Maeve
Horace se encontraba en el refugio del oscuro corredor, con una vela en la mano. Se había vestido para la cama, con un ridículo gorro de dormir de algodón y una larga camisa de noche cubriendo su cuerpo marchito.
Oh, Horace era un viejo murciélago gruñón. Y tampoco le importaba que la gente lo pensara. Gemma y yo habíamos jugado a adivinar su edad una vez, y no creo que mi suposición de cien años estuviera lejos de la verdad.
Normalmente me ignoraba, dándome únicamente una severa mirada de paso, pero algo en sus pequeños ojos negros me hizo estremecer cuando me vio alejarme de la puerta.
—Escuché algo, Horace
—Ratas, probablemente. Nada a lo que debas prestar atención. Anda a dormir, señora. No deberías estar deambulando por los pasillos a estas horas. —Hizo un gesto con la mano para espantarme, entrecerrando los ojos mientras pasaba a su lado y caminaba de vuelta hacia las escaleras.
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