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Capítulo 17 – ¡Confiaré en mí mismo!

Éditeur: Nyoi-Bo Studio

Se quedó allí, rígido, mirando fijamente a Wang Tengfei. Pudo sentir de repente la mirada de todos los discípulos que estaban en la plaza. Los cultivadores de pie junto a él se alejaron, creando un área abierta alrededor de Meng Hao.

Un sentimiento de soledad llenó su corazón, como si el mundo estuviese a punto de abandonarlo. Era como si esa única frase de Wang Tengfei lo hubiese empujado al borde de la existencia.

Nadie dijo una palabra. Los discípulos de la Secta Exterior sólo miraron a Meng Hao. Wang Tengfei era demasiado famoso. Sus palabras resonaron en los corazones de todos.

Nadie se sorprendió por lo que estaba sucediendo; la noticia de los acontecimientos de ayer se habían difundido, y muchas personas ya habían adivinado lo que sucedería ese día.

Los ancianos de la secta permanecieron inmóviles sobre la plataforma, mirando a Meng Hao.

—Las reglas de la secta dicen que lo que tomas pertenece a ti —dijo Meng Hao, forzando las palabras una palabra a la vez. Sabía que, en comparación con Wang Tengfei, su voz era débil y pequeña, y que podría ser atacado. Pero, él todavía habló.

Sabía que si sacaba la botella de calabaza de jadeíta, se la entregaba a Wang Tengfei y hacía algunas lágrimas, entonces Wang Tengfei no podría rechazar su disculpa. No delante de toda esa gente. Podría exigir algunos castigos, pero dejaría a Meng Hao con su base de cultivo.

Tal vez si él le suplicaba, se inclinaba, admitiese que estaba equivocado, y aceptaba la humillación e incluso se insultase a sí mismo, entonces estaría completamente fuera de peligro.

¡Pero él nunca haría tal cosa! ¡Llamarlo estúpido y loco, pero nunca lo haría!

Aunque sabía que estaba enfrentando una terrible calamidad, nunca suplicaría. Nunca se humillaría, nunca se arrastraría por el suelo y suplicaría. ¡Nunca!

Ése era su espíritu, su integridad. ¡Algunas cosas en el mundo son más importantes que la vida o la muerte, y ese noble, indestructible e inquebrantable espíritu es la dignidad!

Por eso había hablado primero, una palabra a la vez. A pesar de que su oponente era la montaña Wang Tengfei. A pesar de que se enfrentaba a calamidades extremas. A pesar de que el mundo entero estaba en su contra. Aunque estaba solo, sin nadie en quien confiar. A pesar de todo eso... aún conservaba su dignidad. Levantó la cabeza y habló.

¡Ese era Meng Hao!

Sus palabras parecían galvanizar toda la energía de su cuerpo. ¿Muerte? ¿Qué es la muerte? ¿Y qué si ni siquiera he vivido para ver 17 años? Puedes humillarme, puedes paralizar mi cultivo. ¡Pero nunca puedes hacer que me rinda! ¡Nunca podrás romper mi espíritu!

Su voz había resonado en el silencio, clara y distinta, pero llena de cierta soledad. Mientras hablaba, su amargura era evidente, pero tal vez sólo Meng Hao lo entendía. Sus manos estaban apretadas en puños. Nadie más lo percibía, pero junto con las palabras de Wang Tengfei había llegado un ataque invisible que intentó forzar a Meng Hao a colapsar.

Su cuerpo parecía como que estaba a punto de desintegrarse y sus huesos a punto de romperse. Sintió una enorme presión tratando de obligarlo a arrodillarse. Su cuerpo tembló, pero él apretó los dientes y permaneció allí, ignorando el dolor en sus huesos.

—Ese tesoro es mío —dijo con una sonrisa amistosa—. Pertenece a quienquiera que se lo dé. No te lo di, así que no tienes derecho a aceptarlo.

Sus palabras parecían amistosas, pero estaban llenas de amenaza, claras para que todos las escuchasen. Sonriendo, caminó hacia adelante, levantando la mano y agitando un dedo en la dirección de Meng Hao.

Los vientos soplaban en la plaza, girando en círculos, haciendo las túnicas de los discípulos se soltasen. Meng Hao se quedó quieto, como si el aire en la plaza se hubiese convertido en la muerte misma y lo hubiese sujetado. No podía mover un músculo. De repente, un colgante de jade rosa salió de su ropa y flotó frente a él. Un escudo rosa apareció, cubriendo a Meng Hao protectoramente.

Wang Tengfei parecía afable como siempre. Sus movimientos parecían completamente casuales, y cuando dio un segundo paso, su dedo se agitó por segunda vez.

Un golpe resonó cuando el movimiento del segundo dedo se detuvo. El escudo se dobló y se retorció, parpadeando tres veces, luego se rompió en una explosión ensordecedora. El colgante de jade delante de él, el regalo que le dio la Hermana mayor Xu, se rompió en pedazos. La sangre salió de la boca de Meng Hao, y la presión sobre él aumentó. Apretó los dientes, inquebrantable. Se quedó allí, temblando, no dispuesto a ceder.

Una mirada muy oscura llenó sus ojos, y apretó los puños con más fuerza. Sus uñas se clavaron en la carne de sus palmas.

Con su habitual sonrisa, Wang Tengfei dio un tercer paso adelante, llegando directamente frente a Meng Hao. Agitó el dedo por tercera vez, y una fuerza como una mano invisible gigante abrió la ropa de Meng Hao, revelando la botella de calabaza de jadeíta que colgaba de su cuello. La mano invisible agarró la botella de calabaza, arrancándola y depositándola en la palma de Wang Tengfei.

El rostro de Meng Hao se puso pálido y tosió una bocanada de sangre. Su cuerpo temblaba, pero no podía moverse. Las venas aparecieron en sus ojos, y sus manos estaban apretadas increíblemente apretadas. Sintió el dolor de sus uñas hundiéndose profundamente en su carne. La sangre empezó a escurrirse entre sus dedos y caer al suelo.

—Paraliza tu base de cultivo. Separa un brazo y una pierna. Deja la secta —siguió sonriendo, su cálida voz reverberaba por la plaza. Extendió un dedo por cuarta vez, señalándolo hacia el pecho de Meng Hao.

Meng Hao le devolvió la mirada. Todo ese tiempo, sólo había hablado una vez, sin abrir la boca para decir una segunda oración. No gritó ni rugió, pero permaneció en silencio. Más venas aparecieron en sus ojos y apretó sus puños aún más. Debido al poder que ejerció, sus uñas se enterraron, alojadas en su carne. La sangre goteaba como la lluvia.

Todo se silenciaba mientras la gente miraba, sus rostros estaban llenos de burla. Su ridículo pareció alejarlo del mundo, empujándolo lejos hasta que lo pusieron fuera de todo.

¡Y aun asíél no se sometería! ¿Qué era un poco de dolor físico?

Justo cuando el dedo de Wang Tengfei estaba a punto de moverse de nuevo, un sonido sonó desde un lejano pico de la montaña y un suave poder apareció junto a Meng Hao, bloqueando el dedo.

Sonó una explosión. Wang Tengfei sacudió su manga y miró a un lado. Un anciano estaba allí, vestido con un largo traje gris. Tenía algunas marcas marrones moteadas en su cara, y, aunque era bastante alto y grande, no parecía ser muy poderoso. Era la misma persona que había admirado a Meng Hao en las dos ocasiones anteriores.

—Has recuperado el tesoro —dijo el anciano. Con un ceño fruncido, miró a Meng Hao parado allí en silencio, con la sangre goteando de sus puños. Suspiró y volvió a mirar a Wang Tengfei.

—Ya que es el Gran Anciano Ouyang intercediendo, este joven se rendirá—sonrió, parecía indiferente. Durante todo el tiempo, sólo había hablado con Meng Hao dos veces. La luz del sol brillaba sobre él, iluminando su figura elegante, su cabello largo, su perfecta actitud. En lo que a él se refería, Meng Hao ni siquiera coincidía con un insecto. A partir de ese momento, ya había sacado a Meng Hao de su mente.

Meng Hao, cubierto de sangre, era como un insecto que se levantaba contra un elefante, el cuál podía aplastarlo con un solo paso.

Para Wang Tengfei, las cosas que acababan de suceder no eran nada. No era que sintiese desprecio hacia Meng Hao. Simplemente no le importaba en lo más mínimo. Con una sonrisa, regresó a la multitud, charlando indiferente, como si nada hubiese pasado. Comenzó a dar indicaciones a los discípulos de nivel inferior, emanando cordialidad.

Todas las discípulas parecían obsesionadas con él. Los otros Cultivadores lo vieron con el mayor respeto. Todos ignoraron a Meng Hao, como si ya se hubiesen olvidado de su existencia.

Meng Hao era como la antítesis de Wang Tengfei. Cubierto de sangre, su ropa en pedazos, rebajado a una figura realmente triste.

Él podía sentir lo que Wang Tengfei pensaba de él. No era desdén, era desprecio. Mientras Wang Tengfei se marchaba, él se sintió un poco más relajado, aunque su cuerpo dolía tanto que parecía que podría colapsar. Apretando los dientes, saludó al Gran Anciano Ouyang con las manos ahuecadas.

Sin otra palabra, tosió otra bocanada de sangre, apretó la mandíbula y se alejó lentamente. Sus pies se sentían como si se pudiese desintegrar en cualquier momento. Estaba empapado de sudor, y cada paso causaba un dolor desgarrador. Parecía un perro azotado, el cual desapareció lentamenteen la distancia.

Mientras se alejaba, el Gran Anciano Ouyang pareció estar a punto de decir algo, pero decidió no hacerlo, y simplemente lo observó marcharse.

Meng Hao regresó a la Cueva del Inmortal, y en el instante en que la puerta principal se cerró, se derrumbó al suelo, inconsciente. Wang Tengfei ya estaba en la cima del sexto nivel. No había manera de que se comparasen. Al negarse a ceder y arrodillarse, por supuesto había recibido heridas internas.

Estuvo en coma durante dos días completos, después de lo cual finalmente abrió los ojos, con su cuerpo destrozado por el dolor. Era difícil moverse, pero se puso en posición sentada. Cuando tocó el suelo con las manos, le quemaron dolorosamente, como si se les hubiese quitado la piel. Jadeando con voz ronca, se sentó en silencio en medio de la Cueva del Inmortal.

Al cabo de un rato, miró sus manos. Diez uñas rotas sobresalían de la piel de sus palmas. Después de dos días de coma, se habían formado costras sobre las uñas, pero en su lucha por sentarse, se habían roto, y ahora la sangre se le escapaba.

Miró sus manos, inexpresivo. Después de un rato, comenzó a sacar las uñas rotas de su piel, una por una. La sangre fluía de sus palmas destrozadas, goteando al suelo y llenando la cueva con el olor de la sangre.

Durante todo el proceso, su expresión facial no cambió. Era como si las manos no le perteneciesen. Había una cierta crueldad dentro de él que ahora era claramente visible.

Miró las diez uñas ensangrentadas. Después de un rato, las recogió y las colocó junto a la cama de piedra de la habitación. Planeaba mirarlas todos los días como un recordatorio de la humillación que había soportado.

¡Llegaría el día en que esa humillación se pagaría el doble!

No había hablado mucho tiempo, pero ahora abrió la boca: —¡En cuanto a mí, dependeré de mí mismo!

La voz ronca casi no sonaba como la suya.