La madre de Michael, sobre todo, no cesaba de insistir en ello. Un domingo, mientras todos los Corleone estaban comiendo juntos, la anciana le espetó a Michael:

—Pareces un gángster de película. Hazte operar. Si a ti no te importa, hazlo al menos por tu esposa. Será la única forma de que tu nariz deje de gotear como si fuera la de un irlandés borracho.

El Don, desde la cabecera de la mesa, le preguntó a Kay:

—¿A ti te molesta?

Kay negó con la cabeza. Entonces, el Don dijo a su esposa:

—Michael ya no está a tu cuidado; lo de su cara no es problema que te concierna.

La anciana no volvió a hablar del asunto. No porque temiera a su marido, sino porque habría sido una falta de respeto discutir delante de los demás.

Pero Connie, la favorita del Don, llegó a la mesa desde la cocina, donde preparaba la comida dominical, y dijo:

—Pienso que debería hacerse operar. Antes de que le hirieran, era el más guapo de la familia. Vamos, Mike, di que lo harás.

Michael, como distraído, miró a su hermana. Parecía como si verdaderamente no la hubiera oído. Y no respondió.

Connie se acercó a su padre.

—Oblígalo a hacerlo —rogó al Don.

Al pronunciar estas palabras, las manos de Connie descansaban sobre los hombros de su padre. Era la única persona que podía permitirse tales familiaridades con el Don. El afecto que sentía por su padre era conmovedor. El Don acarició una de las manos de Connie y dijo:

—Todos tenemos mucha hambre. Trae los espaguetis a la mesa, y luego hablaremos.

Pero Connie se volvió hacia su marido para pedirle:

—Díselo tú, Carlo. Dile que se haga operar. Tal vez a ti te escuche.

El tono de su voz hacía suponer que entre Michael y Carlo Rizzi existía una relación amistosa más íntima que entre Michael y cualquier otro de los presentes.

Carlo, con la tez bronceada y el cabello muy bien cortado y peinado, bebió un sorbo de vino casero y dijo:

—Nadie puede decirle a Mike lo que debe hacer.

Desde que vivía en la finca Carlo era, en efecto, otro hombre. Sabía qué lugar ocupaba en la Familia, y sabía mantenerse en él.

En todo aquello, sin embargo, había algo que Kay no entendía, algo que escapaba totalmente a su comprensión. Como mujer se daba cuenta de que Connie trataba deliberadamente de encandilar a su padre; sus mimos parecían sinceros, pero no eran espontáneos. En cuanto a Carlo, su respuesta se la había dictado su cerebro, no su corazón. Y Michael había hecho caso omiso de los comentarios de ambos.

A Kay no le preocupaba que su marido tuviera el rostro desfigurado, pero sí lo de su nariz. La cirugía arreglaría ambas cosas. En consecuencia, deseaba que Michael se hiciera operar. Extrañamente, sin embargo, deseaba al mismo tiempo que su cara siguiera siendo deformada. Y estaba segura de que el Don la comprendía muy bien.

Después del nacimiento de su primer hijo, Kay oyó sorprendida que Michael le preguntaba:

—¿Quieres que me haga operar?

Kay respondió que sí y añadió:

—Es por los niños ¿sabes? Tu hijo hará preguntas, cuando tenga edad suficiente para comprender que lo de tu cara no es normal. En fin, preferiría que eso no ocurriera. A mí, personalmente, no me importa, Mike. Créeme.

—De acuerdo —dijo Michael, sonriendo—. Me haré operar.

La operación fue un éxito. En su mejilla apenas si se apreciaba una leve cicatriz.

Toda la Familia se alegró del nuevo aspecto de Michael, y Connie más que nadie. Iba diariamente a ver a Michael al hospital, llevando con ella a Carlo. Cuando Michael regresó a su casa, su hermana lo abrazó y besó cariñosamente y, en tono de admiración, le dijo:

—Ahora ya vuelves a ser mi hermano guapo.

Sólo el Don permaneció impasible. Encogiéndose de hombros, comentó:

—¿Y cuál es la diferencia?

Kay, por su parte, estaba contenta. Sabía que Michael se había hecho operar contra sus deseos. Lo había hecho porque ella se lo había pedido. Y ella sabía que ninguna otra persona en el mundo habría sido capaz de hacerlo actuar en contra de su voluntad.

La tarde en que Michael debía regresar de Las Vegas, Rocco Lampone fue a la finca a recoger a Kay, para que ésta fuese a recibir a su marido al aeropuerto. Siempre lo hacía cuando éste llegaba de viaje, sobre todo porque se sentía muy sola en aquella especie de fortaleza.

Le vio bajar del avión acompañado de Tom Hagen y Albert Neri. A Kay, el nuevo «empleado» no le hacía mucha gracia, ya que le recordaba demasiado a Luca Brasi. El rostro de Neri expresaba la misma tranquila ferocidad que el del fallecido Luca. Ahora, bajaba detrás de Michael, y su penetrante mirada iba de un lado a otro, intentando descubrir cualquier movimiento sospechoso por parte de quienes aguardaban la llegada de los viajeros. Fue precisamente Neri el primero en advertir la presencia de Kay, y así se lo indicó a Michael.

Kay corrió a echarse en brazos de su marido, quien le dio un rápido beso. Luego, él, Tom Hagen y Kay entraron en el coche conducido por Rocco Lampone. Albert Neri había desaparecido.

Sin que ella se apercibiera, Neri había subido a otro coche, en el que ya había dos hombres, que los siguió hasta llegar a Long Beach.

Kay no le preguntó a Michael cómo le había ido en Las Vegas. Habría estado fuera de lugar, pues antes de casarse habían acordado que ella nunca se mostraría interesada en la marcha de los negocios de Michael. Pero cuando éste le dijo que tendría que hablar largamente con su padre aquella misma noche, para informarle de su viaje, Kay no pudo evitar un gesto de desencanto.

—Lo siento —dijo Michael—. Mañana por la noche iremos a Nueva York a cenar y a ver algún espectáculo ¿de acuerdo? —Le puso una mano sobre el vientre, ella estaba en su séptimo mes de embarazo, y añadió—: Cuando nazca el niño volverás a encontrarte muy atada. ¡Diablos! Dos niños en dos años… Eres más italiana que yanqui.

En tono de reproche, Kay replicó:

—Y tú eres más yanqui que italiano. Tu primera noche en casa, después de varios días de ausencia, y tienes que dedicarla precisamente a los negocios. ¿Te parece bien? —Hizo una pausa y, con una sonrisa, añadió—: ¿Volverás muy tarde?

—Antes de medianoche —respondió Michael—. Si estás cansada, no hace falta que me esperes.

—Te esperaré —dijo Kay.

En la reunión de aquella noche, que tuvo lugar en la biblioteca de la casa de Don Corleone, estaban presentes éste, Michael, Tom Hagen, Carlo Rizzi y los dos caporegimi, Clemenza y Tessio.

La atmósfera no era tan amistosa como solía serlo en otros tiempos. Don Corleone había anunciado que prácticamente se retiraba y que Michael se haría cargo de los negocios de la Familia; y no todos estaban satisfechos con ello. La sucesión en el control de una organización tan vasta como la Familia, en modo alguno era hereditaria. En cualquier otra Familia, unos caporegimi poderosos, como sin duda lo eran Clemenza y Tessio, habrían podido aspirar a convertirse en Don. O, cuando menos, se les habría permitido formar su propia Familia.

Además, desde el día en que Don Corleone concertó la paz con las Cinco Familias, el poder de la Familia había declinado. La familia Barzini era ahora, sin disputa, la más poderosa del área de Nueva York. Aliada con los Tattaglia, ocupaba la posición que hasta entonces había pertenecido a los Corleone. Por otra parte, procuraban minar, cada día más, el poder de los Corleone, introduciéndose en su terreno y aprovechando el hecho de que éstos no reaccionaban ante ninguna de sus provocaciones.

A los Barzini y a los Tattaglia les encantó la noticia del retiro del Don. A Michael, por formidable que fuera, le llevaría al menos diez años igualar a su padre en astucia e influencia. La familia Corleone entraba definitivamente en su ocaso.

En efecto, los Corleone habían sufrido algunos reveses y desgracias muy serios. Freddie había demostrado ser sólo un mandado, aparte de un follador compulsivo. La muerte de Sonny había sido, también, un verdadero desastre. Sonny, que era un hombre con quien había que andarse con cuidado, había cometido el grave error de enviar a su hermano menor, Michael, a matar a Sollozzo y al capitán de policía. Por supuesto que el asesinato de los dos hombres había sido necesario desde el punto de vista táctico, pero también había resultado, a más largo plazo, una tremenda equivocación. Entre otras cosas, porque obligó al Don a levantarse de su lecho de enfermo, y privó a Michael de dos años de aprendizaje bajo la tutela de su padre. Por lo demás, el escoger a un irlandés para el cargo de consigliere había constituido la mayor locura que el Don había cometido en su vida. Ningún irlandés podía igualar en astucia a un siciliano. Así opinaban todas las Familias, que, por descontado, sentían más respeto hacia la alianza Barzini-Tattaglia, que hacia los Corleone.

De Michael se opinaba que no tenía la energía de Sonny, y si bien superaba a éste en inteligencia, jamás llegaría, desde luego, a igualar a su padre. En conjunto, se le consideraba un sucesor mediocre al que no había por qué temer en exceso.

Además, y si bien el Don era generalmente admirado por su habilidad de estadista a la hora de buscar la paz, el que no hubiera vengado la muerte de Sonny había hecho que la Familia perdiera buena parte del respeto que siempre había inspirado. Se consideraba que la diplomacia de Don Corleone había sido fruto de la debilidad.

Todo esto lo sabían los hombres que estaban sentados en la biblioteca de la casa del Don, y hasta cabía la posibilidad de que algunos creyeran que en efecto era así. Carlo Rizzi apreciaba a Michael, pero no le temía tanto como había temido a Sonny. Clemenza, a pesar de que admiraba la bravura de Michael en el asunto de Sollozzo y McCluskey, no podía evitar pensar que era demasiado suave para ser Don. Clemenza había esperado que le concederían autorización para formar su Familia y de ese modo crear un imperio propio independiente del de los Corleone. Pero el Don había dicho que ello no era posible, y Clemenza respetaba demasiado al Don para atreverse a desobedecerlo. A menos, claro está, que la situación se hiciera intolerable.

Tessio tenía mejor opinión de Michael. Había visto algo más en el joven hijo del Don: una fuerza que mantenida prudentemente oculta, de acuerdo con el precepto del Don, según el cual los amigos siempre debían subestimar las virtudes de uno, mientras que los enemigos debían sobrevalorar los defectos.

El Don y Tom Hagen sabían valorar a Michael de la forma adecuada. El Don nunca se habría retirado si no hubiese tenido una fe absoluta en la habilidad de su hijo para recuperar la posición perdida de la Familia. Hagen, por su parte, había sido el profesor de Michael durante los dos últimos años, y estaba sorprendido de la rapidez con que su joven hermanastro había aprendido las mil complejidades de los negocios de la Familia. Era digno hijo de su padre.

Clemenza y Tessio estaban molestos con Michael, porque éste había recortado el poder de sus regimi y no había reorganizado el de Sonny. La familia Corleone, en efecto, sólo contaba con dos «divisiones de combate», ambas menos numerosas que tiempo atrás. Clemenza y Tessio consideraban esto como un suicidio, especialmente teniendo en cuenta las continuas provocaciones de los Barzini-Tattaglia, que por otra parte crecían en todos los sentidos. Ambos caporegimi confiaban en que tales errores se corregirían en el curso de la reunión extraordinaria convocada por el Don. Michael empezó por relatar su viaje a Las Vegas y la negativa de Moe Greene de aceptar su propuesta.

—Pero le haremos una oferta que no podrá rechazar —sentenció Michael—. Ninguno de los aquí presentes ignora que la familia Corleone piensa trasladar al Oeste su campo de operaciones. En Las Vegas tenemos cuatro hoteles-casino. Pero el traslado no podrá hacerse de inmediato. Necesitamos tiempo para arreglar los detalles.

Dirigiéndose directamente a Clemenza, prosiguió:

—Tú y Tessio debéis estar a mi lado durante un año, sin hacer preguntas y sin reservas de ninguna clase. Transcurridos los doce meses, ambos podréis separaros de los Corleone y formar vuestra propia Familia. Por supuesto, no es necesario que os diga que nuestra amistad no se resentiría; si pensara otra cosa, ello constituiría un insulto a vosotros y al respeto que sentís hacia mi padre. Ahora bien, durante un año quiero que sigáis mis órdenes. Y no os preocupéis. Se está haciendo lo necesario para resolver ciertos problemas que en vuestra opinión son insolubles. Así, pues, os ruego que tengáis un poco de paciencia.

—Si Moe Greene quería hablar con tu padre —dijo Tessio— ¿por qué no se lo permitiste? El Don siempre ha logrado persuadir a todo el mundo; nadie ha sido capaz de resistirse a sus razonamientos.

Fue el propio Don quien contestó a Tessio:

—Yo me he retirado. Si yo interviniera, Michael perdería respeto. Y, además, con Moe Greene prefiero no tener que hablar.

Tessio recordó haber oído decir que Moe Greene había abofeteado a Freddie una noche en el hotel de Las Vegas. Empezó a comprender. Moe Greene era hombre muerto, pensó. La familia Corleone no deseaba persuadirlo.

—¿Es que la familia Corleone dejará de operar por completo en Nueva York? —quiso saber Carlo Rizzi.

—Vamos a vender el negocio del aceite de oliva —dijo Michael—. Traspasaremos todo lo que podamos a Clemenza y a Tessio. Pero no quiero que te preocupes por tu empleo, Carlo. Te criaste en Nevada, por lo que conoces bien el estado y a su gente. Cuando estemos allí, tú serás mi brazo derecho.

Carlo se echó hacia atrás en su sillón. Su rostro reflejaba la satisfacción que lo embargaba. Su momento estaba a punto de llegar. En un futuro muy próximo se movería en las altas esferas de la Familia.

—Tom Hagen ya no es consigliere —prosiguió Michael—. Será nuestro abogado en Las Vegas. Dentro de un par de meses se trasladará allí, ya de forma permanente, con su familia. Desde este mismo momento, que nadie lo busque para nada que no esté relacionado con leyes ni piense en él más que como abogado. Quiero que sea tal y como he dicho. Además, cuando necesite un consejo ¿quién podrá dármelo mejor que mi padre?

Todos se echaron a reír. Pero todos, a pesar del tono jocoso de Michael, comprendieron. Tom Hagen quedaba al margen; ya no tenía poder alguno. Los presentes miraron disimuladamente a Hagen, en un intento de descubrir la reacción del ya ex consigliere, pero el rostro de éste permanecía impasible.

—Así, pues —intervino Clemenza—, dentro de un año seremos nuestros propios patrones ¿no?

—Tal vez antes —contestó Michael—. Naturalmente, podréis seguir formando parte de la Familia, si así lo preferís. Pero nuestra fuerza estará casi por completo en el Oeste, y por eso pienso que quizá prefiráis independizaros.

—En ese caso —dijo Tessio—, creo que deberías darnos permiso para reclutar nuevos hombres para nuestros regimi. Los Barzini no dejan de meterse en mi territorio. Creo que deberíamos darles una lección de urbanidad.

Michael sacudió la cabeza y dijo:

—No, no estoy de acuerdo. Limítate a permanecer quieto. Todo quedará arreglado antes de irnos a Las Vegas.

Tessio no pareció muy satisfecho. Se dirigió directamente al Don, arriesgándose a provocar el enfado de Michael:

—Perdóname, Padrino, pero pienso que tú y Michael os equivocáis en esto de Nevada. ¿Cómo podéis pensar en triunfar allí, sin la fuerza que aquí os respalda? Las dos cosas van juntas. Cuando os marchéis, los Barzini y los Tattaglia serán demasiado fuertes para nosotros. Pete y yo tendremos problemas, y más tarde o más temprano nos aplastarán. Y Barzini no me cae nada bien. Yo digo que la familia Corleone no debe trasladarse a Las Vegas por debilidad, sino con todo el poder que ha tenido en los últimos años. Deberíamos reforzar nuestros regimi y recuperar los territorios perdidos, al menos en Staten Island.

El Don negó con la cabeza y repuso:

—Recuerda que fui yo quien dio los primeros pasos para concertar la paz; no puedo faltar a mi palabra.

Tessio no parecía dispuesto a dar el brazo a torcer.

—Todo el mundo sabe que Barzini no ha dejado de provocarte desde entonces —dijo—. Y además, si Michael es el nuevo jefe de la Familia ¿qué o quién lo privará de obrar como crea necesario? Tu palabra, en un sentido absoluto, no puede obligarlo.

En tono áspero, y muy en su papel de jefe, Michael interrumpió a Tessio:

—Las cosas que ahora se están negociando resolverán todas las dudas que puedas tener. Si mi palabra no te basta, pregúntale al Don.

Tessio comprendió que había ido demasiado lejos. Si se atrevía a preguntar al Don, Michael se convertiría en su enemigo. Por ello, el caporegime se limitó a decir:

—Hablaba por el bien de la Familia, no por el mío. Sé cuidarme perfectamente.

Michael le dirigió una amistosa sonrisa.

—Jamás he dudado de ti, Tessio, y tampoco dudo ahora. Naturalmente, sé que tú y Pete poseéis una experiencia de la que yo carezco, pero tengo la gran suerte de contar con la ayuda y los valiosos consejos de mi padre. Veréis que no lo hago del todo mal. Todo acabará a nuestra entera satisfacción.

La reunión había terminado. La gran noticia era que Clemenza y Tessio podrían formar sus propias Familias. Tessio controlaría el juego y los muelles de Brooklyn; Clemenza, el juego de Manhattan y los contactos de la Familia en las carreras de caballos de Long Island.

Los dos caporegimi, a pesar de todo, no estaban plenamente satisfechos. Algo indefinible les inquietaba. Carlo Rizzi salió convencido de que el momento en que empezaría a ser tratado como un verdadero miembro de la Familia aún no había llegado. En la biblioteca dejó al Don, a Tom Hagen y a Michael. Albert Neri lo acompañó fuera de la casa, y Carlo observó que permanecía de pie junto a la puerta, mirándolo atravesar la finca.

En la biblioteca, los tres hombres se relajaron como sólo pueden hacerlo quienes llevan años viviendo juntos en la misma casa, en el seno de la misma familia. Michael sirvió una copa de anís al Don y un poco de whisky a Tom Hagen. También se preparó algo de beber para sí, pese a que no tenía por costumbre tomar licores.

Tom Hagen fue el primero en hablar:

—¿Por qué me dejas al margen de todo, Mike?

Michael se mostró sorprendido.

—Serás mi brazo derecho en Las Vegas. Nos pondremos dentro de la ley, y tú serás mi consejero legal. ¿Es que hay algún empleo más importante que ése?

Hagen sonrió con tristeza y dijo:

—No hablo de eso, sino de Rocco Lampone, que está organizando un regime secreto sin que me informaras de ello. Hablo de Neri, que está a tus órdenes directas, en lugar de estarlo a las mías o a las de un caporegime. A menos, claro está, que no sepas lo que Lampone está haciendo.

—Oye, Tom ¿cómo te enteraste de lo del regime de Lampone?

Hagen se encogió de hombros y respondió:

—No te preocupes, la noticia sigue siendo secreta. Pero desde mi posición puedo ver lo que está sucediendo. Diste a Lampone una enorme libertad de acción, porque necesita hombres que le ayuden a llevar su pequeño imperio. Pero se me debe informar de todos y cada uno de los hombres que reclute. Y observo que todos los de su nómina son un poco demasiado buenos para el trabajo a que se les destina, así como que cobran unos salarios más elevados de lo normal. Acertaste al contratar a Lampone, Michael. Está actuando a la perfección.

—No tan perfecto, si te fijaras bien —señaló Michael, sonriendo—. De todos modos, fue el Don quien fichó a Lampone.

—De acuerdo —convino Tom—. Y ahora dime ¿por qué se me deja al margen?

Michael miró fijamente a Tom, y, sin el menor titubeo, contestó:

—No eres el consigliere adecuado para tiempos de guerra, Tom. Las cosas tal vez se pongan difíciles, y hasta es muy probable que tengamos que luchar. Y no quiero que estés en la línea de fuego. Por si acaso ¿sabes?

Hagen se sonrojó. Si el Don le hubiese dicho lo mismo, lo hubiera aceptado humildemente, pero ¿quién diablos era Michael para emitir un juicio tan tajante?

—Bien —dijo Tom—, pero da la casualidad de que opino igual que Tessio. También pienso que sigues un camino equivocado. El traslado a Las Vegas se hará por debilidad, no por otra cosa. Y eso no puede dar buenos resultados. Barzini es como un lobo, y si lanza dentellada tras dentellada, las otras Familias no correrán a ayudar a los Corleone.

Finalmente, el Don se decidió a hablar.

—Todo esto no es cosa de Michael, Tom —dijo—. Él se limita a seguir mis consejos. Es posible que haya que hacer cosas de las que no quiero responsabilizarme. Ése es mi deseo, no el de Michael. Yo nunca he pensado que fueras un mal consigliere. En cambio, sí pensaba que Santino, que Dios tenga en su gloria, sería un mal Don. Tenía buen corazón, pero en ocasión de mi accidente demostró que no era el hombre adecuado para dirigir los asuntos de la Familia. ¿Y quién iba a pensar que Fredo se convertiría en un lacayo de las mujeres? Así, pues, te ruego que no estés resentido. Michael cuenta con toda mi confianza, lo mismo que tú. Por razones que no debes saber, no tomarás parte en lo que pueda suceder. Pero, mira, en lo referente al regime de Lampone, le dije a Michael que te darías cuenta. Eso demuestra que tengo fe en ti.

Michael se echó a reír.

—Francamente, Tom, no pensé que te dieras cuenta.

Hagen sabía que le estaban dando coba.

—Tal vez pueda ayudar —balbuceó.

Michael negó con la cabeza y, con voz áspera, dijo:

—Te repito que quedas al margen, Tom.

Tom Hagen terminó su whisky y, antes de abandonar la estancia, dirigió un leve reproche a Michael.

—Eres casi tan bueno como tu padre —le dijo— pero te falta una cosa por aprender.

—¿Cuál? —preguntó Michael.

—Cómo decir «no» —respondió Hagen.

Gravemente, Michael asintió.

—Tienes razón. Lo recordaré.

Cuando Hagen se hubo marchado, Michael dijo en tono de broma a su padre:

—Del mismo modo que me has enseñado las demás cosas, enséñame a decir que no a la gente.

El Don fue a sentarse detrás de la enorme mesa y se tomó unos segundos antes de contestar:

—No puedes decir «no» a las personas que aprecias, al menos con frecuencia. Ése es el secreto. Cuando tengas que hacerlo, haz que parezca que dices «sí». Aunque lo mejor es conseguir que sean ellos mismos quienes digan «no». Pero eso es algo que se aprende con el tiempo. De todos modos, yo soy un hombre chapado a la antigua, mientras que tú perteneces a la nueva generación. No me hagas demasiado caso.

Michael se echó a reír y exclamó:

—¡De acuerdo! Sin embargo, te parece bien que Tom quede al margen ¿no?

—Efectivamente. No debe mezclarse en esto.

—Creo que ha llegado el momento de que te diga que lo que voy a hacer no es sólo en venganza por lo de Apollonia y Sonny —explicó Michael—. Es lo único que cabe hacer. Tessio y Tom tienen razón acerca de los Barzini.

Don Corleone asintió con la cabeza y dijo:

—La venganza es un plato que sabe mejor cuando se sirve frío. Si concerté la paz fue porque sabía que era el único modo de que siguieras con vida. Me sorprende, sin embargo, que Barzini hiciera un nuevo intento contra ti. Quizá la cosa se decidió antes de que se «firmara» la paz y él no pudo evitarlo. ¿Estás seguro de que el objetivo no era Don Tommasino?

—Eso es lo que querían aparentar. Y la cosa les hubiera salido redonda, hasta el punto de que ni siquiera tú hubieses sospechado. Pero resulta que salí con vida. Vi huir a Fabrizzio. Y, naturalmente, desde mi regreso he hecho averiguaciones.

—¿Has encontrado al pastor? —preguntó el Don.

—Sí, lo encontré. Hace un año. Tiene una pizzería de Buffalo, con un nuevo nombre, y un pasaporte y un carné de identidad falsos. A Fabrizzio, el pastor, las cosas parecen irle muy bien.

—Bien. Siendo así, no tiene objeto seguir esperando. ¿Cuándo empezarás?

—Quiero aguardar a que Kay haya dado a luz. Por si algo saliera mal ¿sabes? Además, para cuando empiece el jaleo Tom tiene que estar en Las Vegas. Así, quedará al margen de todo. Dejaremos pasar un año, más o menos.

—¿Estás preparado para todo? —preguntó el Don, evitando mirar a su hijo.

—Tú no intervendrás —dijo Michael—. No tendrás responsabilidad alguna. La responsabilidad será únicamente mía. Ni siquiera te permitiré ejercer el derecho de veto. Si tratas de hacerlo, abandonaré la Familia y seguiré mi propio camino.

El Don permaneció silencioso durante unos minutos, sumido en sus pensamientos. Luego, sacudiendo la cabeza, dijo:

—De acuerdo. Tal vez es por eso por lo que me he retirado. Ya he cumplido mi misión en la vida. Mis fuerzas, tanto físicas como mentales, ya no son como antes. Y hay algunos trabajos que la mayoría de los hombres no pueden llevar a cabo. De modo que haz lo que estimes conveniente.

En el transcurso de aquel año, Kay Adams Corleone dio a luz al segundo de sus hijos, otro niño. El parto no ofreció dificultades, y cuando Kay regresó a la finca, fue recibida como una auténtica princesa. Connie Corleone regaló al bebé unas prendas de seda, muy bonitas y costosas, confeccionadas en Italia. Dirigiéndose a Kay, le dijo:

—Las encontró Carlo. Recorrió las mejores tiendas de Nueva York, pues nada de lo que yo encontré le gustaba.

Mientras le dedicaba una sonrisa de agradecimiento, Kay pensó que Connie también le contaría la historia a Michael. Evidentemente, Kay empezaba a convertirse en una siciliana.

También durante aquel año, una hemorragia cerebral acabó con la vida de Nino. Su muerte acaparó la primera página de los periódicos sensacionalistas, porque la película que había protagonizado para la productora de Johnny Fontane había sido estrenada unas semanas antes, y estaba siendo un éxito de taquilla. Los periódicos mencionaban el hecho de que Johnny se ocupara de todo lo concerniente a los funerales, que se efectuarían en privado, con la sola asistencia de los familiares y amigos más íntimos. Uno de los periódicos decía que Johnny Fontane se culpaba a sí mismo de la muerte de su amigo, por no haberlo obligado a someterse a tratamiento médico; pero el periodista lo presentaba como un hombre sensible e inocente ante una tragedia que no había podido evitar. Johnny Fontane había convertido a su amigo de la infancia, Nino Valenti, en una estrella del cine ¿qué más podía esperarse que hiciese?

Ningún miembro de la familia Corleone fue al funeral, celebrado en California, a excepción de Freddie. Asistieron también Jules Segal y Lucy. El Don hubiera querido ir, pero sufrió una leve indisposición cardíaca que le tuvo en cama durante un mes. En cambio, envió una enorme corona de flores. Como representante oficial de la Familia fue Albert Neri.

Dos días después del funeral de Nino, Moe Greene fue muerto a tiros en el apartamento hollywoodiense de una actriz, que era su amante. Albert Neri no volvió a aparecer por Nueva York hasta casi un mes más tarde; se había ido de vacaciones al Caribe, y cuando se reincorporó a su trabajo estaba muy bronceado. Michael Corleone le dio la bienvenida con una sonrisa y unas palabras de agradecimiento. Le dijo también que, a partir de entonces, se le concedían, aparte de lo que ya tenía, los ingresos procedentes de una de las más boyantes oficinas de apuestas ilegales, situada en el East Side. Neri se sentía contento y satisfecho de vivir en un mundo en el que el hombre activo y cumplidor era debidamente recompensado.