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Capítulo 12: Sombras sobre Tebas

Año 2125 a.C., Tebas.

Adrian, con su figura etérea y ojos que destilaban una oscuridad insondable, se estableció en Tebas, una ciudad que, bajo el manto de la noche, revelaba un espectáculo de sombras y susurros ocultos. Las calles, que durante el día bullían con la actividad de los mercados y los gritos de los vendedores, se transformaban al caer la noche, dando paso a un mundo donde la oscuridad reinaba suprema.

Los primeros años en Tebas fueron un período de adaptación y exploración para Adrian. A pesar de su naturaleza impulsiva y su ira siempre presente, se encontró fascinado por la vida que se desarrollaba a su alrededor, por las complejidades de las interacciones humanas y las múltiples facetas de la ciudad que ahora llamaba hogar.

Las noches en Tebas eran un tapiz de sombras y misterios. Los vampiros, criaturas de la noche, se movían con sigilo entre los humanos, sus existencias entrelazadas en una danza eterna de predador y presa. A diferencia de Adrian, los otros vampiros eran seres de deseo apagado, su sed de sangre eclipsando cualquier otro impulso. Pero Adrian era diferente, su deseo sexual era una llama ardiente que lo consumía, un fuego que no podía ser apagado por la sangre.

Las mujeres de Tebas, con sus ojos oscuros y sus cuerpos envueltos en finas telas, se convirtieron en un foco de su deseo insaciable. A diferencia de los otros vampiros, Adrian no solo buscaba su sangre, sino también su calor, su contacto. Se encontraba a sí mismo perdido en encuentros apasionados, su ser oscuro envuelto en momentos efímeros de conexión carnal.

Pero incluso en estos momentos, la oscuridad dentro de él nunca estaba completamente en silencio, su ira y su deseo siempre presentes, siempre al acecho en las profundidades de su ser.

Tebas, con sus imponentes estructuras y sus calles bulliciosas, se convirtió en su dominio, un lugar donde podía explorar los límites de su existencia vampírica. Los templos, con sus columnas majestuosas y sus dioses de piedra, eran un recordatorio constante de la fe y devoción de los humanos, algo que Adrian observaba con una mezcla de fascinación y desdén.

Los mercados, llenos de vendedores y compradores, de olores y sonidos, eran un hervidero de vida y actividad. Adrian, a pesar de su naturaleza solitaria, a menudo se encontraba vagando por ellos, observando las interacciones humanas, las transacciones y los pequeños dramas que se desarrollaban ante sus ojos.

Y así, mientras los años pasaban lentamente, Adrian se movía a través de Tebas, una sombra entre las sombras, su existencia una paradoja de deseo y oscuridad, de conexión y aislamiento eterno.