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El diario de un Tirano

Si aún después de perderlo todo, la vida te da otra oportunidad de recobrarlo ¿La tomarías? O ¿La dejarías pasar? Nacido en un tiempo olvidado, de padres desconocidos y abandonado a su suerte en un lugar a lo que él llama: El laberinto. Años, talvez siglos de intentos por escapar han dado como resultado a una mente templada por la soledad, un cuerpo desarrollado para el combate, una agilidad inigualable, pero con una personalidad perversa. Luego de lograr escapar de su pesadilla, juró a los cielos vengarse de aquellos que lo encerraron en ese infernal lugar, con la única ayuda que logró hacerse en el laberinto: sus habilidades que desafían el equilibrio universal.

JFL · Peperangan
Peringkat tidak cukup
165 Chs

Secuelas

Abrió los ojos lentamente, sintiendo una presión punzante en su cabeza, como si un tambor retumbara en su interior. La confusión reinaba en su mente, nublando sus pensamientos. A su alrededor, emergían ecos de gemidos y súplicas desgarradoras, una cacofonía que parecía provenir de las sombras. Junto a él, había dos hombres, semidesnudos, sus cuerpos temblorosos reflejaban el terror que embargaba sus rostros; gritaban en una mezcla de miedo y desesperación. Él, atrapado en la niebla de su propia confusión, no podía comprender qué calamidad los había llevado a este estado, ni qué era lo que realmente estaba sucediendo.

—Van a morir —escuchó pronunciar, la frase acompañada de una risa siniestra que resonó como el eco de un golpe contundente.

La voz era lúgubre y pesada, y sería deshonesto afirmar que aquel tono no le provocaba un escalofrío en su espalda. Con un esfuerzo titánico, trató de observar más allá de las tinieblas que lo rodeaban; la oscuridad era tan densa que parecía tener vida propia, mientras las antorchas titilantes apenas lograban iluminar el entorno inmediato.

—El que gobierna estas tierras me los dará, me alimentaré con ustedes.

Su frente comenzó a punzar con una intensidad agonizante, como si finas agujas de plata atravesaran sus nervios. Pensamientos ajenos, vívidos y perturbadores, de muerte y destrucción, invadieron por completo su mente, arrastrándolo a un abismo de desesperación. Se mordió el labio inferior con fuerza, buscando un destello de lucidez en medio del caos que amenazaba con inundarlo, aferrándose a esa pizca de racionalidad que poco a poco se iba extinguiendo.

Ignoraba el origen de aquella voz ominosa que resonaba en sus oídos, por instantes daba la ilusión de provenir de todas partes, infundiendo su presencia como un virus mortal que se extiende en un cuerpo moribundo. Intentó luchar, pero el frío metal de los grilletes le oprimía las muñecas, convirtiendo su desesperación en impotencia; su cuello, tenso y rígido, estaba encadenado a la pared cercana.

—¿Quién eres? —preguntó con dificultad.

—La muerte, Ja, ja, ja, ja...

∆∆∆

Su mirada se encontraba fija en la silla de alto respaldo, cuidadosamente labrada en madera de roble y adornada con sutiles grabados geométricos, un asiento donde su soberano siempre se instalaba. Podía vislumbrar su silueta, erguida y digna, bañada en la luz tenue que se colaba a través de las ventanas abiertas. Sentía la presión de sus ojos, fríos e indescriptiblemente severos, que la atravesaban como lanzas, colmados de una desaprobación casi mortal.

—Lo siento, mi señor —murmuró, con la voz apenas audible, como si temiera que el eco de sus palabras pudiera desencadenar aún más decepción. Aún de rodillas, la figura encorvada permanecía reverente, sus brazos inquietos vibraban de un nerviosismo apenas contenido. Pequeñas gotas, brillantes como perlas, resbalaban por sus mejillas y caían en un suave goteo sobre la alfombra, antes seca, ahora húmeda por el peso de su desconsuelo.

No pudo levantar la mirada, el peso de la culpa la mantenía anclada al suelo como una roca. Sabía que su señor no estaba presente; solo era una ilusión de su mente, un fantasma que surgía de la penumbra de su conciencia torturada. Sin embargo, la sensación de haberlo defraudado la desgarraba por dentro. Había fallado en su deber y, con ello, había llevado a la muerte a doce buenos jinetes, hombres de temple y lealtad, cuyas rostros aún reverberaban en su memoria.

—Señora Fira...

—Largo —interrumpió de tajo.

La mujer, quién había estado cuidando la entrada y a la dama en su interior asintió.

Fira se percató de su error unos minutos después, una realización que la golpeó con una intensidad que abarcaba mil emociones. Aun así, ese torrente de sentimientos no le otorgaba el derecho de menospreciar a los subordinados de Orion como si fueran meras sombras frente a su figura. Con determinación, inspiró profundamente, llenando sus pulmones de aire fresco para calmar su mente agitada. Su mirada se posó una vez más sobre el asiento vacío. En ese momento, trató de recuperar una pizca de la solemnidad que había aprendido de su soberano.

—Me disculpo, por favor, ten la libertad de hablar —dijo al darse media vuelta.

Una silueta delgada emergió en el umbral de la puerta, con el rostro oculto tras una capucha negra que absorbía la luz. La mascarilla bucal, del mismo tono oscuro, acentuaba el misterio que la rodeaba, como si llevara consigo secretos inconfesables. Se deslizó al interior de la oficina con una gracia felina, como si danzara en un mundo ajeno. Su andar era tan sutil y sigiloso que, si no hubiera sido porque Fira era consciente de su llegada, hubiera pasado desapercibida.

Se arrodilló sobre su pierna izquierda, arrojando su mirada reverente sobre la dama de cabello platinado al tiempo que orientaba hacia atrás la capucha, y liberaba sus labios de la tela que los había mantenido cautivos.

—No necesita arrodillarte ante mí, señora Yora —dijo apresurada. Su expresión se tornó incómoda.

—Debo hacerlo, señora Fira —respondió con ese tono suave que poco a poco habían adoptado Los Búhos—. Y he de pedirle, por favor, que no me llame Señora, no gozo de tal título.

—De pie, Yora, por favor. —Recobró el aliento, recuperando aún más esa postura elegante y solemne que había estado entrenando.

La integrante de Los Búhos obedeció, eran casi de la misma altura, por lo que ambas miradas chocaron, debiendo bajar ligeramente el rostro para no ser considerada irrespetuosa.

—Habla con libertad, Yora.

Yora asintió.

—La comandante Laut, del escuadrón: La Lanza de Dios solicita una audiencia con usted.

Fira inspiró profundo, desde su llegada a la fortaleza el día anterior había evitado salir del palacio, con la intención de no encontrarse con la comandante de la caballería, se sentía demasiado culpable, y dudaba en qué pudiera contenerse de arrojar toda la responsabilidad hacia esa mujer que había tenido la brillante idea de explorar.

«Hermano amado, ¿qué es lo que tú harías en mi posición?».

—Dile que lo concedo —dijo después de una larga reflexión—. ¿Se encuentra afuera? —Yora asintió—. Hazla pasar.

La fémina asintió, y con un movimiento rápido se colocó la capucha y mascarilla que había liberado su rostro por un fugaz momento. Se dirigió a la entrada, y con una voz suave y autoritaria llamó a la comandante.

Laut apareció tras el umbral, contemplando con atención la enigmática silueta envuelta en negro que se erguía ante ella, como una sombra que tomaba forma. En su tiempo libre, cuando los comandantes del ejército se reunían para beber, reforzar vínculos, o solo conversar escuchó algunos rumores sobre individuos bajo las órdenes inmediatas de su soberano, no pertenecían a ningún escuadrón, y eran rápidos y sutiles en sus asesinatos. Algunos mencionaban que se trataba de la guardia personal, pero, el comandante de Las Garras de Oso había negado tal afirmación. «No son islos», había mencionado. Así que, sin encontrar respuesta, decidieron nombrarlos: «Las Sombras de Orion».

Al instante en qué apareció en el campo ese trágico día fue consciente de que tal persona no era normal, sus movimientos suaves y rápidos le inspiraron precaución, teniendo la grata fortuna de que Yerena, antes de caer inconsciente le reconociera, porque si no podrían haber entrado en un fatídico conflicto. Entonces lo supo, la delgada silueta pertenecía a ese selecto y desconocido grupo, y sin percatarse, su accionar con la mujer fue la de alguien inferior.

Con un ademán respetuoso, imbuido de agradecimiento ingreso a la oficina del soberano. En su regreso a la fortaleza la silueta ataviada de negro había comunicado a la recién despierta Fira sobre su misión de protegerla, comentándole todo lo sucedido, desde el hallazgo de los invasores, hasta su decisión de permanecer en el bosque con la intención de asegurarse que no existían más tropas enemigas.

«Mis disculpas, señora Fira. Subestime demasiado al enemigo», le había escuchado decir en ese entonces, aunque su mirada se había dirigido a ella, sintiendo de esos ojos apenas visibles que la estaba responsabilizando por la ineficiencia de la caballería, algo que no podía protestar.

—Señora Fira. —Se arrodilló a una pierna al colocarse a tres pasos de la dama, su mirada dirigida al suelo, su corazón en un continúo golpeteo de dolor.

—De pie, Comandante.

Laut obedeció. Su altura era muy por encima del promedio, casi sacándole una cabeza a la digna dama enfrente suyo. Su cuerpo tonificado por horas de esfuerzo le daban una apariencia imponente, con una mirada fría y decidida, que, ahora se había tornado dudosa.

—Hable con libertad, Comandante.

—Gracias, señora Fira. Me gustaría comunicar que las familias de los soldados caídos han sido notificados. Se les ha otorgado el apoyo como ordenó, y han entendido que sus ceremonias fúnebres serán privadas en cuanto estén listos.

Fira afirmó con la cabeza, y en su exhalación sintió como un pequeño peso desaparecía de sus hombros.

—Señora Fira, tengo información de la identidad de los invasores. —Ante tal declaración, tanto Fira, como Yora prestaron toda su atención a las palabras de la Comandante—. Según lo recabado por los hombres bajo mi mando, y por mi misma, los invasores pertenecen a las Tierras Salvajes. Por lo que me fue dicho por un esclavo, tales tierras están en guerra con los reinos humanos, una guerra que empezó mucho antes de su nacimiento, y ni él, ni los que participaron en el frente tienen conocimiento del porqué. Menciona que poseen diestros arqueros, una caballería muy poderosa y guerreros sin temor a la muerte. —Aunque quería decirlo sin tanta severidad, le fue imposible, no después de haber experimentado de primera mano lo reales que eran tales declaraciones—. Señora Fira, debe fortificar el noroeste de la fortaleza.

—Silencio, Comandante —dijo con fiereza, no desaprobaba la idea, y hasta de cierta manera lo sentía como el mejor plan de acción, no obstante, la idea de explorar de la comandante Laut se había transformado en un viaje al matadero para doce de los mejores caballeros que poseía el ejército de su señor, por lo que, permitir que le aconsejara sobre un tema bélico, podría comunicarle que su acción no tendría consecuencias.

La mujer de estatura imponente asintió, bajando el rostro en sumisión, no consideraba haber estado fuera de lugar, pero tampoco se atrevía a replicarle a la dama que siempre estaba al lado de su soberano.

—Si no tienes nada más que decir, retírate.

—Tengo algo más que decir, señora Fira. —Alzó el rostro, una pintura de expectación le acompañaba.

—Habla con libertad.

—Me gustaría que el escuadrón que comando fuera considerado en caso de que decidiera vigilar el noroeste.

—No fuerce mi mano, ni juegue con su fortuna, Comandante.

—Pero, yo...

—¡Basta! —gritó, enfurecida, las dos damas presentes sintieron un súbito cambio en la atmósfera, como si el peligro se cerniera sobre ellas—. No quiero oír más sobre el tema, y haz el favor de retirarte.

Laut tuvo la renuencia dibujada en su rostro, ansiaba limpiar su error con la sangre enemiga, pero también sabía que no debía presionar a la mujer que hasta este momento se había comportado con cordialidad con ella y los suyos.

—Me despido, señora Fira. —Se giró, cruzando el umbral de la entrada dos segundos después.

Yora mantuvo su atención en Fira, se le había ordenado protegerla a toda costa, sin embargo, sabía que no podría hacerlo si era ella misma la que quería hacerse daño, y por su rostro y el aura que la rodeaba, estaba claro que algo malo sucedía. Lamentaba no ser buena con las palabras, por lo que prefirió mantenerse en silencio.

—Déjame sola, Yora.

La mujer asintió, desapareciendo en un parpadeo.

—No puedo, ni voy a decepcionarte otra vez, mi señor —dijo al aire, con un tono cargado de determinación y culpa.