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Capítulo 42: Un Mundo Desconocido

Año 1000 a.C., costas de lo que algún día sería conocida como Grecia.

Lysara se encontraba en una playa solitaria, observando el vasto océano que se extendía ante ella. Sus ojos, que una vez habían sido testigos de la belleza y la tragedia de la existencia, ahora reflejaban una mezcla de determinación y melancolía. La inmensidad del mar, con su horizonte interminable, le ofrecía un espejo hacia su propia eternidad, una vastedad que no tenía fin.

Sus pensamientos vagaban hacia Adrian, el ser que había amado y perdido, y cuya ausencia había dejado un vacío en su ser que parecía imposible de llenar. Aunque su corazón estaba envuelto en un manto de dolor, una parte de ella, la parte que había sido tocada por la oscuridad y la luz de Adrian, se negaba a rendirse ante la desesperación.

Lysara había viajado por tierras desconocidas, cruzando montañas y valles, en busca de respuestas, en busca de Adrian. Pero cada ciudad, cada aldea que visitaba, parecía estar envuelta en su propio manto de misterios y sombras. Los rumores de criaturas de la noche, de seres que cazaban en las sombras, eran susurros constantes en los rincones oscuros de cada lugar. Pero de Adrian, no había rastro, ni susurro, ni sombra.

En su viaje, Lysara se encontró con otros de su especie, vampiros que, al igual que ella, se movían en la penumbra entre la vida y la muerte. Algunos eran sombras de lo que una vez fueron, seres perdidos en su propia sed y desesperación, mientras que otros habían encontrado una manera de coexistir con la mortalidad que los rodeaba, una danza precaria en la cuerda floja de la existencia.

Pero en cada encuentro, en cada conversación susurrada en la oscuridad, la historia era la misma: Adrian, el primer vampiro, era un enigma, una leyenda que se había desvanecido en las sombras del tiempo. Algunos hablaban de él con reverencia, otros con miedo, pero todos coincidían en una cosa: había desaparecido, dejando tras de sí un vacío que nadie podía llenar.

Lysara, sin embargo, no podía aceptar que la historia terminara así. Había algo en su interior, una chispa que Adrian había encendido, que se negaba a extinguirse. Y así, continuó su búsqueda, moviéndose a través de las edades, una sombra en busca de otra.

En las costas de este futuro lugar llamado Grecia, Lysara se permitió un momento de quietud, permitiendo que las olas le hablaran con su constante e inmutable murmullo. En su susurro, encontró una especie de paz, una aceptación de que, aunque el mundo pudiera cambiar, aunque los siglos pasaran y las civilizaciones se alzaran y cayeran, el mar siempre estaría allí, eterno e inmutable.

Con una respiración profunda, Lysara se volvió hacia el interior, hacia las tierras desconocidas que se extendían ante ella. No sabía lo que el futuro le deparaba, no sabía si alguna vez encontraría las respuestas que buscaba, pero una cosa era cierta: no dejaría que la oscuridad la consumiera, no permitiría que la ausencia de Adrian apagara la luz que él había encendido en ella.

Y así, con el mar a sus espaldas y la eternidad ante ella, Lysara se adentró en el mundo, una criatura de la noche con el corazón tocado por la luz, decidida a escribir su propia historia en las páginas del tiempo.