—¿Misericordia? —Anastasia alzó una ceja—. No lo sé.
Ella era tan evasiva. —Sí, Anastasia, ¿no me mostrarás ninguna misericordia?
—Misericordia. Es una palabra extraña, Aed Ruad —dijo ella y comenzó a rodearlo—. Una vez te la rogué. Pero tú encadenaste mis alas rotas. —Miró sus alas—. Ahora he hecho lo mismo contigo: rompí tus alas. —Le dio una sonrisa siniestra—. Era tan diferente de las dulces, educadas y suaves sonrisas que solía dar. Era más letal. —Me odiaste. Te odio.
Rizos de humo negro se levantaban de su sangre acumulada. Subían al aire y luego desaparecían dejando un olor sanguíneo mezclado con cobre y alquitrán. Podía sentir innumerables grietas y vacíos en su cuerpo y se sentía horrible. —Eras tan compasiva, Anastasia —dijo con una voz temblorosa—. Ahora estás manchada.
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