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15

En aquella pequeña población de New Hampshire, las amas de casa, que no paraban de atisbar detrás de las ventanas, y los tenderos, siempre alertas a los rumores que corrían, captaban de inmediato cualquier cosa rara que ocurriese.

Kay Adams, una chica pueblerina a pesar de su educación, miraba también lo que sucedía al otro lado de la ventana de su dormitorio. Había estado preparándose para los exámenes, y cuando se disponía a bajar al comedor para cenar, vio un automóvil que subía por la calle. No se sorprendió en absoluto cuando el vehículo se detuvo delante del jardín de su casa y de él salieron dos hombres muy corpulentos, con aspecto de gángsters de película, según le pareció. La muchacha bajó rápidamente por las escaleras para ser la primera en llegar a la puerta principal, pues estaba segura de que eran enviados de Michael o de su familia, y no quería que hablaran con su padre o su madre. No es que se avergonzase de los amigos de Mike; lo que ocurría era que sus padres eran personas anticuadas, yanquis de Nueva Inglaterra que no comprenderían que su hija conociese siquiera a hombres como aquellos.

Llegó a la puerta justo en el momento en que sonaba el timbre.

—Yo abriré —dijo dirigiéndose a su madre.

Abrió la puerta y se encontró frente a los dos hombres. Uno de ellos metió la mano por debajo de la chaqueta, como si fuera a sacar la pistola, y Kay no pudo evitar dar un respingo. El hombre, sin embargo, extrajo una cartera de cuero. La abrió y mostró a la muchacha una tarjeta de identificación.

—Soy el detective John Phillips, del Departamento de Policía de Nueva York. Éste es mi compañero, el detective Siriani. ¿Es usted la señorita Kay Adams?

Ante el asentimiento de Kay, Phillips prosiguió:

—¿Podemos pasar? Quisiéramos hablar con usted acerca de Michael Corleone. Sólo serán unos minutos.

Kay se hizo a un lado para permitirles entrar, y en ese momento apareció su padre en el pequeño salón que conducía a su estudio.

—¿Quién es, Kay? —preguntó.

El padre de Kay, un hombre de cabello gris, delgado y de aspecto distinguido, no sólo era pastor de la iglesia bautista de la ciudad, sino que tenía fama, en los círculos religiosos, de ser un erudito. Kay no conocía muy bien a su padre, pero sabía que lo amaba, y aun cuando éste nunca se había mostrado particularmente interesado en los asuntos de ella ni la relación entre ambos se caracterizaba por su calidez, Kay confiaba en él. Por ello, se limitó a decir:

—Estos hombres son detectives del Departamento de Policía de Nueva York. Quieren hacerme algunas preguntas acerca de un muchacho que conozco.

El señor Adams no pareció sorprenderse.

—¿Por qué no pasamos a mi estudio? —propuso.

—Si no le importa, preferiríamos hablar con su hija a solas —repuso Phillips, con amabilidad.

—Bueno, eso depende de Kay, supongo —contestó el señor Adams, cortésmente—. ¿Quieres hablar a solas con estos señores, o prefieres que yo esté presente? ¿O quizá tu madre?

—A solas, si no te importa, papá —respondió Kay.

Dirigiéndose a Phillips, el señor Adams dijo:

—Pueden pasar a mi estudio. ¿Se quedarán ustedes a almorzar?

Los dos hombres declinaron la invitación sacudiendo la cabeza, y Kay los condujo al estudio.

Kay se sentó en el sillón de su padre, mientras los dos detectives lo hacían en el borde del sofá. Phillips fue el primero en hablar.

—Señorita Adams ¿ha visto o sabido algo de Michael Corleone durante las tres últimas semanas?

La muchacha se puso en guardia. Tres semanas atrás había leído en los periódicos de Boston la noticia del asesinato de un capitán de la policía de Nueva York y de un traficante de narcóticos llamado Virgil Sollozzo. Los periódicos decían que la familia Corleone estaba relacionada con el asunto.

—No. La última vez que lo vi, hace aproximadamente un mes, Michael Corleone se dirigía al hospital a ver a su padre.

—Estamos enterados de este encuentro —intervino el otro detective, en tono áspero—. ¿Le ha visto o ha sabido algo de él desde entonces?

—No —contestó Kay.

El detective Phillips, muy educadamente, dijo:

—Si sabe algo de él, le ruego que nos lo comunique. Es de la mayor importancia que nos pongamos en contacto con Michael Corleone. Debo advertirle, señorita, que si se relaciona con él puede verse en una situación muy peligrosa, y si lo ayuda, del modo que sea, tendrá problemas con la policía.

—¿Y por qué no debo ayudarlo? Vamos a casarnos, y una mujer casada tiene el deber de ayudar a su marido, creo yo.

—Si lo ayuda —repuso el detective Siriani—, es muy posible que se haga cómplice de un asesinato. Buscamos a su amigo porque asesinó a un capitán de la policía de Nueva York y a un informador con el que éste estaba en contacto. Sabemos que el asesino es Michael Corleone.

Kay se echó a reír. Su risa era tan espontánea, reflejaba tanta incredulidad, que los dos policías se quedaron sin saber qué pensar.

—Mike no puede haberlo hecho —dijo ella—. Nunca ha tenido nada que ver con su familia. Cuando fuimos a la boda de su hermana, vi claramente que sus parientes lo trataban como a un extraño. Si ahora se oculta, será porque no desea publicidad, porque no quiere verse envuelto en todo este asunto. Mike no es un gángster. Le conozco mucho mejor que cualquier otra persona, incluidos ustedes. Es un hombre demasiado sensible para hacer algo tan horrible. Es la persona más amante de la ley que conozco y, que yo sepa, jamás ha dicho una sola mentira.

El detective John Phillips, siempre cortés, preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace que lo conoce?

—Más de un año.

Kay quedó sorprendida al ver que los dos hombres esbozaban una sonrisa.

—Creo que hay algunas cosas que debería usted saber —dijo Phillips—. La noche en que se encontró con usted Michael Corleone fue al hospital. Al salir tuvo un incidente con un capitán de la policía que había ido al mismo hospital en misión de servicio. Agredió al oficial, pero llevó la peor parte. Concretamente, la discusión le costó una rotura de mandíbula y la pérdida de algunos dientes. Sus amigos lo llevaron a la finca que la familia Corleone posee en Long Beach. La noche siguiente al incidente el capitán con el que se había peleado el día anterior fue asesinado, y Michael Corleone desapareció. Tenemos nuestros contactos, nuestros informadores. Todos coinciden en señalar a Michael Corleone, pero carecemos de pruebas. El camarero que fue testigo de los asesinatos es incapaz de identificarlo mediante una fotografía, pero tal vez podría reconocerlo personalmente. También tenemos al conductor del automóvil de Sollozzo, que se niega a hablar, pero lograríamos hacerle cantar si tuviéramos a Michael Corleone en nuestro poder. Así pues, todos nuestros hombres lo están buscando, al igual que está haciendo el FBI. Hasta ahora no hemos tenido suerte. Por eso hemos pensado que tal vez usted podría ayudarnos.

—No creo una sola de sus palabras —dijo Kay, fríamente. No obstante, se sentía un poco inquieta, pues lo de la mandíbula y los dientes quizá fuera cierto. Aun así, se negaba a creer que su Mike fuera un asesino.

—Si sabe algo ¿nos lo comunicará? —preguntó Phillips.

Kay negó con la cabeza. El otro policía, Siriani, dijo en tono rudo:

—Sabemos que usted y Michael tienen relaciones íntimas. Contamos con testigos y, además, los registros del hotel no mienten. Si proporcionamos esta información a los periódicos, su padre y su madre se sentirán muy avergonzados ¿no lo cree, señorita? Unas personas tan respetables como ellos no podrían resistir la noticia de que su hija es la amante de un gángster. Si insiste en no hablar, voy a llamar ahora mismo a su padre.

Kay lo miró con expresión de sorpresa. Luego se levantó y abrió la puerta del estudio. Vio a su padre de pie junto a la ventana de la sala, fumando su pipa.

—Papá ¿puedes venir un momento?

El señor Adams entró en el estudio. Pasó el brazo alrededor de la cintura de su hija y dijo:

—¿Sí, caballeros?

Al no obtener respuesta, Kay se dirigió al detective Siriani, en tono gélido:

—Vamos, oficial, hable.

Siriani carraspeó antes de decir:

—Señor Adams, no quiero que me comprenda mal. Lo que voy a explicarle es en bien de su hija. Es amiga de un individuo del que tenemos fundadas razones para creer que asesinó a un oficial de la policía. Acabo de decirle que puede verse en serios problemas, a menos que coopere con nosotros. Pero ella no parece darse cuenta de la gravedad del asunto. Tal vez usted consiga hacerla entrar en razones.

—Eso es completamente increíble —dijo el señor Adams.

—Su hija y Michael Corleone han estado saliendo juntos durante más de un año —puntualizó Siriani—. Han pasado más de una noche juntos en diversos hoteles, inscribiéndose siempre como marido y mujer. Buscamos a Michael Corleone para interrogarlo en relación con la muerte de un oficial de la policía. Su hija se niega a proporcionarnos cualquier información. Éstos son los hechos. Para usted serán increíbles, pero tengo pruebas.

—No dudo de su palabra, señor —dijo el señor Adams, amablemente—. Lo que no puedo creer es que mi hija se encuentre metida en problemas. A menos que usted esté sugiriendo que ella es la «compañera» de un maleante.

Kay miró asombrada a su padre. No podía creer que se tomara el asunto tan a la ligera.

El señor Adams, en tono firme, añadió:

—No obstante, tengan la seguridad de que si ese joven aparece por aquí, informaré de inmediato a las autoridades. Y mi hija hará lo mismo. Ahora, por favor, discúlpennos; se nos está enfriando la comida.

Acompañó a los dos policías hasta la puerta y una vez que hubieron salido cerró ésta a sus espaldas. Tomó a Kay del brazo y la condujo hasta la cocina, que estaba en el extremo opuesto de la casa.

—Vamos, hija; tu madre nos está esperando para comer.

Al llegar a la cocina, Kay estaba llorando silenciosamente, conmovida por la afectuosa actitud de su padre. Su madre simuló no reparar en ello, por lo que Kay supuso que su padre le había hablado de la conversación con los detectives. Una vez sentados a la mesa, el señor Adams bendijo la comida como siempre lo hacía.

La señora Adams era una mujer fuerte y de baja estatura, muy sencilla en el vestir y muy aseada. Kay nunca la había visto desaliñada. También su madre se había mostrado siempre bastante distante con respecto a ella, y en ese momento su actitud no era distinta de la normal.

—Deja de dramatizar, Kay. No olvides que el muchacho ha sido educado en Dartmouth. Es imposible que esté complicado en algo tan sórdido.

—¿Cómo sabes que Mike ha estado en Dartmouth? —preguntó Kay, sorprendida.

—Vosotros, los jóvenes, pensáis que sois muy listos. Lo hemos sabido desde el principio, pero no podíamos decírtelo mientras tú no nos hablaras de ello.

—Pero ¿cómo lo supisteis? —insistió Kay. No se atrevía a mirar a su padre, ahora que éste sabía que ella y Mike habían dormido juntos. Por ello no pudo ver su sonrisa al decir:

—Muy sencillo. Abrimos tus cartas.

Kay estaba horrorizada y furiosa. Lo miró a los ojos. Lo que él había hecho era aún más vergonzoso que el pecado de ella. Nunca hubiera podido creer algo así de un hombre como su padre.

—Dime que no es cierto. No puedo creerlo de vosotros, papá.

El señor Adams sonrió beatíficamente y dijo:

—Sí, consideré qué pecado sería mayor, si abrir tu correo o ignorar cualquier posible mal paso tuyo. Y la elección fue sencilla, además de virtuosa.

—Después de todo, hija mía —intervino la señora Adams—, eres terriblemente inocente para tu edad. Teníamos que estar enterados. Y tú nunca nos dijiste una sola palabra.

Por primera vez Kay se alegró de que Michael nunca hubiera sido muy afectuoso en sus cartas, y se alegró también de que sus padres no hubieran visto algunas de las cartas que ella le había escrito.

—Si no os hablé de él fue porque creí que no os gustaría su familia —se justificó Kay.

—Y no nos gusta —dijo el señor Adams, medio en broma—. Dime Kay ¿has sabido algo de él últimamente?

—No. Y estoy segura de que no ha hecho nada malo.

Vio que sus padres cambiaban una mirada de complicidad. Luego, el señor Adams dijo, amable como siempre:

—Si no es culpable y ha desaparecido, entonces cabe la posibilidad de que le haya ocurrido algo.

De momento, Kay no comprendió. Luego se levantó de la mesa y corrió a su habitación.

Tres días después, Kay Adams bajó de un taxi ante la alameda de los Corleone, en Long Beach. Había telefoneado anunciando su visita. Salió a recibirla Tom Hagen, lo que la decepcionó, pues sabía que Hagen no le diría nada.

En la sala de estar, Tom le sirvió una copa. Kay había visto a un par de hombres dando vueltas por la casa, pero ninguno de ellos era Sonny. Decidida a ir directamente al grano, preguntó a Tom Hagen:

—¿Sabe usted dónde está Mike? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

—Sabemos que está bien, pero no dónde se encuentra. Cuando se enteró de que aquel capitán había sido asesinado, tuvo miedo de que lo acusaran. Por eso decidió desaparecer. Me dijo que volvería dentro de unos meses.

Tom Hagen mentía, pensó Kay, y no intentaba disimularlo.

—¿Es cierto que el capitán le rompió la mandíbula?

—Me temo que sí. Pero Mike nunca ha sido vengativo. Estoy convencido de que eso nada tuvo que ver con lo sucedido.

Kay abrió su bolso y sacó una carta.

—¿Quiere entregársela a Mike, si se pone en contacto con usted?

Hagen sacudió la cabeza.

—Si yo aceptara esta carta y usted se lo dijera a un tribunal, éste quizá supusiera que sé dónde se encuentra. ¿Por qué no tiene usted un poco de paciencia? Estoy seguro de que Mike no tardará en dar señales de vida.

Kay terminó su bebida y se levantó, dispuesta a marcharse. Hagen la acompañó hasta la puerta y, cuando estaba a punto de abrirla, entró una mujer de baja estatura, vestida de negro. Kay la reconoció de inmediato. Era la madre de Michael.

—¿Cómo está usted, señora Corleone? —dijo Kay, estrechándole la mano.

Los pequeños ojos negros de la mujer se clavaron en ella como dardos. Fue sólo por un breve instante. Luego, en aquella cara arrugada y amarillenta apareció una sonrisa, leve pero amistosa.

—Tú eres la amiga de Mike ¿verdad?

La señora Corleone hablaba con un acento italiano tan fuerte que a Kay le resultaba difícil entender sus palabras.

—¿Comes algo? —preguntó la madre de Mike. Kay negó con la cabeza, para dar a entender que no quería comer nada, pero la señora Corleone se volvió hacia Tom Hagen, airada, y le gritó algo en italiano, terminando con estas palabras en inglés:

—Ni siquiera has ofrecido café a esta pobre muchacha. ¡Eres una disgrazia!

Tomó a Kay de la mano, y la condujo a la cocina. La mano de la señora Corleone era sorprendentemente cálida y enérgica.

—Toma café y come algo. Luego haré que te acompañen a tu casa. No quiero que una muchacha tan bonita como tú vaya en tren.

Hizo sentar a Kay y colocó el abrigo y el sombrero de ésta encima de una mesa. Luego empezó a moverse por la cocina, y al cabo de unos segundos había en la mesa pan, queso y salami, y en el hornillo se estaba calentando el café.

—He venido a preguntar por Mike —dijo Kay tímidamente—, pues hace días que no tengo noticias de él. El señor Hagen me ha confesado que nadie sabe dónde está. También me ha dicho que no tardará en volver.

Hagen habló antes de que lo hiciera la señora Corleone:

—Es lo único que podemos decirle por el momento, mamá.

La señora Corleone le dirigió una mirada desdeñosa y le espetó:

—¿Es que vas a decirme lo que tengo que hacer? Mi marido, Dios vele por él, nunca se ha comportado así conmigo.

Acto seguido se persignó.

—¿Qué tal está el señor Corleone? —preguntó Kay.

—Bien. Pero se está haciendo viejo, y pienso que nunca debería haber permitido que le ocurriera algo así. Los años le están restando facultades.

La señora Corleone hizo un gesto como queriendo indicar que su marido estaba loco. Sirvió café para ambas y obligó a la muchacha a comer un poco de pan y queso. Una vez terminado el café, tomó entre las suyas una de las manos de Kay y, con voz amable, dijo:

—Mira, querida, Mike no te escribirá, y no sabrás nada de él. Estará oculto durante dos o tres años, tal vez más, tal vez mucho más. Ve a tu casa, busca un buen muchacho y cásate.

Kay sacó la carta de su bolso.

—¿Tendrá usted la bondad de enviarle esto?

La anciana tomó la carta y acarició la mejilla de Kay.

—Lo haré, no te preocupes —dijo.

Hagen inició una protesta, pero la señora Corleone le atajó, gritando unas palabras en italiano. Luego acompañó a Kay hasta la puerta, le dio un beso en la mejilla y dijo:

—Olvida a Mike, querida. Ya no es hombre para ti.

Fuera, un coche esperaba a Kay, con dos hombres en el asiento delantero. La acompañaron hasta su hotel, en Nueva York, sin pronunciar una sola palabra en todo el trayecto. Tampoco Kay habló. Intentaba hacerse a la idea de que el hombre al que había amado era un asesino. Y lo sabía de muy buena fuente: por su madre.