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Prometida

El sol se asomaba tímidamente a través de las cortinas del carruaje, proyectando débiles rayos de luz que apenas lograban penetrar la oscuridad interior. Sergei observaba cómo los árboles y campos desfilaban rápidamente más allá de la ventanilla, mientras el carruaje, un vehículo lujoso y sólido, rodaba con una elegancia que no tenía nada que ver con la agitación que hervía en su interior. El olor a cuero fino y a madera pulida llenaba el espacio cerrado, y cada movimiento del carruaje parecía resonar en su mente, acompañando los latidos de su corazón.

Frente a él, su padre, Nikolai Rostov, se mantenía erguido, con la espalda recta y el rostro imperturbable, como una estatua de mármol que no se conmueve ante nada ni nadie. Vestía con una formalidad propia de su estatus, el traje oscuro perfectamente ajustado, con botones dorados que relucían a la luz del sol. El corte era impecable, el tejido de la mejor calidad, y la medalla en su pecho brillaba con un orgullo que Sergei no compartía. Su padre encarnaba todo lo que significaba ser un Rostov: honor, lealtad, poder, y una frialdad que parecía congelar todo a su alrededor.

Sergei, en cambio, le apretaba el cuello de la camisa, le presionaba la garganta, como si intentara asfixiarlo lentamente. Sentía el sudor correr por su espalda, mezclándose con el leve dolor de las heridas aún frescas en su rostro. Se había vestido con prisa, apenas tuvo tiempo para atar su largo cabello negro en una media cola de caballo, dejando que algunos mechones sueltos enmarcaran su rostro, todavía marcado por los moretones de la última confrontación con su padre. Las heridas no habían tenido tiempo de sanar, y cada pequeño movimiento le recordaba el dolor de la semana anterior.

No le molestaba la ropa formal en sí; había aprendido a tolerarla con los años. Pero hoy, en este día en particular, se sentía especialmente atrapado, como si las telas fueran cadenas que lo ataban a un destino que no había elegido. Había querido tomarse su tiempo, disfrutar de un baño para relajarse y ordenar sus pensamientos, pero Nikolai no se lo había permitido. Los sirvientes lo habían despertado de manera brusca, con órdenes de prepararse rápidamente para visitar la mansión de los Volkov.

El carruaje avanzaba implacable, acercándolos a su destino. Cada vez que miraba a su padre, Sergei sentía que el aire se volvía más denso, más difícil de respirar. Nikolai no había dicho una palabra desde que habían salido de la mansión Rostov, pero no hacía falta. Su silencio era una forma de control, una táctica que Sergei conocía bien. Sabía que cualquier intento de conversación sería inútil; su padre solo hablaba cuando había algo que ordenar, algo que exigir, y las órdenes que daba eran inquebrantables.

El camino hacia la mansión Volkov era largo y serpenteante, bordeado por bosques espesos y campos dorados que parecían interminables. Para cualquier otra persona, el viaje habría sido una oportunidad para disfrutar del paisaje, pero para Sergei, era un recordatorio de la jaula dorada en la que estaba atrapado.

Finalmente, las altas torres de la mansión Volkov se alzaron ante ellos, imponentes y sombrías contra el cielo grisáceo. El carruaje disminuyó la velocidad al acercarse a las puertas de hierro forjado, que se abrieron con un chirrido que resonó en los oídos de Sergei como una advertencia. Sentía que el aire se volvía más frío a medida que se acercaban, como si la mansión misma rechazara su llegada.

Nikolai no movió un músculo, pero Sergei pudo sentir la tensión en el ambiente, una tensión que se hacía más palpable con cada segundo que pasaba. El carruaje se detuvo finalmente frente a la entrada principal, y uno de los sirvientes se apresuró a abrir la puerta. Sergei respiró hondo antes de salir, preparándose para lo que estaba por venir. Sabía que lo que le esperaba en esa mansión no era solo una simple visita, sino el comienzo de un nuevo capítulo en su vida, uno que no tenía más remedio que aceptar.

Sergei descendió del carruaje con una mezcla de resignación y ansiedad, sintiendo cómo el peso del deber y el destino se asentaba sobre sus hombros. Sus botas resonaron contra el suelo de piedra, un eco que parecía amplificar el vacío en su interior. Al levantar la vista, se encontró con la familia Volkov, ya alineada en la entrada de su mansión, sus rostros tan impenetrables como las paredes que los rodeaban. Sus ojos, fríos y calculadores, seguían cada uno de sus movimientos, evaluando, juzgando, como si fuera un animal que acababa de ser traído al matadero.

El patriarca de la familia Volkov, Dmitri, se encontraba al frente, irradiando una presencia que demandaba respeto y temor en igual medida. Era un hombre que encarnaba la esencia misma de la burguesía de Zaevosta, con una complexión robusta que parecía desafiar el paso del tiempo. Dmitri había vivido lo suficiente como para ver crecer su fortuna, pero no tanto como para permitir que la edad debilitara su dominio. Su cabello, aunque empezaba a mostrar las señales ineludibles del envejecimiento con algunas hebras grises, seguía siendo tan espeso y oscuro como el carbón, peinado hacia atrás con una precisión que reflejaba su obsesión por el control. El rostro de Dmitri era un mapa de severidad, con una mandíbula cuadrada que parecía esculpida en piedra y una expresión que raramente se alejaba de una seriedad férrea. Los ojos, de un gris metálico que no ofrecía ni un destello de calidez, eran como cuchillas siempre al acecho, buscando con insaciable voracidad cualquier signo de debilidad en los demás. Sus labios, delgados y firmemente apretados, daban la impresión de un hombre que rara vez sonreía, y cuando lo hacía, era con la crueldad de quien disfruta viendo caer a los demás. Dmitri no era simplemente un hombre poderoso; era un depredador en el mundo de los negocios y la sociedad, un lobo en un traje perfectamente cortado.

A su lado, Lady Milenka Orlov se mantenía erguida, tan diferente de su marido y, sin embargo, complementaria en su propia forma glacial. Milenka provenía de una antigua y prestigiosa familia noble, los Orlov, una estirpe que había estado presente en el más alto escalafón de la sociedad durante siglos, pero que en tiempos recientes había caído en desgracia y pobreza. Su matrimonio con Dmitri había sido menos una unión de corazones y más una transacción fría y convenenciera, una necesidad que ambos aceptaron con la misma indiferencia con la que se firman tratados comerciales. A través de esa unión, la familia Orlov había encontrado un respiro económico, y los Volkov, a su vez, habían adquirido el prestigio que solo una familia noble podía ofrecer. No había amor en su relación, solo conveniencia y una alianza forjada en la necesidad.

Casi escondida bajo la sombra de su madre, estaba la joven que sería la prometida de Sergei. Apenas tenía dieciocho años, y su figura esbelta y delicada parecía estar a punto de quebrarse bajo el peso de las expectativas que la rodeaban. La muchacha parecía ser tímida, retraída, como un ciervo acorralado que, consciente de que no tenía escapatoria, simplemente se resignaba a su suerte. Sus ojos, de un azul brillante y profundo, eran quizás lo más llamativo de su rostro en forma de corazón, ojos llenos de una inocencia casi infantil. Era atractiva, sí, pero de una manera que despertaba más lástima que deseo, como una flor delicada en un jardín lleno de espinas.

Milenka era alta y delgada, con una piel tan pálida que parecía casi translúcida, como si el sol jamás hubiera tocado su carne. Su belleza era distante, casi etérea, pero había una frialdad en su mirada que era más inquietante que atractiva. Los años habían enseñado a Milenka a esconder sus emociones detrás de una máscara de hielo, y sus ojos, de un azul oscuro casi negro, eran pozos sin fondo que no ofrecían ninguna pista sobre lo que realmente pensaba o sentía. El cabello, largo y cuidadosamente peinado, caía en suaves ondas de un color rubio que casi se acercaba al dorado, un contraste delicado contra su piel pálida. Aunque su porte era indudablemente noble, y su vestido—una pieza elaborada en terciopelo negro y encaje fino, reflejando el último grito de la moda en Svetograd, la capital del Imperio Zaevosta—era de la más alta calidad, había algo en su presencia que delataba un vacío, una insatisfacción profunda que ni toda la riqueza del mundo podía llenar.

Su piel, aunque bien cuidada, era casi tan pálida como la de su madre, lo que sugería que había pasado la mayor parte de su vida encerrada en la mansión, protegida del sol y del mundo exterior. El cabello, de un rubio platinado que brillaba bajo la luz tenue del sol de la tarde, caía en suaves ondas alrededor de su rostro, añadiendo un aire de dulzura que contrastaba con la rigidez de su entorno. Su figura, aunque esbelta, mostraba las curvas que hacían que muchos la consideraran tentadora, con un busto generoso y caderas anchas que, sin duda, atraparían la atención de los hombres en cualquier salón. Pero Sergei no la veía como una mujer que podría desear; la veía como una víctima, alguien que, al igual que él, estaba atrapada en un destino que no había elegido.

Sergei la observó con una mezcla de curiosidad y desgano. Apenas recordaba su nombre—¿Katya, tal vez?—y aunque sabía que había sido presentada en algún momento en el pasado, no había dejado ninguna impresión significativa en él. Sabía de los hijos de otras familias poderosas de Lyskova, como los Ivankov, cuyas vidas cruzaban la suya solo en los eventos formales y reuniones donde todos usaban máscaras, tanto figurativas como literales. Recordaba a los cuatro hijos de Ivankov, apodados "Los cuatro imbéciles", y también a los niños de los Demidov, una familia rica que, aunque no tan poderosa como los Volkov, no temía desafiar a las otras tres familias principales de Lyskova. Pero de esta joven, su futura esposa, tenía pocos recuerdos claros. Todo lo que sabía de ella era lo que veía ahora: una chica tan atrapada en su destino como él, hija única y heredera de la vasta fortuna y los negocios de los Volkov, una posición que era tanto una bendición como una maldición.

Detrás de Sergei, su padre, Nikolai, descendió del carruaje con la misma frialdad y autoridad que siempre lo habían caracterizado. Su rostro era severo, marcado por años de disciplina militar que no habían dejado espacio para la suavidad o la indulgencia. Nikolai se acercó a Dmitri con pasos firmes y medidos, cada movimiento reflejando la rígida formación que había recibido desde joven. Se detuvo frente al patriarca Volkov, y por un momento, el aire entre ellos pareció congelarse, como si los dos hombres estuvieran midiendo sus fuerzas en silencio.

La tensión era palpable, una confrontación muda entre dos titanes de la sociedad, cada uno sosteniendo su propio poder en una balanza precaria. Cuando Nikolai finalmente extendió su mano para estrechar la de Dmitri, no fue un gesto de amistad, sino un acuerdo tácito, una reafirmación de los pactos no escritos que mantenían el frágil equilibrio de poder entre sus familias. La frialdad del saludo fue como un cuchillo, cortando cualquier posibilidad de cordialidad genuina.

—Dmitri —dijo Nikolai, con una voz tan firme como el acero templado, mientras extendía su mano en un gesto que era menos de bienvenida y más de un acuerdo tácito entre dos fuerzas inamovibles.

El apretón de manos entre los dos hombres fue breve, pero cargado de una tensión palpable, como si en ese simple gesto se encapsulara toda una historia de rivalidades, ambiciones y pactos secretos. Dmitri Volkov, con su corpulenta figura y su rostro de piedra, sostuvo la mirada de Nikolai sin parpadear, sus ojos grises, fríos como el metal, escrutando al hombre frente a él en busca de cualquier indicio de debilidad.

—Nikolai —respondió Dmitri, su voz resonando en la gran sala, un eco que parecía quedar suspendido en el aire, antes de disolverse en el silencio que siguió. El ambiente estaba cargado, como si el mismo aire pesara más de lo normal, aplastando cualquier intento de cordialidad. No había lugar para sonrisas ni gestos amistosos; solo para la frialdad calculadora de dos titanes midiendo sus fuerzas.

Mientras los hombres intercambiaban las palabras ceremoniales que dictaba el protocolo, Sergei no pudo evitar lanzar una mirada furtiva a la joven que pronto sería su esposa. La muchacha mantenía la cabeza baja, los ojos clavados en el suelo, sus manos finas y delicadas cruzadas frente a ella en un gesto de sumisión aprendido desde la infancia. Su postura era la de alguien que había sido moldeado para obedecer, para aceptar sin cuestionar, un peón en un juego de poder que ni siquiera comprendía del todo. A su lado, Lady Milenka observaba la escena con la misma frialdad que la caracterizaba, apenas prestando atención a su hija, como si su presencia no fuera más que un mero formalismo, una pieza más en el tablero.

Fue Dmitri quien rompió el silencio cargado de la habitación después del intercambio de cortesías, su voz retumbando con la autoridad que había sido forjada a lo largo de años de dominio y poder.

—Mientras discutimos los términos del contrato, nuestros hijos deberían aprovechar el tiempo para conocerse mejor. ¿Qué dice, Nikolai?

Las palabras de Dmitri no eran una simple sugerencia; eran una orden disfrazada de cortesía, una de las tantas jugadas que se hacían en el tablero de la política familiar. Su mirada se deslizó hacia su hija con una frialdad que hizo que la joven se tensara de inmediato, como si la simple presión de su mirada bastara para moverla a actuar. Era un movimiento calculado, uno que Sergei no dejó de notar, y aunque el frío en su interior se intensificó, no mostró nada en su rostro.

Nikolai asintió con la cabeza, su rostro tan severo como siempre, un reflejo de la disciplina militar que había moldeado cada aspecto de su vida.

—Me parece apropiado —respondió Nikolai, sin apartar la vista de Dmitri, como si sus palabras estuvieran impregnadas de un desafío velado.

La joven se movió con la gracia de quien ha sido entrenada para la sumisión, avanzando lentamente hacia Sergei. Había una incomodidad evidente en sus movimientos, una especie de nerviosismo que no lograba esconder del todo. Sus ojos azules, tan llenos de inocencia, se encontraron brevemente con los de Sergei, antes de desviarse rápidamente hacia el suelo, como si temiera lo que podría ver en ellos.

Sergei la observó en silencio, sintiendo cómo la ira comenzaba a burbujear en su interior. No era una ira dirigida hacia ella, al contrario, se veía como una buena mujer, atrapada en las mismas redes de intriga que a él le aprisionaban, ella era una víctima, como él. No podía culparla por su rol en este juego de poder. Quizás eso hacía que la furia que sentía se mezclara con una amarga compasión, no su ira era hacia su padre Nikolai y hacia Dmitri, cuya presencia le recordaba demasiado a su propio padre, Nikolai. Ambos hombres cortados por el mismo patrón: controladores, fríos, y calculadores. Sergei sabía que Dmitri no era muy diferente de su supuesto padre, dos titanes de hierro moldeados por las mismas reglas despiadadas de poder y supervivencia, reglas que no dejaban espacio para la compasión o el afecto.

Dmitri, satisfecho con la reacción sumisa de su hija, se volvió nuevamente hacia Nikolai, retomando la conversación como si los jóvenes no existieran, como si fueran simples peones en un tablero que él y Nikolai estaban jugando.

—Entonces, mientras ellos se conocen mejor, nosotros podemos proceder a revisar los detalles del contrato. Hay ciertos términos que me gustaría discutir más a fondo —dijo Dmitri, su tono firme y calculador, la mirada fija en Nikolai como un cazador observando a su presa. No había lugar para la diplomacia blanda; cada palabra, cada cláusula del contrato sería un campo de batalla, una lucha por asegurar la ventaja en un acuerdo que sellaría el destino de ambas familias.

Los dos hombres y la mujer se dirigieron hacia otra habitación de la mansión, dejando a los jóvenes solos en la entrada. La incomodidad se asentó como una niebla densa entre Sergei y Ekaterina, envolviendo el aire a su alrededor. Sergei sentía el peso de la expectativa, el silencio incómodo que parecía alargar cada segundo en una eternidad.

Finalmente, Sergei decidió romper el hielo, su voz más suave y tranquila de lo que habría esperado, como si estuviera hablando con sus hermanas pequeñas.

—Soy Sergei Rostov —dijo, inclinándose ligeramente hacia ella, con una gentileza que contrastaba con la dureza de la situación.

Ekaterina levantó la mirada tímidamente, sus ojos azules brillando con un destello de inseguridad. —Ekaterina Volkov —respondió en un susurro, su voz apenas audible, como si temiera ser escuchada, o tal vez juzgada por cada palabra que salía de su boca.

Sergei suspiró, sintiendo una mezcla de resignación y resolución. Tal vez era esa similitud con sus hermanas lo que le impulsaba a actuar de la manera que lo haría. Recordando las lecciones de etiqueta que le habían sido inculcadas desde niño, le extendió el brazo, invitándola a caminar con él, alejándose de la imponente mansión que, pensándolo bien, parecía más una hacienda, una fortaleza más que un hogar.

Ekaterina, sorprendida por el gesto, dudó por un breve momento antes de aceptar su brazo con una gracia temblorosa. A medida que se alejaban de la entrada, caminando por el camino de piedra flanqueado por altos árboles que arrojaban sombras largas sobre el suelo, Sergei sentía la creciente presión de la realidad que se avecinaba. Se avecinaba un matrimonio que no deseaba, un futuro que le parecía más sombrío con cada paso que daba.

—¿Qué te gusta hacer, Ekaterina? —preguntó finalmente, en un intento de aliviar la tensión que seguía colgando sobre ellos como una guillotina invisible.

Ekaterina pareció sorprendida por la pregunta, como si nadie antes se hubiera molestado en preguntar por sus intereses o deseos. Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible antes de responder.

—Me gusta leer… y dibujar, bueno... es de lo poco que no me prohíben —dijo Ekaterina con un tono que cargaba una tristeza pesada, casi palpable, como si esas simples palabras encerraran toda una vida de restricciones y control.

Sergei asintió, ofreciéndole una sonrisa que intentaba ser cálida, pero que no podía borrar del todo la incomodidad que sentía. Sabía que las palabras no serían suficientes para aliviar el peso que ella llevaba, pero en ese momento, era todo lo que podía ofrecer.

—También me gusta leer, y el dibujo tiene su encanto —dijo Sergei, intentando mantener la conversación ligera—. Aunque creo que soy más un escritor. —Hizo una pausa, evaluando cómo sus palabras resonaban en ella—. Sabes, me gustaría ver tus dibujos algún día. ¿Qué te parece si me los enseñas más tarde? —la miró con una sonrisa amable, intentando establecer un pequeño puente entre ellos, algo que les recordara que todavía eran humanos en medio de toda esa frialdad.

Ekaterina lo miró, sorprendida por su interés genuino. Sus mejillas se ruborizaron ligeramente, y su respuesta salió entrecortada, como si la timidez y el nerviosismo le dificultaran hablar.

—Cla-claro, por su-puesto. He-he… yo... yo—tartamudeó y balbuceo, su voz temblorosa, pero llena de una tímida esperanza. Supuso que no estaba acostumbrada a que alguien se interesara en sus pasatiempos, mucho menos en algo tan personal como sus dibujos. Aquello supuso pareció un gesto inusualmente de amabilidad genuina en un mundo donde la amabilidad era un bien escaso.

Sergei sintió una extraña mezcla de ternura y tristeza al verla tan vulnerable. Había algo en su timidez que lo conmovía, una inocencia que estaba a punto de ser arrastrada por el mundo cruel en el que vivían. Sin pensarlo mucho, la halagó con una suavidad que no solía mostrar.

—Eres linda —dijo, su voz baja pero firme, mientras la acercaba un poco más a él, como si con ese simple gesto pudiera protegerla, al menos por un momento, del futuro que les aguardaba.

Ekaterina lo miró con ojos amplios, sorprendida por sus palabras. Nadie la había llamado "linda" de esa manera antes. Sus padres siempre hablaban de su belleza en términos de utilidad, como un recurso más para las negociaciones, no como algo genuino que pudiera ser apreciado por sí mismo. La cercanía de Sergei, su calidez, era un cambio bienvenido en un mundo que hasta ahora solo le había mostrado frío y distanciamiento.

—Gra-gracias... Sergei —respondió Ekaterina, su voz aún temblorosa, pero con un brillo en los ojos que no había estado allí antes. Sus mejillas, antes pálidas, se habían teñido de un rojo suave, un sonrojo que la hacía ver incluso más vulnerable y humana, una rareza en su mundo de máscaras y formalidades. Aquella mezcla de timidez y gratitud en su expresión la hacía parecer casi etérea, como si estuviera a punto de desvanecerse si alguien la tocara demasiado fuerte.

Sergei la observó en silencio durante un momento, sintiendo una punzada de algo que no podía identificar del todo. Tal vez era ternura, o quizás una forma de lástima por la criatura frágil que tenía frente a él, atrapada en la misma red de intrigas y ambiciones que él. Pero, a diferencia de él, ella parecía más una marioneta, movida por hilos que no comprendía del todo, y eso despertaba en Sergei un deseo de protegerla, de alguna manera.

—Ya, ya no te pongas tan roja por el halago de tu prometido —dijo finalmente Sergei, rompiendo el silencio con una sonrisa suave y ligeramente burlona—. Haces que piense que soy guapo. —Su tono era ligero, casi juguetón, en un intento deliberado de disipar la tensión que aún colgaba en el aire entre ellos.

Pero incluso mientras bromeaba, no pudo evitar notar cómo sus palabras provocaron que el sonrojo en el rostro de Ekaterina se profundizara aún más. Sus ojos bajaron rápidamente, como si no se atreviera a sostener la mirada de Sergei, pero una pequeña sonrisa, apenas perceptible, apareció en sus labios. Era una sonrisa tímida, casi insegura, pero genuina.

—No... no es eso… —murmuró Ekaterina, su voz apenas audible, como si el simple acto de responder a la broma de Sergei le costara un esfuerzo monumental—. Es solo que… no estoy acostumbrada a que alguien sea tan amable conmigo.

Sergei sintió un nudo formarse en su pecho al escuchar aquellas palabras de Ekaterina. Era difícil de creer que una joven con su belleza y su posición no estuviera acostumbrada a la amabilidad. Su vida debería haber estado llena de halagos y atenciones, pero al observarla más de cerca, Sergei comprendió la triste realidad. Ekaterina había sido criada como un instrumento, como un objeto para ser usado en los juegos de poder de su familia, y probablemente no había conocido más que órdenes, expectativas y juicios, sin conocer nunca la genuina calidez del afecto o la simple cortesía.

—Qué amable eres, haces que no tenga celos —dijo Sergei, inclinando la cabeza ligeramente hacia ella mientras la miraba con una sonrisa torcida, quería que el ambiente se aligerara nuevamente—. Seguro que muchos te halagan por tu belleza. ¿Quién más sino un ciego no te apreciaría?

Ekaterina desvió la mirada, sus mejillas volviendo a teñirse de rojo. Tartamudeó algo que Sergei no alcanzó a entender, un susurro tan suave que se perdió en el aire entre ellos. El silencio que siguió fue inesperadamente cómodo, una pausa que les permitió a ambos asimilar lo que había sido dicho y lo que no. A medida que continuaron caminando, la tensión en el ambiente comenzó a disiparse, dejando espacio para una quietud que, aunque no familiar, no era del todo desagradable.

Finalmente, llegaron a un gran árbol, apartado del terreno de la mansión. Era un refugio natural, un pequeño santuario de sombra y tranquilidad que los separaba, aunque fuera momentáneamente, de las presiones que ambos sentían. Sergei no estaba seguro de si llamarlo una mansión o una finca; ambas palabras parecían inadecuadas para describir la opulencia decadente y fría de aquel lugar. Pero bajo la sombra del árbol, todo eso parecía lejano, casi irrelevante.

Ekaterina se sentó a cierta distancia de Sergei, como si aún estuviera atrapada en su timidez, aunque el rubor en sus mejillas había disminuido un poco. Sergei la observó por un momento, notando cómo la luz del sol que se filtraba a través de las hojas hacía brillar su cabello rubio platinado. Luego, con un movimiento suave y gentil, la atrajo hacia él, reduciendo la distancia entre ellos sin imponer su presencia, pero lo suficiente como para que ella sintiera que no estaba sola.

—No seas tímida —le dijo con una voz que transmitía más calidez de la que él mismo se había dado cuenta que poseía—. Hablemos. Yo te haré una pregunta y tú puedes hacerme una a mí. ¿Qué te parece?

Ekaterina levantó la vista hacia él, sus ojos azules llenos de una mezcla de sorpresa y gratitud. La idea de un intercambio igualitario parecía casi desconocida para ella, como si nunca antes hubiera tenido la libertad de preguntar, de expresar su curiosidad sin miedo. Aún así, asintió tímidamente, una pequeña sonrisa asomando en sus labios, y Sergei sintió un pequeño triunfo interior. Quizás, en medio de todo este juego de poder, había una posibilidad, aunque fuera diminuta, de que ellos pudieran encontrar algo real entre ellos, algo que no estuviera dictado por contratos o expectativas familiares.

—¿Qué… qué me quieres preguntar? —dijo Ekaterina, su voz apenas un murmullo, pero esta vez sin el temblor nervioso de antes.

Sergei la miró con una sonrisa suave, como si estuviera decidiendo cuál sería la pregunta correcta para empezar, algo que no la asustara, pero que también les permitiera ir más allá de las formalidades.

Sergei la miró con una sonrisa suave, una que pretendía ser tranquilizadora mientras buscaba la manera correcta de romper la barrera invisible que aún existía entre ellos. Quería hacerle una pregunta que no solo iniciara una conversación, sino que también les permitiera conocerse de una manera más genuina, más allá de las formalidades impuestas por sus familias.

—Dime... —comenzó Sergei, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, ¿por qué casi nunca te he visto en Lyskova? Fui a esa aburrida escuela llena de hijos de la nobleza y los burgueses en la ciudad, y nunca te vi. Incluso los cuatro imbéciles estaban allí, pero alguien tan linda como tú... no. ¿Por qué no estabas?

Ekaterina bajó la mirada brevemente, sus manos temblorosas mientras jugueteaban con los pliegues de su vestido. La pausa se prolongó hasta que Sergei pensó que tal vez había ido demasiado lejos. Pero entonces, ella alzó la vista, sus ojos llenos de una tristeza reprimida.

—Bueno... yo-yo soy muy enfermiza, así que mis padres casi nunca me llevan a la ciudad. Creo que piensan que soy una decepción, así que normalmente me dejan en la finca de nuestra familia —explicó con una voz trémula, su tono impregnado de una melancolía que Sergei no había anticipado—. Per-perdón por adelantado por eso... Perdóname si me odias ahora.

Sus palabras finales salieron con una sonrisa triste, una máscara que ocultaba lágrimas no derramadas, como si estuviera preparada para ser regañada o para ver en él una expresión de desagrado o decepción. Sergei sintió una punzada en el pecho, una mezcla de lástima y frustración. La vida de esta joven, tan controlada y reprimida, había dejado cicatrices más profundas de lo que él había imaginado.

—¿Por qué te disculpas? —preguntó, su voz suave pero firme, buscando sus ojos—. Sería absurdo culparte por algo con lo que naciste. Además, solo respondiste una pregunta. No te pongas tan seria. Si alguien tiene la culpa aquí, soy yo, por hacerte una pregunta que podría ser delicada.

Sonrió, intentando aligerar el ambiente que se había vuelto denso con la carga de sus revelaciones. Aunque la tristeza en sus ojos seguía presente, Ekaterina pareció relajarse un poco, sorprendida por la amabilidad en su tono, como si no estuviera acostumbrada a recibir tal consideración. Sergei notó la mezcla de inseguridad y algo parecido a la gratitud en su mirada, como si ella no supiera cómo reaccionar ante la gentileza, acostumbrada a que cualquier gesto amable fuera una trampa en el despiadado juego de poder que dominaba su vida.

Después de un momento de vacilación, Ekaterina reunió el valor necesario para formular una pregunta, aunque sus manos se apretaban entre sí con fuerza, buscando la seguridad en ese pequeño gesto.

—¿Qué... qué te gusta hacer en tu tiempo libre? —preguntó finalmente, su voz apenas un murmullo, como si temiera que su pregunta pudiera ser demasiado insignificante. Era una pregunta simple, casi infantil, pero Sergei entendió que para ella, iniciar una conversación de cualquier tipo era un gran paso.

La pregunta lo tomó por sorpresa, pero en el buen sentido. Lejos de ser un interrogante banal, era un reflejo de la curiosidad genuina de Ekaterina, un deseo de conocerle más allá de la fachada que se veía obligado a mantener en público. Por un instante, Sergei se permitió relajarse, dejando que su sonrisa se volviera más natural, más sincera.

—Bueno —comenzó, pensando en cómo responder de una manera que pudiera hacerla sentir más cómoda—, me gusta leer, como ya te dije. Y también disfruto escribir. Nada demasiado elaborado, solo pensamientos, historias que se me ocurren de vez en cuando. Es una forma de ordenar mi mente, de entender mejor lo que pasa a mi alrededor.

Hizo una pausa, contemplando si debía añadir algo más. No quería abrumarla con detalles de su vida, pero tampoco quería que pensara que le estaba ocultando algo.

—A veces, también me gusta escapar, alejarme de la ciudad. Me da una sensación de libertad que rara vez encuentro en otros lugares. Es un momento en el que no tengo que ser el hijo de la familia Rostov, ni pensar en las expectativas que eso conlleva. Solo soy yo, no un heredero, no algo que otros desean moldear.

Notó que Ekaterina lo miraba con una atención casi reverente, como si cada palabra que él decía tuviera un peso especial para ella. En ese momento, Sergei se dio cuenta de que había encontrado una pequeña grieta en la coraza que ella llevaba, una abertura que podría permitirle conocer a la verdadera Ekaterina.

—Y tú —dijo, devolviéndole la atención—, aparte de leer y dibujar, ¿hay algo más que te gustaría hacer si tuvieras la oportunidad?

Ekaterina meditó la pregunta, sus ojos perdiéndose en el horizonte como si tratara de visualizar un mundo donde sus deseos pudieran hacerse realidad. Finalmente, respondió, y su voz era más firme, menos temblorosa que antes.

—Siempre he querido ver el mar. He leído sobre él, sobre cómo parece no tener fin, y sobre cómo el sonido de las olas puede ser tan tranquilizante como aterrador. Pero nunca lo he visto... no en persona. Me gustaría estar en un lugar donde no haya más que agua hasta donde alcanza la vista. Donde pueda sentir que el mundo es mucho más grande que todo esto —hizo un gesto amplio, abarcando la mansión a lo lejos y todo lo que representaba.

Sergei asintió, comprendiendo más de lo que ella probablemente esperaba. El deseo de escapar, de ver algo más allá de las limitaciones de su vida, era algo que ambos compartían, aunque nunca lo hubieran expresado en voz alta.

—Entonces, algún día te llevaré a verlo —dijo Sergei, con una promesa implícita en sus palabras, un compromiso que no necesitaba ser sellado con más que su sinceridad.

Ekaterina lo miró, y por un breve instante, su rostro se sonrojó de nuevo, pero esta vez no por timidez, sino por la emoción que empezaba a despertar en ella, la posibilidad de algo más allá de las paredes de su prisión dorada.

—Oh, sí, este… bueno, yo… ¿Cómo te hiciste esas heridas en el rostro? —preguntó Ekaterina, tímidamente, como si temiera tocar un tema demasiado sensible. Su voz era apenas un susurro, casi llevado por el viento, pero agregó rápidamente—. Aunque no te ves mal...

Sergei se quedó en silencio por un momento, la pregunta de Ekaterina lo tomó por sorpresa, y no solo por el contenido, sino por la manera en que la formuló. Había un titubeo en su voz, una mezcla de timidez y una curiosidad casi infantil que se contraponía con la gravedad del tema. La pregunta, aunque simple en apariencia, estaba cargada de un peso que él no estaba seguro de cómo manejar.

—¿Te gusta mi rostro, eh? —respondió finalmente, intentando transformar el momento en algo más ligero, aunque sabía que era una batalla perdida. Su tono era burlón, con una sonrisa que no alcanzó a sus ojos—. ¿Tienes dudas de si soy así de bonito o me veo más varonil con el rostro magullado? No sabía que ese era tu tipo.

Ekaterina, con un puchero adorable, negó rápidamente con la cabeza, sus mejillas sonrojándose ligeramente.

—No, no dije eso… Yo-yo solo quería saber si estabas bien… —respondió, su voz volviéndose un poco más firme, menos temblorosa, pero aún cargada de esa vulnerabilidad que parecía siempre acompañarla—. Y saber… qué te pasó.

Sergei observó su expresión, notando la genuina preocupación en sus ojos, y sintió que la broma no había logrado su objetivo. Suspiró, dejando caer la máscara que había intentado poner entre ellos.

—Supongo que sabes que los Rostov son una familia de militares —comenzó, su tono volviéndose más sombrío, con un matiz de amargura que no se molestó en ocultar—. Desde que tengo memoria, fui instruido en lo militar. Mi legado de oficiales exitosos es un peso indeseado, una cadena que se me impuso antes de que siquiera pudiera entender su significado. Como muchos de los hijos de familias militares, crecí en medio de órdenes, entrenamiento y disciplina. A los veinte años, los miembros de estas familias pueden ingresar a la academia militar de la capital. Pero me negué.

Hizo una pausa, su mirada perdida en algún punto en el horizonte, como si las palabras que estaba por decir lo arrastraran de vuelta a ese lugar oscuro en su mente.

—No quería esa vida —continuó, su voz más baja, casi un susurro—. Apenas tengo veinte años, pero ya estaba cansado de vivir bajo las expectativas de otros. Sin embargo, mi padre… —sus labios se curvaron en una sonrisa amarga—, bueno, digamos que su persuasión fue más que convincente.

Sergei dejó escapar una risa seca, sin humor, como si se riera de sí mismo por haber creído, aunque fuera por un momento, que podía escapar de su destino.

—Firmé para entrar a la academia militar en la capital. Y las cicatrices que ves… los moretones y los golpes… son solo recordatorios de lo que pasa cuando intentas resistirte a lo que otros han decidido que es tu destino. Aunque, ya no están tan mal como hace una semana.

Sergei se inclinó hacia atrás, dejando que su espalda descansara contra el áspero tronco del árbol, sintiendo la textura rugosa contra su piel a través de la tela de su camisa. Cerró los ojos por un momento, permitiendo que el peso de la conversación se asentara. El silencio que siguió no era incómodo ni forzado; era un silencio cargado de comprensión mutua, un respiro necesario para digerir lo que se había dicho, lo que se había revelado entre líneas.

El viento susurraba a través de las hojas, llenando el espacio entre ellos con un murmullo constante, un recordatorio de que el mundo seguía girando a pesar de todo. Finalmente, Sergei abrió los ojos, girando la cabeza para mirarla. Había una dureza en su mirada, pero también una especie de resignación, como si aceptara el dolor como una parte inevitable de su existencia.

—Así que, no te preocupes demasiado por estas heridas —dijo, su voz era baja, pero firme—. En unos días se quitarán.

Sus palabras eran como un filo bien afilado, cortantes y precisas, sin lugar para adornos ni sentimentalismos vacíos. La honestidad en su tono era tan clara y directa que dejaba poco espacio para malentendidos. No había dramatismo, solo la fría realidad de alguien que había aprendido a aceptar la dureza de la vida sin adornarla con mentiras reconfortantes.

Ekaterina lo observó con atención, sus ojos azules reflejando una comprensión que iba más allá de lo que las palabras podían expresar. Había en su mirada una mezcla de tristeza y empatía, una conexión silenciosa que trascendía la conversación superficial. No intentó ofrecer consuelo, porque entendía que no había palabras que pudieran curar las heridas que Sergei llevaba, no solo en su rostro, sino en su alma.

—Dijiste que no íbamos a ser tan serios —murmuró Ekaterina, su voz un intento tímido de devolver algo de ligereza al momento—. Perdón por preguntar algo así…

Sergei notó el esfuerzo en su tono, una voluntad frágil pero genuina de aliviar la tensión que se había acumulado entre ellos. Sonrió, una sonrisa que, aunque pequeña, contenía una chispa de calidez que contrastaba con el hielo que solía teñir su expresión.

—Es… es tu turno de hacer una pregunta —agregó ella con una pequeña sonrisa, intentando reanudar el juego que habían comenzado, como si el acto de preguntar y responder pudiera construir un puente entre sus dos mundos tan diferentes.

Sergei asintió, apreciando el gesto. La seriedad que había ensombrecido la conversación anterior comenzó a desvanecerse, reemplazada por una sensación de camaradería que, aunque tenue, era real.

—Tienes razón —respondió, su tono más ligero ahora, como si estuviera decidido a seguir su ejemplo—. Bueno, dime, ¿cuál es tu comida favorita?

La pregunta era sencilla, casi trivial, pero el propósito detrás de ella no lo era. Era un intento consciente de alejarse de la oscuridad que había surgido entre ellos, de encontrar un terreno común donde pudieran interactuar sin las sombras de sus pasados interfiriendo.

Ekaterina pareció sorprenderse por la simplicidad de la pregunta, como si esperara algo más complicado, más profundo. Pero luego, su rostro se suavizó y una pequeña sonrisa apareció en sus labios.

—Bueno… me gusta mucho el pastel de miel —dijo Ekaterina, su voz apenas un murmullo, pero esta vez no por timidez o miedo, sino por el pequeño placer que le provocaba evocar ese recuerdo tan simple y, al mismo tiempo, tan poderoso. Pero la dulzura en su tono se desvaneció rápidamente, sustituida por una sombra de tristeza que se reflejó en sus ojos—. Mi madre solía hacerlo en ocasiones especiales… aunque hace tiempo que no lo probamos. Y hace tiempo que ella ya no es la misma madre que me crió…

Las palabras de Ekaterina flotaron en el aire, cargadas de un dolor sutil pero penetrante, como el filo de un cuchillo que se hunde lentamente, casi sin que te des cuenta, hasta que es demasiado tarde. Sergei sintió una punzada en el pecho al verla así, tan frágil y, al mismo tiempo, tan resignada a las cicatrices invisibles que la vida le había impuesto.

—¿Pastel de miel? —repitió Sergei, como si intentara aferrarse a la parte más ligera de la conversación, aunque supiera que era un intento inútil de apartar la oscuridad que se había filtrado entre ellos—. Suena delicioso. Quizá podamos compartir uno algún día. Aunque, claro, tendrá que ser en una ocasión muy especial.

Su intento de broma fue casi patético, y lo sabía. Sin embargo, el pequeño rayo de esperanza en sus palabras logró su propósito. Ekaterina dejó escapar una risa suave, un sonido tan frágil que parecía que el viento podría llevárselo si soplaba con más fuerza. Pero en ese breve instante, Sergei se permitió creer que había logrado algo, por insignificante que fuera. Esa risa, apenas audible, era un destello de luz en medio de una conversación que se había teñido de tonos oscuros y melancólicos.

Para Sergei, aquella risa era más que un simple sonido. Era una prueba de que, a pesar de la dureza de sus vidas, a pesar de las cicatrices físicas y emocionales que ambos cargaban, existía la posibilidad de encontrar pequeños refugios de humanidad, de calidez. En medio de las intrigas y los juegos de poder que marcaban sus existencias, esos momentos efímeros de conexión auténtica eran raros, preciosos. Y él no estaba dispuesto a dejarlos pasar sin más.

—Bien, tu turno —dijo Sergei, forzando una sonrisa mientras intentaba devolverle la pelota a Ekaterina, deseando que ella pudiera tomar el control de la conversación y, quizás, guiarla hacia terrenos menos pantanosos. Sabía que, en el fondo, era un acto de generosidad, pero también era un intento de escapar de la pesadumbre que había comenzado a ahogarles a ambos.

Ekaterina lo miró, sus ojos aún brillando con una mezcla de gratitud y vulnerabilidad. Por un momento, pareció dudar, como si no estuviera segura de qué preguntar, o si siquiera debía hacerlo. Luego, tomó una respiración profunda, como si estuviera reuniendo el valor necesario para seguir adelante.

—¿Qué… qué harías si no fueras un Rostov? —preguntó finalmente, su voz más firme de lo que había sido antes, aunque sus manos traicionaban su nerviosismo al entrelazarse con fuerza sobre su regazo—. Si no tuvieras que seguir con las expectativas de tu familia, ¿qué te gustaría hacer?

La pregunta sorprendió a Sergei. No era una pregunta simple, el ya estaba pensando en su comida favorita. Una disyuntiva, que golpeaba directamente en el corazón y provocaba un conflicto interno. Nunca antes nadie se lo había preguntado de esa manera, tan directa, tan honesta. Se quedó en silencio por un momento, sin saber qué responder. Porque la verdad era que nunca se había permitido pensar en ello. Había aceptado su destino, su carga, sin permitirse siquiera soñar con otra vida, una en la que pudiera ser solo Sergei, y no el heredero de una familia militar con siglos de historia y tradición.

Finalmente, suspiró, y su mirada se perdió en el horizonte, más allá de los árboles que les rodeaban, más allá de la mansión que representaba todo lo que debía ser y todo lo que no quería ser.

—No lo sé —dijo con una sinceridad brutal—. Nunca he pensado en eso, en quién sería si no tuviera el peso de ser un Rostov sobre mis hombros. Pero si pudiera elegir… si tuviera la libertad de hacerlo… creo que me gustaría ser alguien que no tuviera que luchar todo el tiempo. Alguien que pudiera vivir una vida simple, sin estar constantemente mirando por encima del hombro, sin tener que demostrar nada a nadie.

Sergei se quedó en silencio después de hablar, como si las palabras que acababa de pronunciar fueran una revelación tanto para él como para Ekaterina. Sus deseos, enterrados durante tanto tiempo bajo el peso de las expectativas familiares, habían encontrado una salida en esa confesión casi involuntaria. Vivir en un lugar tranquilo, alejado de las intrigas y la violencia que lo rodeaban, con sus hermanas libres de las cadenas que los ataban a todos. Un sueño tan simple, tan humano, pero tan inalcanzable en la realidad que les había tocado vivir.

—Tal vez me gustaría ser un escritor, vivir en un lugar tranquilo, lejos de todo esto. Llevarme a mis hermanas conmigo y que vivan como quisieran... Que las palabras sean mis únicas armas y las historias que creo sean mi legado, no lo bélico —dijo, su voz cargada de una melancolía que resonó en el aire entre ellos, como un eco de algo que nunca podría ser.

Ekaterina lo miró en silencio, sus ojos azules brillando con una mezcla de comprensión y tristeza. Había algo en las palabras de Sergei que tocaba una fibra sensible en ella, como si las jaulas que los aprisionaban fueran construidas con los mismos barrotes. Las suyas, de expectativas familiares y deberes, y las de él, de honor militar y legado. Ambos atrapados en vidas que no habían elegido, en papeles que les habían sido asignados antes de que pudieran siquiera comprender lo que significaban.

—Serías un buen escritor —murmuró ella, su voz firme por primera vez en toda la conversación, como si las dudas y temores que siempre la habían acompañado hubieran desaparecido momentáneamente—. Y me gustaría leer lo que escribas algún día.

Sergei la miró, sorprendido por la certeza en sus palabras, y por un instante, sintió que algo profundo y verdadero se formaba entre ellos. No era amor, no todavía, pero sí algo más fuerte que la simple camaradería. Era un entendimiento, una conexión que iba más allá de las palabras, una alianza tácita entre dos almas heridas que buscaban consuelo en un mundo que parecía decidido a negárselo.

—¿Y tú? —preguntó Sergei, su voz más suave, más introspectiva—. ¿Qué quisieras hacer si no tuvieras las restricciones de tus padres? ¿Si pudieras ser libre de verdad?

Ekaterina bajó la mirada, su expresión se volvió aún más introspectiva, como si estuviera hurgando en lo más profundo de su ser, en lugares donde los deseos apenas se atrevían a asomarse. Sergei la observó en silencio, consciente de que cualquier palabra podría romper ese frágil momento de vulnerabilidad. Durante un instante, pensó que ella no respondería, que se encerraría de nuevo en su caparazón de timidez y retraimiento. Pero entonces, ella respiró hondo, un suspiro que pareció llevarse consigo años de silencios no dichos, y cuando habló, su voz fue tan baja, tan contenida, que Sergei tuvo que inclinarse hacia adelante, casi invadiendo su espacio, para poder captar cada palabra.

—Siempre he soñado con crear... —comenzó, su voz temblando ligeramente, como si cada palabra fuera un esfuerzo monumental—. Pintar algo que se sienta vivo, que respire en el lienzo o en el papel, que capture una emoción, un momento, algo que pueda perdurar más allá de mi vida... El mar, es algo que deseo ver, como te dije. Pero no solo verlo, sino sentirlo, capturarlo con mis manos, con mis pinceles, mis lápices, hacerlo mío aunque sea por un instante.

Hizo una pausa, sus dedos se entrelazaron con nerviosismo sobre su regazo, mientras sus ojos se posaban en algún punto indefinido en el suelo, como si las palabras que seguían fueran demasiado pesadas para sostenerlas en alto.

—Sabes... —continuó, su voz aún más baja, obligando a Sergei a inclinarse un poco más, sus respiraciones casi sincronizadas en la cercanía—. Sentí... sentí algo cuando dijiste que me llevarías a ver el mar algún día. Algo... algo que no sé cómo describir. Como si, por un breve instante, todo fuera posible. Como si esa promesa fuera un ancla en medio de la tormenta, algo a lo que aferrarme. Algunos lo llaman mariposas en el estómago, creo... pero para mí fue más que eso. Fue como... —se detuvo, buscando las palabras correctas, y al final simplemente se rindió—. Fue algo bonito, supongo. Algo que no había sentido antes.

Sergei escuchó en silencio, dejando que las palabras de Ekaterina se infiltraran en los rincones más oscuros de su alma. Sentía cómo sus propias emociones se entrelazaban con las de ella, creando una maraña confusa de ternura y tristeza. En su mundo, un lugar donde las decisiones eran tomadas por otros y los destinos eran sellados antes de que pudieran siquiera alzar la voz, esos sentimientos—tan puros, tan inocentes—parecían fuera de lugar, como flores delicadas creciendo en un campo de batalla. Sabía, con la amargura de alguien que se ha rendido y resignado, que en la realidad que ambos compartían, los finales felices eran raros, poco más que cuentos de hadas susurrados a la luz de una vela en noches de tormenta. El mar, las mariposas en el estómago, la esperanza de algo mejor… todo eso parecía una fantasía lejana, una frágil burbuja a punto de estallar bajo el peso de la brutalidad que los rodeaba.

Pero había algo en esa burbuja, algo en la forma en que brillaba con una tenue luz de esperanza, que Sergei no pudo soportar destruir. ¿Por qué romper lo poco que les quedaba? En un impulso que él mismo no terminó de comprender, llevó una mano a su cabello, con un gesto lento y deliberado, se quitó el listón verde que usaba para amarrar su cabello. Era un simple trozo de tela, desgastado por el tiempo y el uso, pero en ese instante se convirtió en algo más. Sosteniéndolo en su mano, Sergei extendió el brazo hacia Ekaterina, sus ojos clavados en los de ella, buscando una conexión que pudiera trascender las palabras.

—Toma —dijo él, su voz suave pero cargada de una intensidad que no necesitaba ser elevada para hacerse sentir—. Es solo un listón, algo simple que quizás solo usé una vez, pero te lo doy como símbolo de mi promesa. Te llevaré al mar, Ekaterina. Y lo veremos juntos, te lo prometo.

Ekaterina levantó la vista lentamente hacia Sergei, como si temiera que al hacerlo, toda aquella realidad, frágil como el cristal, pudiera desvanecerse en un suspiro. Sus ojos, grandes y ligeramente enrojecidos, se encontraron con los de él, y en ese breve instante, Sergei fue testigo de una transformación que lo estremeció. La sorpresa inicial en los ojos de Ekaterina, el destello brillante que reflejaba su desconcierto, fue rápidamente sustituido por una expresión de algo mucho más profundo, algo que brotaba desde lo más íntimo de su ser. Gratitud. Pero no era una simple gratitud; era algo más. Era como si aquella mirada estuviera cargada de años de sufrimiento silente, de anhelos no dichos, de sueños largamente abandonados. Y allí, justo frente a él, ese torrente de emociones se agolpaba, rompiendo las barreras invisibles que ella había levantado durante toda su vida.

Sergei pudo notar cómo los ojos de Ekaterina se humedecían, cómo la luz de la luna que filtraba a través de los árboles hacía brillar aquellos ojos como dos pequeños lagos cristalinos, a punto de desbordarse. Sin embargo, las lágrimas no cayeron. Permanecieron allí, atrapadas en los bordes de sus pestañas, retenidas por una fuerza que Sergei no podía comprender del todo. En su mirada había un abismo insondable, un océano de sentimientos que lo invitaba, que lo incitaba a sumergirse en él. Pero Sergei no se atrevió. No del todo. Se quedó en la orilla, mirando, reconociendo la magnitud de aquello que Ekaterina era capaz de sentir, y preguntándose si algún día él podría corresponder a esa misma intensidad.

Entonces, sucedió algo inesperado. De manera tan natural como si estuviera respondiendo a un impulso inconsciente, Ekaterina se inclinó hacia él. Fue un movimiento lento, lleno de dudas, como si cada paso que daba hacia Sergei fuese una lucha interna contra los temores que la habían acompañado toda su vida. Cuando sus brazos finalmente se envolvieron alrededor de él, el gesto fue torpe, casi inseguro, como si temiera que en cualquier momento él pudiera apartarse o, peor aún, rechazarla. Pero Sergei no se movió. En lugar de eso, dejó que el calor de aquel abrazo lo envolviera, permitiendo que las emociones contenidas en ese contacto se filtraran en su piel, en su corazón, en su alma.

El olor de Ekaterina lo sorprendió. Era un aroma suave, delicado, pero profundamente embriagante, como una mezcla de jazmín y un toque de algo más que no pudo identificar del todo, pero que lo atraía de una manera inexplicable. Ese olor lo envolvía, lo sumergía en una sensación que le resultaba tan desconocida como adictiva. Se dio cuenta, mientras la estrechaba con más firmeza, de que aquel aroma lo hacía sentir algo que no había experimentado antes: deseo. Un deseo no carnal, sino más bien espiritual, una necesidad de protegerla, de estar a su lado y, de alguna manera, ser la fortaleza que ella nunca había tenido.

El roce de los labios de Ekaterina contra su mejilla fue apenas un susurro, un toque tan ligero que, si no hubiera estado tan concentrado en ese instante, podría haberlo pasado por alto. Pero no lo hizo. Lo sintió como un rayo que atravesaba su piel, recorriendo su cuerpo con una calidez que lo sorprendió. Ese pequeño gesto, ese beso apenas perceptible, fue como una declaración muda de todo lo que ella no podía decir con palabras. No había arrogancia, no había expectativas, solo una vulnerabilidad pura que lo desarmaba. Sergei sintió cómo su corazón daba un vuelco, golpeando con fuerza dentro de su pecho, como si ese simple contacto hubiera despertado algo que había estado dormido durante mucho tiempo.

—Ekaterina... —susurró Sergei, sin saber realmente qué decir.

No era el tipo de contacto al que estaba acostumbrado. Toda su vida había estado marcada por el deber, por la frialdad calculada de una sociedad que valoraba más la obediencia y la apariencia que los sentimientos genuinos. Había sido moldeado por la brutalidad de los entrenamientos militares que su padre le había impuesto, donde no había lugar para la debilidad, mucho menos para la ternura. Y, sin embargo, allí estaba, en ese momento, sintiendo algo completamente distinto. No era la sensación fría de una estrategia bien ejecutada, ni la brutal satisfacción de una victoria en el campo de batalla. Era algo mucho más humano, más profundo. Era como un fuego que comenzaba a arder lentamente dentro de él, consumiéndolo, pero de una manera suave, casi reconfortante.

Cerró los ojos por un momento, dejándose llevar por esa sensación. Era tan similar y, a la vez, tan distinta de la calidez que sentía cuando sus hermanas estaban felices, cuando sus risas llenaban la casa y él podía permitirse, por un breve instante, olvidar todo lo demás. Pero esta calidez era única. Era más íntima, más personal. Era la calidez de una promesa, la calidez de un sueño que ambos compartían, un sueño que sabían, en lo más profundo de sus corazones, que tal vez nunca se haría realidad. Pero, en ese instante, era todo lo que tenían.

Finalmente, cuando ambos se separaron, lo hicieron con una lentitud que reflejaba su renuencia a romper esa conexión. Sergei la miró a los ojos y notó que algo había cambiado en ella. Su rostro seguía suavizado por la intimidad del momento, pero había algo más. Sus mejillas estaban ligeramente ruborizadas, y en sus ojos había una chispa de determinación que Sergei nunca había visto antes. Era como si, en ese instante, ella hubiera decidido creer en su promesa. Aunque solo fuera por el momento, había aceptado esa pequeña luz de esperanza que él le había ofrecido.

—Gracias —murmuró Ekaterina, su voz apenas un susurro, temblorosa, como si tuviera miedo de que cualquier palabra más fuerte pudiera romper el hechizo que los envolvía—. Por la promesa... por el listón... por todo.

El mundo exterior parecía haberse detenido. No había guerra, no había deberes familiares, ni expectativas aplastantes. Solo estaban ellos dos, envueltos en una burbuja de quietud, sosteniéndose mutuamente en medio de la tormenta que era su vida. Sergei simplemente asintió, sin decir una palabra, porque sabía que no hacía falta. Lo que habían compartido iba más allá de las palabras, más allá de lo que podían expresar en ese momento. Y aunque el futuro era incierto, y las sombras de sus respectivas vidas acechaban en cada rincón, al menos por ahora, tenían ese pequeño destello de esperanza al que aferrarse. Y eso, pensó Sergei, era más de lo que muchos podían decir.

Justo cuando Sergei abrió la boca para hablar, el mundo a su alrededor se detuvo. El susurro del viento que acariciaba las hojas de los árboles quedó en silencio, y la cálida burbuja que los rodeaba, llena de promesas no dichas y emociones contenidas, comenzó a disiparse con un sonido suave pero inconfundible: pasos. El crujir de las pisadas sobre la gravilla del camino era apenas audible, un murmullo que poco a poco fue cobrando fuerza, hasta que se convirtió en el ineludible recordatorio de la realidad que los esperaba. La magia del momento, frágil y efímera, se rompió.

Ekaterina fue la primera en reaccionar. Dio un paso atrás, y el brillo en sus ojos, que hasta hace poco había sido puro y vulnerable, se apagó de inmediato, como si alguien hubiera soplado sobre la llama de una vela. Su rostro, que había estado lleno de vida y emoción, se endureció en una máscara de compostura impenetrable, una que había aprendido a llevar a lo largo de los años. Los suaves rizos de su cabello se movieron ligeramente con la brisa, pero ya no había calidez en sus movimientos. Era la Ekaterina que la sociedad conocía, la mujer sumisa y reservada que había sido entrenada para ser invisible, para no molestar, para no llamar la atención.

Sergei, por su parte, sintió un nudo formarse en su garganta. Aquel pequeño espacio de intimidad que habían compartido, el calor del abrazo, el suave roce de sus labios contra su mejilla, se desvanecía como un sueño al despertar. Por un instante, deseó detener el tiempo, mantenerla cerca, decirle algo—cualquier cosa—para prolongar ese momento, para evitar que la realidad volviera a arrastrarlos a sus roles de siempre. Pero ya era tarde. 

Con un gesto casi automático, Sergei se apartó también, como si una parte de él comprendiera que todo lo que había sucedido entre ellos debía quedar enterrado bajo las capas de formalidad y deber que los envolvían. Enderezó los hombros y endureció la expresión de su rostro, recobrando el porte rígido que le había sido inculcado desde niño, el que su padre esperaba ver en él en todo momento. Sin embargo, en lo profundo de sus ojos, quedaba una chispa de algo que no había estado allí antes. Una decisión, una promesa que no estaba dispuesto a dejar morir.

El sirviente que se acercaba era un hombre mayor, de cabellos grises cuidadosamente peinados hacia atrás y una leve inclinación en la espalda que mostraba los años de servicio incondicional a la familia Volkov. Sus ropas, impecablemente planchadas, su rostro, aunque respetuoso, carecía de toda emoción, como si su única misión en la vida fuera cumplir órdenes sin cuestionar. A medida que avanzaba, cada paso suyo resonaba en la mente de Sergei, como si esos ecos fueran el recordatorio de que el tiempo personal que compartía con Ekaterina era, y siempre sería, limitado.

—Señor, señorita —dijo el sirviente con una ligera inclinación de cabeza. Su voz era suave, pero firme, lo suficiente para interrumpir cualquier pensamiento que aún quedara suspendido en el aire—. El señor Volkov y el señor Rostov los esperan en el salón.

Ekaterina, sin apartar la mirada del suelo, se llevó una mano al pecho, como si intentara calmar el rápido latido de su corazón. Su semblante era una máscara de serenidad, pero Sergei, que ahora la conocía un poco mejor, pudo notar el leve temblor de sus dedos y cómo sus labios se apretaban ligeramente, una señal de que aquella interrupción la había afectado más de lo que dejaba ver.

—Gracias —respondió ella, su voz baja y suave, casi como un susurro. No alzó la mirada, pero dio un pequeño paso hacia adelante, lista para seguir las instrucciones, para regresar al mundo que los esperaba.

Sergei, en cambio, no pudo evitar lanzar una última mirada hacia ella. En ese momento, Ekaterina parecía más pequeña, más frágil que nunca, como una mariposa que, tras haber alzado el vuelo brevemente, estaba siendo devuelta a su capullo. Sintió un impulso de decir algo, de intentar prolongar ese último momento de cercanía, pero sabía que el tiempo ya no les pertenecía. Así que asintió levemente al sirviente, y ambos comenzaron a caminar hacia la mansión.

El camino hacia el salón se sintió interminable. Los sonidos de la noche—el canto lejano de los grillos, el crujir de las hojas bajo sus pies—parecían amplificarse con cada paso. A su alrededor, los jardines de la familia Volkov se extendían como un mar de sombras y siluetas, los árboles meciéndose suavemente con el viento, las flores desplegando su fragancia en el aire fresco. El aroma del césped recién cortado y la humedad de la tierra se mezclaban con el perfume sutil de Ekaterina, que aún persistía en el aire a su lado. Sergei podía sentir su presencia, tan cerca y al mismo tiempo tan lejana.

Con cada paso, los dos jóvenes caminaban hacia el inevitable encuentro con el mundo que los esperaba, ese mundo que estaba lleno de deberes, responsabilidades y expectativas que ninguno de los dos había elegido. Sergei podía sentir el peso de las obligaciones que lo aguardaban en el salón, donde su padre y el señor Volkov seguramente hablarían de asuntos que él preferiría evitar. Las palabras "matrimonio" y "alianzas" flotaban en su mente como espectros ineludibles, recordándole la razón por la que él y Ekaterina estaban destinados a estar juntos. Pero ahora, después de aquel momento bajo la luna, aquellas palabras le parecían más vacías que nunca.

El salón de la mansión Volkov era imponente, con altos techos decorados con intrincados frescos que representaban antiguas escenas de gloria militar y poder. Las paredes estaban adornadas con retratos de generaciones pasadas, todos ellos figuras serias y solemnes, cuyos ojos parecían seguir a quien entrara. Las lámparas de araña colgaban del techo, emitiendo una luz cálida que bañaba la habitación en un resplandor dorado.

Al entrar en el salón, Sergei se sintió de inmediato invadido por el peso opresivo de las expectativas. El ambiente en la habitación era denso, casi sofocante, como si la conversación que acababan de interrumpir hubiera estado cargada de tensión y decisiones irrevocables. El crepitar del fuego en la chimenea era el único sonido en aquel vasto salón, donde las sombras de las llamas bailaban sobre las paredes cubiertas de retratos de antepasados Volkov, todos observando con miradas severas y altivas, como si juzgaran silenciosamente a los presentes.

La luz cálida que emanaba del fuego apenas lograba suavizar la rigidez de la escena. Sentados en sendos sillones de cuero oscuro, el señor Volkov y el padre de Sergei se encontraban frente a la chimenea, ambos con semblantes graves y miradas endurecidas por años de deber y responsabilidad. Las arrugas en sus rostros, los mechones de canas que destacaban en sus cabellos, no hacían sino subrayar la carga de las decisiones que, a lo largo de sus vidas, habían tomado para asegurar el futuro de sus linajes. Sergei percibía el aire de formalidad que emanaba de cada rincón de la estancia, desde las gruesas cortinas de terciopelo que caían pesadamente hasta el suelo, hasta las imponentes lámparas de araña que colgaban como vigilantes inmutables sobre sus cabezas.

Los ojos de ambos hombres se alzaron al unísono cuando Sergei y Ekaterina entraron. Las miradas que les dirigieron no eran amables ni acogedoras. Había una expectativa cargada de seriedad en sus gestos, como si los dos jóvenes fueran meros peones en un tablero de ajedrez cuidadosamente trazado. Sergei pudo sentir cómo la frialdad de la atmósfera barría con los últimos vestigios de la calidez que había compartido con Ekaterina en los jardines, su pequeño rincón de intimidad desvaneciéndose bajo el peso de la realidad que los reclamaba.

—Hijo, señorita Ekaterina —pronunció su padre con aquella voz profunda y solemne que resonaba como un eco en el corazón de Sergei—. Tenemos asuntos importantes que discutir.

Las palabras de su padre fueron como un martillo, golpeando el silencio que los rodeaba. Cada sílaba estaba cargada de una gravitas ineludible, como si estuvieran al borde de sellar un pacto que ya no admitía dudas ni concesiones. Sergei sintió que sus músculos se tensaban de inmediato, apretando inconscientemente los dientes, un gesto que él sabía bien que no debía permitir que su padre notara. Había pasado toda su vida preparándose para momentos como este, entrenado para reprimir sus emociones y asumir el papel que le correspondía. Y sin embargo, en ese instante, no podía evitar sentir el vacío creciente que lo separaba de la realidad que verdaderamente deseaba.

Un sirviente apareció entonces con sigilo, trayendo dos sillas más, colocándolas con precisión calculada junto a los sillones donde estaban los dos patriarcas. Sergei y Ekaterina se sentaron, ambos con los gestos medidos, aunque Sergei percibía el nerviosismo palpable que emanaba de Ekaterina. Sus manos reposaban en su regazo, los dedos entrelazados como si temiera que cualquier movimiento en falso pudiera quebrar la débil fachada que ambos mantenían frente a sus respectivos padres.

El señor Volkov fue el primero en hablar. Su voz, aunque suave, estaba cargada de autoridad. Cada palabra que pronunciaba tenía el tono de quien está acostumbrado a dictar órdenes, a modelar el futuro de otros a su antojo. Sergei apenas podía contener la marea de incomodidad que se deslizaba por su pecho a medida que el anciano hablaba, cada frase construida como si Ekaterina y él fueran simples piezas de una maquinaria mayor, sin derecho a elegir su propio destino.

—Estuvimos discutiendo los últimos detalles de esta alianza —comenzó el señor Volkov, cruzando una pierna sobre la otra con estudiada elegancia—. Como bien me ha comentado tu padre, Sergei, las familias militares como la tuya, los Rostov, gozan de ciertos privilegios. Desde niños, son educados para la guerra, instruidos en las tácticas y estrategias que otros oficiales de familias nobles no dominan tan a fondo. Por ello, suelen omitir los tres años de formación que los demás deben cursar en las academias.

El tono del señor Volkov se volvía más firme, como si estuviera trazando el mapa del futuro de Sergei sin siquiera consultarlo.

—Sin embargo —continuó el anciano—, las empresas también requieren una mano firme, un conocimiento que va más allá de la espada y el campo de batalla. Y como esposo de mi hija, y heredero de una parte significativa de mis negocios, quiero que estés preparado para asumir esa responsabilidad cuando sea el momento adecuado. Como tal, te sugiero que, en tus tiempos libres durante las campañas militares, te instruyas en economía. Hay libros que te ayudarán a comprender las finanzas, el comercio, y la administración de las propiedades. Será tu deber dirigir mis empresas algún día, Sergei. Eso, por supuesto, manteniendo el nombre de Volkov y Rostov en equilibrio, tal como hemos acordado.

Cada palabra se clavaba en la mente de Sergei como una sentencia inescapable. Su futuro ya no era solo una cuestión de seguir los pasos de su padre en la guerra, sino también de sumergirse en un mundo que le resultaba ajeno y desalentador: el de los negocios. La idea de estar atado a una vida que no había elegido, donde incluso su propio apellido debía compartirse con el de otra familia, le resultaba amarga. Y, sin embargo, debía acatarlo. Sabía que cualquier protesta sería inútil, que su destino estaba escrito desde antes de nacer, y que su papel en aquella alianza estaba sellado.

Sergei miró de reojo a Ekaterina, quien mantenía la cabeza baja, su rostro impasible, aunque él podía percibir la tensión en su mandíbula y el leve temblor de sus pestañas. Ella también era una prisionera en aquella conversación, atada a una vida que no había pedido. A su lado, sentía la presión sofocante de las expectativas que se cernían sobre ambos, como si el peso de sus apellidos fuera una cadena que los arrastraba inexorablemente hacia un futuro que no les pertenecía.

Por un momento, el silencio se instaló en la habitación, roto solo por el crepitar del fuego. Sergei sabía que debía decir algo, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Sentía cómo el aire en la habitación se volvía más denso, casi irrespirable, como si el eco de aquella conversación estuviera cerrando cada una de las posibles salidas que pudieran haber tenido.

Finalmente, Sergei asintió con la cabeza, forzando las palabras a salir de su boca, aunque cada una de ellas le pesara como una losa.

—Entiendo, señor Volkov. Acepto mis responsabilidades.

Su voz sonó extrañamente ajena, como si perteneciera a otro hombre y no a él. A pesar de lo controlado que intentaba mantenerse, el peso de aquella declaración parecía más grande que cualquier decisión que hubiera tomado antes. La aceptación de un destino que no era realmente suyo, la rendición ante las expectativas de una sociedad que exigía sacrificios personales en nombre del deber familiar y la reputación. Todo lo que Sergei había querido evitar con cada fibra de su ser, lo que lo había llevado a resistirse a su padre durante tantos años, ahora parecía cerrarse sobre él como una trampa de hierro.

El salón, amplio y lujosamente decorado, seguía siendo tan frío y opresivo como cuando había entrado. A pesar del calor que emanaba de la chimenea, la atmósfera era glacial, sofocada por los silencios prolongados entre cada intercambio. Las figuras de su padre y el señor Volkov, monumentos de autoridad y tradición, seguían inmóviles, pero sus miradas lo observaban con la expectativa de una misión cumplida.

Los ojos de Sergei se cruzaron con los de Ekaterina por un breve momento. Los de ella parecían tristes, llenos de una compasión que él no había esperado. Ella, atrapada en su propio mundo de obligaciones y sacrificios, también comprendía lo que significaba perder la libertad antes de que siquiera pudieran luchar por ella. A través de esa mirada, Sergei sintió un eco de todo lo que había callado hasta ahora, de todos los pensamientos reprimidos y las palabras no dichas que jamás podrían ser compartidas en voz alta.

Con un esfuerzo consciente, Sergei esbozó una sonrisa, pequeña y sutil, apenas una leve curva en sus labios, pero lo suficiente para que Ekaterina la entendiera. Un gesto insignificante a los ojos de los demás en la sala, pero para ellos dos, significaba mucho más. Era una promesa silenciosa, una promesa de resistencia, aunque solo fuera en lo más profundo de sus corazones. Un recordatorio de que no estaban completamente solos en esta red de deberes, y que al menos entre ellos, existía una comprensión mutua. En ese pequeño gesto, ambos encontraron un ancla, una especie de consuelo en medio de la tormenta.

El señor Volkov, sin embargo, rompió el momento con su voz grave y llena de satisfacción, como si la decisión ya estuviera sellada y el futuro de ambos jóvenes fuera tan inevitable como el paso del tiempo.

—Bien, muchacho —interrumpió el anciano, su tono cargado de una falsa calidez que Sergei pudo identificar al instante—. Ahora que esto está resuelto, sugiero que comamos algo mientras discutimos los detalles de la boda.

Aquel comentario resonó en el aire, denso como el humo de la chimenea que serpenteaba hacia el techo, colándose por las paredes llenas de retratos de ancestros muertos hacía siglos. Sergei sintió cómo su estómago se tensaba ante la idea de continuar con aquella farsa, pero no podía hacer nada. Las palabras ya habían sido dichas, el compromiso asumido, y no había vuelta atrás.

Un sirviente entró en la habitación, tan silencioso como una sombra, y comenzó a preparar la mesa con una rapidez y eficacia que solo años de servicio podían perfeccionar. Los platos finamente decorados, los cubiertos de plata pulida, y los candelabros dorados reflejaban la luz de las llamas, creando una atmósfera que casi se sentía opulenta, pero carente de vida.

Mientras el servicio se disponía, el señor Volkov continuó hablando, como si aquello fuera solo otro paso lógico en el proceso que había diseñado para asegurar la alianza entre las dos familias.

—Tu padre sugirió que la boda se celebre antes de que te marches a la capital —prosiguió, sus palabras marcadas por la inevitabilidad que pesaba sobre ambos—. Sería lo más adecuado, dado que una vez que ingreses a la Academia Militar, estarás comprometido por meses. Las obligaciones que te esperarán no permitirán que te concentres en algo tan importante como un matrimonio. Y quién sabe en qué frente estarás desplegado. Es mejor que todo esté en orden antes de tu partida.

Las palabras caían sobre Sergei como un martillo. Sabía que la discusión sobre su destino en la Academia Militar no era un simple comentario. Era una advertencia, una recordatoria de que su vida ya había sido escrita, trazada en líneas que él no había elegido. La idea de casarse antes de marcharse a una vida de incertidumbre y guerra lo hacía sentir como si estuviera firmando su condena final.

Miró a su padre, quien permanecía imperturbable, con el mismo rostro estoico que siempre había mostrado. Para él, todo era cuestión de cumplir con el deber. No había espacio para los sentimientos o las dudas. La guerra, el matrimonio, la familia, todo era parte de un mismo juego en el que Sergei era solo otra pieza que debía cumplir con su función.

—Es lo mejor —dijo su padre, confirmando lo que el señor Volkov ya había sugerido, su tono firme e indiscutible—. Debes establecer tu posición antes de partir. La familia Rostov debe mantener su linaje intacto y sus alianzas fuertes. El matrimonio consolidará lo que hemos planeado durante años.

Sergei apretó los puños bajo la mesa, sintiendo la frustración burbujear en su interior. Todo estaba decidido, y su papel en esta vida no era más que el de un actor en un guion que otros habían escrito. No importaba lo que él sintiera, no importaba el anhelo de libertad que ardía en su pecho. Su destino estaba sellado.

Los ojos de Ekaterina, aunque calmados en apariencia, revelaban un dolor similar. Ella también estaba siendo utilizada, ofrecida como parte de un acuerdo que ni siquiera había sido consultado. Sergei podía ver el leve temblor en sus manos mientras intentaba mantener la compostura frente a los dos hombres que dictaban su futuro.

—Entonces, es así —dijo Sergei con un tono que intentaba ocultar su resentimiento, pero que no podía evitar sonar vacío—. Nos casaremos antes de mi partida.

El señor Volkov asintió con satisfacción, mientras los sirvientes comenzaban a servir la comida. El aroma de los platos finamente preparados llenaba el aire, pero Sergei apenas podía notar su presencia. El nudo en su estómago era demasiado fuerte, el peso de la decisión demasiado grande.

A medida que la conversación se desplazaba hacia los detalles del evento, Sergei apenas podía escuchar. Su mente estaba en otro lugar, lejos de esa mesa, lejos de esos dos hombres que habían decidido su vida sin pedirle su opinión. Miró a Ekaterina una vez más, y en su mirada encontró la misma sensación de encierro. Ambos estaban atrapados, pero al menos, en ese encierro, se tenían el uno al otro.