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19

Quizá fue lo desesperado de la situación lo que impulsó a Sonny Corleone a embarcarse en la sangrienta acción de desgaste que terminó en su propia muerte. Quizá la culpa la tuvo su naturaleza violenta. Lo cierto es que durante aquella primavera y aquel verano emprendió una serie de acciones absurdas contra elementos de tercera o cuarta fila de las bandas rivales. En Harlem, varios proxenetas a sueldo de los Tattaglia resultaron asesinados, y la misma suerte corrieron algunos matones infiltrados en el sindicato de obreros portuarios. Los jefes de las organizaciones sindicales que estaban del lado de las Cinco Familias fueron conminados a permanecer neutrales, y cuando los corredores de apuestas y los usureros de la familia Corleone fueron barridos de la zona portuaria, Sonny envió a Clemenza y su regime a efectuar una batida mortal en los muelles.

Esa matanza carecía de sentido, porque en nada podía influir en el resultado de la guerra. Sonny era un táctico brillante, que conseguía brillantes triunfos. Pero lo que la Familia necesitaba era el genio estratégico de Don Corleone. El asunto degeneró en una sangrienta guerra de guerrillas, extremadamente costosa para todos y que nada decidía. Finalmente, la familia Corleone se vio obligada a cerrar algunos de los más productivos centros clandestinos de apuestas, entre ellos el de Carlo Rizzi. Éste se dio a la bebida y a las mujeres de vida alegre, y Connie era la que pagaba las consecuencias. De todos modos, desde la paliza que le había propinado Sonny Corleone, Carlo no se había atrevido a pegar a su esposa, aunque no dormía con ella. Connie le había rogado de todas las formas posibles que reanudaran su vida normal, pero él no se había dignado prestar oídos a sus súplicas.

—Ve y dile a tu hermano que no quiero follar contigo —le espetó, burlón—. Tal vez consiga ponerme cachondo a puñetazos.

Carlo tenía mucho miedo de Sonny, aun cuando ambos se trataban con distante cortesía. Sabía que su cuñado era capaz de asesinarlo, igual que a cualquier hombre, con una frialdad pasmosa, mientras que él se sentía incapaz de matar a nadie. Sin embargo, a Carlo Rizzi no se le ocurría pensar que era mejor que Sonny Corleone. En realidad, envidiaba la salvaje naturaleza de éste, cuya crueldad se estaba convirtiendo en legendaria.

Tom Hagen, en su calidad de consigliere, no se mostraba de acuerdo con la táctica de Sonny, pero no se lo mencionó al Don, pues veía que los resultados eran, hasta cierto punto, buenos. Finalmente, las Cinco Familias parecieron acobardarse; sus contragolpes se hicieron más débiles, hasta que, por fin, cesaron por completo. Al principio, Hagen desconfió de aquella victoria aparente, pero Sonny estaba radiante de alegría.

—Esos hijos de puta se arrastrarán a nuestros pies, Tom. Ya lo verás.

Sonny estaba preocupado por cosas muy distintas. Su esposa estaba amargándole la vida, pues había oído que Lucy Mancini se entendía con él, y aunque seguía bromeando con sus amigas acerca de la capacidad amatoria de su esposo, le disgustaba que pasara tantos días sin tocarla. A causa de ello estaba continuamente de mal humor, un mal humor que, lógicamente, le transmitía a Sonny.

Además, Sonny sabía que estaba en la mira de sus enemigos, y eso le producía una tensión continua. Tenía que ser extraordinariamente cuidadoso en todos sus movimientos. Sus rivales habían descubierto que visitaba a Lucy Mancini, pero él había tomado toda clase de precauciones. En el apartamento de Lucy estaba completamente seguro. Aunque ella no lo sospechaba, los hombres del regime de Santino la vigilaban durante las veinticuatro horas del día, y cuando se desocupaba un apartamento de la planta en que vivía, lo alquilaban de inmediato.

El Don se recuperaba y no tardaría en estar en condiciones de volver a asumir el mando. Entonces la balanza se inclinaría definitivamente del lado de los Corleone, pensaba Sonny. Es más, estaba seguro de ello. Entretanto, él se encargaría de velar por los intereses de la Familia, se ganaría la consideración de Don Corleone y cimentaría, dado que el cargo de Don no era hereditario, sus pretensiones como sucesor de su padre al frente del Imperio Corleone.

Sin embargo, Sonny no contaba con los planes del enemigo. También éste había analizado la situación y llegado a la conclusión de que la única posibilidad de evitar la derrota era acabar con el hijo mayor de Don Corleone. Sabían que con Sonny no se podía negociar, al contrario que con el Don, a quien tenían por hombre muy razonable. Odiaban a Sonny Corleone por su sed de sangre, que consideraban bestial. Además, carecía del sentido de los negocios. Nadie deseaba la vuelta a los días de antaño, tan tumultuosos y sangrientos.

Una noche, Connie Corleone recibió una llamada telefónica anónima. Una voz femenina preguntó por Carlo.

—¿Quién es usted? —inquirió Connie.

Se oyó una risita irritante, y la voz respondió:

—Soy una amiga de Carlo. Sólo quería decirle que no podré verle esta noche. Tengo que salir de viaje.

—Zorra asquerosa. No eres más que una zorra asquerosa —gritó Connie.

No pudo decir nada más, pues la desconocida había colgado.

Aquella tarde, Carlo había ido a las carreras de caballos, y cuando llegó a casa estaba de pésimo humor, debido en parte a que había perdido mucho dinero y en parte a que había bebido más de la cuenta. Tan pronto como entró en el apartamento, Connie empezó a insultarlo. Él se limitó a no hacerle caso y se dirigió al cuarto de baño para tomar una ducha. Cuando terminó, se secó delante de Connie y comenzó a vestirse para salir de nuevo.

Furiosa y con las manos en jarras Connie gritó a su marido:

—¡No vas a ir a ningún sitio! Tu amiga telefoneó para decir que hoy no te espera. ¡Maldito cabrón! ¡Mira que dar mi número de teléfono a una zorra…! ¡Te mataré, hijo de puta!

Se arrojó sobre Carlo y empezó a arañarlo y golpearlo.

Él la mantuvo a distancia con un brazo musculoso, y le dijo fríamente:

—Estás loca, completamente loca.

Connie se dio cuenta de que su marido estaba preocupado. Él, para calmarla, añadió:

—No hagas caso; debe de haber sido una broma.

Connie consiguió arañarle el rostro, pero aun así Carlo intentó mostrarse conciliador. Se limitó a apartarla de sí. Entonces ella cayó en la cuenta de que respetaba su preñez, y decidió aprovecharse. Además, se sentía sexualmente excitada. Muy pronto no podría hacer nada en la cama, pues el médico le había dicho que debía abstenerse de hacer el amor con su marido durante los dos meses anteriores al parto, y ella necesitaba que le hicieran el amor. No obstante, su deseo de herir a Carlo era real. Lo quería y lo odiaba, todo a la vez.

Lo siguió hasta el dormitorio y, al advertir que su marido estaba asustado, se sintió feliz.

—Te quedarás en casa —le dijo—. No saldrás, te lo aseguro.

—De acuerdo, de acuerdo —repuso Carlo.

Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Le gustaba pasearse así por la casa, orgulloso como estaba de su cuerpo musculoso y de su piel dorada. Connie lo miraba con los ojos encendidos por el deseo. Carlo, entre risas, añadió:

—Supongo que al menos me darás algo de comer.

El hecho de que su marido le pidiera que cumpliera con sus deberes conyugales, o por lo menos con uno de ellos, la apaciguó. Era una buena cocinera; su madre le había enseñado. Puso al fuego una cazuela con ternera y pimientos y empezó a preparar una ensalada. Carlo aprovechó la espera para leer los pronósticos de las carreras del día siguiente. Mientras lo hacía, bebía whisky de un vaso lleno hasta el borde.

Connie entró en el dormitorio, o mejor dicho se quedó en la puerta como si no se atreviera a acercarse a la cama sin ser invitada.

—Tienes la comida en la mesa —anunció.

—Todavía no tengo hambre —respondió Carlo, sin dejar de leer.

—Pero ya está en la mesa —insistió Connie, testaruda.

—Métetela en el culo —le espetó Carlo. Apuró el contenido del vaso y cogió la botella dispuesto a llenarlo de nuevo. Dejó de prestar atención a su esposa. Connie fue a la cocina, cogió los platos llenos de comida y los estrelló contra el fregadero. Al oír el ruido, Carlo entró en la cocina, vio la comida esparcida por el suelo y las paredes salpicadas, y su sentido de la higiene le hizo sentirse ultrajado.

—Maldita zorra, limpia esto enseguida o te la cargas —gritó Carlo, amenazador.

—Ni lo sueñes —replicó Connie, y levantó las manos como si se dispusiera a arañar de nuevo a su esposo.

Carlo se fue al dormitorio, y momentos después regresó con el cinturón en la mano.

—Límpialo —ordenó.

Connie no se movió. Entonces Carlo la azotó con el cinturón en las redondas caderas, pero no le hizo daño. Rápidamente, ella abrió uno de los cajones de la cocina y sacó un cuchillo. Carlo se echó a reír.

—En la familia Corleone hasta las mujeres sois asesinas —dijo. Dejó el cinturón encima de la mesa y avanzó hacia su esposa. Ésta trató de clavarle el cuchillo en la ingle, pero su avanzado estado de gestación hizo que su embestida fuera demasiado lenta, por lo que a él no le fue difícil eludir el ataque. La desarmó fácilmente y empezó a golpearle la cara, procurando que sus golpes no produjeran cortes en la piel. La golpeó una y otra vez, mientras Connie, andando hacia atrás, intentaba escapar. La siguió hasta el dormitorio. Cuando ella le tomó la mano con la que le pegaba, Carlo asió sus cabellos con la otra para mantenerle la cabeza alta y continuó abofeteándola hasta que se echó a llorar como una niña, a causa del dolor y la humillación. Con gesto de desdén, Carlo la arrojó sobre la cama de un empujón. Luego bebió un trago de whisky directamente de la botella, que estaba sobre la mesilla de noche. Parecía completamente borracho, los ojos le brillaban de un modo extraño. Connie empezó a asustarse de veras.

Carlo bebió otro largo trago. Con la mano libre pellizcó a Connie en el muslo, apretando con fuerza hasta que ella, llorando, le rogó que dejara de hacerle daño.

—Estás más gorda que un cerdo —masculló Carlo con expresión de asco, mientras salía de la habitación.

Cada vez más asustada, Connie permaneció en la cama, pues no se atrevía a ir a ver qué hacía su marido en la otra habitación. Finalmente, se levantó y se asomó a la sala de estar. Carlo había abierto otra botella de whisky y se hallaba tendido en el sofá. No tardaría en quedarse dormido a causa de la borrachera, pensó Connie. Entonces podría telefonear a Long Beach y pedir a su madre que enviara a alguien a buscarla. Esperaba que no fuese Sonny quien se pusiera al aparato; prefería hablar con su madre o con Tom Hagen.

Eran casi las diez de la noche cuando sonó el teléfono de la cocina del domicilio de Don Corleone. Contestó uno de los guardaespaldas del Don, quien, obedientemente, pasó la comunicación a la madre de Connie. Pero la señora Corleone, que contestó desde la cocina, apenas si pudo entender nada de lo que su hija le decía, pues la joven estaba histérica e intentaba hablar en voz baja para que su marido no la oyera desde la otra habitación. Además, tenía los labios hinchados a causa de los golpes, lo que hacía que su voz fuera aún más ininteligible. La señora Corleone hizo una señal al guardaespaldas de que llamara a Sonny, que se encontraba en la sala de estar con Tom Hagen.

Momentos después, Connie oía a su hermano mayor decir:

—Hola, Connie.

Estaba tan asustada, de su marido y de lo que Sonny pudiera hacer, que su voz sonaba cada vez más temblorosa.

—Envía un coche a recogerme. No es nada de importancia; ya te contaré. No vengas tú. Manda a Tom, te lo ruego. No es nada, de veras. Sólo que tengo ganas de ir a casa.

Hagen ya estaba en la cocina. El Don se había dormido, con la ayuda de sedantes, y Hagen quería estar continuamente al lado de Sonny por si éste montaba en cólera por el motivo que fuera. Los dos guardaespaldas estaban también en la cocina. Todos miraban a Sonny.

No existía la menor duda de que el temperamento violento de Sonny Corleone tenía su origen en un misterioso pozo que llegaba hasta lo más profundo de su espíritu. Todos observaron que se le hinchaban las venas del cuello, los ojos le brillaban y se le endurecían los rasgos. Luego palideció y las manos empezaron a temblarle. Su cólera era infinita, pero su voz sonó relativamente tranquila cuando dijo:

—No te muevas de tu casa, Connie.

Y a continuación, antes de que su hermana pudiera hacer el menor comentario, colgó el auricular.

Permaneció unos momentos junto al aparato, y dio rienda suelta a su ira, sin ni siquiera reparar en la presencia de los demás:

—¡Maldito hijo de puta!

Inmediatamente, sin despedirse de nadie, salió corriendo de la casa.

Hagen sabía que en aquellos momentos Sonny no era dueño de sus actos. Y sabía también que durante el trayecto hacia la ciudad se calmaría un poco, aunque su peligrosidad aumentaría todavía más, pues se encontraría en mejor situación de defenderse de las consecuencias de su cólera. Hagen oyó el ruido de un motor al ponerse en marcha.

—Seguidlo —ordenó a los guardaespaldas.

Luego hizo algunas llamadas telefónicas. Lo arregló todo para que varios hombres del «regime» de Sonny fueran a casa de Carlo Rizzi y sacaran a éste de allí. Sabía que Sonny se lo reprocharía, pero estaba seguro de que el Don aprobaría su acción. Temía que Sonny matara a Carlo delante de testigos. No creía que el enemigo crease problemas; llevaba mucho tiempo sin causar molestias, por lo que era evidente que deseaba que reinase la paz.

Una vez fuera de la finca, al volante de su Buik, Sonny volvió a ser dueño, al menos en parte, de sus actos. Se dio cuenta de que los dos guardaespaldas subían a un coche, dispuestos a seguirlo, y aprobó su acción. No temía un ataque, pues las Cinco Familias habían dejado de luchar. Además, si surgía algún problema, en un compartimiento secreto del coche había una pistola, y en cuestión de segundos podría sacarla y defenderse. Por otra parte, el automóvil estaba registrado a nombre de uno de los miembros de su «regime», es decir que en el peor de los casos no se vería envuelto en ningún problema de tipo legal. De todos modos, no creía que tuviera necesidad de la pistola. Aún no sabía qué iba a hacer con Carlo Rizzi.

Ahora que podía reflexionar con frialdad, se daba cuenta de que no podía matar al padre de un niño que aún no había nacido, máxime cuando éste era hijo de su hermana, y menos por unas bofetadas de más. Claro que cabía la posibilidad de que todo fuera una trampa.

Carlo era un mal sujeto, y Sonny se sentía responsable de la desgracia de Connie. Ella había conocido a Carlo porque él se lo había presentado.

Era paradójico, pero a Sonny le resultaba inconcebible pegar a una mujer, como tampoco podía hacer daño a un niño. Cuando Carlo se había dejado golpear sin devolver ni un solo puñetazo, sin él saberlo había salvado la vida precisamente por ello. La violencia de Sonny sólo se calmaba con la sumisión absoluta. De muchacho, Sonny había tenido muy buen corazón; el que con el tiempo se convirtiera en un asesino había sido cosa del destino, sencillamente.

Esta vez, sin embargo, arreglaría el asunto de una vez por todas, pensaba mientras el Buick avanzaba por el puente que enlaza Long Beach con los bulevares del otro lado de Jones Beach. Siempre seguía esta ruta cuando iba a Nueva York, pues había menos tráfico.

Decidió que enviaría a Connie a Long Beach con los guardaespaldas. Luego, él tendría una charla con su cuñado. Ignoraba qué resultaría de ella, pero si el muy cabrón había hecho daño a su hermana, lo pagaría caro. El aire fresco, sin embargo, lo calmó. Para disfrutar más de él bajó la ventanilla.

Había tomado la carretera elevada de Jones Beach, como siempre, porque a esas horas y en aquella época del año solía estar desierta y podía pisar a fondo el acelerador. Conducir a toda velocidad lo ayudaría a disipar lo que él sabía que era un estado de ánimo peligroso. El automóvil de los dos guardaespaldas había quedado muy atrás.

La carretera estaba mal iluminada. No se veía un solo coche. A lo lejos divisó la caseta del peaje. Había otras, pero sólo funcionaban de día, cuando el tráfico era intenso. Sonny redujo la velocidad y buscó calderilla en el bolsillo. Como no tenía, sacó la cartera y con una sola mano separó un billete. Al acercarse a la caseta iluminada, Sonny quedó sorprendido al comprobar que un coche bloqueaba la carretera. El conductor debía de estar preguntando alguna dirección al encargado de cobrar el peaje, pensó. Hizo sonar el claxon y el otro coche se apartó, por lo que el Buick pudo colocarse delante del cobrador.

Sonny alargó un dólar y esperó el cambio. Tenía prisa y por ello, a pesar de que el frío de la noche era intenso, no quiso cerrar la ventanilla. Pero el cobrador parecía muy torpe; al muy imbécil se le había caído el cambio al suelo. El hombre se agachó para recoger las monedas, y desapareció de la vista.

Entonces Sonny se dio cuenta de que el otro automóvil no había seguido su camino, sino que estaba a pocos metros de distancia, bloqueando nuevamente la carretera. En la caseta de peaje había otro hombre. Del vehículo se apearon dos individuos. El cobrador aún seguía agachado… De pronto, Santino Corleone comprendió que había llegado su hora. Se sintió completamente lúcido, libre de toda violencia, como si el miedo oculto, finalmente real y presente, lo hubiera purificado.

Sonny se lanzó contra la puerta del Buick, rompiendo la cerradura. El hombre que estaba en la caseta abrió fuego… alcanzando en la cabeza a Sonny, que cayó al suelo. Los dos individuos que se habían apeado del coche sacaron sus armas y dispararon contra el cuerpo que yacía en el asfalto. Luego le golpearon salvajemente el rostro para desfigurarle todavía más, como si quisieran dejar la huella de un poder humano más personal.

Segundos después, los cuatro hombres, es decir, los tres asesinos y el falso cobrador, subían al coche y partían a toda velocidad en dirección al bulevar Meadowbrook, al otro lado de Jones Beach. Los posibles perseguidores se encontrarían con el camino bloqueado por el coche y el cuerpo de Sonny, de modo que no corrían riesgo alguno, pensaron. Cuando, minutos más tarde, los guardaespaldas de Sonny llegaron a la caseta de peaje y vieron el cuerpo de su jefe, lo último que pensaron fue en perseguir a sus agresores. Dieron media vuelta y regresaron a Long Beach. Se detuvieron en una cabina telefónica, y uno de ellos llamó a Tom Hagen. Sus únicas palabras fueron:

—Sonny ha muerto. Le tendieron una encerrona ante la garita de peaje de Jones Beach.

—Bien —repuso Hagen, sereno como siempre—. Ve a casa de Clemenza y dile que venga enseguida. Él te dirá lo que debéis hacer.

Hagen había hablado desde el teléfono de la cocina, donde la señora Corleone estaba preparando algo de comer para su hija, que no tardaría en llegar. La anciana no se había dado cuenta de nada. Era lo bastante perspicaz para percatarse de todo, pero sus años de vida junto al Don le habían enseñado que era mejor no hacerlo, ni siquiera intentar adivinar qué ocurría. Sabía que si algo malo sucedía no tardaría mucho tiempo en enterarse. Y si podía evitar saberlo, mejor, pues se ahorraba sufrimientos. Estaba contenta de no tener que compartir el dolor de los hombres, porque, después de todo ¿compartían ellos el de las mujeres? Impasible, puso la comida sobre la mesa. Por experiencia sabía que el dolor y el miedo no perjudicaban el apetito; al contrario, la comida los mitigaba. Si un médico le hubiera recetado un sedante se habría sentido humillada, pero una taza de café y unas tostadas eran otra cosa; la señora Corleone procedía, desde luego, de una cultura más primitiva.

Por eso no dijo nada cuando Tom Hagen se fue a la sala de reuniones. Una vez allí, Hagen comenzó a temblar tan violentamente que tuvo que sentarse. Con las piernas muy juntas, las manos apretadas contra las rodillas y la cabeza gacha, parecía que estuviera rezando al diablo.

Acababa de descubrir que no era el consigliere adecuado para tiempos de guerra. Lo habían puesto en ridículo, se había dejado engañar por la aparente timidez y cobardía de las Cinco Familias, que habían permanecido inactivas planeando su venganza. No habían reaccionado a las provocaciones de la familia Corleone, sino que habían preferido descargar un solo golpe, pero terrible. El viejo Genco Abbandando no se habría dejado engañar, habría olido el peligro y triplicado sus precauciones. Hagen se sentía culpable. Sonny había sido su verdadero hermano, su salvador; y de muchachos, también su héroe. Sonny nunca se había mostrado altanero ni agresivo con él; siempre lo había tratado con afecto. Y cuando Sollozzo lo dejó libre, el abrazo de Sonny había sido el propio de un hermano, su alegría una alegría sincera. El hecho de que Sonny fuera un hombre cruel y violento carecía, a los ojos de Hagen, de importancia.

Había salido de la cocina porque sabía que nunca sería capaz de decir a mamá Corleone que su hijo había muerto. Nunca la había considerado su madre, y en cambio, al Don y a Sonny los había tenido siempre como padre y hermano. El afecto que sentía hacia ella era de la misma naturaleza que el que experimentaba por Freddie, Michael y Connie. Era afecto, pero no amor. No obstante, no podía decírselo. En pocos meses había perdido tres hijos. Freddie, que estaba exiliado en Nevada, Michael, que se encontraba en Sicilia, y ahora Santino. ¿A cuál de los tres había amado más la anciana? Era imposible saberlo.

Hagen no tardó en recuperar el control de sí mismo. Marcó el número de Connie, que respondió con voz temblorosa.

—Connie, soy Tom —dijo Hagen con la calma que lo caracterizaba—. Despierta a tu marido; tengo que hablarle.

Asustada, Connie preguntó en voz baja:

—¿Sabes si viene Sonny, Tom?

—No. Sonny no vendrá. No te preocupes. Despierta a Carlo y dile que debo hablar con él.

—Me ha pegado, Tom —dijo Connie, llorando—. Y si sabe que he llamado a casa, temo que volverá a hacerlo.

—No lo hará, no te preocupes. Cuando hayamos hablado será otro hombre. Dile que es muy importante, que se ponga al teléfono de inmediato.

Pasaron casi cinco minutos antes de que se oyera la voz de Carlo a través del hilo. Hagen advirtió que había bebido mucho.

—Escucha, Carlo. Voy a decirte algo que te impresionará. Cuando te lo diga, quiero que me respondas como si la cosa fuera menos trascendental de lo que en realidad es. Le he explicado a Connie que debía decirte una cosa importante, de modo que tendrás que inventarte algo. Cuéntale que la Familia ha decidido ofrecerte una de las casas de la finca y un trabajo importante. Que el Don ha decidido darte la oportunidad de ganar mucho dinero. ¿Me sigues?

—Sí. Adelante —respondió Carlo en tono esperanzado.

Hagen prosiguió:

—Dentro de pocos minutos dos de mis hombres se presentaran en tu casa para llevarte con ellos. Diles que primero quiero que me telefoneen. Pero no les digas ninguna otra cosa. Les daré instrucciones de que os lleven a ti y a Connie a la finca.

¿De acuerdo?

—Sí, sí, he comprendido —dijo Carlo.

Estaba excitado. Por el tono con que Hagen le había hablado, se daba cuenta de que la noticia sería realmente importante.

A continuación Hagen fue derecho al grano:

—Han matado a Sonny. Ha sido esta noche. No digas ni una palabra. Connie lo llamó mientras dormías, y él iba camino de tu casa. No quiero que Connie lo sepa. Aunque lo sospeche, no quiero que lo sepa con certeza. Pensaría que ha sido culpa suya. Tampoco quiero que te muevas de su lado; compórtate como un marido enamorado, al menos hasta que haya tenido el hijo que espera. Mañana por la mañana alguien, tal vez tú, o el Don, o su madre, le dirá a Connie que Sonny ha sido asesinado. Y quiero que estés a su lado, que le sirvas de apoyo. Si me haces este favor, te prometo que me ocuparé de ti en el futuro. ¿Comprendido?

—Sí Tom, de acuerdo —repuso Carlo en tono vacilante—. Tú y yo siempre nos hemos llevado bien. Te estoy muy agradecido. ¿Me entiendes?

—Sí, perfectamente. Nadie te acusará de que tu pelea con Connie haya sido la causa de la desgracia. Yo me encargaré de eso —hizo una breve pausa y añadió—: Y ahora cuida de Connie.

Sin esperar respuesta, Hagen colgó el auricular.

El Don le había enseñado a no amenazar jamás. Pero Carlo había comprendido: era hombre muerto.

Hagen llamó a Tessio y le ordenó que acudiera de inmediato a Long Beach. No explicó el motivo, ni Tessio se lo preguntó. Hagen soltó un profundo suspiro. Lo más difícil todavía estaba por llegar.

Tendría que despertar al Don, la persona a quien más quería en el mundo, y decirle que le había fallado, que no había sabido proteger a su hijo mayor. Tendría que decirle que todo estaba perdido, a menos que el propio Don, enfermo y todo, resolviera presentar batalla. Hagen no se hacía ilusiones al respecto. Sólo el gran Don podría, a pesar de la tremenda derrota que acababa de sufrir, conseguir la victoria final. Hagen ni siquiera se molestó en hablar con los médicos. Tenía que decírselo todo a su padre adoptivo, aunque con ello pusiera en peligro su vida, y luego seguirlo. Y no cabía la menor duda acerca de lo que el Don haría. Las opiniones de los médicos carecían de importancia; todo carecía de importancia. El Don debía ser informado, sólo a él correspondía escoger entre dos alternativas: ponerse al frente de sus hombres u ordenar a Hagen la rendición del imperio de los Corleone a las Cinco Familias.

Hagen temía lo que pudiese ocurrir en la hora siguiente. Pensó en lo que diría y cómo lo diría. No debía insistir demasiado en su responsabilidad con respecto a lo ocurrido, pues así sólo conseguiría aumentar la aflicción del Don. Tampoco debía mostrar demasiado su dolor, para no acrecentar el del anciano. El hecho de hablar de sus limitaciones como consigliere en tiempos de guerra, significaría un reproche indirecto a la persona que lo había elegido.

Hagen decidió que lo más oportuno sería dar la noticia al Don y, después de exponer su opinión sobre lo que debía hacerse, guardar silencio. A partir de ahí, reaccionaría de acuerdo a como lo hiciera su padre adoptivo. Si éste deseaba que se mostrara avergonzado por su torpeza, así lo haría; si lo invitaba a mostrarse afligido, daría rienda suelta a la pena que lo embargaba.

Hagen alzó la cabeza al oír el ruido de unos coches que entraban en la finca. Los caporegimi estaban llegando. Hablaría con ellos antes de subir a ver al Don. Del mueble bar sacó un vaso y una botella. No tenía ánimos ni para echar el licor en el vaso. De pronto, oyó el ruido de la puerta al abrirse. Al volver la cabeza, Hagen vio, completamente vestido por vez primera desde que atentaron contra él, a Don Corleone.

El Don cruzó la estancia y se sentó en su butaca de cuero. Caminaba con cierta lentitud y las ropas le venían un poco holgadas, pero a los ojos de Hagen tenía el mismo aspecto de siempre. Parecía como si con el solo poder de su férrea voluntad hubiera borrado cualquier vestigio de debilidad física. Su rostro denotaba la fuerza de siempre. Una vez que se hubo sentado, dijo a Hagen:

—Sírveme un poco de anís.

Tom Hagen sirvió en un vaso un poco de aquel licor casero, mucho más fuerte que el que vendían en las tiendas, regalo de un amigo que cada año le enviaba unas cuantas botellas.

—Mi esposa estaba llorando antes de dormirse —prosiguió Don Corleone—. Desde mi ventana he visto llegar a los caporegimi, y es medianoche. Así, pues, consigliere, pienso que deberías confesarle a tu Don lo que todo el mundo sabe.

—A ella no le he dicho nada —musitó Hagen—, y estaba a punto de subir a despertarlo para comunicarle la noticia.

—Pero primero necesitabas tomar un trago.

—Sí —reconoció Hagen.

—Bien, ya lo has tomado. Ahora dime lo que sea.

En el tono del Don había un ligero reproche a la debilidad de Hagen.

—Han disparado contra Sonny. Ha sido en la carretera. Ha muerto.

Don Corleone parpadeó. Por un instante pareció que su voluntad de hierro iba a derrumbarse, y en su rostro apareció una mueca de dolor. Pero se recobró enseguida.

Acodado en la mesa, Don Corleone apoyó la barbilla en las manos, mientras miraba fijamente a Hagen.

—Dime todo lo que ha pasado. —Alzó una mano y añadió—: No, prefiero que aguardemos a que lleguen Clemenza y Tessio. Te ahorrarás el volver a contarlo.

Segundos después, acompañados de un guardaespaldas, los dos caporegimi entraban en la habitación. De inmediato advirtieron que el Don ya estaba enterado de la muerte de su hijo, pues se levantó para que lo abrazaran, ya que en su calidad de viejos camaradas podían hacerlo. Antes de comenzar a hablar, Hagen les sirvió un vaso de anís.

Cuando hubieron bebido, el Don se limitó a preguntarles:

—¿Es cierto que mi hijo está muerto?

—Sí —respondió Clemenza—. Los guardaespaldas eran del regime de Santino, pero escogidos por mí. Los interrogué cuando llegaron a mi casa. Vieron su cuerpo junto a la garita de peaje. Con las heridas que presentaba era imposible que siguiese con vida. Están absolutamente seguros de que Sonny ha muerto.

Don Corleone aceptó el veredicto sin emoción aparente. Tras permanecer en silencio por unos instantes, dijo:

—Ninguno de vosotros debe dejar que lo ocurrido lo afecte. Ninguno debe realizar ningún acto de venganza, ni debe hacer nada para descubrir a los asesinos sin mi consentimiento expreso. Tampoco llevará a cabo ninguna acción contra las Cinco Familias, a menos que sea yo quien lo ordene. Nuestra Familia dejará de operar hasta después del funeral. Luego nos reuniremos aquí mismo y decidiremos el camino a seguir. Esta noche sólo debemos ocuparnos de Santino, a quien hemos de dar cristiana sepultura. Me ocuparé de que algunos amigos arreglen las cosas con la policía y con las autoridades. Tú, Clemenza, y los hombres de tu regime, seréis mis guardaespaldas permanentes. Tú, Tessio, te ocuparás de proteger a los demás miembros de mi familia. En cuanto a ti, Tom, llama a Amerigo Bonasera y dile que esta noche necesitaré de sus servicios. Indícale que me espere en la funeraria. Iré dentro de una hora, o de dos, o de tres. ¿Habéis entendido?

Los tres hombres asintieron. Don Corleone añadió:

—Clemenza, ordena a unos cuantos de tus hombres que me esperen con varios coches. En unos minutos estaré listo. Te has portado bien, Tom, no tienes nada que reprocharte. Por la mañana, quiero que Constanzia esté al lado de su madre. Arréglalo todo para que ella y su marido se vengan a vivir a la finca. Llama a las amigas de Sandra, quiero que le hagan compañía. Mi esposa también irá después de que yo haya hablado con ella. Ella la consolará, y las amigas se ocuparán de disponer que se celebren misas y se recen oraciones por el alma de Santino Corleone.

El Don se levantó de su butaca de cuero. También lo hicieron Clemenza, Tessio y Hagen. Los dos primeros volvieron a abrazar a su Don y amigo. Hagen mantuvo la puerta abierta para dejar pasar a su padre adoptivo, que se detuvo delante de él. Le dio un golpecito cariñoso en la mejilla y un breve pero intenso abrazo mientras le decía, en italiano:

—Has sido un buen hijo. Eres para mí un gran consuelo.

De ese modo le reiteraba que no tenía responsabilidad en lo ocurrido. El Don subió a su habitación para hablar con su esposa. Fue entonces cuando Hagen telefoneó a Amerigo Bonasera reclamándole el pago del favor que debía a los Corleone.