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2. Miguel Ángel

Mis Converse no estaban rotos, amor mío, desgastados, si acaso. Y si a esas vamos yo también recuerdo lo que llevabas puesto ese día: shorts de pana color caqui; bien ceñida al torso y por encima del ombligo, blusa blanca de algodón con la palabra Barbie estampada en letras rosas; y tenis Nike, los de cámara de aire que todos los adolescentes queríamos en esos tiempos.

Nos conocimos a finales de marzo del 2003, el mundo comenzaba a desmoronarse por la guerra de Irak, y aunque no nos enamoramos entonces, sí nos convertimos en una especie de amigos, ¿o no?

Volviendo a tu aspecto. A diferencia de la impresión que te llevaste de mí, yo te encontré bello desde el principio. Eras del tipo angelical, un niño de calendario, con tu piel blanca, tus grandes ojos castaños, enmarcados por pestañas largas y rizadas, tus hermosos rulos del color del jarabe de arce, que ese día estaban húmedos y olían a shampoo de jazmín. No es de extrañar pues, que tus estándares fueran altos, que yo te pareciera un muerto de hambre, y que en consecuencia manifestaras una soberbia que embonaba con tu edad y tu atractivo. Te me figuraste como la rosa del Principito; suave al tacto (siempre que no se toque el tallo), deslumbrante a la vista, única y orgullosa, pero insustancial, sin nada para ofrecer, solo acostumbrada a recibir. Pensé cuando dijiste aquellas palabras hirientes que jamás me caerías bien, y que trataría de pisar tu casa lo menos posible. Después de tantos años y con lo que te he amado, se que no me equivoqué del todo, todavía me caes mal algunas veces. Por ejemplo, cuando en una discusión ya no se te ocurre qué decir y me sueltas sin venir a cuento que Marlon Brando no era buen actor, siendo que tu única referencia es El último tango en París, o que Ulises es un mal libro, aburrido, despelotado, y que sólo un idiota pretencioso pagaría un curso para poder entenderlo. O cuando se te olvida que te acabaste tú sólito la leche de almendras y me acusas de tragón porque me ves tomándome las ultimas gotas rezagadas en el fondo de la caja. Lo peor es cuando se te ocurre pelear por tonterías como esas mientras yo me muero de ganas de hacer el amor. Si es temprano te doy la razón en todo y hasta me disculpo, así a lo mejor todavía hay chance de hacerlo después de pelear, si no es temprano no me contengo y te canto tus verdades.

Esa vez me miraste de arriba abajo, y la diversión dibujó una sonrisa radiante en tu rostro. Supe enseguida que la causa era mi ropa vieja, y agaché la cabeza avergonzado. Sin embargo, recordé el esfuerzo que había hecho para comprarme esos converse y la ira sustituyó a la vergüenza. Adoro tus sonrisas, Leo, tienen el poder de doblegarme, son cálidas y envolventes, como el sol poniente extendiendo sus rayos sobre una pradera pero, la de ese día, quería borrártela de un puñetazo.

Más tarde en la habitación de Joel, él se disculpó en tu nombre y me dijo:

—Con las fachas que anda, y se pone a burlarse de los demás.

Esa noche regresé a mi casa cansado y de mal genio. Mientras tú cenabas pizza del Dómino's, un lujo al que podía acceder solo en mis cumpleaños, yo tenía que preparar la cena para mi madre y para mí. Hice molletes, y los acompañé con la salsa de molcajete que tanto te gusta.

Mamá llegó después de las nueve, dejó su monedero y la bolsa del pan sobre la mesa del comedor, y sin siquiera mirarme se fue directo a la sala, se sentó y se quitó los zapatos. Siempre hacía esas dos cosas al llegar, por lo que yo a penas escuchaba el cerrojo de la puerta iba a buscar sus sandalias de goma. Después de dárselas y de preguntarle como le había ido, ella me miraba mientras respondía sin expresión:

—Bien, hijo. ¿Y a ti?

—Bien, mamá.

Enseguida le preguntaba si quería cenar, ella respondía que sí, y a partir de ese momento hablábamos de vez en cuando. Nuestro intercambio de palabras solía ser así de insulso, monosilábico, como si habláramos solo para recordarnos la existencia del otro. Algunas veces me apetecía contarle algo de lo que había hecho en el día, y casi siempre me arrepentía al verla bostezar y masticar la comida sin ganas.

Teníamos un reloj de cuco en forma de casita colgado en la pared de la sala, cada media hora emergía del interior un pajarraco de madera que graznaba como si lo estuvieran degollando con un cuchillo sin filo. Yo odiaba el alboroto que hacía, en cambio para mi madre era un objeto sumamente práctico, gracias a él tenía conciencia del tiempo. Sabía que debía salir de casa a las seis de la mañana, que a las diez de la noche debía encender el televisor para ver el noticiero, y que a las diez y media era la hora de acostarse.

—Prende la tele, hijo —pidió mamá al primer graznido del pájaro —, a ver que dicen de la guerra.

La guerra de Irak había comenzado hacía una semana, y todo lo importante parecía que había dejado de serlo. Como la captura del narcotraficante Osciel Cárdenas, que Bélgica aprobara los matrimonios entre personas del mismo sexo, o incluso tragedias como la del transbordador Columbia o el asesinato de la activista Rachel Corrie. El mundo estaba conmocionado y no podía ser para menos. Muchos, como Joel y yo, discutíamos del modo más objetivo que nos permitía nuestro razonamiento, la posibilidad de que estuviéramos presenciando el inicio de la Tercera Guerra Mundial, y de que en dicha guerra hipotética se experimentara con armas nucleares. Otros más obtusos, como nuestros compañeros de clase, hablaban de almacenar botellas de agua y comida enlatada, por si se venía el apocalipsis; ya que según los cálculos de Nostradamus el mundo tendría que haberse acabado en el año 2000, y al fin y al cabo tres años que tantos son. En la calle, uno que otro chiflado repartía estampitas de la Virgen de Fátima, por aquello de los tres días de oscuridad.

El teléfono sonó en pleno noticiero, mi madre y yo intercambiamos miradas de extrañeza. Casi nadie nos llamaba y menos a esas horas, la única vez que ocurrió fue para avisarnos de la muerte de mi abuelo.

Levanté la bocina porque me quedaba mas cerca. Esperaba que no se tratara de nada malo. Era Diana, para alivio de mi madre y regusto mío.

La saludé, ella se disculpó por la hora y me preguntó si podía ir a su casa para ayudarla a acostar a su bisabuelo. Le dije que sí, por supuesto, porque a nada de lo que me pedía le decía que no.

Colgué el teléfono, mi madre se sintió libre para quejarse:

—Deberías decirle a Dianita que estas no son horas de noviar.

—Llamó por su bisabuelo —le dije —, quiere que la ayude a acostarlo porque su papá y su hermano todavía no llegan. ¿Puedo ir?

Mamá resopló.

—Ni modo que no, un favor de esos no se le niega a nadie. Pásame mis zapatos, yo voy contigo.

Diana vivía a una calle de la mía, al doblar la esquina. De ese lado las casas eran bonitas y espaciosas, no se comparaban con el edificio de condominios, viejo y mal construido, donde vivíamos mi madre y yo. Por lo mismo siempre era yo el que la visitaba. Tenía una especie de reticencia a mostrarle me intimidad, a pesar de que nos conocíamos desde los diez años y habíamos sido novios desde los quince. No era un problema, a mí me gustaba ir a su casa y su familia siempre me trataba bien. Su bisabuelo contaba, cosa sorprendente, ciento diez años. Estaba lúcido y hablaba como un loro, entre los disparates que decía soltaba una que otra anécdota medianamente interesante —aunque ahora me cuestiono su veracidad —. Como que había sido el segundo al mando de un jefe revolucionario cuyo nombre no recuerdo, y que había engendrado por lo menos una decena de hijos con diferentes mujeres.

Nos recibió la madre de Diana, ella y la mía se quedaron platicando en la sala mientras Diana y yo llevábamos a su bisabuelo a la recamara.

Acostar al hombre casi me partió el espinazo, pues era demasiado corpulento para su edad, y tuve que subirlo cargando por una escalinata de concreto. Recuerdo haber deseado lastimarme de manera permanente, no lo suficiente para quedar impedido de caminar, pero sí para dejar el ballet.

Ya en la cama, Diana se acercó a su bisabuelo, le dio un beso en la mejilla flácida y lo arropó hasta el cuello. Luego me tomó de la muñeca y me condujo al patio sin que su madre se diera cuenta.

—Gracias por venir —me dijo —. No me gusta pedirte estas cosas pero no tenia a quien mas acudir y abuelo Ganso (así llamaban al bisabuelo porque tenía la facultad de imitar el sonido que hacen los gansos) se caía de sueño.

—Puedes pedirme lo que sea, Diana, soy tu novio.

Ella miró la puerta por la que se salía al patio, y tras asegurarse de que estuviéramos libres de mirones se acercó y me echó los brazos al cuello.

—Hoy no te vi en todo el día —murmuró.

—No quedé en que vendría, recuerda que te dije que iría a estudiar a casa de un amigo.

—Lo recuerdo. De todas formas quería verte y cada que tenía chance me salía de la tienda para ver si te miraba pasar.

Envolví los brazos alrededor de su cintura y busqué sus labios. La besé con ansia y anhelo, hundiendo la lengua en su boca viscosa y caliente. Era el tipo de beso que no me atrevía a darle en el patio de su casa.

—¿Y eso? —preguntó entre risitas nerviosas.

—Tu padre y tu hermano no han llegado, tú mamá y la mía están distraídas y abuelo Ganso ya se durmió. Hay que aprovechar.

—Aprovechemos entonces —murmuró y volvimos a besarnos.

Escuchamos ruidos en el interior de la casa y nos separamos en el acto.

—Parece que papá ya llegó —dijo Diana.

—Eso parece. Hay que entrar.

—Sí —murmuró decepcionada —. ¿Vendrás mañana?

—Quería venir saliendo del ballet pero...¿y si mejor vamos al cine?

Diana abrió mucho los ojos.

—¿Por lo menos hay una película que valga la pena?

—Pues...esta la nueva de Ben Affleck.

—¿Daredevil? —inquirió haciendo una mueca.

—O podemos ver otra, alguna que te guste.

Por más casual que intenté que sonara mi voz no logré engañarla. Diana sabía que no quería ir al cine por la película, sino para besarla y acariciarla en las partes de su cuerpo que estaban prohibidas en el patio de su casa y en la plaza frente a la iglesia a la que íbamos a pasear los domingos.

—Si quieres —dijo, y no me pareció que ella quisiera —. Entremos antes de que vengan a buscarnos.

A los diecisiete años era demasiado cobarde para preguntarle si le gustaba que la besara en el cuello, o que le tocara los pechos, o que metiera la mano debajo de su falda. Era cobarde hasta para mirarla a los ojos a la salida del cine, después de haber hecho todas esas cosas que no sabía si disfrutaba tanto como yo.